POTENCIACIÓN DEL TERCER SECTOR
En el siglo próximo los sectores público y privado van a jugar un papel todavía más limitado en la vida del ser humano. El vacío de poder será ocupado tanto por una creciente subcultura al margen de la ley como por una mayor participación en el tercer sector. Esto no implica que cualquiera de los dos sectores vaya a desaparecer, sólo que su relación con las personas probablemente cambiará de manera fundamental. Incluso, a pesar de los grandes avances de la tercera revolución industrial, muchas personas previsiblemente todavía tendrán que trabajar en la economía de mercado tradicional para ganarse la vida a pesar de que sus horas de trabajo continuarán reduciéndose. Para el creciente número de personas que no tendrán puesto de trabajo alguno en el sector de mercado, los gobiernos tendrán dos posibilidades: financiar políticas de protección y construir un mayor número de prisiones para encarcelar a un cada vez mayor número de criminales o financiar formas alternativas de trabajo en el sector de voluntarios. Las organizaciones basadas en la comunidad actuarán cada vez más como árbitros y defensores del pueblo frente a las fuerzas mayores del gobierno y el mercado, como defensores y agentes a favor de reformas políticas y sociales. Las organizaciones del tercer sector asumirán probablemente la tarea de proporcionar cada vez más servicios básicos, a raíz de los recortes de ayudas gubernamentales y asistencia a personas y vecindarios con necesidades.
La globalización del sector de mercado y la disminución del papel del gobierno tendrá como consecuencia que las personas se vean forzadas a organizarse en comunidades que defiendan intereses comunes para garantizar su propio futuro. Conseguir una transición con éxito hacia la era posmercado, dependerá en gran medida de la capacidad de un electorado estimulado, que trabaje a través de coaliciones y movimientos, para lograr transferir tantas ganancias de la productividad como sean posibles del sector de mercado al tercer sector, para fortalecer y afianzar los lazos comunitarios y las infraestructuras locales. Sólo mediante la construcción de comunidades locales fuertes y autosuficientes, las personas de cualquier país podrán soportar las consecuencias de los cambios tecnológicos y la globalización del mercado que amenazan la vida y la supervivencia de muchas familias.
El gobierno jugará, con toda probabilidad, un papel muy distinto en la emergente era de las nuevas tecnologías, menos ligado a los intereses económicos y comerciales y en la línea de la economía social. Mediante la creación de una nueva unión entre el gobierno y el tercer sector, cuya finalidad sea la de reconstruir la economía social, se podrá ayudar a restaurar el sentimiento cívico en cualquier sociedad. Proporcionar alimento a los pobres, garantizar unos servicios sanitarios básicos, educar a los jóvenes, construir casas asequibles y preservar el medio ambiente encabezan la lista de prioridades urgentes para los próximos años. Todas estas áreas fundamentales han sido ignoradas o mal atendidas por las fuerzas del mercado. En la actualidad, con una economía formal cada vez más apartada de la vida social de la nación y con el gobierno abandonando su tradicional papel de proveedor de último recurso, sólo queda conseguir un esfuerzo concertado encabezado por el sector de voluntarios y adecuadamente apoyado por el sector público que permita garantizar los servicios sociales básicos y reiniciar el proceso de revitalización de la economía social en cada país.
La reducción del papel del gobierno en la economía formal y su cambio hacia actividades que aumenten el bienestar y la prosperidad del tercer sector puede que cambie la naturaleza de los planteamientos políticos. La administración Clinton ya ha dado un primer paso en la creación de una nueva colaboración entre el gobierno y el sector de voluntarios al anunciar, el 12 de abril de 1994, la creación de la Non-Profit Liaison Network, constituida por veinticinco funcionarios de la administración cuyo objetivo será «trabajar con las organizaciones sin ánimo de lucro para la consecución de metas comunes». Estos funcionarios deberán construir redes cooperativas entre sus departamentos y agencias gubernamentales y las diferentes organizaciones del sector de voluntarios. Cuando anunció este hecho, el presidente Clinton afirmó que él personalmente «había abogado durante mucho tiempo por el papel del sector sin ánimo de lucro». Recordó al público en general que «a lo largo de nuestra historia, las comunidades sin ánimo de lucro han ayudado a nuestra nación a adaptarse al mundo, mediante el fortalecimiento de los valores fundamentales que conforman la vida americana». El presidente afirmaba que la Network crearía y favorecería una mejor colaboración entre la administración y los grupos de trabajo desinteresado, en un esfuerzo mutuo por resolver los problemas derivados de la criminalidad, de la falta de techo, de la carencia de asistencia sanitaria y de otras necesidades primordiales de la nación. Aunque la acción del presidente puede ser vista más como un gesto simbólico que como un cambio en los paradigmas políticos, sugiere tanto una creciente preocupación del papel potencial del tercer sector en la vida americana, como la necesidad de crear nuevas relaciones de trabajo entre el gobierno y las organizaciones sin ánimo de lucro[1].
La administración Clinton no es la primera en apreciar la importancia del sector de voluntarios. En la década de los 80, los republicanos llegaron a la Casa Blanca camuflados bajo las faldas del voluntariado. El Grand Old Party dominó la escena política durante más de una década con el pretexto de «devolver el gobierno al pueblo». Las fuerzas de Reagan se dieron cuenta pronto del poder simbólico y emocional de la imagen del tercer sector y la emplearon para su propio beneficio como elemento básico en la década de los 80. Tanto en el periodo de Reagan en la Casa Blanca, como en el de Bush, los temas relativos al tercer sector continuamente fueron manipulados en un cínico esfuerzo para enmascarar la agenda política propia del mercado libre. «Devolver el gobierno al pueblo» se convirtió en un eufemismo útil para sacar adelante la liberalización de la industria, reducir los impuestos a las empresas y recortar los servicios sociales y los programas de derechos de los pobres y de los que se hallaban por debajo del mínimo vital. Al final se puso en peligro al sector de voluntarios, que quedó seriamente debilitado por las mismas fuerzas políticas que pretendían ser sus paladines y defensores. Para evitar una situación similar en el futuro es necesario entender tanto la táctica conciliadora de la gente de Reagan para manipular la imagen del tercer sector, como la respuesta que esto provocó en demócratas y el resto de fuerzas progresistas.
Desde el primer día de su mandato, el presidente Reagan hizo del voluntariado un tema clave de su administración, proponiendo que el gobierno asumiese muchas de las tareas previamente realizadas por el tercer sector, para que los americanos confiaran más en el sector público y se mostraran menos dispuestos a proporcionar medios de vida para ellos mismos o para sus vecinos. En un intento por reavivar el espíritu de libre asociación que deslumbró a Tocqueville en los primeros años de la nueva nación, continuamente recordaba la tradición americana del voluntariado. En un escrito en Reader's Digest en 1985, el presidente alabó el espíritu americano del voluntariado: «El espíritu de voluntariado, en consecuencia, fluye como un río profundo y poderoso a través de la historia de nuestra nación. Los americanos han tendido siempre sus manos en gestos de ayuda».
El presidente pasó a criticar lo que recordaba como una creciente usurpación del sector del voluntariado por parte de los programas gubernamentales en la época posterior a la guerra: «Pero después de la segunda guerra mundial, los niveles de este río de voluntariado decrecieron. A medida que el gobierno se fue expandiendo, le cedimos las tareas que habían sido realizadas por las comunidades y los vecindarios». «¿Por qué tengo que implicarme?», preguntaba la gente. «Dejemos que el gobierno se encargue de ello[2]».
El presidente lamentaba los cambios en las actitudes públicas que habían hecho que «el gobierno abandonase muchas tareas, que considerábamos nuestras, al voluntariado, debido a la bondad de nuestros corazones y a un sentido de buena vecindad». Finalmente afirmaba: «Creo que muchos de vosotros queréis volver a realizar estas tareas de nuevo[3]».
La llamada del presidente Reagan hacia los valores cívicos propios del buen ciudadano obtuvieron un gran eco. Aunque las clases «liberales» ridiculizaron al presidente, acusándole de ser inocente e incluso hipócrita, millones de americanos, muchos de los cuales ya eran voluntarios y estaban comprometidos con los principios de la asociación voluntaria, vieron en su mensaje una llamada a la renovación del espíritu americano y mostraron su apoyo a la llamada a la acción de la Casa Blanca. En 1983 el voluntariado se convirtió en el tema central de la Rose Bowl Parade anual y se incorporó a una campaña nacional de publicidad auspiciada por el Ad Council. Se llegó a emitir un sello conmemorativo por parte del Servicio Postal[4].
Años más tarde, el presidente Bush retomó el tema del voluntariado durante su discurso de toma de posesión. En su famoso discurso «Points of Lights», el nuevo presidente recordaba al país que el voluntariado había sido la espina dorsal del espíritu democrático americano:
Es una tarea individual conseguir que América sea un sitio mejor para vivir. Es tarea del estudiante que, después de las horas de clase, da clases particulares a un compañero. Es tarea del líder de una asociación que consigue dinero para construir una guardería para niños desfavorecidos. Es tarea del hombre de negocios que asume una responsabilidad en una escuela y paga la matrícula de todos los estudiantes que hayan logrado graduarse. Es tarea del voluntario que entrega alimentos en las casas de los ancianos. Y existen miles de puntos de luz para todo el que desea colaborar. Ésta es la grandeza de América… Es el objetivo fundamental de mi presidencia hacer que estos miles de puntos brillen más que en cualquier momento del pasado[5].
Como consecuencia de ello, Bush puso en marcha su iniciativa de «puntos de luz»; un programa dotado con 50 millones de dólares que debía ser financiado conjuntamente por el gobierno federal y fondos privados. La misión del programa, según lo establecido por la Casa Blanca, era encontrar ejemplos inspiradores y motivadores de voluntariado y ayudar a promocionarlos de forma que otras comunidades empezasen a imitarlos. No se asignaron fondos para subvencionar las actividades del tercer sector. El programa presidencial Points of Light Initiative fue fuertemente atacado por la prensa nacional e incluso por muchas asociaciones y grupos de voluntarios progresistas. John Buchanan Jr., presidente del grupo político liberal People for the American Way, reprobó la iniciativa de la Casa Blanca, afirmando: «Esto es poco más que una tomadura de pelo a nivel nacional[6]».
Las críticas a los planteamientos de Reagan y Bush sobre el restablecimiento del voluntariado empezaron a oírse desde todas partes. La izquierda americana acusó a las administraciones republicanas de que el voluntarismo era un intento cínico de renunciar a la responsabilidad de ayuda a los pobres y a la clase trabajadora del país. Muchas críticas liberales apuntaron hacia el poder que las fundaciones tenían en las organizaciones sin ánimo de lucro, a causa de su control sobre el caudal de fondos hacia el sector de voluntarios. Afirmaban que mediante el control de los fondos se garantizaba que las asociaciones populares se mantendrían dóciles y temerosas de abordar directamente cuestiones políticas o de defensa, papeles tradicionalmente desempeñados por el sector del voluntariado. Otros emplearon la tesis de que las actividades de los voluntarios, por su naturaleza fragmentada, intentaba organizar movimientos políticos efectivos para obtener cambios fundamentales. Afirmaban que la noción de «servicio» evitaba que las gentes llegasen a comprender las raíces institucionales de la opresión de clases que les mantenía ocupados en fútiles intentos de reforma-tirita.
En la década de los años 80 el asunto del voluntariado quedó tan asociado, en la opinión general, a la política republicana que, al igual que ocurrió con otros muchos temas de la vida americana, se quedó reducido a un tema partidista. Los pensadores demócratas y más liberales y los grupos constituyentes, bien se opusieron abiertamente, bien simplemente lo ignoraron. La National Organization for Women (NOW) emitió, en los años 70, una resolución contra el voluntariado afirmando que tradicionalmente se usaba para negar a la mujer el pago por sus servicios, ya que las mujeres representaban el grupo mayoritario trabajando en el campo del voluntariado laboral. Entendían que el voluntariado era contemplado como algo menos profesional, menos serio y de menor importancia que el trabajo profesional remunerado, y por esta razón no debía ser recomendado entre las mujeres. Una respuesta típica de una mujer al ser preguntada sobre la posibilidad de que se prestase a servir voluntariamente para una determinada causa cívica fue: «Creo que es terrible. Quiero ser pagada por lo que hago. Quiero que la gente lo valore. Y el dinero es la única forma para que cualquier persona considere que es importante[7]».
Anteriormente las centrales sindicales de funcionarios siempre se oponían a las actividades realizadas por los voluntarios, temiendo que pudiesen llegar a sustituir el trabajo remunerado efectuado por los empleados públicos. Kathleen Kennedy Townsend, una liberal progresista que trabajó en el Governor's Office on Human Resources en el estado de Massachusetts, a principios de la década de los años 80, cita algunos ejemplos de centrales sindicales de funcionarios que se oponían activamente a las actividades de voluntarios. En el estado de Carolina del Norte, los sindicatos de profesores se opusieron a la actividades de formación de tutores voluntarios, preocupados de que pudieran reducir el número de profesores pagados. La ciudad de Nueva York recuerda la historia de los voluntarios que intentaron limpiar una estación de metro sucia. El Transport Workers Union ordenó el cese inmediato de esta acción, argumentando que si los miembros del sindicato no realizaban aquella tarea en concreto, no podría hacerlo nadie más.
Townsend afirma que «el fracaso de los liberales en aprovechar el voluntariado también puede ser explicado por su preferencia por profesionales con títulos académicos». La noción de profesión caritativa ha pasado a formar parte del léxico progresista en los últimos años, y muchos pensadores liberales han llegado a creer que un servicio mejor y más efectivo puede ofrecerse a los que lo necesitan mediante profesionales remunerados en lugar de personas bien intencionadas, pero con pocas credenciales[8].
Finalmente, muchos críticos liberales del voluntarismo asocian el tercer sector con una forma protectora de elitismo. Argumentan que la caridad denigra a sus víctimas, convirtiéndolas en objeto de compasión en lugar de personas con valor por sí mismas, con derechos inalienables, que merecen una ayuda. Los programas gubernamentales, por contra, tienen su punto de partida en que los ciudadanos necesitados tienen derecho a los servicios, no como consecuencia de un acto de caridad sino por la responsabilidad del gobierno como garante del bienestar general. Nos recuerdan que constituye una de las garantías constitucionales.
La comunidad liberal, por supuesto, no se ha manifestado unitariamente respecto al tema del voluntariado. Betty Friedan, la fundadora de NOW, aboga por un «nuevo voluntariado apasionado». Comenta que «la polarización entre feminismo y voluntariado [es] tan falsa… como que las [feministas] repudian la familia». Friedan predice que en las próximas décadas «las organizaciones de voluntarios serán la única forma para garantizar los servicios esenciales, más allá del cambio social, y la igualdad de oportunidades en las formas de vida, ahora que parece que tendremos que depender menos de las agencias gubernamentales y de los tribunales[9]».
Tonwsend hace recuento de numerosos incidentes en los que la crítica de los liberales del asociacionismo voluntario fracasó al reflejar la realidad de las actividades de los voluntarios. Por ejemplo, en el tema del profesionalismo y el supuesto de que los «profesionales de la caridad», en general, ofrecen servicios más efectivos, Townsend apunta que, a menudo, éste no es el caso. Nos cuenta una experiencia personal ocurrida en dos casas de huéspedes, una regentada de manera profesional y financiada por el gobierno y la otra atendida por voluntarios y apoyada por donaciones privadas. En la primera «docenas de hombres y mujeres se apiñaban en sofás o sillas reclinables en una sala pobremente iluminada que olía a orín, cuerpos sucios y amoníaco. En uno de los rincones, un televisor en blanco y negro parpadeaba; el personal de asistencia permanecía en el pasillo, charlando… A pesar de que alguien del personal de la casa me comentó que se acababa de celebrar una fiesta de verano, no parecía existir ningún tipo de alegría en el lugar».
La segunda de las casas, llamada Rosie's Place, es un refugio para mujeres sin hogar gestionado por voluntarios: «La casa estaba radiante y limpia, y las paredes decoradas a la moda con flores azul claro y blancas. Las mesas de madera estaban limpias y pulidas y había café recién hecho y galletas de chocolate recién salidas del horno. [Los voluntarios] lograban que todas las mujeres que allí se encontraban se sintiesen bienvenidas[10]».
La gran devoción de los voluntarios conduce, a menudo, a mejores resultados en los servicios asistenciales que la atención indiferente de los profesionales remunerados. En muchos casos, la combinación de pequeños equipos de profesionales de la asistencia y muchos voluntarios ofrecen la combinación ideal de experiencia y de preocupación necesaria para ofrecer una adecuada asistencia a los que la necesitan.
Respecto al tema más complejo de los voluntarios que asumen los trabajos de los empleados públicos, los hechos demuestran que cuando los voluntarios se implican en actividades que se adentran en el sector público, como, por ejemplo, la enseñanza, la limpieza de vecindarios y la provisión de servicios médicos empiezan a ver la necesidad de dirigir más fondos públicos hacia estos necesarios servicios sociales y, a menudo, muestran su interés por el aumento de inversiones gubernamentales.
En la actualidad, cada vez más pensadores progresistas prestan más atención al sector de voluntarios. Empiezan a darse cuenta de que es la única alternativa viable para que las personas puedan empezar a trabajar ahora que el papel de la economía de mercado, como generador de puestos de trabajo, es cada vez menor y que el papel desempeñado por el gobierno como garante de la última oportunidad también disminuye. El debate entre conservadores y liberales, republicanos y demócratas, sobre cuál debe ser la mejor forma para reconducir las energías y los compromisos de la nación hacia el tercer sector pasará a ser uno de los temas políticos de máxima trascendencia a finales de la próxima década.
A pesar de sus discursos sobre la reconducción de la misión del gobierno en la asistencia al sector de voluntarios, ni el presidente Reagan ni el presidente Bush estaban dispuestos a llevar a cabo sus promesas con programas concretos diseñados para lograr tales fines. De hecho, la Casa Blanca, en la época Reagan, presionó activamente para cambiar el Internal Revenue Service Code, disminuyendo las exenciones de impuestos para restringir las actividades de los grupos sin ánimo de lucro y reducir el número de deducciones que un ciudadano puede reclamar aduciendo contribuciones para causas caritativas.
Si el tercer sector quiere transformarse en una fuerza efectiva que pueda poner las bases para una era posmercado viable, el gobierno deberá jugar un papel de apoyo en la transición. Al principio las necesidades de dos grupos diferentes deberán ser reconducidas si queremos que el país pueda aprovechar, de forma efectiva, los millones de horas de trabajo disponibles para su utilización en la reconstrucción de comunidades de acción cívica y para el fortalecimiento del papel del tercer sector en la sociedad americana. En primer lugar, deberán establecerse las adecuadas iniciativas para animar a aquéllos que todavía disponen de trabajo en la economía de mercado, pero que trabajan un número restringido de horas, para dedicar una parte de su tiempo libre a actividades del tercer sector. En segundo lugar, deberá ser promulgada la legislación adecuada para proporcionar a millones de americanos desempleados permanentes un trabajo útil en servicios comunitarios del tercer sector, con la finalidad de ayudar a la reconstrucción de sus propios vecindarios e infraestrucutras locales.
El gobierno podrá fomentar una mayor participación en el tercer sector proporcionando reducciones de impuestos por cada hora de voluntariado cedida a las organizaciones legalmente certificadas con exenciones fiscales. Para asegurar un recuento honesto del número de horas donadas, cada organización libre de impuestos debería justificar las horas donadas a ella tanto al gobierno federal como a los voluntarios al final del ejercicio fiscal, en forma de impresos IRS estandarizados, similares a los impresos W-2. El concepto de «salario fantasma», en forma de deducciones en la declaración de impuestos personal por las horas cedidas de forma voluntaria, podría servir de incentivo para que millones de americanos dedicasen una parte mayor de sus horas libres a las actividades de voluntariado en el tercer sector. Aunque la idea es nueva, el concepto ya se establecía firmemente en las leyes de exención de impuestos por donación. Si la entrega de dinero para causas de caridad está sujeto a deducciones impositivas, ¿por qué no extender la idea hasta llegar a cubrir deducciones producidas en forma de donaciones en horas, efectuadas para causas similares?
La proporción de deducciones a las personas que donasen su tiempo para actividades de voluntariado aseguraría una mayor implicación en el amplio abanico de temas sociales que deben ser atendidos. Aunque hubiera una disminución en los ingresos fiscales directos, quedaría ampliamente compensada por una menor necesidad de gastos en programas gubernamentales para cubrir necesidades y servicios que no son mejor atendidos por el tercer sector. Por medio de la extensión de deducciones fiscales directamente a los voluntarios que donan su servicios y habilidades, el gobierno eliminaría buena parte de los gastos que se emplean en financiar las diferentes etapas de la burocracia que se establecen para administrar programas en comunidades locales. Las mejoras en las condiciones de vida y en la calidad de vida de millones de americanos desfavorecidos inevitablemente afecta a la propia economía en forma de más oportunidades de empleo e incremento del poder adquisitivo, produciendo todo ello un sensible incremento en los ingresos fiscales para cada nivel de gobierno.
Algunos podrían argumentar que la autorización de deducciones fiscales a consecuencia de las horas de voluntariado podrían acabar con el espíritu del asociacionismo con fines cívicos. Las probabilidades de que ello ocurra son improbables. Después de todo, hacer contribuciones caritativas fiscalmente deducibles parece haber animado sólo el espíritu filantrópico y la probabilidad de crear un salario fantasma para los que, mediante el voluntariado, estén dispuestos a dar algo más de su tiempo a la economía social, en lugar de practicar el pluriempleo en un trabajo extra para poder llegar a fin de mes o quedarse en casa viendo la televisión.
Las ventajas de legislar un salario fantasma para la actividad voluntaria son obvias y trascendentes. Ayudar a facilitar el traslado de millones de trabajadores desde el empleo formal en la economía de mercado a los servicios para la comunidad en la economía social, es algo que se convertirá en esencial si la civilización quiere acabar de forma efectiva con la disminución en la masa de puestos de trabajo en el siglo que viene.
Para garantizar que la sociedad no se desintegrase en miles de pequeñas iniciativas locales carentes de un propósito y una dirección nacional y coherente, el gobierno debería considerar reforzar el sector de voluntarios con los adecuados incentivos. Las deducciones fiscales por el trabajo voluntario deberían ser prioritarias, con mayores deducciones a aquellos servicios que, tanto el público en general como los funcionarios del Congreso y de la Casa Blanca, considerasen más urgentes y apremiantes. Además, el Congreso debería considerar la posibilidad de priorizar las deducciones por contribuciones en obras de caridad, beneficiando aquéllas que se hallen enmarcadas en actividades consideradas fundamentales para el interés nacional. Mediante esta priorización de las deducciones, el gobierno podría jugar un papel muy importante, al ayudar a dirigir la economía social. En los próximos años, los cambios legislativos en las provisiones de exenciones fiscales del Internal Revenue Code podrán ser contemplados como una importante herramienta fiscal para la regulación de la economía social, de la misma forma que otras políticas fiscales han jugado un papel muy importante en regular la economía de mercado.
Mientras que los salarios fantasma probablemente animarían a una mayor participación en los servicios voluntarios por parte de aquéllos que todavía pueden disfrutar de trabajos remunerados, los gobiernos federal y estatal también deberían considerar la posibilidad de establecer salarios sociales, como alternativa a los pagos y beneficios de la asistencia pública, para los desempleados permanentes dispuestos a ser reeducados y empleados en el tercer sector. El gobierno también debería conceder beneficios a organizaciones sin ánimo de lucro para ayudarlas a reclutar y formar a los pobres para que trabajen en sus organizaciones.
El pago de un salario social, como alternativa al pago de beneficiencia, a millones de pobres del país que trabajen en el sector de voluntarios, ayudaría no sólo a los receptores de estas cantidades, sino también a las comunidades para las que estén trabajando. Forjar nuevos lazos de confianza y un sentido de compromiso con los demás y con los intereses de los vecindarios en los que prestan sus servicios, es algo absolutamente necesario si se pretenden reconstruir las comunidades y generar las bases de una sociedad caritativa. Un salario social adecuado permitiría que millones de americanos desempleados tengan la oportunidad de ayudarse a sí mismos a través de la colaboración con miles de organizaciones vecinales.
Se argumenta a menudo que el simple pago o la formación para un determinado puesto de trabajo es algo de poca ayuda, si no viene acompañado por programas concretos que ayuden a educar a los jóvenes, a restaurar la vida familiar y a construir un sentido de confianza compartida en el futuro. La extensión del salario social a millones de americanos necesitados y la provisión de fondos para las organizaciones basadas en el servicio a los vecindarios para reclutar, formar y colocar personas en tareas fundamentales de reconstrucción de barrios que puedan llevar adelante estos amplios objetivos sociales, ayudaría a la creación de un entorno necesario para lograr el cambio social. Los proyectos de obras públicas y los trabajos de baja categoría en la economía formal, en caso de que estuvieran disponibles, poco podrían hacer para la restauración de las comunidades locales.
Además de crear un salario social para los ciudadanos más pobres del país, se deberían efectuar serias consideraciones sobre un concepto ampliado de ingreso social que debería incluir salarios sociales para trabajadores especializados y también para mandos intermedios y profesionales cuyo trabajo ha dejado de tener valor o ya no resultan necesarios para la economía de mercado. Un sector de voluntarios viable requiere un amplio abanico de habilidades, desde niveles de competencia mínimos a experiencias directivas sofisticadas. Mediante la creación de un esquema de clasificación de puestos de trabajo, de un sistema de actualización y de una escala de salarios similar a la de los empleados en el sector público, las organizaciones cívicas podrían reclutar personas procedentes del desempleo, cubriendo un amplio abanico de características con el adecuado porcentaje de trabajadores no cualificados, cualificados y profesionales, lo que garantizaría el éxito de su aportación a las comunidades en las que sirven.
La idea de crear un ingreso social recibió, inicialmente, una amplia atención nacional ya en 1963, cuando el Ad Hoc Committee on the Triple Revolution defendía un proyecto de esta naturaleza, como forma para manejar la doble amenaza del desempleo tecnológico y de la creciente pobreza. Debería destacarse el hecho de que, en aquel momento, no existía ninguna intención de relacionar un ingreso social a un acuerdo recíproco para llevar adelante un servicio comunitario. Entre los defensores de la teoría del ingreso social, también conocido como ingreso anual garantizado, se hallaba W.H. Ferry del Center for the Study of Democratic Institutions, los economistas liberales Robert Theobald y Robert Heilbroner y J. Robert Oppenheimer, el director del Institute for Advanced Study de la Universidad de Princeton. Tal como se ha visto en el capítulo 6, no estaban de acuerdo con las teorías económicas ortodoxas del momento, en cuanto a que la innovación técnica y los crecimientos de la productividad garantizarían una economía con pleno empleo. Por el contrario, afirmaban que la revolución informática incrementaría la productividad, pero a expensas de sustituir cada vez más trabajadores por máquinas, dejando millones de trabajadores en el paro o en situación de subempleo, y sin el poder adquisitivo suficiente para comprar el creciente volumen de bienes y servicios producidos por las nuevas tecnologías de automatización de la producción. El estímulo de la demanda a través de sofisticados proyectos de publicidad y marketing, de menores tasas de interés, de mayores créditos y deducciones fiscales y de unos créditos al consumo más generosos poco podrían hacer para incrementar el empleo, mientras las empresas continúen sustituyendo máquinas por trabajadores, dado que aquéllas seguirían siendo más eficientes y baratas y garantizarían una mayor amortización de la inversión.
Robert Theobald argumentaba que, dado que la automatización continuaría incrementando la productividad y sustituyendo trabajadores, era necesario romper la relación tradicional entre ingresos y trabajo. Con las máquinas realizando una mayor cantidad de trabajo, los seres humanos necesitarían tener garantizado un determinado ingreso, independiente del empleo en la economía formal, si querían sobrevivir y la economía generar el adecuado poder adquisitivo para que el público pudiese comprar los bienes y servicios producidos. Theobald, entre otros, entendía el ingreso anual garantizado como un momento crítico en la historia de las relaciones económicas, y esperaba que su posible aceptación transformase la idea de escasez del pensamiento económico tradicional en el nuevo ideal de abundancia. En este sentido escribió: «Para mí, por lo tanto, el ingreso garantizado representa la posibilidad de poner en práctica el ideal filosófico fundamental que se ha repetido constantemente en la historia del hombre, según la cual cada individuo tiene un derecho sobre una participación mínima en la producción de la sociedad. La falta perenne de casi todas las necesidades en la vida impedían la aplicación de estos ideales hasta años recientes: la llegada de una abundancia relativa en los países ricos da al hombre el poder para llegar a las metas que permitan garantizar un nivel mínimo de vida para todos[11]».
La demanda de un ingreso anual garantizado se convirtió en un inesperado estímulo político cuando el líder de la economía neoconservadora, Milton Friedman, defendió su propio modelo basado en la existencia de tasas fiscales negativas. No estaba de acuerdo con la visión liberal de que la automatización produciría una creciente y constante pérdida de puestos de trabajo, lo que finalmente conduciría a una reducción en la masa de puestos de trabajo formal, forzando a una decisión social para separar ingresos y trabajo de millones de americanos que quedarían marginados por la economía de mercado. Friedman, que actuó como asesor tanto del presidente Nixon como del presidente Reagan, estaba más interesado en lo que entendía como fallos del estado del bienestar. Argumentaba que sería mejor dar a los pobres un ingreso mínimo garantizado que continuar financiando la masa de costosa burocracia de los programas del bienestar que, a menudo, resultaban contraproducentes y que tan sólo servían para perpetuar la pobreza en lugar de aliviarla.
Bajo los planteamientos propios de un impuesto negativo sobre los ingresos, el gobierno federal podría garantizar un nivel mínimo de ingresos para cada americano y podría crear un sistema de incentivos que animaría a sus hipotéticos receptores a suplir el subsidio gubernamental con su propio trabajo. Si bien la asignación del gobierno disminuiría a medida que los ingresos personales aumentasen, se reduciría «lentamente, de forma que se preservaría el incentivo para el trabajo[12]». Friedman argumentaba que este planteamiento no era tan radical, puesto que el conjunto de medidas de asistencia y de bienestar existentes ya habían generado un «ingreso anual garantizado por el gobierno, aunque fuese sólo en substancia, y no en nombre». Apuntaba que bajo los programas entonces existentes, los ingresos percibidos implicaban pérdida de beneficios sociales, creando con ello un desincentivo para dejar la mendicidad. «Si una persona bajo asistencia pública gana un dólar, y obedece la ley, el ingreso producido por la asistencia quedará reducido en la misma cantidad: el efecto es penalizar, bien sea la laboriosidad, bien sea la honestidad, o ambas a la vez. El programa tiende a producir gente pobre y una permanente clase necesitada, que vive de la asistencia pública». Friedman afirmaba que estaba de acuerdo en un pago directo en metálico para los pobres de forma que pudiesen realizar sus propias decisiones de consumo personal en el mercado libre, independientemente de los dictados efectuados por los burócratas[13].
A pesar de las divergencias entre los economistas liberales y los conservadores en las razones que les llevaban a apoyar la creación de un ingreso anual garantizado, el creciente interés en ese tema llevó al presidente Lyndon B. Johnson a establecer la National Commission on Guaranted Incomes en 1967. Después de dos años de conversaciones y estudios, la comisión formada por líderes de empresa, por representantes sindicales y por otros americanos importantes, emitió su informe. Los miembros de la comisión apoyaban únicamente la idea del ingreso anual garantizado. El informe establecía que «el desempleo o subempleo entre los pobres se debe, a menudo, a fuerzas que no pueden ser controladas por ellos mismos. Para muchos de los pobres, el deseo de trabajar puede ser intenso pero las oportunidades de realizarlo no lo son… Incluso si se mejorasen los actuales programas de asistencia pública y de bienestar, éstos serían incapaces de garantizar que todos los americanos recibiesen un ingreso adecuado. Por ello hemos recomendado la adopción de un nuevo programa de ingresos para poder suplir las necesidades de todos los americanos[14]».
El informe fue ignorado durante mucho tiempo. Muchos americanos y la mayoría de los políticos encontraban de difícil aceptación la idea de proveer a la gente con un ingreso garantizado. A pesar de las recomendaciones de que los incentivos incluidos podían animar a los receptores a complementar sus subsidios con trabajo, un cierto número de políticos consideraban que la simple idea de garantizar un ingreso anual acabaría con la ética del trabajo y produciría una generación de americanos carentes del espíritu del trabajo. Mientras que las recomendaciones de la comisión languidecían, el gobierno federal decidió poner en marcha una serie de proyectos piloto para comprobar la viabilidad de proveer un ingreso anual garantizado. Para su propia sorpresa, el gobierno llegó a la conclusión de que no se reducía, de forma apreciable, el incentivo a trabajar, como muchos políticos habían temido[15].
En la actualidad, la discusión sobre los ingresos anuales garantizados ha vuelto a ponerse de moda, y está en boca de un cada vez mayor número de académicos, de políticos y de líderes sindicales y de derechos civiles, en busca de una solución para el doble problema del desempleo tecnológico a largo plazo y de los crecientes niveles de pobreza. Pero, a diferencia de los primeros programas, en los que se requería muy poco o casi ningún tipo de compensación por parte de los receptores, en la actualidad los reformadores unen la idea de un ingreso social a un acuerdo para que los desempleados realicen servicios para la comunidad en el seno del tercer sector, en efecto, adelantando la idea de un salario social como compensación por un trabajo real en el seno de la economía social[16].
Muchos países de la Europa Occidental han legislado, en los últimos veinticinco años, diferentes programas de ingresos mínimos garantizados, con diferentes grados de éxito. El plan francés es particularmente interesante debido a que incorpora una fórmula contractual por la cual «el derecho al ingreso mínimo queda condicionado a la aceptación, por parte del beneficiario, de trabajo que pueda resultar socialmente o culturalmente útil para la comunidad o de la asistencia a cursos para la formación o reinserción en la vida activa[17]». Con una menor cantidad de puestos de trabajo disponibles en el cada vez más automatizado mundo de la economía de mercado, el plan francés, con el fin proveer un ingreso garantizado a cambio de un acuerdo para realizar servicios comunitarios, debería ser copiado por otras naciones ansiosas de solucionar, de forma simultánea, el problema de la garantía de unos determinados ingresos y el de la pérdida de importancia del papel del trabajo, como consecuencia de una menor disponibilidad de empleo formal.
En el pasado, el gobierno ha sido acusado, a menudo, de destinar grandes sumas de dinero en crear un fondo social, sin que por ello fueran capaces de hacer llegar cantidades adecuadas a gentes y a comunidades realmente necesitadas. Buena parte del gasto implícito en los programas gubernamentales ha servido para alimentar muchos servicios sociales, quedando relativamente pocos recursos para asistir a las comunidades con problemas. Sin embargo, ha habido algunas excepciones notables. La Volunteers in Service to America (VISTA), la Student Community Service Program, el National Service Corps, el Peace Corps, el National Health Service Corps (NHSC) y, más recientemente, el AmeriCorps son programas federales diseñados para promover el servicio cívico individual y apoyar las actividades de los voluntarios en las diferentes comunidades de los Estados Unidos y de los países de ultramar.
VISTA, fundada en 1964, está formada por voluntarios reclutados fundamentalmente en las comunidades para las que sirven, quienes dan su tiempo y sus habilidades a organizaciones cívicas que realizan actividades comunitarias para reducir la pobreza. Como compensación por sus servicios, reciben una remuneración simbólica suficiente para cubrir sus gastos mínimos. El Student Community Service Program ayuda a promover el voluntariado entre los estudiantes de instituto y entre los de los colegios. Se han fijado ayudas para organismos sociales, escuelas y organizaciones cívicas para que puedan promocionar un amplio abanico de actividades de servicio, entre las que se incluyen centros de asistencia de día, enseñanza, prevención de la drogadicción y servicios asistenciales de salud. El National Senior Service Corps incluye el Retired Senior Volunteer Program (RSVP), el Foster Grandparent Program (FGP), y el Senior Companion Program (SCP). Los voluntarios que actúan en estos tres programas financiados con fondos federales, se hallan por encima de los sesenta años de edad y trabajan a tiempo parcial en las actividades de servicio a la comunidad. Se han creado ayudas para las organizaciones locales sin ánimo de lucro y para las financiadas públicamente que recluten, coloquen y supervisen la actividad de ciudadanos de edad avanzada. El Peace Corps tuvo su origen en 1961 y está formado por miles de jóvenes americanos que actúan como voluntarios y sirven en ultramar por periodos de hasta dos años, generalmente asistiendo a comunidades urbanas y rurales azotadas por la pobreza y ubicadas en países del tercer mundo. El National Health Service Corps (NHSC), un programa del Public Health Service, recluta y destina a asistentes de salud pública a comunidades pobres, generalmente de ámbito rural, a las que les faltan los cuidados médicos básicos. El NHSC garantiza las matrículas y unos sueldos mensuales a aquellos estudiantes que acepten servir durante un plazo de dos años en una determinada comunidad, como complemento a sus estudios. El AmeriCorps, puesto en marcha por el presidente Clinton en 1993, garantiza los costes de matrícula y recursos para los gastos mensuales de miles de estudiantes americanos como contraprestación por un compromiso de servicio de dos años después de la graduación, actuando como voluntarios en las áreas de educación, medio ambiente, necesidades de las personas o de seguridad pública[18].
Los gobiernos estatal y local también introducen programas innovadores para ayudar a compensar las actividades realizadas por el tercer sector. En la década de los 80 el estado de Carolina del Norte puso en marcha una oficina especial gestionada por voluntarios, cuyo objetivo era el reclutamiento y la formación de personas para actuar en el servicio voluntario a comunidades. Alrededor del 70% de los adultos del estado actuaron en un momento u otro en programas de voluntariado auspiciados por el gobierno y su donación se estimó en más de 300 millones de dólares. El gobernador Jim Hunt trabajó como voluntario un día a la semana, instruyendo a estudiantes de matemáticas, mientras que su esposa lo hacía en el programa Meals on Wheels. El gobernador se convirtió en un firme defensor de la ayuda gubernamental al sector del voluntariado, argumentando que «un nuevo tipo de pensamiento empieza a ser necesario entre los demócratas, según el cual el voluntariado debe ser el factor clave de la reforma social[19]».
Aunque los costes de estos programas de ayuda gubernamental a las comunidades de servicio son bajos, las ventajas económicas para la comunidad son enormes y, a menudo, exceden en varias veces aquellos gastos. Dólar a dólar, las inversiones del gobierno en programas diseñados y auspiciados desde el sector del voluntariado han demostrado hallarse entre los medios más efectivos, en función de los recursos empleados, para ofrecer servicios sociales en las comunidades locales. Así, independientemente de los resultados de los experimentos y los programas que han tenido éxito en años recientes, los recursos asignados a este tipo de iniciativas son pocos, si se comparan con otros gastos del gobierno en lo que se refiere a la economía social.
Muchos demócratas tradicionales, así como algunos analistas de Wall Street y académicos de diferentes universidades, intentan que los programas de trabajos públicos financiados con fondos gubernamentales empleen a personas sin empleo y a las que han caído en las redes de asistencia pública, en una permanente subclase. Felix Rohatyn, el analista en inversiones que se hizo famoso por salvar a la ciudad de Nueva York de la bancarrota en la década de los años 70, aboga por un programa masivo de obras públicas para arreglar los puentes, túneles y autopistas del país, y para crear una red de trenes de alta velocidad y transporte masivo. Rohatyn afirma que el programa que tiene en mente costaría un mínimo de 250.000 millones de dólares en un periodo de diez años, pero podría generar un millón de puestos de trabajo por año. El esfuerzo podría quedar compensado mediante grandes emisiones de bonos a interés variable, garantizadas por «modestos incrementos en los impuestos sobre la gasolina». Rohatyn sugiere que los fondos de pensiones públicos y privados también podrían ser empleados para ayudar a financiar estas emisiones a largo plazo[20]. La propuesta de Rohatyn es loable, aunque podría no ser políticamente viable, debido el clamor popular por un gobierno de menor tamaño y el nuevo e importante clima de austeridad que reina en Washington y en las capitales de los diferentes estados.
Además de los programas de obras públicas, la administración Clinton contempla la posibilidad de ofrecer a las empresas incentivos fiscales si contratan personas sujetas a ayudas de la asistencia social. La administración y el Congreso han reservado las cantidades de 2300 millones de dólares en incentivos fiscales y de 1000 millones en nueva financiación para incluir las Empowerment Zones en un número seleccionado de guetos urbanos. Estas áreas recibirían créditos fiscales especiales y otros tipos de beneficios gubernamentales para ayudar a atraer nuevos inversores. Las empresas que empleen residentes de una Empowerment Zone podrían llegar a ahorrarse hasta 3000 dólares por año en impuestos sobre los salarios. A pesar de la fanfarria política que rodea el plan presidencial cuyo objetivo es la mejora de las comunidades pobres en el interior de las ciudades, pocos políticos se muestran optimistas con que nuevos negocios se ubiquen en guetos urbanos de América o que muchos nuevos puestos de trabajo del sector privado se generen a partir de tales proyectos de Washington[21].
Al centrar demasiado la atención en los proyectos de obras públicas de financiación gubernamental y crear incentivos en el sector privado para que se contraten pobres, el gobierno actúa contra la tendencia histórica que lleva a la sociedad a apartarse del empleo en los sectores privado y público y a dirigirse hacia el trabajo en el tercer sector. Hablar de los programas masivos de obras públicas tiene poco sentido ahora que la voluntad del gobierno no es el suficiente y el necesario para crear este tipo de programas a la escala requerida para afrontar la actual crisis. De igual modo, los continuos esfuerzos para encontrar trabajos inexistentes en la economía formal o trabajos que probablemente serán eliminados por la reingeniería y la automatización dentro de unos años, parece ser un camino equivocado.
Sería mejor que el gobierno federal encaminara sus esfuerzos lejos de los costosos proyectos de obras públicas y de quijotescos intentos de crear economías modélicas dentro de los núcleos urbanos pobres; en cambio, debería dirigirlos hacia programas de servicio a la comunidad en zonas necesitadas. La contratación, formación y colocación de millones de desempleados y de ciudadanos americanos que han sido golpeados por el infortunio, en organizaciones sin ánimo de lucro en sus propios vecindarios y comunidades tendrá, probablemente, un mayor impacto por dólar gastado que los programas tradicionales orientados a trabajos públicos e iniciativas orientadas al mercado.
Sara Melendez, la presidente del Independent Sector, una organización nacional que hace las funciones de «paraguas» en representación de los grupos que actúan en el tercer sector, argumenta que las comunidades sin ánimo de lucro son, a menudo, capaces de dirigir y controlar los problemas con más rapidez y eficacia a nivel local que las agencias gubernamentales. Defiende la creación de nuevas asociaciones entre los dos sectores y afirma que, al menos en algunos casos, el gobierno federal puede cumplir mejor los objetivos sociales «mediante la creación de organizaciones sin ánimo de lucro, a través de contratos y ayudas, adaptando los servicios a los diferentes grupos de población de acuerdo a su idioma, a sus antecedentes culturales y a sus necesidades locales[22]».
El gobierno federal ha intentado, a modo de prueba, garantizar ingresos y estimular la creación de ciertas formas de servicios comunitarios bajo las actuales propuestas de reforma de la asistencia pública. Ya ha asignado un crédito fiscal que puede llegar hasta 3033 dólares por año y familia para complementar los salarios de los trabajadores pobres de la nación garantizando, esencialmente, una parte de sus ingresos. Tanto los republicanos como los demócratas han dado apoyo al plan, argumentando que el ingreso adicional garantizado crea un incentivo necesario para que la gente siga trabajando y se mantenga fuera de las redes de la asistencia pública. Además, en diciembre de 1993, la administración anunció que favorecería una revisión del actual sistema de bienestar social e incluiría entre sus propuestas un plan para fomentar el trabajo mediante la asignación de complementos cuando el trabajo realizado tenga una retribución menor que la asignada por el sistema de asistencia pública. La Casa Blanca también afirmó que consideraría la posibilidad de imponer un plazo de dos años a los beneficios derivados de la asistencia social, después de los cuales el afectado «se veía obligado a encontrar un empleo o realizar algún tipo de trabajo comunitario[23]».
Con el plan actualmente en revisión, si, después de una intensiva reeducación y formación, el afectado no fuese capaz de asegurarse un empleo en el sector privado después de dos años de obtener beneficios sociales, el propio gobierno le asignaría a trabajos públicos de interés social con un mínimo de 15 horas por semana y un salario equivalente al mínimo fijado por la ley. También, alternativamente, el afectado podría incorporarse a un «programa experimental de trabajo comunitario» con la finalidad de poder seguir recibiendo los beneficios.
Un programa de reforma del sistema de asistencia social aún más ambicioso fue anunciado por el gobernador de Massachusetts, William F. Weld, en enero de 1994. Este plan suponía que todos los cabeza de familia sujetos al Aid to Families with Dependent Children (AFDC) deberían ir a trabajar al sector privado o incorporarse a programas de servicios cívicos denominados Transitional Employment for Massachusetts Parents (TEMP) durante un año. El gobierno estatal, a su vez, sustituiría sus ayudas asistenciales por guarderías, ayuda a los niños y asistencia médica para garantizar que recibiesen la asistencia necesaria mientras los padres estuviesen trabajando. Puesto que aquéllos que trabajasen en los programas de ayuda a la comunidad, formando parte de los TEMP, recibían menos del salario mínimo, el gobierno seguiría proporcionando una ayuda AFDC parcial para complementar sus ingresos. El gobernador Weld afirmó que lanzaba las nuevas reformas «para cambiar el modelo de la asistencia social, de forma que pudiésemos disponer de un programa basado en salarios dignos y no en ayudas en metálico[24]».
Como era de esperar, las centrales sindicales de los empleados públicos de la nación ya se han manifestado respecto a las nuevas propuestas de reforma del sistema asistencial, expresando temores de que cientos de miles de sus miembros podrían ser sustituidos por gente pobre forzada a dejar la seguridad social para realizar servicios a la comunidad. Lee A. Saunders, asistente del presidente del sindicato American Federation of State, County and Municipal Employees (AFSCME), comunicó a la White House Task Force on Welfare Reform que se deberían crear entre 1,2 y 2 millones de puestos de trabajo en programas de asistencia, bajo el plan propuesto por el presidente. «No existe ninguna forma de crear tantos puestos de trabajo sin quitarlos del sector público, incluso aunque se dictasen reglas contra el despido», afirmaba Saunders[25].
La preocupación de las centrales sindicales de empleados públicos respecto al desempleo podría quedar parcialmente minimizada por la puesta en marcha de una legislación que redujese la semana laboral de 40 a 30 horas para todos los empleados públicos. El gobierno ha mantenido durante mucho tiempo el principio de que los empleados públicos deberían ser retribuidos en términos comparables a los que se producen en el sector privado. Una reducción en la semana laboral en la economía formal de mercado estaría unida a una reducción similar en las horas trabajadas en el sector público. Mediante la reducción de las horas de trabajo de los empleados públicos de 40 a 30 horas, e incrementando la retribución por hora trabajada para igualar los salarios con las ganancias en productividad, los gobiernos locales, estatales y federales podrían asegurar la permanencia de los puestos de trabajo de los actuales empleados públicos. Al mismo tiempo, una reducción del 25% en la semana laboral de los empleados públicos crearía una demanda de trabajo que podría ser cubierta, en parte, por aquéllos que realizan trabajos de servicios a la comunidad.
En el debate sobre el reparto de los beneficios de la mejora de la productividad, cada país debe esforzarse por resolver una cuestión elemental de justicia económica. En otras palabras, ¿debería cada miembro de la sociedad, incluidos los más pobres, tener derecho a participar en los beneficios del incremento de la productividad derivados de la aplicación de las revoluciones tecnológicas de la información y las comunicaciones? Si la respuesta es afirmativa, entonces deberá diseñarse alguna forma de compensación para el creciente número de desempleados cuyo trabajo ya no será necesario en el nuevo mundo regido por la automatización que se nos avecina en el siglo XXI. Dado que los adelantos en las tecnologías significarán cada vez menos puestos de trabajo en la economía de mercado, la única forma efectiva para garantizar a estas personas, permanentemente desplazadas por la maquinaria, los beneficios de los incrementos en productividad será a través de algún tipo de ingreso garantizado por el gobierno. Ligar el ingreso con algún tipo de ayuda social a la comunidad ayudaría al crecimiento y al desarrollo de la economía social y facilitaría la transición, a largo plazo, hacia una cultura orientada a servir a la comunidad.
Los gastos derivados de una integración social y de los programas de reeducación y formación que permitiesen preparar a los hombres y mujeres para una ocupación en los servicios sociales a la comunidad requerirían un volumen de fondos gubernamentales realmente significativo. Algunos de estos fondos podrían provenir de los ahorros producidos por la sustitución gradual de mucha de la actual burocracia sobre la que se sustenta la asistencia pública, por pagos directos a las personas que puedan estar realizando trabajos para la comunidad. Con las organizaciones comunitarias y las asociaciones sin ánimo de lucro asumiendo mayores responsabilidades para la atención de las necesidades tradicionalmente atendidas por el gobierno, debería existir una mayor exención fiscal para suministrar ingresos a los servicios comunitarios y formar a millones de personas que podrían trabajar directamente en sus vecindarios para ayudar a los demás.
Los fondos gubernamentales también podrían reservarse mediante la eliminación de las costosas subvenciones a las empresas que han ampliado sus mercados nacionales y operan en diferentes países del mundo. El gobierno federal cede a las empresas multinacionales más de 104.000 millones de dólares bajo la forma de pagos directos y exenciones fiscales. Sólo las empresas relacionadas con el mundo agrícola reciben 29.200 millones, cerca del doble de la cantidad asignada al programa Aid to Families with Dependent Children (AFDC). La gigantesca empresa alimentaria Sunkist recibió 17,8 millones para promocionar el zumo de naranja en mercados exteriores. Las bodegas Gallo recibieron 5,1 millones para promocionar sus vinos en el extranjero, mientras que M&M/Mars recibió más de un millón para dar publicidad a sus barritas de chocolate en el mundo. Incluso McDonald's recibió 465.000 dólares en deducciones fiscales para la publicidad de su Chicken McNuggets en los mercados exteriores. Tres empresas tratantes de grano, Cargill, Continental y Dreyfus, recibieron más de 1100 millones de fondos federales entre 1985 y 1989 como parte del Export Enhancement Program del departamento de Agricultura. Empresas de explotación ganadera, compañías mineras, empresas de explotación de la madera, laboratorios farmacéuticos y otros tipos de empresa también han sido beneficiarías de los programas de ayudas del gobierno. La eliminación de estos subsidios empresariales podría liberar suficientes fondos como para poder llegar a garantizar un salario social para varios millones de ciudadanos americanos[26].
Se podrían conseguir fondos adicionales recortando los innecesarios programas de defensa. A pesar de que la guerra fría se ha acabado, el gobierno federal continúa manteniendo un inmenso presupuesto de defensa. Aunque el Congreso ha reducido las asignaciones para defensa en los últimos años, se espera que los gastos militares se sitúen entre 1994 y 1998 en un 89% de los correspondientes al periodo de la guerra fría[27]. En un informe fechado en 1992, el Congressional Budget Office (CBO) llegaba a la conclusión que los gastos de defensa podían ser recortados en una tasa del 7% por año en un periodo de cinco años, sin comprometer la preparación militar de la nación y sin minar la seguridad nacional. Si las recomendaciones del CBO fueran asumidas por la Casa Blanca y por el Congreso, el país podría ahorrarse alrededor de 63.000 millones de dólares al año, para 1998, cantidad suficiente para realizar una substancial aportación a la construcción del tercer sector y para proveer de un salario social a millones de trabajadores desplazados, deseosos de realizar servicios en el seno de la economía social[28]. Aunque se perdieron algunos empleos en las industrias relacionadas con la defensa como consecuencia de los recortes presupuestarios, es posible que se generaran muchos más si los ahorros se empleasen directamente para financiar el empleo en el tercer sector. La razón es suficientemente obvia. Una gran parte de los gastos militares están destinados al pago de la propia infraestructura militar. Si, en su lugar, la práctica totalidad de los ahorros sobre el presupuesto militar fuesen empleados para crear un salario social, para el trabajo en el sector del voluntariado y para la reconstrucción de las comunidades locales, se generarían muchos más empleos con un mayor poder adquisitivo.
Los recortes en defensa, la eliminación de subsidios innecesarios a las empresas multinacionales y la reducción de la burocracia de la asistencia social, aunque esenciales, todavía no serían suficientes, en el largo camino para alcanzar los fondos necesarios que proporcionen ingresos para millones de trabajadores desplazados y para reconstruir el tercer sector de la sociedad americana. Buena parte de los ingresos que deberán permitir financiar un salario social y programas de servicio a la comunidad provendrán de nuevos impuestos.
La forma más equitativa y supuestamente más óptima para obtener los fondos necesarios podría provenir de la aplicación de una tasa sobre el valor añadido (VAT: Value Added Tax = IVA: Impuesto sobre el Valor Añadido) de todos los productos y servicios no esenciales. Aunque en los Estados Unidos el VAT es una idea nueva nunca probada, ya ha sido adoptada por más de cincuenta y nueve países, incluyendo, entre ellos, la práctica totalidad de los grandes países europeos[29].
Esta tasa se denomina sobre el valor añadido puesto que se aplica sobre cada etapa del proceso de producción, en el «valor añadido» al producto. En otras palabras, es un impuesto «sobre la diferencia entre el valor de la producción de cada empresa y el valor de la inversión[30]». Los defensores de este impuesto apuntan las muchas ventajas de aplicar tasas al consumo en lugar de hacerlo sobre el ingreso de las personas. En primer lugar, afirma Murray L. Weidenbaum, antiguo presidente del Council of Economic Advisors del presidente Reagan y en la actualidad director del Center for Business en la Universidad de Washington en San Luis, el trasladar la base primaria de aplicación del impuesto del ingreso personal al consumo es algo mucho más lógico desde la perspectiva social. «Es más justo imponer impuestos a las personas sobre lo que cogen de la sociedad que sobre lo que aportan a ella, mediante su trabajo, inversión y ahorro». En segundo lugar, al aplicar un impuesto al consumo en lugar de hacerlo sobre la renta personal, el VAT estimula el ahorro en lugar del gasto. Al comparar las muchas ventajas del impuesto sobre el valor añadido frente al impuesto sobre la renta personal, Weidenbaum llega a la conclusión que «un impuesto sobre el consumo favorece el ahorro porque cada dólar ahorrado y no gastado en consumo corriente queda exento del impuesto sobre el consumo. La forma fundamental según la cual un individuo puede minimizar las cantidades sujetas a impuesto sobre el consumo es consumiendo menos; los incentivos a trabajar, ahorrar e invertir son, pues, muy importantes. Por otro lado, la forma básica en la que una persona puede minimizar las cantidades sujetas a impuesto sobre la renta es ingresando menos, lo que desalienta los incentivos de trabajo, el ahorro y la inversión[31]».
Los grandes defensores del impuesto sobre el valor añadido creen fervientemente que «la gente debería quedar sujeta a impuestos sobre lo que toman de los recursos disponibles para la sociedad, no sobre lo que le dan[32]». Mediante la aplicación de impuestos sobre el gasto, en lugar de aplicarlos sobre los ingresos, la carga impositiva se traslada de perjudicar el trabajo a poner limitaciones al superconsumo.
Existen muchas ventajas en la creación de un impuesto sobre el valor añadido, frente al simple impuesto sobre la renta, como mecanismo para la financiación de un ingreso anual garantizado, pero la más importante es su impacto global sobre la economía. El Congressional Budget Office afirma que el VAT podría tener un efecto positivo sobre el crecimiento, mientras que el producto nacional sería casi un 1% superior si se emplease el VAT en lugar de tasas mayores sobre las rentas, con la finalidad de lograr incrementos en los ingresos fiscales[33].
La principal desventaja del impuesto sobre el valor añadido es su naturaleza regresiva. Un impuesto sobre los productos vendidos afecta, de forma desproporcionada, a los grupos de menor poder adquisitivo y menores ingresos, en especial si se aplica sobre productos básicos, como pueden ser los de alimentación, ropa, vivienda y cuidados médicos. El VAT también aplica mayores cargas impositivas sobre los pequeños negocios, que son menos capaces de absorber y amortizar los costes. Muchos países han reducido substancialmente, e incluso eliminado, la naturaleza regresiva del impuesto sobre el valor añadido no aplicándolo sobre productos básicos y pequeños negocios.
Mediante la fijación de un impuesto de esta naturaleza en unos niveles comprendidos entre el 5 y el 7% en todos los productos y servicios no esenciales, el gobierno federal podría recaudar miles de millones de dólares en ingresos fiscales adicionales, mucho más de lo que sería necesario para financiar un salario social y un programa de servicio comunitario para aquéllos que quieren trabajar en el tercer sector.
De forma alternativa, se podría aplicar un impuesto sobre el valor añadido más limitado en los nuevos productos y servicios derivados de las revoluciones producidas por las tecnologías punta. Por ejemplo, se podría pensar, seriamente, en la posibilidad de aplicarlo sobre todos los ordenadores y productos y servicios de la información y de las telecomunicaciones. Las ventas en la industria de la información y de las telecomunicaciones han crecido a ritmo de un 8% al año en los últimos diez años, llegando a los 602.000 millones de dólares en 1993. Se espera que las ventas sigan creciendo aún más en los próximos años a medida que la economía se interne en la nueva era[34]. Un impuesto sobre el valor añadido sobre los productos y los servicios de la tercera revolución industrial podría ser empleado, en exclusiva, para financiar la transición de los americanos más necesitados hacia el trabajo en el tercer sector, lo que hace que esta posibilidad sea seriamente estudiada y analizada. Para garantizar la no existencia de un uso regresivo potencial de esta tasa, todas las organizaciones sin ánimo de lucro, incluyendo las escuelas y las instituciones de caridad, deberían quedar completamente exentas.
El impuesto sobre el valor añadido también podría ser aplicado en las industrias del entretenimiento y del ocio, que están entre las de mayor crecimiento en la economía actual. En 1991, el gasto por consumidor, en ambos campos, se incrementó en un 13%, lo que representa algo más del doble del crecimiento general. En 1993 los americanos gastaron más de 340.000 millones en productos de ocio, desde el alquiler de vídeos a los parques temáticos y casinos. Una importante parte de este incremento en el sector del ocio no es más que el reflejo de los hábitos de gasto de la nueva clase de «analistas simbólicos» americanos. Se prevé, además, una aceleración en los incrementos relativos a este tipo de gasto. Por ejemplo, se gastaron más de 58.000 millones en 1993 en cámaras y aparatos de vídeo, teléfonos celulares y otros equipos de telecomunicaciones de alta tecnología. Otros 8000 millones correspondieron a ventas de ordenadores personales para uso doméstico. Los consumidores americanos más ricos gastaron 7000 millones de dólares en barcos y aviones. Otros 14.000 millones correspondieron a gastos producidos en parques de diversión y en servicios y productos similares o derivados. Los juguetes y equipos deportivos representaron 65.000 millones en total, mientras que las entradas de cine y el alquiler de vídeos sumaron 13.000 millones. El entretenimiento en vivo totalizó 6000 millones, mientras que el juego representó más de 28.000 millones[35].
Cuando, dentro de unos años, queden completadas las nuevas superautopistas de la información, las ventas referentes a los diferentes sectores del ocio serán aún mayores. Aunque la gente pobre y la trabajadora también ha gastado sus buenos dólares en la industria del ocio y del entretenimiento, representan un porcentaje mucho menor de sus ingresos respecto al de la población de mayor poder adquisitivo. Muy pocos pobres de la nación se pueden permitir poseer ordenadores personales para uso doméstico, o teléfonos celulares, o realizar caros viajes a parques temáticos, playas exóticas y casinos.
El entretenimiento y el ocio van a representar un porcentaje aún mayor en el crecimiento futuro de la nación en la próxima era de la información. Aplicar un impuesto sobre el valor añadido a ambas actividades lúdicas parece que puede ser una medida justa y equitativa para transferir una pequeña porción de las ganancias de la nueva economía basada en las altas tecnologías de los proveedores y los beneficiarios hacia aquéllos más necesitados y menos propensos a poder disfrutar de los avances de la economía de mercado del futuro.
Se debería tener también en consideración la posibilidad de aplicar un VAT sobre la publicidad. En este campo se gastaron en Estados Unidos más de 130.000 millones de dólares en 1992[36]. En la próxima era de la información, la publicidad jugará un papel todavía más importante en la economía, en especial, a la vista de los importantes avances que se espera que se produzcan en los medios de comunicación, derivados de la creación y puesta en marcha de las superautopistas de la información. Un impuesto sobre las ventas en el campo de la publicidad permitiría generar miles de millones adicionales en ingresos para su uso en programas gubernamentales que permitiesen garantizar un cierto nivel de ingresos y trabajo para los ciudadanos menos agraciados y más castigados por las circunstancias.
El estado de Florida aprobó con éxito una ley en 1987 imponiendo un impuesto que abarcaba todas las ventas y todos los servicios, abogados, contables y compañías que contrataban publicidad incluidos, aunque hubo de ser revocada seis meses más tarde debido a las enérgicas objeciones por parte de los publicistas. De acuerdo con Douglas Lindholm, jefe de la división de política fiscal en Price Waterhouse, «los publicistas tienen un gran acceso a los medios de comunicación nacionales, principalmente porque pagan sus anuncios». En Florida, afirma Lindholm, «los publicistas fueron capaces de imponer el asunto en contra de las mismas leyes[37]».
Si bien existen poderosos intereses de la comunidad empresarial que pueden resistirse a la aplicación de un impuesto sobre el valor añadido, las alternativas de obtención de ingresos a través del sistema fiscal o la no resolución del problema del desempleo tecnológico son aspectos todavía más graves. Mediante la aplicación de un impuesto de esta naturaleza y el uso de los ingresos derivados de él para construir el tercer sector y así facilitar la transición hacia la economía social para millones de trabajadores desplazados por las nuevas tecnologías, se crea un círculo cerrado entre los sectores de mercado, público y el tercer sector. La nueva clase emergente de analistas simbólicos, el 20% de la población, beneficiarios directos de la economía global basada en las altas tecnologías, es a la que se pide que acepte la redistribución de una pequeña porción de su poder adquisitivo para ayudar a aquéllos que han sido dejados de lado por las fuerzas de mercado de la tercera revolución industrial. Mediante la creación de un salario social para millones de americanos, como forma de pago por la realización de trabajos útiles para la economía social, se beneficiará tanto al sector público como al privado, con el crecimiento del poder adquisitivo y de los ingresos sujetos a impuestos, permitiendo además reducir la tasa de criminalidad y el coste de mantenimiento del orden social y legal.
Junto con la aplicación de un impuesto sobre el valor añadido, el Congreso también podría considerar la posibilidad de aprobar una legislación que permitiese incrementar las contribuciones de las empresas al tercer sector, contribuciones que serían fiscalmente deducibles. Bajo las leyes actuales, las empresas están autorizadas a deducir hasta el 10% de sus beneficios sujetos a normas impositivas, bajo la forma de contribuciones a programas y actividades sin ánimo de lucro. En la práctica, llegan a aportar bastante menos. En 1992, las firmas manufactureras contribuyeron con una media de un 1,5% de sus beneficios antes de impuestos, mientras que las no manufactureras pagaron menos del 0,8%. Aunque la filantropía empresarial se ha incrementado de forma regular de 797 millones en 1970 a casi 5000 millones en 1992, esto representa menos de un 5% de todas las contribuciones al tercer sector. Los servicios sanitarios y de cuidados a la persona fueron los que se llevaron la parte mayor de las contribuciones empresariales, con cerca de un 34,6% en 1992. La educación recibió un 30,4% de todas las donaciones en el mismo año, mientras que la cultura y el arte recibieron el 9,6%. Finalmente, a los programas sociales y comunitarios se les dio el 10,4%[38].
Con unos beneficios que se supone que crecerán espectacularmente en los próximos años, a partir de la creciente globalización de los mercados y la automatización de la producción y los servicios, las empresas internacionales deberían ser estimuladas a participar con una contribución mayor de sus ganancias, ayudando de este modo a reconstruir y sostener las diferentes comunidades con las que negocian alrededor del mundo. Debería introducirse una nueva legislación y proporcionar deducciones más provechosas para las empresas que puedan desear ampliar sus donaciones para el tercer sector. Con la finalidad de garantizar un reparto justo y equitativo de las ganancias en productividad derivadas de la tercera revolución industrial, las contribuciones empresariales podrían incluir un índice corrector en función de los incrementos en la productividad de las diferentes industrias y sectores económicos. Por ejemplo, si se preveyese que el incremento en la productividad para una industria particular fuese del 2% anual, el gobierno podría generar una deducción impositiva adicional para aquellas empresas que deseasen incrementar su contribución en tal porcentaje. Al compartir sus ganancias con el tercer sector, las empresas podrían disfrutar de la ventaja de participar más directamente en la reconstrucción de la economía social, en lugar de simplemente entregar cantidades de dinero, en forma de impuestos, al gobierno para que éste las reparta.
La preparación para la reducción en el trabajo formal masivo en la economía de mercado, requerirá una reestructuración fundamental del tipo de participación del ser humano en la sociedad. Mediante la creación de sueldos fantasma para los millones de americanos que dedican buena parte de su tiempo a las actividades del voluntariado en la economía social, así como mediante la garantía de un salario social para algunos millones de desempleados y pobres del país que están dispuestos a trabajar en el tercer sector, podemos empezar a preparar el terreno para una transición a largo plazo del trabajo formal en la economía de mercado al trabajo cívico en la economía social. Dado que los diferentes niveles de gobierno empiezan a desplazar su atención de las actividades y programas diseñados para beneficiar a la economía de mercado y a centrarla en las actividades y programas promovidos por la economía social, las propuestas del tipo de las mencionadas en líneas anteriores ganarán adeptos. Forjar nuevas alianzas de trabajo entre los diferentes organismos gubernamentales y el tercer sector ayudará a construir comunidades autosuficientes por todo el país.