I

LA travesía desde la bahía de Montego a las Caimanes —donde los niños escribieron sus cartas— es sólo cosa de unas horas; con buen tiempo, se distingue desde Jamaica el pico de Tarquino en Cuba.

No hay puerto alguno; y el anclaje, debido a los arrecifes, es muy dificultoso. El Clorinda fondeó frente a la isla Gran Caimán, en un fondo arenoso y claro que constituye en aquellos parajes el único lugar seguro para fondear, soltando el ancla a barlovento.

La isla —una de forma alargada en el extremo occidental del grupo— es llana y está cubierta de palmeras. En seguida se presentó una procesión de botes cargados de tortugas, como contó Emily. Los indígenas trajeron también papagayos para vendérselos a los marineros, pero no consiguieron colocar muchos.

Por fin, quedaron atrás las incómodas Caimanes, y siguieron rumbo a la isla de Pinos, gran isla situada en un golfo de la costa cubana. Uno de los marineros, llamado Curtis, había naufragado allí una vez, y sabía muchas historias relacionadas con aquello. Es un lugar muy desagradable, escasamente habitado y cubierto por bosques laberínticos. El único alimento aprovechable es una especie de árbol. También hay allí una clase de habichuelas que resulta apetitosa a la vista, pero es un veneno mortal. Según contaba Curtis, los cocodrilos eran tan feroces en aquel lugar que a él y a sus compañeros los obligaron a refugiarse en los árboles; la única manera de escapar de ellos era arrojarles vuestra gorra para que la despedazaran, o, si erais lo suficientemente audaces, lisiarlos de un trancazo en los lomos. Había además muchísimas serpientes, y entre ellas una especie de boa.

La corriente que baña la isla de Pinos arrastra violentamente hacia el este; por eso, el Clorinda se mantuvo muy cerca de la costa para burlarla. Pasaron el cabo Corrientes —que tenía a primera vista el aspecto de dos montículos en pleno mar—; pasaron la punta del Holandés, conocida también por «el falso cabo de San Antonio»; pero el verdadero no lo pudieron doblar durante algún tiempo —como decía el capitán Marpole en su carta—, pues arriesgarse por el cabo de San Antonio con viento norte es echarlo todo a perder.

Fondearon a la vista del largo promontorio —rocoso y de poca elevación— en que termina la isla de Cuba, y esperaron. Se encontraban tan cerca de tierra que podían distinguir con toda claridad la cabaña de pescadores situada en la vertiente meridional.

A los niños se les habían hecho cortísimos aquellos primeros días en el mar; algo así como una función de circo muy prolongada. No existe maquinaria alguna que, inventada para fines austeros, resulte tan adecuada para divertirse como los aparejos de un barco; y el amable capitán —como se lo había figurado la señora Thornton— permitía a los chicos una gran libertad de movimientos. En un principio, se encaramaban por los primeros flechastes, mientras los vigilaba un marinero. Luego fueron subiendo cada vez más, hasta que John llegó a tocar cautelosamente una verga. Después se abrazaba ya a ella, y acabó sentándose a horcajadas.

Al poco tiempo, el subirse de un tirón por todos los flechastes y pasearse por las vergas (como si se tratara de la superficie de una mesa) no suponía para John ni para Emily una emoción extraordinaria. (No les permitían permanecer en las vergas si el barco navegaba. Era éste el único contratiempo que se oponía a sus juegos).

Cuando se enfrió el encanto de las jarcias, la alegría más duradera la proporcionaba indudablemente aquella red de cadenas, estays y escalas de cuerdas que rodean al bauprés. Allí estaban a sus anchas. Si hacía buen tiempo, podía uno brincar o estarse quieto, quedar colgado, columpiarse o tenderse, ponerse unas veces cabeza arriba y otras cabeza abajo; y, por si fuera poco el placer que le ofrecieran a uno, casi al alcance de la mano, el continuo bullir de la espuma del mar; y aquella señora de madera (Clorinda en persona) —grande y blanca— que llevaba en su espalda todo el peso del buque sin el menor esfuerzo, con las rodillas bañadas por la agitación del agua hendida, y sus resquebrajaduras tapadas a fuerza de pintura, mayor que cualquier señora de verdad, como una compañera constante y nada fastidiosa.

En medio había una especie de lanza, con el mango sujeto en la parte de abajo del bauprés, apuntando perpendicularmente al agua: servía contra los delfines. Al mono viejo le encantaba suspenderse de allí (el de la cola enferma), sujetándose sólo con el muñón, que era cuanto le dejara un cáncer devorador, y allí se estaba parloteando con el agua. No prestaba la menor atención a los niños, ni éstos a él; pero, con todo, se tomaron mutuo afecto.

¡Qué pequeños parecían los niños en el barco si los veíais junto a los marineros! ¡Era como si perteneciesen a una especie diferente! Pero, indudablemente, eran unos seres vivientes que prometían mucho.

John, con su rostro aterciopelado y pecoso y un carácter muy enérgico.

Emily, con su enorme sombrero de palma y el vestidillo de algodón —incoloro— muy ceñido a su cuerpecito erguido y travieso, con una cara menuda y casi inexpresiva, los ojos contraídos para librarse del resplandor, pero brillantes como a pesar de sí mismos, y los labios realmente lindos, que parecía como si los hubieran esculpido.

Margaret Fernández, más alta (tenía entonces trece años), con su rostro anguloso y muy blanco, el cabello enmarañado y unos vestidos muy complicados.

Su hermanito, Harry, que poseía rasgos españoles, por alguna influencia atávica.

Y los Thornton más pequeños: Edward, de tez ratonil, con cierta expresión también de ratoncito (aunque agradable); Rachel con ricitos rubios y una carita gordezuela y rosada (el color de John, más aguado); y la última de todos, Laura, una cosita de tres años, con cejas muy negras y pobladas, y ojos azules, una frente protuberante y la barbilla hundida (como si el Espíritu de la Procreación se hubiera ya vuelto un poco histérico al llegar a ella. Decididamente, Laura había sido concebida en la edad «intermedia»).

Cuando amainó el viento del norte, se produjo casi una calma chicha. La mañana en que por fin pudieron doblar el cabo de San Antonio, hacía un calor insoportable. Pero en el mar nunca se paraliza la atmósfera; sólo hay una desventaja, que mientras en tierra os basta un sombrero para protegeros del, sol, nada podrá defenderos en el mar contra ese segundo sol que el agua refleja hacia arriba y que atraviesa todas las defensas, abrasando la piel no curtida. ¡Pobre John! La garganta y la barbilla, al rojo vivo, se le cubrieron de ampollas.

A partir de la misma punta hay un banco blanquecino a cuatro metros de profundidad, curvado de norte a noreste. El lado de fuera presenta un declive claramente delimitado, de modo que se puede gobernar a simple vista la nave a lo largo de él cuando hace buen tiempo. Termina en Black Key, una roca que sobresale del agua como el casco volcado de un buque. Más allá está un canal, muy infecto y difícil de navegar, pasado el cual empieza el arrecife Colorado, primero de una cadena que sigue la dirección de la costa, hacia el noreste, hasta Bahía Honda, ocupando dos tercios de la ruta a La Habana. Por entre los arrecifes pasa el canal de Guaniguanico, de cuya isla es este canal la salida más occidental, con sus pequeños puertos de aspecto bastante sospechoso. Pero el tráfico marítimo, naturalmente, sortea todos estos peligros; y el Clorinda se mantuvo alejado prudentemente al norte, siguiendo su rumbo a una marcha moderada.

John se había sentado frente a la cocina con el marinero llamado Curtis, que lo iniciaba en los misterios de un nudo «cabeza de turco». Gobernaba el timón el joven Henry Marpole. Emily fisgoneaba por allí sin hablar; le bastaba con estar cerca del timonel.

En cuanto a los demás marineros, se habían reunido en la proa, acurrucados en corro, de modo que sólo se les veía la espalda. Pero de cuando en cuando, una gritería general y el incorporarse todo el grupo de repente indicaban que se hallaban ocupados en algún menester.

John se acercó en seguida de puntillas para averiguar qué era aquello. Metió la cabeza entre las piernas de los hombres y se abrió paso hasta poder verlo todo tan bien como el primer llegado. Y se encontró con que habían cogido al viejo mono y lo estaban atiborrando de ron. Primero le dieron bizcocho empapado en ron, después mojaron unos andrajos en la vasija y los exprimieron en la boca del animal. Finalmente trataron de hacérselo beber, pero fracasaron en su intento, y desperdiciaron una buena cantidad de ron.

A John todo esto le producía un vago horror, aunque, desde luego, no podía comprender qué se proponían con ello.

La pobre bestia temblaba y garruleaba, desorbitando los ojos y alborotando. Me figuro que debía de ser un espectáculo atormentadoramente divertido. De cuando en cuando daba muestras de estar borracho por completo. Entonces uno de los hombres lo colocaba tumbado en lo alto de un barril, pero, ¡jap!, se ponía de pie como un relámpago, dispuesto a cruzar el aire por encima de sus cabezas. Como no era un pájaro, lo cogían de nuevo y seguían embriagándolo.

A John le era tan difícil retirarse de allí como pudiera serlo para el mono Jacko.

Era asombroso ver la cantidad de alcohol que podía absorber el embrujado animalito. Claro que estaba borracho: una borrachera ciega, desesperada y loca. Pero no se le habían paralizado los miembros; ni siquiera estaba soñoliento, y parecía haber sacado unas energías increíbles. Por fin, dejaron de hacerlo beber. Cogieron un cajón de madera y cortaron una ranura en el borde. Pusieron al mono sobre la tapa del barril y lo cubrieron con el cajón, consiguiendo sacar por la ranura —después de mucho maniobrar— la cola gangrenosa. Estuviese o no anestesiado el paciente, la operación seguiría su curso. John contemplaba, estupefacto, aquel muñón obsceno retorciéndose allí y que era cuanto se podía ver del animal: y al mismo tiempo observaba con el rabillo del ojo a los escandalosos cirujanos preparando el cuchillo manchado de alquitrán.

Pero en el momento en que el cuchillo tocó la carne, el simio, dando un chillido horroroso, consiguió volcar el cajón, saltó sobre la cabeza del primer cirujano, dio desde allí un enorme salto en el vacío, se agarró del estay de trinquete y en un instante se encontraba en lo más alto de las jarcias de ese palo.

Entonces empezó el gran alboroto y la gritería. Dieciséis hombres ejecutando ejercicios de alta acrobacia, dispuestos todos ellos a cazar a un pobre mono viejo y borracho. Porque estaba más borracho que una cuba y más dolorido que un gato enfermo. Su actuación era variada: unas veces, daba saltos salvajes y escalofriantes (una especie de gimnasia genial), y otras, se ponía a hacer eses, de manera lamentable e incompetente, sobre una cuerda tirante que amenazaba a cada instante con hacer la catapulta y lanzarlo al mar. Pero ni aun así lograban atraparlo.

No tiene, pues, nada de particular que todos los chicos estuviesen en cubierta, con la boca y los ojos abiertos de par en par, aguantando el sol a pie firme hasta sentir como si se les fuera a partir el cuello… Pero, ¡qué circo gratis, qué atracciones de feria!

Y tampoco es de extrañar que en aquella goleta de pasajeros (que Marpole había divisado, antes de retirarse a descansar, viniendo hacia ellos de la dirección del canal de Black Key) hubiesen renunciado las señoras a la sombra de los toldos, para apiñarse en la barandilla —¡cuántos giros de sombrilla y cuánto movimiento de gemelos de teatro!— con un bullicio reidor de jaula de jilgueros. Lástima que estuvieran un poco lejos para poder distinguir la diminuta presa, pues se preguntarían qué clase de barco-fantasma, tripulado por acróbatas marinos, era aquel hacia el cual los conducía una brisa del este.

Les interesaba de tal modo aquello, que se vio cómo arriaban de aquel barco un bote, y lo ocupaban un buen número de señoras, y también algunos caballeros.

Al pobrecito Jacko le falló por fin su agarre; cayó como un plomo sobre el puente y se rompió la cabeza. Éste fue su fin; y el de la caza, claro está. El ballet aéreo había terminado inesperadamente, cuando iba por la mitad, perdiéndose así el cuadro final. Los marineros, de dos en dos, y de tres en tres, iban dejándose caer sobre cubierta.

Pero los visitantes estaban ya a bordo.

Y así fue, en realidad, como fue capturado el Clorinda. No hubo despliegue de artillería; en verdad, el capitán Marpole no pudo enterarse de nada porque se hallaba entonces en su litera. Henry timoneaba utilizando ese sexto sentido que sólo entra en funciones cuando duermen los otros cinco. El segundo de a bordo y la tripulación estaban tan embebidos en lo que hacían que ya podría haberlos abordado el Holandés Errante[6]; no se habrían enterado.