II

LA maniobra fue ejecutada tan sosegadamente que el capitán Marpole ni siquiera se despertó, por increíble que esto pueda parecer en un marino. Pero es que Marpole había sido comerciante en carbones; y, por cierto, con mucho éxito.

Al segundo y a la tripulación los encerraron en el castillo de proa, quedando asegurada la escotilla con un par de clavos.

Los niños fueron conducidos en rebaño, sin que se alarmasen, al pañol, donde se almacenaban sillas, desechos del cordaje, taburetes rotos y tarros de pintura resecos. Pero les trincaron la puerta inmediatamente. Tuvieron que esperar horas y horas sin que ocurriese nada; casi todo el día. Se aburrieron mucho y se enfadaron bastante.

El número de individuos que había efectuado la captura no sería más de ocho o nueve, en su mayor parte «mujeres», y no llevaban armas… por lo menos, no se les veían.

Pero pronto se les reunió otro bote procedente de la goleta. Los ocupantes de éste venían armados, para guardar las formas, con mosquetones; porque el miedo era más eficaz como arma. Dos clavos muy largos clavados en el cuartel de una escotilla pueden garantizar con bastante eficacia el encierro de cualquier cantidad de hombres. En ese segundo bote vinieron el capitán y el segundo. El primero era un tipo alto, grueso y basto, con una cara triste y algo atontada. Era muy voluminoso, pero tan mal proporcionado que no producía impresión de fuerza. Vestía un modesto traje de lana gris, ordinaria, propio para «desembarco»; iba recién afeitado, y sus escasos cabellos los llevaba engomados, formándole unas cuantas cintas negras sobre el cráneo calvo. Pero todo este aspecto presentable, a propósito para puerto, no acentuaba, por contraste, la rudeza de sus manos morenas, llenas de manchas y cicatrices, y encallecidas en su profesión. Además, en vez de botas llevaba un par de gigantescas zapatillas sin talón, a estilo moro (seguramente, se las había hecho cortando con un cuchillo algún par de botas de mar desechado). Eran tan grandes que ni siquiera bastaban a llenarlas sus grandísimos pies, de manera que había de andar arrastrándolas con extraordinaria lentitud, produciendo sobre cubierta un curioso flopflop… Andaba encorvado, como si temiese continuamente tropezar en algo con la cabeza, y llevaba el dorso de las manos vuelto hacia adelante, como un orangután.

Entretanto, los hombres se aplicaban metódicamente, con gran tranquilidad, a arrancar las cuñas que sujetaban los cierres de las escotillas, preparándose para halar el cargamento.

Su jefe dio varias vueltas por la cubierta antes de resolverse a celebrar la entrevista; después, seguido por su ayudante, bajó al camarote de Marpole.

Este ayudante era de baja estatura, muy rubio, y, comparado con el patrón, tenía aspecto de inteligente. Sus modales resultaban casi distinguidos, o quizá fuera por el traje que llevaba.

Encontraron al capitán Marpole medio dormido aún; y el forastero permaneció silencioso unos instantes, manoseando la gorra nerviosamente. Cuando por fin se decidió a hablar, lo hizo con suave acento alemán.

—Perdóneme —empezó—, pero, ¿tendría usted la amabilidad de prestarme algunos víveres?

El capitán Marpole miraba asombrado a este visitante y luego a las caras, embadurnadas de pintura, de las «señoras» que se agolpaban en la claraboya de su camarote.

—¿Quién demonios es usted? —logró decir por fin.

—Soy oficial de la Marina colombiana y necesito algunos víveres —explicó el forastero.

(Entretanto, sus hombres habían conseguido abrir las escotillas y se disponían a echar mano de todo el contenido del barco).

Marpole lo miró de arriba abajo. Era casi inconcebible que existiese un oficial con semejante facha en ninguna Marina del mundo. Entonces volvió a fijar sus ojos en la claraboya:

—Si usted pretende ser un marino de guerra, señor mío, ¿quienes son aquéllos, por amor de Dios? —y señaló los rostros que sonreían grotescamente y que al verse sorprendidos se retiraron apresuradamente.

El forastero se sonrojó.

—Es bastante difícil explicarlo —admitió con ingenuidad.

—¡Si me hubiera usted dicho «Marina turca», me habría parecido más lógico! —dijo Marpole.

Pero el desconocido no parecía entender el chiste. Seguía, silencioso, en su actitud característica: balanceándose de pie a pie y frotándose la mejilla con el hombro.

De pronto los oídos de Marpole captaron la amortiguada barahúnda que tenía lugar arriba. Casi a la vez, un choque hizo retemblar el bricbarca: la goleta los había abordado.

—¿Qué es eso? —exclamó—. ¿Ha entrado alguien en mi bodega?

—Víveres… —balbuceó el forastero.

Hasta entonces, Marpole se había limitado a yacer aullando en su litera como un perro en su garita. Pero ahora había comprendido por primera vez que estaba ocurriendo algo serio y, arrojándose de la litera, se precipitó a la escalerilla. El silencioso hombrecillo rubio le puso la zancadilla; Marpole cayó contra la mesa.

—Haría usted mucho mejor quedándose aquí, ¿verdad? —dijo el hombrón—. Mis marineros harán una tarja[7] y se le pagará a usted todo lo que cojamos.

Los ojos del marino y comerciante en carbones fulguraron unos segundos.

—¡Tendrá usted que pagarme una fortuna por este ultraje! —rezongó.

—¡Le pagaré —dijo el alto con una súbita magnificencia en la voz— por lo menos cinco mil libras!

Marpole lo miró estupefacto.

—Le firmaré un pagaré del Gobierno colombiano por esa cantidad —siguió diciendo el otro.

Marpole dio un puñetazo sobre la mesa, privado casi del habla:

—Pero, ¿piensa usted que me creo ese camelo? —rugió.

El capitán Jonsen no protestó.

—¿Se da cuenta de que es usted, hablando técnicamente, culpable de piratería al efectuar esta requisa forzosa en un buque inglés como éste, aunque pague usted hasta el último céntimo?

Tampoco Jonsen contestó a esto; su segundo se sonrió, animando por unos instantes su expresión de fastidio.

—¡Me pagará usted al contado! —concluyó Marpole. Después se lanzó otra vez—: ¡Pero lo que me desespera es no saber cómo demonios se las arregló usted para subir a bordo sin que lo llamara nadie!… ¿Dónde está mi segundo?

Jonsen empezó a decir en una voz apagada, como de carrerilla:

—Le firmaré a usted un pagaré de cinco mil libras: tres mil por los géneros y dos mil que me entregará usted en metálico…

—Sabemos que lleva usted dinero a bordo —intervino el ayudante rubio, hablando por primera vez.

—¡Estamos perfectamente informados! —declaró Jonsen.

Marpole empezó a ponerse pálido y a sudar. Hasta al miedo le costaba un tiempo extraordinariamente largo poder penetrar en su maciza cabeza. Pero negó tener a bordo ningún tesoro.

—¿Es esa su respuesta? —dijo Jonsen. Sacó un pistolón de un bolsillo—. Si no nos dice usted la verdad, lo pagará con la vida. —Tenía una voz particularmente suave y mecánica, como si no concediese un gran significado a lo que estaba diciendo—. No espere misericordia; ésta es mi profesión y en ella me he acostumbrado a la sangre.

Terriblemente angustiado, le respondió Marpole que tenía mujer e hijos que habían de quedar desamparados si él moría.

Jonsen, con un gesto de perplejidad, volvió a guardarse la pistola en el bolsillo, y en unión de su ayudante comenzó a inspeccionar los camarotes y el salón buscando lo que deseaba. De camino los limpiaron de todo lo que contenían: armas de fuego, ropa interior, sábanas y mantas, e incluso los cordones de las campanillas (como consignó Marpole en su informe con curiosa exactitud).

Sobre sus cabezas resonaban continuamente trastazos; se oían rodar barriles, mover cajones, etcétera.

—Recuerde —siguió diciéndole Jonsen por encima del hombro mientras buscaban— que el dinero no puede resucitarlo ni servirle de nada cuando esté usted muerto. Si tiene usted una chispa de apego a la vida, dígame en seguida dónde está el escondite, y quedará libre.

La única respuesta de Marpole fue invocar otra vez el recuerdo de su mujer e hijos (en realidad, era viudo, y su única pariente, una sobrina, saldría ganando con su muerte la bonita suma de diez mil libras, poco más o menos).

Pero esta insistencia pareció darle una idea al ayudante, que empezó a hablar rápidamente a su jefe en un idioma que Marpole no había oído nunca. Los ojos de Jonsen relucieron un momento de modo extraño, pero en seguida se rió entre dientes y se frotó las manos.

El segundo subió a cubierta para preparar las cosas.

Marpole no tenía idea de qué tramaban. El segundo había ido a preparar el plan, fuera cual fuese; y Jonsen se dedicaba, mientras, en silencio, a una última e inútil búsqueda del escondite.

Entonces su segundo lo llamó desde arriba, y Jonsen ordenó a Marpole que subiera a cubierta.

El pobre Marpole refunfuñó. La operación de descarga es siempre un lío; pero estos visitantes lo habían embrollado todo mucho más. No hay en el mundo un olor tan insoportable como el producido por la melaza cuando se mezcla con el agua estancada en el pantoque. Y ahora se percibía ese olor con una intensidad de diez mil demonios. Su corazón se hacía trizas al ver los estragos causados en el cargamento: envases, botellas y barriles rotos, todo tirado por cubierta, todo en el mayor desorden… Encerados cortados en pedazos, cuarteles de escotilla destrozados…

Del pañol llegó la voz penetrante de Laura:

¡Quiero salir!

Las «señoras», por lo visto, se habían retirado a la goleta. Los hombres de Marpole estaban encerrados en el castillo de proa. Era evidente dónde se hallaban los niños, pues no sólo vociferaba Laura. Pero no veía más que a seis miembros de la tripulación visitante, en fila frente al pañol, empuñando un mosquetón cada uno.

Ahora dirigía el asunto el pequeño ayudante.

—¿Dónde tiene usted el dinero, capitán?

Los mosqueteros volvían la espalda a Marpole. Éste replicó:

—¡Váyase usted al diablo!

Sonó una descarga: se abrieron en lo alto del pañol seis agujeros limpiamente hechos.

—¡Eh! ¡Esténse quietos! ¿Qué hacen ustedes? —gritó John, indignado, desde dentro.

—Si se niega usted a decírnoslo, apuntarán un palmo más abajo la próxima vez.

—¡Malvados! —gritó Marpole.

—¿Me lo dirá o no?

¡No!

¡Fuego!

La segunda fila de agujeros quedaría a sólo unos pocos centímetros de los niños más altos.

Siguieron unos momentos de silencio. Luego, un repentino chillido desesperado procedente del pañol. Era de tal espanto que ni las madres podrían haber distinguido de qué garganta salió. Sin embargo, sólo fue uno.

El capitán forastero se había estado paseando arriba y abajo presa de gran agitación; pero al oír el grito se volvió a Marpole, con el rostro purpúreo de súbita furia:

—Y ahora, ¿lo dirá usted?

Pero Marpole se había dominado ya por completo. No vaciló:

—¡No!

—La próxima orden que demos será de tirar directamente a la altura de sus cuerpecitos.

¡A esto aludía Marpole en su carta al decir: «Todas las amenazas que un villano es capaz de inventar»! Pero ni aun así se intimidó.

—¡Le digo a usted que no!

¡Heroica obstinación! Pero en vez de dar la orden fatal, Jonsen levantó su manaza como lo haría un oso y la dejó caer sobre la mandíbula de Marpole. Éste se desplomó sin sentido.

Entonces fue cuando sacaron del pañol a los niños.

En realidad, no estaban muy asustados; excepto Margaret, que parecía estar tomándolo todo muy a pecho. El que disparen contra uno es tan distinto de como uno se lo figura que apenas si se pueden relacionar ambas ideas —la realidad y lo imaginario— para lograr las emociones apropiadas, las primeras veces que esto le sucede a uno. No es ni la mitad de emocionante que cuando alguien —pongamos por caso— se os echa encima, en la oscuridad, gritando: ¡Buu! Los chicos lloraban un poco; las niñas estaban acaloradas, enfadadas y hambrientas.

—¿Qué estabais haciendo? —preguntó Rachel vivamente a uno del pelotón de fusilamiento.

Pero sólo el capitán y el segundo sabían hablar inglés. El ayudante, sin hacer caso de la pregunta de Rachel, explicó que irían todos a bordo de la goleta…«A ver si cenamos», añadió. Tenía toda la tranquilizadora gentileza de un marino. De manera que, bajo el cuidado de dos marineros, los niños pasaron —saltando por la borda— al otro velero, que comenzaba a retirarse en ese momento.

Una vez en él, sus tripulantes abrieron un cajón de fruta escarchada, de la que pudieron hartarse.

Cuando el pobre capitán Marpole volvió en sí, se encontró atado al palo mayor. A sus pies se apilaban unos puñados de virutas y astillas, y Jonsen los rociaba abundantemente con pólvora (aunque quizá no la suficiente para «volar el barco y cuanto contenía»).

Oscurecía. El rubio ayudante estaba preparado, con una antorcha encendida en la mano, para prender fuego a la pira.

¿Qué puede hacer un hombre en tal aprieto? En aquel momento horrible el bizarro vejete hubo de admitir que por fin lo habían vencido. Les dijo dónde ocultaba el producto de los fletes —unas novecientas libras—, y lo soltaron.

Cuando la oscuridad era ya completa, los últimos piratas que quedaban en el Clorinda, volvieron a su barco, Marpole, al no oír a los niños por ninguna parte, dedujo que también se los habían llevado.

Antes de liberar a su tripulación, encendió una linterna y comenzó una especie de inventario de lo que faltaba. Era un desastre: además del cargamento, todas sus velas de repuesto, el cordaje, las provisiones, fusiles, pintura, pólvora… Su ropa interior íntegra y la de su segundo, todos sus instrumentos náuticos, la cortina de los camarotes… En el salón no habían dejado nada, ni siquiera se les había olvidado un cuchillo o una cuchara, ni el té, ni el azúcar… Sólo se salvaron el equipaje de los niños y las tortugas. El melancólico suspirar de éstas era el único sonido que podía percibirse.

Pero casi tan desconsolador era ver lo que los piratas habían dejado: todo lo inservible, las drizas inútiles ya, todo aquello que él esperaba se llevase algún día por la borda alguna «tormenta»… Ni uno de esos desperdicios faltaba.

¿En qué mejor ocasión puede sacarse provecho de una póliza de seguro? Empezó a recoger los desechos y a tirarlos por la borda.

Pero el capitán Jonsen lo vio:

—¡Eh! —le gritó—. ¡Estafador indecente! ¡Escribiré a Lloyds y les descubriré tus trampas! ¡Yo mismo les escribiré! —Le indignaba sinceramente la falta de honradez del otro.

Así que Marpole hubo de cesar en sus manejos, por lo menos por entonces. Cogió el espigón de un mástil y forzó con él la entrada del castillo de proa. Salieron de allí, no sólo los marineros, sino también la niñera mestiza de los Fernández. Se había pasado allí metida el día entero; probablemente por miedo.