UNO de los resultados de la Emancipación en las Antillas es la abundancia de ruinas, ya anejas a las casas supervivientes, ya distando de ellas un tiro de piedra: derruidas viviendas de esclavos, ingenios de azúcar destrozados, refinerías en ruinas, y, con frecuencia, desmoronadas mansiones que costaba demasiado mantener. Los terremotos, el fuego, la lluvia y una vegetación mortífera desempeñaron su cometido con gran rapidez.
Recuerdo muy claramente una escena que presencié en Jamaica. Había una espaciosa casa de piedra, llamada Derby Hill (donde vivían los Parker), que había sido centro de una plantación muy próspera. Con la Emancipación, aquel edificio, como tantos otros, se vino abajo. Los ingenios se redujeron a escombros. Los matorrales ahogaron al cañamelar y a las especias. Los negros del campo abandonaron en masa sus cabañas en busca de algún lugar donde no les alcanzase siquiera la posibilidad de trabajar. El fuego devoró luego las viviendas de los negros que servían en la casa, y los tres fieles criados que no marcharon, pasaron a vivir en ella. Las señoritas Parker, las dos herederas de todo aquello, educadas en la incapacidad para el trabajo, envejecían. Y la escena es ésta: tuve que ir a Derby Hill para cierto asunto, y, abriéndome paso por entre la maleza, hundido en ella hasta la cintura, llegué a la puerta principal, que el obstáculo de una vigorosa planta mantenía permanentemente abierta. Todas las celosías de la casa habían sido destrozadas y sustituidas con gigantescas parras que ensombrecían el ambiente. De la penumbra semivegetal de las ruinas surgió la mirada de una vieja negra; iba envuelta en un brocado inmundo. Las dos solteronas Parker se pasaban la vida en la cama, pues los negros se habían llevado todos sus vestidos. Estaban medio muertas de hambre. En aquel momento les llevaban agua potable en dos copas de Worcester resquebrajadas y tres vasijas hechas de corteza de coco, todo en una bandeja de plata. Entonces, una de las herederas convenció a sus tiranos de que le prestasen un viejo vestido estampado, y empezó a circular, desanimada, por entre aquel desbarajuste; intentó quitar las manchas de sangre y las plumas que ensuciaban desde hacía mucho tiempo el mármol de una mesa dorada; trató de hablar sensatamente; fue a dar cuerda a un reloj de bronce dorado, y, desistiendo de ello, volvió, muy inquieta, a meterse en la cama. Creo que poco tiempo después ambas se murieron de hambre. Pero eso parecía increíble en un país tan fértil, y es posible que les dieran cristal molido…; había diversas opiniones. Lo cierto es que murieron.
Escenas como ésta son las que dejan en mí huellas profundas; mucho más que los sucesos diarios, corrientes —menos románticos—, por medio de los cuales se nos muestra la verdadera situación de una isla en el sentido estadístico. Claro que no abundaban los melodramas de ese género ni siquiera en el período de transición. Ferndale, por ejemplo, reflejaba mejor el estado de cosas. Se encontraba a unas quince millas de Derby Hill. Sólo quedaba en pie la casa del Superintendente (la Casa Grande se había derrumbado totalmente). La formaban un piso bajo de piedra, del que se apoderaron las cabras y la chiquillería, y un primer piso de madera, la parte habitada, adonde se subía por un tramo doble de escalones de madera. Los terremotos sólo causaron una pequeña desviación de esta parte superior y pudo ser colocada de nuevo en su antigua posición por medio de grandes palancas. El tejado, de ripias, se agujereaba como un cedazo cada vez que el tiempo se ponía demasiado seco, y los primeros días de la época lluviosa había que trasladar continuamente los muebles para huir de los goterones, hasta que la madera del tejado se hinchaba.
En aquel tiempo vivían allí los Bas-Thornton. No eran nativos de la isla —criollos—, sino una familia inglesa. El señor Bas-Thornton tenía negocios en Sainte Anne y solía ir allá todos los días en un mulo. Este señor tenía unas piernas tan largas que su achaparrada montura lo ponía en ridículo, y como su temperamento era tan vivo como el del mulo, merecía la pena presenciar una riña entre ambos.
Junto a la residencia se hallaban el ingenio y la refinería. Estas dos instalaciones no están nunca contiguas; el ingenio se instala en un terreno más elevado, con una rueda —movida por el agua— para hacer girar los inmensos cilindros verticales de hierro. De allí pasa el jugo de la caña, por una artesa en forma de cuña, a la refinería, donde un negro lo mezcla con un poco de lima —empleando para ello un cepillo de hierba— con objeto de lograr el granulado. Después se vierte en grandes tinas de cobre coloreadas sobre hornos alimentados con leña, hojas secas o cañas ya exprimidas. Allí hay varios negros, espumando las hirvientes tinas con cazos de cobre —muy largos de mango—, mientras sus amigos, sentados alrededor, comen azúcar o mascan trash[1] sumidos en una neblina de vapor. El jugo que espuman corre por el suelo, mezclado con una buena cantidad de inmundicias —insectos, ratas y cuanto traigan los negros adherido a sus pies—, hasta verterse en otra cuba, desde donde pasa a ser destilado y convertido en ron.
Por lo menos, así solía hacerse. Nada sé de los métodos modernos —ni siquiera sé si los hay—, pues no he vuelto a la isla desde 1860.
Pero desde mucho antes había terminado todo aquello en Ferndale; las espaciosas tinas de cobre estaban volcadas y en el ingenio se podían ver aún, sueltos por el suelo, los tres grandes cilindros. Ya no pasaba el agua; el arroyo se había ido con la música a otra parte.
Los niños de Bas-Thornton solían meterse a gatas en el canal, a través de la lumbrera, abriéndose paso por entre las hojas secas y los restos de la rueda. Allí encontraron un día una madriguera de gatos monteses, mientras la madre estaba por ahí. Los gatitos eran muy pequeños, y Emily intentó llevárselos a casa en su delantal; pero le mordieron y arañaron tan ferozmente, a través de su ligero vestido, que se alegró —aunque herida en su amor propio— de que se le escaparan todos menos uno. Este, Tom, fue creciendo y nunca llegó a ser domesticado del todo. Una gata domesticada y vieja que tenían los niños tuvo varias camadas de Tom; y el único superviviente de esta descendencia, Tabby, llegó a ser, a su manera, un gato famoso. (Tom se marchó en seguida a la selva y nunca volvió). Tabby era fiel, y nadaba muy bien —acostumbraba hacerlo por puro placer—, remando con sus patitas en la piscina de los chicos, y dando maullidos de excitación. Además, cultivaba un deporte mortal para las serpientes: acechaba el paso de una serpiente de cascabel o de una serpiente negra como si se tratase de un simple ratón. Se dejaba caer sobre ella desde un árbol o desde cualquier otro sitio y luchaba a muerte con el reptil. Una vez lo mordieron y todos los niños lloraron amargamente, esperando presenciar una agonía espectacular. Pero el animalito se limitó a marcharse a los matorrales y debió de comer algo por allí, pues regresó a los pocos días tan campante y tan dispuesto como siempre a comer serpientes.
El cuarto del pelirrojo John estaba lleno de ratas; las cazaba con armadijos de gran tamaño, y luego las soltaba para que Tabby las despachara. Una noche el gato se puso tan nervioso que cogió hasta la ratonera y salió maullando por los campos, golpeando con ella las piedras y lanzando chorros de chispas. También esa vez regresó en unos días, muy suave y satisfecho; pero John no volvió a ver su ratonera. Otra de sus plagas eran los murciélagos, que infestaban su habitación a centenares. El señor Bas-Thornton manejaba bien el látigo de jauría y sabía matar un murciélago, de un limpio latigazo, en el aire. Pero el ruido que esto producía a medianoche en la reducidísima habitación era infernal: unos chasquidos tan fuertes que rompían el tímpano, se mezclaban con los penetrantes chillidos de los bicharracos.
Unos niños ingleses tenían que considerar aquello como un paraíso, pensaran sus padres lo que quisieran; sobre todo en aquella época, en que la gente no llevaba precisamente una vida salvaje en sus hogares. Aquí, en cambio, había que adelantarse a los tiempos, o, si deseáis llamarlo así, ser decadente. Por ejemplo, no era posible preocuparse de la diferencia entre chicos y chicas. El cabello largo hubiera hecho interminable la búsqueda nocturna de parásitos. Emily y Rachel llevaban el cabello corto y se les permitía hacer cuanto pudieran hacer los chicos: subirse a los árboles, nadar, atrapar animales y pájaros… Hasta tenían dos bolsillos en sus vestidos.
La vida de estos niños se concentraba alrededor de la piscina más que en la casa. Cada año, al terminar las lluvias, se construía un dique a través del río con objeto de tener en la estación seca una piscina muy grande donde poder nadar. Estaba rodeada de árboles —enormes algodoneros, con cafetos entre ellos, campeches y vistosísimos pimenteros verde grana—, quedando cubierta casi del todo por su sombra. Emily y John colocaban trampas en ellos (el cojo Sam les enseñó cómo). Se corta una rama flexible y se amarra una cuerda a un extremo. Luego se afila por el otro para poder atar en él una fruta como cebo. Después se allana ligeramente la base de esa punta y se hace un agujerito en la parte alisada. Se corta una clavija pequeña a la medida del agujero, y luego se hace un lazo al final de la cuerda; se dobla la rama como cuando se va a disparar un arco, hasta meter la lazada a través del agujero. Se introduce en éste la clavija, que se sujetará con el lazo. Se pone el cebo en la punta y se coloca el artefacto entre las ramas de un árbol. El pájaro se posará en la clavija para picar la fruta, cayéndose entonces la clavija, con lo cual se distenderá el arco y el lazo aprisionará al pájaro por las patas. Entonces los chicos salían del agua como rojizos monos rapaces y resolvían, diciendo Ina, dina, dina, du o cualquier galimatías por el estilo, si le retorcerían el pescuezo o le dejarían en libertad; así, se prolongaba la excitación y el interés de la aventura, tanto para los chicos como para el pájaro, más allá del momento de la captura.
Era muy natural que Emily tuviera grandes propósitos de mejorar a los negros. Desde luego, eran cristianos y por tanto nada había que hacer respecto a su moral; tampoco carecían de alimentos, ni necesitaban vestido; en cambio, eran de una lamentable ignorancia. Después de no pocas negociaciones, consintieron en dejarle que enseñara a leer al pequeño Jim; pero no tuvo éxito. También le gustaba coger lagartijas comunes sin que se les desprendiese la cola, lo cual suelen hacer cuando se espantan. Requería infinita paciencia cogerlas desprevenidas y enteras con una caja de cerillas. La caza de lagartos en la hierba también era muy delicada. Había que sentarse y silbar, como Orfeo, hasta hacerlos salir de sus grietas manifestando su emoción al inflar sus rosadas gargantas. Entonces Emily los atrapaba a lazo con un cordón de hierba. Su habitación estaba llena de estos bichos favoritos —y de otros—; unos estaban vivos, otros probablemente muertos. Además, tenía duendecillos domesticados y un oráculo a su servicio, el Ratoncito Blanco de la Cola Elástica, cuyos dictámenes eran inapelables, sobre todo para los pequeñuelos: Rachel, Edward y Laura. A Emily —su intérprete— le concedía desde luego ciertos privilegios, y, prudentemente, se abstenía de intervenir en los asuntos de John, mayor que Emily.
El Ratoncito era omnipresente; los duendecillos estaban más localizados, pues vivían en un hoyo de la colina vigilados por dos plantas.
La principal diversión en la piscina la proporcionaba el gran árbol de campeche, ahorquillado, en cuya rama más fuerte John se sentaba a horcajadas, mientras los demás lo empujaban con las dos horquetas. Naturalmente, los pequeños sólo chapoteaban en la parte de poco fondo; pero John y Emily se sumergían. Es decir, John era el que se zambullía adecuadamente, tirándose de cabeza; Emily caía de pie, más tiesa que un palo. En cambio, si se trataba de subirse a los árboles, era ella quien escalaba las ramas más altas. Una vez, cuando Emily tenía ocho años, la señora Thornton pensó que la niña era muy mayor para seguir bañándose desnuda. El único bañador que halló a mano fue un viejo camisón de algodón. Emily saltó como siempre; el aire, que le infló la prenda, la tumbó cabeza abajo, liándosele en la cabeza el algodón mojado, y estuvo a punto de ahogarse. Después de aquello se fue a paseo el recato, por el cual no merece la pena ahogarse, por lo menos así nos parece a primera vista.
Pero cierta vez se ahogó de verdad un negro en la piscina. Se había hartado de mangostanes robados, y, sintiéndose culpable, pensó que también podía refrescarse en la piscina que les estaba prohibida, y así cubriría dos delitos con un solo arrepentimiento. No sabía nadar y solamente lo acompañaba un hijo suyo (el pequeño Jim). La frialdad del agua y el atracón le originaron una apoplejía. Jim le estuvo dando golpecitos con una vara, y luego echó a correr asustadísimo. Se planteó la cuestión de si había muerto de apoplejía o ahogado, y el doctor, tras permanecer en Ferndale una semana, decidió que había muerto ahogado, pero haciendo constar que el negro estaba repleto, hasta la boca, de mangostanes verdes. La gran ventaja de esto fue que ningún negro se atrevió ya a bañarse allí, por miedo a que el duppy, o fantasma del muerto, lo pudiese atrapar. Si alguna vez un negro se atrevía a aproximarse mientras los chicos se bañaban, John y Emily pretendían que el duppy los había agarrado y el intruso se marchaba, terriblemente trastornado. Sólo uno de los negros de Ferndale había llegado a ver un duppy, pero bastaba con esto. No cabe confundirlos con los seres vivientes, porque tienen la cabeza del revés y arrastran una cadena. Además, no debe llamárseles nunca duppies en su cara, pues esto les da poder. Aquel pobre hombre lo había olvidado y le llamó «¡Duppy!» al verlo. Le entró un reuma terrible.
La mayoría de las historias las contaba el cojo Sam. Se pasaba el día entero sentado en los hornos de piedra donde secaban la pimienta, sacando gusanos de los dedos de sus pies. Esto horrorizaba en un principio a los niños, pero Sam parecía satisfecho con su labor, y cuando las niguas[2] se ocultaban bajo la piel de los chicos y depositaban allí sus bolsitas de huevos, la verdad, no resultaba tan desagradable. A John le producía una peculiar emoción frotarse el sitio afectado. Sam les contaba las historias de Anansi: Anansi y el tigre, Anansi y los cocodrilos, etc. También sabía un poemita que les impresionaba mucho:
Sam, el curandero,
siempre es el primero.
Lo que danzan los negritos
él lo danza con esmero.
Baila el chotis y el «cod-vil»
y resiste danzas mil,
hasta perder el pellejo
de sus pies de bailarín.
Quizá fuera así, a fuerza de bailar tanto, como se quedó lisiado. Era muy sociable. Se decía de él que tenía muchísimos hijos.