EL arroyo que alimentaba a la piscina llegaba a ella a través de matorrales que ofrecían una seductora perspectiva de exploración; pero por una u otra razón no solían alejarse mucho por el curso del arroyo. Tenían que poner boca arriba todas las piedras esperando encontrar cangrejos; o, si no, John tenía que coger su escopeta de juguete y, cargándola con unas cucharadas de agua, disparar contra los colibríes, demasiado frágiles y diminutos para un proyectil más sólido. Sólo unas yardas más arriba había un árbol frangipani —una masa de floración brillante, sin hojas—, casi oculto por una nube de colibríes de tan vivos colores que las flores parecían menos esplendorosas con el contraste. Los escritores se han esforzado muchas veces infructuosamente en describir la brillante joya que es un colibrí; es imposible explicarlo.
Construyen sus nidos, pequeñitos y algodonosos, en el extremo de las ramas, para que las serpientes no puedan alcanzarlos. Cuidan de sus crías con la máxima devoción y no se mueven aunque los toquéis. Pero son tan delicados que los niños no los molestaban; contenían la respiración y se estaban allí contemplándolos… y ellos a su vez los miraban aún más.
El celestial esplendor de esta barrera los detenía casi siempre. Rara vez llegaban más lejos; me parece que sólo en cierta ocasión, un día en que Emily se hallaba notablemente irritada.
Era su décimo cumpleaños. Se habían pasado toda la mañana en la espejeante penumbra de la piscina. John estaba sentado en el borde, desnudo, haciendo una trampa de mimbre. Los pequeñuelos se divertían en la parte menos honda. Emily se refrescaba sumergida y sentada, mientras centenares de pececillos la cosquilleaban con sus bocas escudriñadoras por todo su cuerpo, como con besos leves e inexpresivos.
Ya había llegado a hacérsele insoportable que la tocaran; pero esto era abominable. Por último, no pudiendo resistirlo más, se encaramó al borde, salió y se vistió. Rachel y Laura eran demasiado pequeñas para dar un paseo largo; y como no tenía el menor deseo de que la acompañara ninguno de los muchachos, decidió marcharse sola. Se deslizó por detrás de John, mirándolo enfurruñada sin tener un motivo para ello. Pronto se perdió de vista por entre la maleza.
Anduvo con bastante rapidez, sin fijarse mucho en las cosas, remontando el curso del río unas tres millas. Nunca había llegado tan lejos. Entonces le llamó la atención un claro que llegaba hasta el agua: allí nacía un riachuelo. Contuvo la respiración, deliciosamente sorprendida; brotaba el agua clara y fría por tres manantiales separados, bajo un macizo de bambúes, como todo un señor río. No podía haber hecho un mayor descubrimiento privado, sólo de ella. Inmediatamente, en su interior, dio gracias a Dios por haber pensado en un regalo tan perfecto para su cumpleaños; sobre todo, con lo mal que había ido las cosas. Entonces se puso a huronear en los calizos manantiales, con toda la extensión de su brazo, entre helechos y lepidios.
Oyó un chapoteo y miró a su alrededor: una media docena de negritos habían venido por la explanada para coger agua y la miraban asombrados. Ella los miró a su vez. Con repentino terror, arrojaron sus calabazas y salieron galopando como liebres claro arriba. Emily los siguió instantáneamente, pero con dignidad. La explanada se iba estrechando hasta terminar en una senda, y la senda conducía en poquísimo tiempo a una aldea.
El aspecto de la aldea era lamentable y por todas partes se oían penetrantes chillidos. La formaban cabañas de un solo piso, de zarzo, empequeñecidas aún más por los árboles enormes que las dominaban. No se veía orden por parte alguna, no había empalizadas, y alguna que otra cabeza de ganado, sarnosa y atrozmente hambrienta, vagaba por allí. En medio de todo aquello había una especie de cenagal o charca donde chapoteaban, junto a los patos y gansos, unos cuantos negros medio desnudos, y unos negritos desnudos del todo, y algunos mestizos.
Emily los miró, y ellos a ella. Hizo un movimiento hacia ellos; en seguida, se metieron en las diversas chozas y la contemplaron desde allí. Animada por la confortable sensación de estar inspirando miedo, avanzó y por fin encontró a un viejo dispuesto a hablar: «Esto Colina de la Libertad, esto Pueblo Negro, negros viejos, huir de los intendentes y aquí vivir. Piccaninnies[3] nunca ven ellos a los buckras[4]». Y cosas por el estilo. Era un refugio edificado por esclavos fugitivos, y todavía habitado.
Luego —para que la copa de su felicidad se colmara— algunos de los niños más audaces se le acercaron ofreciéndole flores; en realidad, lo hacían para contemplar mejor su pálido rostro. Le hervía el corazón, se hinchaba de satisfacción, y despidiéndose con la mayor condescendencia, recorrió tranquilamente el largo camino de regreso, volviendo a su querida familia, para encontrarse una tarta de cumpleaños enguirnaldada con estefanotes, iluminada con diez velitas, y en la cual la moneda de seis peniques se hallaría necesariamente en la porción de la persona que cumplía años.