Robert L. Heilbroner
Los economistas siempre se han sentido incómodos con lo que la maquinaria hace por nosotros y para nosotros. Por una parte, las máquinas son la encarnación auténtica de la inversión que impulsa la economía capitalista. Por otra, la mayoría de las veces, cuando se instala una máquina, se despide a un trabajador, a veces a más. Los economistas siempre han dado por supuesto que en cualquier lugar una máquina podía sustituir a varios trabajadores, pero a la postre han sostenido que la productividad aumentaría enormemente y, como consecuencia de ello, los ingresos y el producto interior.
Pero ¿quién es el destinatario de este incremento en los ingresos? En 1819, el famoso economista David Ricardo escribió que el número de puestos de trabajo en una economía se mantenía inalterable siempre que las rentas y los beneficios de ellas derivados y de los que tenían que proceder las nuevas inversiones fuesen máximos. «¿Realmente?», replicó Simonde de Sismondi, un crítico suizo muy conocido en aquella época. «¿La riqueza lo es todo, los hombres no son absolutamente nada? Pero ¿qué?… y de hecho, en tal caso, sólo habría que esperar que el rey, solo en la isla, moviera constantemente la manivela y generara, a través de autómatas, toda la producción de Inglaterra[1]».
El esclarecedor libro de Jeremy Rifkin trata de un mundo en el que las empresas han asumido el papel de los reyes, controlando los mecanismos que ponen en movimiento los autómatas mecánicos, eléctricos y electrónicos que garantizan la producción de los bienes y servicios de una nación. Éste no es, en absoluto, un desarrollo reciente. Si pudiésemos echar una ojeada a la historia de la relación entre el hombre y la máquina en los Estados Unidos —o, de cualquier nación moderna— veríamos que durante más de doscientos años ha existido una gran migración de trabajadores que han sido obligados a abandonar empleos asumidos por la tecnología y a buscar otros nuevos que se estaban creando.
Cuando empezaba a subirse el telón de este drama, a principios del siglo XIX, las máquinas no resultaban extremadamente visibles. En el norte, en el sur, en el este y en el oeste, la agricultura constituía la ocupación fundamental. Ocupación, esencialmente manual, que se basaba en el uso de azadas y azadones, de arados tirados por caballos, de carretas como medio de transporte y de otros elementos de la misma naturaleza.
Hacia mediados del siglo pasado, las cosas empezaron a cambiar. Cyrus McCormick inventó la segadora, John Deere el arado de acero, el tractor hizo su aparición. Como consecuencia de ello, en el último cuarto de siglo, la proporción de fuerza de trabajo nacional en el sector agrícola había disminuido de unas tres cuartas partes a la mitad, hacia 1900 a un tercio, en 1940 a una quinta parte y en la actualidad a un 3%.
¿Qué ocurrió con las personas cuyos empleos fueron sustituidos por máquinas? Se trasladaron a otros campos de actividad, en los que las nuevas tecnologías estaban creando nuevas posibilidades de empleo. En 1810 tan sólo 75.000 personas trabajaban en las «nuevas» fábricas en las que se producían diversos artículos de hierro. Cincuenta años más tarde eran más de 1.500.000, mientras que en 1910 superaban los ocho millones. En 1960, esta cifra se ha doblado. En términos porcentuales, la fuerza de trabajo industrial creció a pasos agigantados hasta que llegó a afectar a algo más del 35% del total.
Las cifras, no obstante, no crecen indefinidamente. La tecnología no estaba abriendo nuevas posibilidades de trabajo tan sólo en el sector del automóvil, en el de artículos para el hogar o en el de la energía, sino que también estaba produciendo un reajuste en los propios procesos de producción en éstos y otros sectores al hacer que las fresas y las prensas incrementasen su velocidad y que una serie de importantes nuevas «calculadoras» empezasen a simplificar los procesos propios de las cadenas de producción. Entre 1960 y 1990 la producción de bienes manufacturados de cualquier tipo siguió creciendo, pero el número de puestos de trabajo necesarios para producirlos descendió a la mitad.
Casi hemos terminado con nuestro drama. Durante todo el tiempo en el que los obreros fueron empujados hacia las fábricas, para ser posteriormente despedidos, un tercer gran sector ofrecía grandes oportunidades y posibilidades para el empleo. Se trata de la creciente oferta de «servicios»: profesores y abogados, enfermeras y médicos, asistentas y cuidadoras de niños, funcionarios gubernamentales y agentes de tráfico, administrativos de archivo y mecanógrafas, guardas de seguridad o vendedores. Es absolutamente imposible determinar con un cierto grado de exactitud el número de empleados en el sector de servicios existente a principios del siglo XIX, aunque es posible que hacia 1870 hubiese del orden de los 3 millones de personas en las diferentes ramas de este sector, mientras que en la década de los 90, la cifra se hallaba cerca de los 90 millones. De este modo el empleo en el sector de servicios permitió salvar éstas y otras modernas economías del terrible efecto devastador del desempleo[2].
Al igual que en el sector manufacturero, las nuevas tecnologías en el sector de servicios crearon empleo por un lado, haciéndolo desaparecer por otro. El sector creció a expensas de la máquina de escribir y del teléfono, pero empezó a menguar por efecto de la máquina fotocopiadora y del catálogo de venta por correo. Pero, sin duda, fue el ordenador el que llevó el drama a su fin, amenazando con dejar que la empresa se estableciera en su isla y diera vueltas a la manivela mientras el autómata realiza el trabajo.
Ésta es la transformación histórica sobre la que habla Jeremy Rifkin. Su libro resulta rico en detalles, absorbente por la relevancia de sus hechos reales y amplio en sus planteamientos. Da una explicación tanto global como nacional de las consecuencias producidas por los cambios de alcance y efecto de las nuevas tecnologías en nuestros tiempos. Si está en lo correcto —y la amplitud y la profundidad de su investigación inducen a pensar que sí lo está— estamos llevando la relación entre máquinas y trabajo más allá de la difícil adaptación de los doscientos últimos años, hacia una nueva relación de la que poco se puede decir excepto que será clara y marcadamente diferente de la del pasado. Rifkin explora algunos de los cambios obvios hacia los que nos veremos forzados por esta relación emergente, cambios que van desde los trastornos y alteraciones que seguramente acompañarán a una estudiada indiferencia frente al problema, a través de cambios en los modelos de vida laboral tan dramáticos como los que separan los de la actualidad de los primeros tiempos de Dickens, pasando por las posibilidades de creación de un nuevo sector de oferta de empleo que le animo a describir.
Éste es un libro que debería convertirse en centro de un profundo y amplio debate a nivel nacional. Lo describiría como la introducción indispensable a un problema con el que nosotros y nuestros hijos tendremos que convivir el resto de nuestras vidas.
ROBERT L. HEILBRONER es autor de numerosos libros y artículos sobre economía; el más reciente, Visions of the future, aparecerá en Paidós a finales de 1996.