I

LOS niños despertaron tarde, y lo hicieron todos a la vez, como con un despertador. Se sentaron y bostezaron uniformemente, desperezándose para aliviar la rigidez de sus piernas y espaldas (téngase en cuenta que durmieron sobre madera maciza).

La goleta estaba inmóvil, y sobre cubierta se oían pasos atareados. La bodega principal y la de proa formaban una sola; y, desde donde estaban ellos, podían ver cómo abrían el cuartel de la escotilla mayor. Primero aparecieron las piernas del capitán; luego se dejó caer sobre el revoltijo formado por el cargamento del Clorinda.

Se quedaron mirándolo. Parecía estar intranquilo, y hablaba consigo mismo mientras iba marcando las cajas con su lápiz; de pronto gritó con bastante irritación a los que estaban en cubierta.

—Muy bien, muy bien —se oyó decir desde arriba al segundo, con voz resentida—. No corre tanta prisa.

Entonces crecieron los murmullos que el capitán se dirigía a sí mismo, como si estuvieran charlando diez personas a la vez en su pecho.

—¿Podemos levantarnos? —preguntó Rachel.

El capitán Jonsen giró, sobresaltado, sobre sus talones… Se había olvidado de que existían.

—¿Eh?

—¿Podemos levantarnos, por favor?

—¡Podéis iros al diablo! —Murmuró esto tan bajo que los niños no lo oyeron. Pero al segundo de a bordo no se le escapó.

—¡Eh! ¡Eh! —reconvino al capitán desde arriba.

—¡Sí! ¡Levantaos! ¡Subid a cubierta! ¡Por aquí! —El capitán instaló, de mala gana, una escala corta para que pudieran salir por la escotilla.

Se asombraron mucho al ver que la goleta no estaba ya en el mar. Se hallaba atracada a un pequeño muelle de madera en una agradable bahía muy cerrada, con un pueblo de aspecto atractivo, aunque sucio —de casas blancas de madera con tejados de palmas— al fondo. La torre de una pequeña iglesia de piedra arenisca emergía de la abundante vegetación. Por el dique paseaban unos cuantos desocupados bien vestidos, contemplando los preparativos de la descarga. El segundo estaba dirigiendo el trabajo de la tripulación, que aparejaba los garfios de descarga y se disponía para una calurosa mañana de labor.

El segundo saludó a los niños con un movimiento de cabeza, pero no volvió a ocuparse de ellos, lo cual resultaba mortificante. La verdad es, sin embargo, que el hombre tenía mucho que hacer.

Al mismo tiempo, vieron salir de algún lugar de popa una colección de jóvenes del aspecto más extraño. Margaret dijo que nunca había visto muchachos más hermosos que aquéllos. Eran esbeltos, pero con formas redondeadas; vestían con exquisito refinamiento (aunque los trajes estaban un poquito raídos). Pero, ¡qué caras! ¡Qué óvalos tan lindos y qué tez aceitunada! ¡Qué ojos castaños, tan tiernos y grandes, sombreados alrededor, y qué labios de un carmín tan poco natural! Cruzaron la cubierta con pasitos menudos, contoneándose y parloteando entre ellos «con un bullicio reidor de jaula de jilgueros…», y desembarcaron.

—¿Quiénes son? —preguntó Emily al capitán, que acababa de salir otra vez de la bodega.

—¿Quiénes? —murmuró abstraído, sin mirar en torno de él—. ¡Ah!, ¿ésos? Mariquitas.

¡Eh! ¡Ei! ¡Jei! —gritó el ayudante, con mayor tono de censura que nunca.

¿Mariquitas? —exclamó Emily, asombrada.

Pero el capitán Jonsen empezó a sonrojarse. Se puso carmesí desde el cuello hasta la calva, y se alejó.

—¡Es tonto! —dijo Emily.

—¿Bajamos ya a tierra? —dijo Rachel.

—Es mejor que esperemos a que nos lo digan, ¿no te parece, Emily? —observó Edward.

—Yo no sabía que Inglaterra fuera así —dijo Rachel—. Se parece mucho a Jamaica.

—¡Qué idiota eres! ¡Si esto no es Inglaterra! —replicó John.

—Pues tiene que serlo —dijo Rachel—, porque donde vamos es a Inglaterra.

—Todavía no hemos llegado a Inglaterra —repuso John—. Debe de ser algún otro sitio donde teníamos que parar, como aquel donde trajeron todas aquellas tortugas.

—A mí me gusta pararme en los sitios —declaró Laura.

—Pues a mí, no —dijo Rachel.

—Pues a mí, sí —insistió Laura.

—¿Adónde han ido aquellos muchachos? —preguntó Margaret al segundo—. ¿Van a volver?

—Volverán sólo para cobrar, cuando hayamos vendido el cargamento —le respondió.

—Entonces, ¿no viven en el barco? —siguió diciendo Margaret.

—No, los alquilamos en La Habana.

—Pero, ¿para qué?

La miró sorprendido:

—¿No ves que eran «las señoras» que llevábamos a bordo para que parecieran pasajeros? ¿Es posible que creyeras que eran señoras de verdad?

—¡Cómo! ¿Se habían disfrazado? —preguntó Emily con exaltación—. ¡Qué risa!

—A mí me gusta disfrazarme —dijo Laura.

—A mí, no —dijo Rachel—. Eso es cosa de niños.

—Yo creí que eran señoras de verdad —reconoció Emily.

—Nuestra tripulación es muy decente —dijo el segundo de a bordo, algo secamente y sin mucha lógica—. Bueno, iros a tierra y divertiros un poco.

Así, los niños desembarcaron, cogidos todos de las manos formando una larga fila, y se pasearon muy formalitos por la ciudad. Laura quería pasearse por su cuenta, pero los demás no la dejaron, y cuando volvieron no se había quebrado aún la cadena de sus manos. Habían visto cuanto había que ver, y nadie se había fijado en ellos (por lo menos así les pareció) y ya estaban deseando empezar de nuevo a preguntar cosas.

Por aquel tiempo esta Santa Lucía era un antiguo y soñoliento lugar, encantador a su manera: aislado en el abandonado extremo occidental de Cuba, entre Nombre de Dios y el Río de Puercos, separado de la alta mar por la intrincada red de canales entre los arrecifes y los bancos de Isabela, canales sólo navegables para las tripulaciones prácticas ya en el tráfico mayor. Por tierra, lo separaban de La Habana ciento sesenta kilómetros de selva.

Hubo una época en que estos pueblecitos del canal de Guaniguanico habían gozado de bastante prosperidad, cuando servían de bases a los piratas. Pero fue una prosperidad muy fugaz. Tuvo lugar el heroico ataque de un escuadrón estadounidense, mandado por el capitán Allen, en 1823, contra la bahía de Sejuapo, cuartel general de la piratería; y, después de este golpe (aunque tardó muchos años en lograr toda su eficacia), nunca volvió a rehacerse esta industria: fue decayendo sin cesar, como la industria textil a mano. Se podía hacer fortuna mucho más rápidamente en una ciudad como La Habana, y con menor riesgo, aunque no tan respetablemente. La piratería había dejado de rendir desde mucho tiempo atrás, y debía haber desaparecido del todo. Pero una tradición vocacional suele durar hasta mucho después de que ha dejado de ser rentable, aunque sea de manera decadente. En aquellos días, continuaban existiendo Santa Lucía y los piratas por el simple motivo de haber existido siempre, y no por otra razón. Un cargamento como el del Clorinda se presentaba muy raras veces. Cada año mermaba la extensión de tierra en cultivo, y las goletas piratas quedaban abandonadas, pudriéndose en los muelles, o eran vendidas ignominiosamente como barcos mercantes. Los jóvenes marchaban a La Habana o a los Estados Unidos. Las doncellas se aburrían. Los señores locales ganaban en dignidad lo que perdían en propiedades y en número; una comunidad idílica, sin complicaciones espirituales, que se olvidaba del mundo exterior y de su propia decadencia.

—Creo que no me gustaría vivir aquí —decidió John, cuando volvieron al barco.

Entretanto, habían desembarcado el cargamento en el dique; y, después de la siesta, se agolparon en derredor de él un centenar de personas, poco más o menos, hurgando entre los géneros y discutiendo. Iba a empezar la subasta. El capitán Jonsen se metía con lo que hacían todos, pero fastidiaba en especial a su ayudante gritándole instrucciones contradictorias a cada minuto. Este tenía un libro Mayor en las manos y numerosas etiquetas que iban pegando con engrudo en los diversos fardos. Los marineros levantaban una especie de escenario provisional… La cosa iba a realizarse por todo lo grande.

La multitud crecía por momentos. El que todos hablaran español producía a los niños el efecto de una pantomima: les parecía estar viendo marionetas y no personas de carne y hueso. Así descubrieron qué juego más fascinante es contemplar a los extranjeros, cuyas palabras más sencillas nada significan para uno, y adivinar qué es lo que se traen entre manos.

Además, ¡aquella gente resultaba tan divertida! Se movían como si fueran reyes y escupían continuamente, fumando cigarros delgados y negros, cuyo humo azul parecía salir de sus enormes sombreros como de incensarios.

En un momento determinado se elevó de la multitud un murmullo de estupefacción y entró en el escenario, dando traspiés, toda la tripulación de la goleta, conduciendo con grandes esfuerzos una enorme balanza, que parecía pesar demasiado y estaba a punto, a cada instante, de poder con ellos.

Había allí muchas señoras; a los niños les parecieron viejas. Algunas eran muy delgadas y acartonadas, como micos; pero la mayoría eran gruesas; una era más gorda que todas las demás y la trataban con el mayor respeto (quizá a causa de su bigote). Era la mujer del magistrado jefe: señora del Ilustre Juzgado del Municipal de Santa Lucía, para darle un título. Tenía una mecedora de adecuada solidez y anchura, que un negro bizco y rechoncho le llevaba, y la colocó en el centro del público, frente al tablado. Allí se sentó, como en un trono, y el negro permaneció tras ella sosteniéndole sobre la cabeza un quitasol de seda violeta.

No se dudará, pues, que esta señora se convirtió en el elemento más destacado del espectáculo.

Tenía una poderosa voz de bajo, y cuando se le ocurría alguna gracia (como sucedió repetidas veces) todos la oían, aunque estuviesen hablando unos con otros.

Los niños, como tenían por costumbre, se abrieron paso entre la multitud sin guardarle a nadie excesivas consideraciones. Se agruparon alrededor del trono.

Por lo visto, el capitán no sabía ni palabra de español, o fingió no saberla; de modo que le correspondió hacer la subasta a su segundo. Este subió al tablado y comenzó su tarea con un gran alarde de ser persona competente en el asunto.

Pero la subasta es un arte: resulta igual de difícil escribir un soneto en un idioma extranjero que dirigir con éxito una subasta en esas condiciones. Hay que poseer una elocuencia sin el menor fallo; hay que estar dotado de la facultad de enardecer al público, divertirlo, corregirlo, convertirlo, hasta que empiece a lanzar pujas cada vez más altas, como si dijera amén; hasta que olvide el valor (y hasta la naturaleza) del lote, y comience a picarse su orgullo en la serie ascendente de ofertas, afanándose por prolongarla como un campeón de billar en una partida.

Este pequeño vienés, en verdad, había estado en una escuela excelente, pues había residido en el País de Gales, donde se encuentra la flor y nata de la subasta pública. En galés, en inglés o en su idioma natal, podría habérselas arreglado bastante bien, pero en español le estaba faltando esa imprescindible fuerza persuasiva. El público permanecía serio, frío y, conservando su sentido crítico, pujaba de mala gana.

Como si esa dificultad lingüística no bastase, allí estaba la poderosa anciana en su trono, distrayendo con sus chistes la poca atención que él pudiera lograr.

Cuando le tocó el turno al tercer lote de café, hubo incluso un inicio de escándalo de muy regulares proporciones. Los niños estaban indignados: nunca habían visto a los mayores tratarse con brutalidad. El capitán se había puesto a pesar los fardos, y el escándalo tenía que ver con la costumbre de Jonsen de apoyarse en la balanza mientras leía el peso. Como era miope, veía así mucho mejor los números; pero esto no les hacía gracia a los compradores, que hicieron muchos comentarios al respecto.

El capitán, resentido, se retorcía las manos y empezó a contestarles en danés. El público replicó en español, con mayor virulencia aún. Entonces Jonsen acabó de enfadarse: si no lo trataban con un poco de consideración, que se encargase cualquiera de ellos de dirigir la subasta.

Pero, ¿quién iba a ser más imparcial? El segundo, irritado, sostenía que los mismos inconvenientes supondría elegir a uno de los compradores.

En esto fue produciéndose un terremoto en la señora gorda y, poco a poco, logró reunir las energías suficientes para ponerse en pie. Cogió a John por los hombros y lo empujó ante ella hasta llegar ambos junto a la balanza. Entonces sugirió la dama, con palabras ingeniosas y resonantes, que… John debía verificar el peso.

El público se mostraba satisfecho, pero en cuanto John comprendió lo que se pretendía de él, se puso coloradísimo e intentó escapar. Por otra parte, a los demás niños se los comía la envidia.

—¿Puedo ayudar yo también? —dijo Rachel.

El segundo de a bordo, desesperado, creyó ver en esto un recurso extremo. Mientras instruían a John en su cometido, él reunió a los otros chicos, y los atavió —aprovechando el montón de vestidos que había en la subasta— como si fueran disfrazados para un baile de trajes. Luego les dio a cada uno de ellos las muestras de los géneros para que las fueran enseñando, y la venta comenzó de nuevo.

Los niños se divirtieron muchísimo, e iban de acá para allá, dándose importancia, tirándose mutuamente de los turbantes que les habían puesto. Pero la multitud era latina, no nórdica; de aquí que las monadas de los niños no despertasen el menor interés. La venta iba cada vez peor.

Sólo había una excepción: la importante anciana. Una vez fijada su atención en los niños (por habérsele ocurrido aquella idea), se centró en uno de ellos, en Edward. Lo estrechó contra su pecho, como una madre de melodrama, y le dio con sus labios velludos tres sonoros besos.

Edward no se hubiera hallado más indefenso si lo hubiese aprisionado una boa. Además, la portentosa dama lo fascinaba como si de verdad hubiera sido una boa. Quedó entre sus brazos terriblemente deprimido y sin pensar en huir.

Y así continuó la subasta. Por un lado, el incansable ronroneo del ayudante; por otro, la imponente criatura que seguía diciendo agudezas, dominándolo aún todo. De pronto, se acordaba de Edward y le daba un par de besos como dos bombas; luego, lo volvía a olvidar por completo; lo recordaba otra vez y lo estrechaba contra sí, para emitir luego unos cuantos chistes; a veces, estaba a punto de que Edward se le cayera al suelo; de repente, se retorcía en su mecedora para arrojar un dardo de ingenio a la gente que se hallaba tras ella… Era la desesperación del infeliz subastador, que veía desaparecer lote tras lote por la décima parte de su valor, y, muchas veces, ni siquiera encontraba quien hiciera una oferta.

Sin embargo, el capitán Jonsen tenía una idea para animar un bazar parroquial cuando está a punto de congelarse. Subió a bordo y mezcló varios galones de esa poción conocida en los círculos alcohólicos por «la sangre del Verdugo» (compuesta de ron, ginebra, aguardiente y cerveza fuerte). Presenta un aspecto inocente (como cerveza), y es refrescante al paladar, pero tiene la notable propiedad de aumentar la sed en vez de saciarla. Por tanto, una vez que ha conseguido abrir una brecha, le es muy fácil destruir toda la fortaleza.

Llenó unos cubiletes con esta bebida, declarando sencillamente que se trataba de un cordial muy conocido en Inglaterra, y encargó a los niños de su distribución entre los presentes.

Los cubanos mostraron en seguida un mayor interés por los chicos que cuando iban enseñándoles muestras: y la felicidad de éstos aumentó al crecer su popularidad, y como ganimeditos y hebitas[8] se precipitaban de uno a otro de los presentes distribuyendo el seductor veneno a cuantos quisieran.

Cuando se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo, el segundo se desesperaba.

—¡Oh, qué estúpido! —gimió.

Pero el capitán estaba encantado con su estratagema; seguía frotándose las manos, guiñaba los ojos y hacía muecas.

—Esto los animará, ¿eh?

—¡Espere al final! —fue cuanto el segundo se permitió decir—. ¡Espere, ya verá!

—¡Mira Edward! —dijo Emily a Margaret en una pausa—. ¡Eso es insoportable!

Y lo era. El primer cubilete volvió aun más maternal a la señora gorda. Edward, totalmente fascinado, estaba por completo en su poder. Sentado en su regazo, contemplaba enternecido los ojillos negros de la dama. Es cierto que evitaba el roce con el bigotillo de ella, pero le devolvía los besos en la mejilla. Todo esto era puro instinto, pues, desde luego, no se cruzó entre ellos ni una palabra.

Mientras, el licor producía en el resto del público exactamente el efecto previsto por el segundo. En vez de estimularlos, disolvía enteramente los escasos vestigios de atención que aún prestaban a la subasta. No pudiendo resistir ya aquello, bajó de la plataforma y lo dejó todo plantado. La gente había formado numerosos grupos, y discutía sobre sus asuntos como si hubiera estado en un café. Subió a bordo y se encerró en su camarote. ¡Que el capitán Jonsen se las entendiera con el lío que él mismo se había buscado!

Pero ¡ay!, no hubo en el mundo persona más incapaz que Jonsen de entender ni controlar a una masa. Todo lo que se le ocurría hacer era servirles más bebida.

Esto era para los niños un espectáculo apasionante. La naturaleza de aquellos individuos parecía cambiar a medida que bebían; les daba la impresión de que algo se desvanecía ante ellos, como cuando el hielo se derrite. Recuérdese que para ellos todo esto era una pantomima: las palabras nada explicaban, de modo que los ojos adquirían una penetración singularísima.

Era como si toda la multitud estuviera inmersa en agua y algo de ella se fuera disolviendo mientras persistía su estructura general. El tono de sus voces cambió y empezaron a hablar mucho más bajo, a moverse con más lentitud, con mayor cuidado. La expresión de los rostros se hizo más cándida y, a la vez, más de careta. Dos hombres comenzaron a pelearse, pero lo hacían tan mal, que era como una lucha en una comedia poética. Las conversaciones, que antes tenían un principio y un fin, se hacían ahora informes e interminables, y las mujeres se reían muchísimo.

Un caballero anciano, vestido con gran corrección, se tumbó cuan largo era en el suelo, tan sucio, y colocando la cabeza a la sombra de la señora entronizada, se cubrió la cara con un pañuelo y se quedó dormido; otros tres caballeros de cierta edad, poniendo cada uno una mano encima de otro para mantener el contacto y empleando la otra en enfatizar, sostenían una continua cháchara que a veces parecía irse apagando; pero nunca llegaba a pararse, como un motor muy gastado.

Un perro correteaba entre aquellas gentes, moviendo la cola, pero nadie le dio un puntapié. Encontró al anciano que dormía en el suelo y se puso a lamerle las orejas con gran contento. Nunca había tenido esa suerte.

La señora de la mecedora también se había quedado dormida, un poco torcida, y se hubiera caído al suelo si su negro no la hubiese sostenido. Edward la dejó y, bastante avergonzado, se reunió con los demás niños. Pero éstos no le dirigieron la palabra.

Jonsen miraba alrededor, perplejo. ¿Por qué había abandonado Otto la venta ahora que la gente estaba predispuesta? Probablemente tuvo algún motivo. Su ayudante era un hombre incomprensible, pero inteligente.

La verdad es que el capitán Jonsen casi nunca probaba el alcohol, porque se le subía en seguida a la cabeza, y por eso conocía mal los aspectos más sutiles de la embriaguez.

Recorría arriba y abajo el polvoriento muelle arrastrando los pies, como era habitual en él, y con la cabeza hundida por el despecho —aunque a ratos se frotaba las manos como siempre— y gimoteando incluso. Cuando un espectador se le acercó y confidencialmente le ofreció un precio por lo que quedaba sin vender, se limitó a mover la cabeza y siguió arrastrando los pies.

Había algo de pesadilla en esas escenas que exaltaba la imaginación de los chicos y casi los asustaba. Margaret, después de vencer cierta vacilación interna, dijo: «Vámonos al barco». Y todos los niños volvieron a bordo. Sintiéndose, aun allí, no muy tranquilos, bajaron a la bodega, que era para ellos el lugar más seguro porque ya habían dormido en él. Se sentaron en la sobrequilla sin hacer ni decir nada, sintiendo aún una vaga aprensión, hasta que el aburrimiento la disipó:

—¡Oh, quisiera haber traído mi caja de pinturas! —dijo Emily con un profundo suspiro.