CUANDO el destino pone el primer clavo en el ataúd de un tirano, no suele tardar mucho en clavar el último.

A la mañana siguiente, la goleta se deslizaba veloz, inclinada graciosamente a sotavento. El segundo llevaba el timón, equilibrándose con ese movimiento rítmico, característico en muchos timoneles. Edward estaba cerca de él, en el techo de la cámara, enseñando al terrier del capitán a levantarse sobre las patas traseras. El segundo le gritó que se agarrase a algo.

—¿Por qué? —dijo Edward.

¡Agárrate! —volvió a gritar el segundo, haciendo girar el timón lo más rápidamente que pudo.

Gracias a su presteza, la aullante racha dio de lleno en la nariz de la goleta, si no, se lo hubiera llevado todo por delante. Edward se aferró a la claraboya. El terrier dio unos tumbos por el techo de la cámara y cayó a cubierta, siendo lanzado a la cocina por una patada que le dio un marinero que pasaba en aquel momento como una exhalación. El pobre cerdo blanco, que se hallaba en cubierta tomando el fresco, no tuvo tanta suerte. Salió disparado por la borda y desapareció, después de haber asomado el hocico varias veces a la superficie. Dios, que le había enviado al chivo y al mono como señal, le exigía ahora su alma. También cayeron por la borda unos jaulones llenos de gallinas, tres camisas puestas a secar, y —lo que es más extraño— la muela de afilar.

La informe cabeza del capitán surgió de su camarote, maldiciendo a su segundo como si él hubiera tenido la culpa. Salió descalzo —llevaba puestos unos calcetines grises de lana— y colgándole los tirantes por detrás.

—¡Váyase abajo! —gruñó furioso el ayudante—. ¡Puedo arreglármelas solo!

Pero el capitán no le hizo caso. Salió a cubierta, en calcetines, y le arrebató el timón a su segundo. Éste se sonrojó y, mohíno, dio unas vueltas por proa y luego por popa. Después bajó y se encerró en su camarote.

En unos momentos el viento había levantado unas olas enormes; luego las descabezó y volvió a allanar el mar; un mar negro, menos en las salpicaduras de espuma iridiscente.

—¡Tráeme las botas! —bramó Jonsen dirigiéndose a Edward.

Edward bajó por la escalerilla como un rayo. Recibir la primera orden en el mar es un momento emocionante, sobre todo cuando sucede en una emergencia. Reapareció trayendo una bota en cada mano y un resbalón lo envió, con las botas y todo, a los pies del capitán.

—No lleves nunca las dos manos ocupadas —le dijo el capitán, sonriéndole con agrado.

—¿Por qué? —preguntó Edward.

—Debes reservar una mano para agarrarte.

Se produjo una pausa.

—Algún día te enseñaré Las Tres Reglas Soberanas de la Vida —movió la cabeza, meditabundo—. Son de una gran sabiduría. Pero aún no. Eres demasiado joven.

—¿Por qué no? —preguntó Edward—. ¿Cuándo seré lo bastante mayor?

El capitán repasó mentalmente las Reglas.

—Cuando sepas distinguir barlovento de sotavento… Entonces te enseñaré la primera regla.

Edward se alejó dispuesto a documentarse lo antes posible.

Cuando amainó la racha, la goleta se deslizó sobre el agua con la celeridad de un caballo de carreras. La tripulación estaba de muy buen humor, burlándose del carpintero, a quien acusaban de haber arrojado al mar la piedra de afilar para que sirviese de salvavidas al cerdo.

Los niños estaban también muy animados y su timidez había desaparecido. Como la goleta iba tan inclinada, la húmeda cubierta les servía admirablemente de tobogán. Y, durante media hora, estuvieron dejando resbalar sus traseros de barlovento a sotavento, gritando de alegría. Después de cada viaje volvían a empezar, subiendo de apoyo en apoyo hasta la borda a barlovento —que, con la inclinación del barco, se recortaba en el cielo— y se deslizaban otra vez.

Durante esa media hora, Jonsen atendió al timón, en silencio. Pero, por fin, estalló su irritación refrenada:

—¡Eh! ¡Niños, basta ya!

Ellos lo miraron con asombro y desilusión.

Existe un período en las relaciones entre los niños y cualquier adulto que los tenga a su cargo, el período entre el primer acercamiento y el primer reproche, que sólo puede compararse con la primitiva inocencia del Paraíso. Cuando tiene lugar el primer reproche la inocencia nunca vuelve a recuperarse.

Jonsen acababa de abrir este abismo.

Pero no le bastaba; sus explosiones iracundas continuaban:

—¡Ya está bien! ¡Os digo que paréis!

(Ellos, desde luego, ya lo habían hecho).

De repente se le había representado toda la sinrazón, toda la monstruosidad que suponía esta imposición de soportar a los niños en su barco, y condensó su pensamiento en un solo símbolo:

—Si os rompéis las bragas, ¿creéis que os las voy a remendar yo? Por quién me habéis tomado, ¿eh? ¿Qué pensáis que es este barco? ¿Por quiénes nos habéis tomado a todos? ¿Remendar yo vuestras bragas? ¿Remendar… vuestras… bragas?

Hubo una pausa; todos los chicos estaban aterrados.

Pero él todavía no había acabado:

—¿Dónde creéis que podríais comprar otras nuevas, eh? —preguntó con una voz cargada de rabia. Después añadió, en tono groseramente insultante—: ¡Y no os voy a permitir que andéis por mi barco sin ellas!

Los niños se retiraron a proa, escarlatas hasta el blanco de los ojos por el ultraje recibido. Apenas podían creer que hubieran salido de labios humanos palabras tan impronunciables. Afectaron un aire despreocupado, y hablaron entre ellos con voz alta y estudiada; pero su alegría había desaparecido para el resto del día.

Y así fue como comenzó a elevarse en el horizonte de los chicos un espectro —tan pequeño como la mano de un hombre—: la sospecha de que todo aquello no obedecía a un plan previsto, de que a lo mejor no era grata la presencia de ellos allí. Durante algún tiempo sus actos traslucían esa sensación de estar molestando, característica del huésped no invitado.

A última hora de la tarde, Jonsen, que no había vuelto a hablar —pero que de cuando en cuando parecía estar atrozmente afligido— seguía en el timón. El segundo se afeitó, y se puso el traje de puerto; lo cual venía a ser una indirecta. Subió a cubierta, hizo como que no veía al capitán y, en plan de pasajero, paseó por allí y entabló conversación con los niños.

—¡Si no sirvo para llevar el timón en el mal tiempo, tampoco sirvo en el bueno! —murmuró, pero sin mirar al capitán—. ¡Que se esté allí de día y de noche! ¡Está listo si espera que yo lo ayude!

Tampoco el capitán parecía ver a su ayudante. Daba la impresión de que se hallaba dispuesto a cargar sobre sí todos los turnos hasta el día del Juicio Final.

—Si hubiera estado él en el timón cuando vino la racha —dijo el segundo en voz baja, pero con mucha inquina— habría perdido el barco. ¡No tiene ni idea de lo que debe hacerse cuando hay una ráfaga de ésas! Y, además, lo sabe; por eso se comporta de esta manera.

Los niños no contestaron. Les molestaba profundamente tener que ver a un adulto —un ser a quien debe suponerse olímpico— exhibiendo sus sentimientos. Completamente al revés de los testigos de la Transfiguración, hubieran preferido hallarse, en ese momento, en cualquier otra parte. El hombre no se daba cuenta en absoluto de esta desazón; se ocupaba demasiado de sí mismo para notar cómo rehuían su mirada.

—¡Mirad! ¡Un vapor! —exclamó Margaret, con extraordinaria animación.

Al ayudante le brillaron los ojos.

—Esos vapores serán nuestra muerte —dijo—. Cada año hay más. Acabarán aplicando el vapor a los barcos de guerra, y ¿qué será entonces de nosotros? Ya está todo bastante mal sin necesidad de vapores.

Pero mientras hablaba, invadía su rostro una expresión preocupada, como si le interesase más lo que ocurría en el fondo de su espíritu que lo que aparentaba externamente. Sin embargo, les preguntó:

—¿Os han contado alguna vez lo que sucedió cuando botaron el primer buque de vapor en el golfo de Paria?

—No, ¿que? —preguntó Margaret, con un tono de interés hipócrita, que incluso excedía de las necesidades de la cortesía.

—Lo construyeron en el Clyde. (En aquellos días nadie pensaba en utilizar el vapor para un largo viaje oceánico). La Compañía creyó necesario darle a la cosa un poco de ruido: para popularizar al barco, digámoslo así. Por ello, en el primer viaje que hizo moviéndose por sí solo, invitaron a bordo a todos los capitostes: todos los miembros de la Asamblea de Trinidad, el gobernador y su gente, y un obispo. El obispo fue quien hizo de las suyas…

Su relato se detuvo; estaba completamente absorto en el efecto que causaba su bravata en el capitán.

—¿Qué hizo? —preguntó Margaret.

—Los encalló.

—Pero, ¿cómo le dejaron llevar el timón? —preguntó Edward—. ¡Tenían que saber que no podía!

—¡Edward! ¿Cómo te atreves a hablar de un obispo de esa manera? —le riñó Rachel.

—Hijito, no fue al vapor al qué hizo encallar —dijo el segundo—, fue a un pobre e inocente barco pirata, que iba rumbo a Boca Grande con una brisa norte.

—¡Eso estuvo bien! —dijo Edward—. Y, ¿cómo lo hizo?

—Todos estaban mareados, pues era la primera vez que pisaban un vapor, y ya se sabe cómo se balancea —no como un honrado velero—. Nadie tenía fuerzas para permanecer en cubierta, excepto el obispo, y se aprovechó de ello. De manera que cuando el pobrecito pirata vio acercarse al vapor, envuelto en una nube de humo —con un obispo viejo como saliendo del humo— y levantando un torbellino con las paletas de sus ruedas —como el que formaría una ballena quitándose una mosca de la oreja—, dirigió su velero a tierra y lo encalló, huyendo luego a los bosques. Nunca más volvió al mar, desde luego que no; se dedicó al cultivo de cocoteros. Pero un pobre diablo de los que iban con él se rompió una pierna con la precipitación, y cuando los otros desembarcaron, dieron con él. Cuando vio al obispo acercarse, empezó a dar alaridos diciendo que era el diablo.

—¡Oooh! —exclamó Rachel, horrorizada.

—Ese hombre era tonto —dijo Edward muy convencido.

—¡No diría yo eso! —replicó el segundo—. No andaba muy descaminado. Desde entonces, el Vapor y la Iglesia han sido los enemigos mortales de nuestra profesión… Unas veces con las máquinas y otras predicando, con sermones y con vapor… Es curioso, ¿eh? —dijo interrumpiéndose, interesado de repente en lo que estaba diciendo—. ¡El Vapor y la Iglesia! Parece que no tienen nada que ver entre sí, ¿eh? A simple vista, nada; parece lo natural que se lleven como perros y gatos; pero, no; están conchabados como dos ladrones… Exactamente conchabados como dos ladrones. No ocurría así en los días del cura Audain.

—¿Quién era? —preguntó Margaret dando pie para que continuase.

—Era un cura de los buenos, sí que lo era, yn wyr iawn! Era rector de Roseau. ¡Oh, hace mucho tiempo…!

—¡Venga aquí! ¡Coja el timón mientras respiro un poco! —gruñó el capitán.

—No podría decir con exactitud cuánto tiempo hace —continuó el segundo en un tono elevado, ficticio y ligeramente satisfecho—: Unos cuarenta años; o más, quizá.

Empezó a contar la historia del famoso rector de Roseau; uno de los mejores oradores patéticos de su época, según sus contemporáneos; su apariencia, distinguida y amable, inspiraba veneración, y complementaba sus rentas con la ayuda de un pequeño buque corsario de su propiedad.

—¡Venga, Otto! —llamó Jonsen.

Pero el segundo de a bordo tenía en perspectiva un largo relato de las desventuras del clérigo: empezó con la captura de la goleta de éste, mientras llevaba negros a Guadalupe, por otro corsario, procedente de Nevis, y siguió con el viaje del cura a Nevis y cómo expuso el nombre de su rival en la puerta del Tribunal y esperó allí tres días, con las pistolas cargadas, por si el otro se atrevía a ir con la idea de desafiarlo.

—¿Cómo, para batirse en duelo? —preguntó Harry.

—Pero, ¿no dijo usted que era un cura? —preguntó Emily.

Ahora bien, parecía ser que los duelos no eran una novedad para este clérigo. Había tenido trece a lo largo de su vida, según contó Otto; y en cierta ocasión, mientras esperaba a que los padrinos cargasen de nuevo las pistolas, se acercó a su contrincante y le hizo esta sugerencia: «Vamos a hacer un poco de ejercicio para no aburrirnos, señor mío», y lo dejó tieso de un puñetazo.

Sin embargo, aquella vez no se le puso el enemigo al alcance de la mano, y, en vista de ello, aparejó una nueva goleta; y la capitaneaba personalmente los días no festivos. Su primera presa fue un mercante español, inofensivo en apariencia; pero de repente abrió catorce troneras que llevaba camufladas y, ante tal despliegue de artillería, tuvo que rendirse. Toda su tripulación murió en la aventura, menos él y su carpintero, que se escondieron toda la noche detrás de un barril de agua.

—Pero, no comprendo —dijo Margaret—. ¿Era pirata?

—¡Claro que sí! —dijo Otto.

—Entonces, ¿por qué dijo usted que era un cura? —preguntó Emily.

El segundo parecía estar tan extrañado como la niña:

—Pues sí, lo era… Es verdad, rector de Roseau y, además, B.A. y B.D.[9] En cualquier caso, fue rector hasta que el nuevo Gobernador prestó oídos a los chismes que le contaron contra él y le obligó a dimitir. Fue el mejor predicador que tuvieron… ¡Hubiera llegado algún día a obispo, si no le hubieran calumniado ante el Gobernador!

—¡Otto! —llamó el capitán en tono conciliador—. Venga acá, quiero hablar con usted.

—Pero el ensordecido ayudante, que no cabía en sí de satisfacción, tenía aún mucho que contar: cómo se dedicó Audain al comercio, llevando un cargamento de trigo a Santo Domingo, e instalándose luego allí; cómo desafió a dos generales negros, hiriéndolos a ambos, y amenazándolo Cristóbal con ahorcarlo si morían. Pero el clérigo (que tenía poca fe en los médicos dominicanos) huyó de noche en una lancha y se refugió en San Eustaquio.

Allí se encontró con muchas religiones, pero sin sacerdotes. Así, decidió hacerse otra vez cura, pero de todas las religiones: por la mañana celebraba misa para los católicos; luego, un servicio luterano en holandés; después, los maitines de la Iglesia anglicana; por la tarde, cantaba himnos y hablaba del fuego del infierno a los metodistas. Entretanto, su mujer —que tenía gustos más pacíficos— residía en Bristol, por lo cual se casó con una viuda holandesa, teniendo que oficiar él mismo la ceremonia.

—¡Pero yo no comprendo! —exclamó Emily desesperadamente—. Entonces ¿era un cura de verdad?

—Desde luego que no —dijo Margaret.

—Pero no se podía haber casado a sí mismo si no lo era —arguyó Edward—. ¿Verdad que no?

Otto exhaló un suspiro, y dijo:

—Hoy ya no es así la Iglesia anglicana. Está contra nosotros.

—Me parece muy bien que no sean ya así —dijo Rachel lentamente, con un tono profundo e indignado—. ¡Era un hombre malísimo!

—Era una persona respetabilísima —repuso el segundo con severidad—, ¡y un predicador patético maravilloso! Tened la seguridad de que en Roseau sintieron mucho que se quedara en San Eustaquio.

El capitán Jonsen dejó trincado el timón y se acercó al grupo con una lastimosa expresión de desaliento.

—¡Otto! Mein Schatz…! —empezó a decir, rodeando con su brazo de oso el cuello de su ayudante. Sin más complicaciones, bajaron juntos, y un marinero se hizo cargo del timón sin que nadie se lo hubiera pedido.

Diez minutos después reapareció el segundo en cubierta y se acercó a los chicos.

—¿Qué os estuvo diciendo el capitán? —les preguntó—. Se disparó contra vosotros por no sé qué, ¿no?

Tomó por asentimiento el silencio, complejo y molesto, de los chicos.

—No le hagáis demasiado caso —continuó—. Algunas veces se pone así; pero un momento después se querría tragar todo lo que dijo. ¡Eso, tragárselo!

Los niños lo miraron estupefactos. ¿Qué diantre quería decir?

Pero, creyendo, por lo visto, haber cumplido plenamente su misión, se dirigió otra vez hacia abajo.

Durante algunas horas los niños estuvieron oyendo una alegre aunque monótona algarabía, que sonaba a alcohol y subía por una claraboya. Caía ya la tarde y la brisa había disminuido casi hasta la calma cuando el timonel les informó de que tanto Jonsen como Otto se hallaban profundamente dormidos en la mesa de su camarote con la cabeza de cada uno apoyada en el hombro del otro. Como el timonel no se acordaba ya de la ruta y se había limitado a seguir a favor del viento, al no haber ahora viento alguno que seguir, llegó a la conclusión de que el timón no le necesitaba a él para nada.

La reconciliación del capitán y el segundo merecía ser celebrada por toda la tripulación con unos tragos.

Abrieron un barril de ron; y pronto estuvieron los marineros tan inconscientes como sus superiores.

En conjunto, le resultó a los niños este día uno de los más desagradables de sus vidas.

Cuando amaneció, los tripulantes se encontraban todavía en un estado de incapacidad muy regular, y el desatendido velero marchaba a la deriva. Jonsen, con pies aún muy inseguros, doliéndole la cabeza y con espíritu napoleónico —aunque embotado— subió a cubierta y miró a su alrededor. El sol surgía como un reflector y era lo único que podía verse en todo el contorno. No se divisaba tierra alguna, y el mar y el cielo mezclaban sus dominios. Sólo cuando hubo recorrido varias veces el horizonte con los ojos, descubrió un navío situado en lo que, según todas las apariencias, debía de ser el cielo; sin embargo, no estaba muy lejos.

No pudo recordar, por espacio de unos minutos, qué suele hacer un pirata cuando divisa un buque, y no se sentía con ganas de someter su cerebro a un esfuerzo excesivo forzándolo a recordar. Pero de pronto, le saltó a la consciencia… Se le persigue.

—¡Perseguidlo! —ordenó solemnemente al aire de la mañana; luego bajó a despertar a su segundo, quien a su vez despertó a la tripulación.

Ninguno tenía la menor idea de dónde se hallaba, ni de qué clase de embarcación podía ser aquella presa en perspectiva; pero tales consideraciones resultaban demasiado complicadas en aquella circunstancia. Al separarse ya el sol de su reflejo, se levantó una brisa; así que pudieron orientar el velamen y emprender la persecución adecuadamente.

Al aclararse la atmósfera al cabo de una o dos horas, vieron que su futura presa era un bergantín mercante, cargado sin exceso y con una buena marcha; una marcha, por cierto, que les costaba mucho trabajo igualar, debido a lo mal que habían aparejado la goleta. Jonsen arrastraba rápidamente sus babuchas por cubierta, arriba y abajo, como una lanzadera. Se abrazaba a sí mismo con entusiasmo, tratando de dar con algún plan ingenioso de captura. Proseguía la caza; pero pasó mediodía y la distancia entre ambos buques apenas si había disminuido; quizá estaba demasiado optimista para darse cuenta de ello.

Los piratas solían emplear el truco —cuando perseguían algún velero— de remolcar un mastelero, o cualquier otro objeto pesado. Esto servía de lastre, de freno; y el perseguido, al verlos, solía subestimar su capacidad de marcha. Entonces, y acortando rápidamente la distancia que los separaba de la otra embarcación, la cogían desprevenida.

Pero en esta ocasión había varias razones que hacían ineficaz el truco. En primer lugar, era muy dudoso que en el estado en que los tripulantes de la goleta se hallaban pudieran dar alcance al bergantín. En segundo lugar, el bergantín no daba señales de haberse alarmado. Continuaba el viaje con su marcha corriente, por completo ajeno al honor que le estaban haciendo.

Sin embargo, el capitán Jonsen era un hombre muy ingenioso, y durante la tarde dio las órdenes oportunas para que remolcaran un mastelero en la forma que he indicado. La goleta perdió velocidad en seguida; y cuando llegó la noche estaban separados del bergantín por lo menos un par de millas más que al amanecer. Cuando oscureció izaron a bordo la percha y se prepararon para el último acto. Siguieron al bergantín —orientándose con la brújula— durante las horas nocturnas, sin poderlo distinguir. Al amanecer toda la tripulación se agolpó en la borda, con gran expectación.

Pero el bergantín se había esfumado. El mar estaba más desnudo que el cascarón de un huevo. Si antes no sabían qué hacer, ahora mucho menos. Jonsen no tenía idea de dónde podía estar en un radio de doscientas millas; y como no sabía manejar el sextante, sino que era un inveterado «estimador», no tenía medio de averiguarlo. No obstante, esto no le preocupaba, porque tarde o temprano ocurriría una de estas dos cosas: divisaría algún trocito de tierra reconocible o capturaría alguna embarcación que estuviese mejor informada que él. Mientras tanto, y en vista de que no tenía rumbo fijo, lo mismo le daba un trozo del mar que otro.

Lo evidente era que por donde navegaba ahora no pasaba la ruta principal del tráfico marítimo, pues transcurrieron días y semanas sin que pudiese llegar ni siquiera a estar tan cerca de efectuar una captura como lo había estado con el bergantín.

Pero al capitán Jonsen no le disgustaba mantenerse apartado del público durante algún tiempo. Antes de zarpar de Santa Lucía le habían llegado noticias de que el Clorinda había hecho escala en La Habana, y que Marpole iba contando cosas fantásticas. Lo de los «doce cañones» le había divertido enormemente, ya que no tenía ni pizca de artillería; pero cuando supo que Marpole lo acusaba de haber matado a los niños —precisamente Marpole, ese tío repugnante—, estalló en una de sus típicas explosiones de ira. Pues era increíble que se le creyese capaz de haberles puesto la mano encima durante aquellos primeros días, o ni siquiera de haberles reñido. Todavía constituían una especie de novedad sagrada para él. Sólo cuando perdieron la timidez fue cuando empezó a lamentar el fracaso de sus negociaciones para dejárselos a la señora del magistrado jefe, en Santa Lucía.