UN NUEVO CONTRATO SOCIAL
La economía global basada en la alta tecnología va más allá de los trabajadores en masa. Mientras que las élites empresariales, directivas, profesionales y técnicas sean necesarias para hacer funcionar la economía formal del futuro, un número cada vez menor de trabajadores serán necesarios para fomentar la producción de bienes y servicios. El valor de mercado de la mano de obra disminuye y seguirá haciéndolo. Después de siglos de definir el valor del ser humano en términos estrictamente «productivos», la completa sustitución del trabajo humano por máquinas deja a los trabajadores sin autodefinición válida o función social.
Al mismo tiempo que desaparece la necesidad del trabajo humano, el papel de los gobiernos sigue el mismo derrotero. En la actualidad, las empresas multinacionales han empezado a eclipsar y asumir el poder de las naciones. Las empresas transnacionales han usurpado cada vez más el papel tradicional del estado y ejercen, en la actualidad, un control sin precedentes sobre la totalidad de los recursos mundiales, de los grupos de trabajadores y los mercados. Las grandes empresas globales tienen activos que superan los productos interiores brutos de muchas naciones.
El cambio de una economía basada en los materiales, en la energía y en el trabajo a una basada en la información y en la comunicación reduce además la importancia del estado-nación como elemento decisivo para garantizar el futuro del mercado. Una de las competencias fundamentales del moderno estado-nación es su capacidad en el uso de la fuerza militar para disponer de recursos vitales y captar y explotar a grupos de trabajadores a nivel local e incluso global. Ahora que la energía, los recursos minerales y la mano de obra son cada vez menos importantes que la información, la comunicación y la propiedad intelectual en las estrategias de producción, no parecen necesarias las intervenciones militares masivas. La información y las comunicaciones, materias primas de la nueva economía global de alta tecnología, están más allá de cualquier tipo de límite físico. Invaden todo tipo de espacios físicos, cruzan las líneas políticas y penetran en los estratos más profundos de la vida nacional. Los ejércitos permanentes no pueden parar, ni siquiera ralentizar, los acelerados flujos de información y de comunicación a través de las fronteras nacionales.
La nación-estado, con sus restricciones físicas y territoriales prefijadas, es un ente demasiado lento para ponerse en marcha y reaccionar ante el rápido ritmo de las fuerzas del mercado global. Por el contrario, las empresas multinacionales son, debido a su específica naturaleza, instituciones más temporales que espaciales. No están territorialmente ligadas a ninguna comunidad específica ni son deudoras de ningún ente local. Son unas nuevas instituciones casi políticas que ejercen un tremendo poder sobre gentes y lugares, debido a su control sobre la información y las comunicaciones. Su agilidad, flexibilidad y, por encima de todo, movilidad, les permite trasladar la producción y los mercados, rápidamente y sin esfuerzo, de un sitio a otro, controlando, de forma efectiva, la agenda comercial de cada país.
El cambio de las relaciones entre gobierno y comercio se hace cada vez más evidente con la aparición de nuevos acuerdos internacionales de comercio que transfieren, de forma efectiva, cada vez más poder político lejos de la nación-estado a las empresas multinacionales. El General Agreement on Trade and Tariffs (GATT), el Acuerdo de Maastricht y el North American Free Trade Agreement (NAFTA) son un signo del cambio en los modelos de poder en la comunidad internacional. Bajo estos acuerdos de comercio, cientos de leyes que gobiernan los asuntos de las naciones-estado soberanas se han hecho potencialmente nulas e inútiles, si comprometen la libertad de las multinacionales para actuar en el libre comercio. Los grupos de votantes y electores, en muchos países, han organizado importantes protestas públicas con la finalidad de bloquear estos acuerdos comerciales por temor a que arduamente conseguidas victorias legislativas de modelos laborales, de protección del medio ambiente, de regulaciones sanitarias y otras desaparezcan allanando el camino para un control casi total por parte de las empresas multinacionales sobre los asuntos económicos del planeta.
Mientras que el papel geopolítico de las naciones-estado disminuye en importancia, también ocurre lo mismo con su papel como empresario de último recurso. Tal como se ha mencionado en páginas anteriores, los gobiernos impedidos por una deuda a largo plazo y un déficit creciente, están menos predispuestos a embarcarse en ambiciosos proyectos de gasto público y en programas de trabajo para la comunidad con la finalidad de crear empleo y estimular el poder adquisitivo. De hecho, en casi todas las naciones industriales del mundo, los gobiernos centrales reducen su tamaño y eliminan parte de sus responsabilidades tradicionales de garantizar los mercados, perdiendo importancia frente a las multinacionales y poder para seguir garantizando el bienestar de sus propios ciudadanos.
La disminución del papel tanto de los trabajadores como de los gobiernos centrales en los temas del mercado, es algo que forzará a replanteamientos fundamentales en el contrato social. Es necesario recordar que durante la mayor parte de la era industrial, las relaciones de mercado han primado sobre las relaciones tradicionales, y el valor del ser humano se medía únicamente en términos comerciales. Ahora que «la venta del propio tiempo» pierde valor, el laberinto de las relaciones comerciales, construido sobre ese acuerdo, es asimismo amenazado. De igual modo, ahora que el papel de los gobiernos centrales como garantía de los mercados disminuye en importancia, las instituciones de gobierno se encuentran a la deriva y requerirán redefinir su misión si quieren seguir siendo relevantes para las vidas de los ciudadanos. Apartar el corpus político de una orientación estrictamente centrada en el mercado será la tarea más urgente de cada nación en la Tierra.
Para muchas personas sería difícil imaginar una sociedad en la que el mercado y los gobiernos jugasen un papel menos importante en los asuntos cotidianos. Estas dos fuerzas institucionales han llegado a dominar tanto cada aspecto de nuestra vida que olvidamos el papel tan limitado que tenía en la vida de nuestra sociedad hace un centenar de años. Después de todo, las naciones-estado y las empresas son criaturas de la era industrial. A lo largo del presente siglo, estos dos sectores han controlado cada vez más funciones y actividades que antes realizaban vecinos, trabajando codo con codo, en miles de comunidades locales. Sin embargo, en la actualidad, cuando los sectores público y comercial han dejado de ser capaces de garantizar algunas de las necesidades fundamentales de las personas, el ciudadano tiene sólo la opción de empezar a cuidarse por sí mismo una vez más, mediante el restablecimiento de comunidades habitables como colchón contra las fuerzas impersonales del mercado mundial y las autoridades gobernantes centrales, cada vez más débiles e incompetentes.
En las próximas décadas, el menguante papel de los sectores público y empresarial terminará afectando a la vida de la clase trabajadora de dos formas significativas. Los que estén empleados es posible que vean un recorte en su semana laboral, permitiéndoles disfrutar de más tiempo libre. Muchos de los que están ya en programas reducidos de trabajo puede que estén siendo presionados por el mercado para emplear su tiempo libre en entretenimientos de masa y en consumir. Por contra, el creciente número de personas desempleadas o subempleadas caerán inexorablemente en una subclase permanente. Desesperados, muchos no tendrán otra alternativa, para sobrevivir, que la de caer en una economía irregular. Algunos llevarán a cabo trabajos ocasionales a cambio de comida y alojamiento. Otros caerán en el delito menor. El tráfico de drogas y la prostitución continuarán incrementándose a medida que millones de seres humanos, abandonados por una sociedad que ya no los necesita o que no aprecia su trabajo, intentarán mejorar su destino en la vida. Sus peticiones de ayuda en gran parte serán ignoradas, mientras los gobiernos llenan sus bolsillos y cambian sus prioridades de gasto de la creación de empleo y subsidios al refuerzo de las estructuras policiales y la construcción de más prisiones.
Mientras que éste es el curso por el que evolucionan muchos países industrializados en la actualidad, no es de ningún modo inevitable. Existe, no obstante, otra opción, una que permitiría la creación de un «colchón» contra los duros golpes impuestos por la demoledora tecnología de la tercera revolución industrial. Al disponer los trabajadores de más tiempo libre y encontrarse los desempleados sin nada que hacer, existe la oportunidad de aprovechar el trabajo no empleado de millones de personas en tareas constructivas fuera de los sectores público y privado. Los talentos y la energía, tanto de los que tienen trabajo como de los desempleados, los que tienen poco tiempo libre y los que tienen todo el tiempo del mundo, pueden ser dirigidos a la reconstrucción de miles de comunidades locales y la creación de una tercera fuerza que florezca independientemente del mercado y del sector público.
Los fundamentos para una tercera fuerza sólida en la política americana, basada en la comunidad, ya existen. A pesar de que en la era moderna se ha prestado más atención a los sectores público y privado, existe un tercer sector en la vida americana que ha resultado de significativa importancia en la construcción de la nación y que ahora ofrece una posibilidad distinta para reformar el contrato social en el siglo XXI. Este tercer sector, también conocido como sector de voluntarios, es el ambiente en el que planteamientos fiduciarios dan paso a vínculos comunitarios donde la entrega del propio tiempo a otros sustituye las relaciones de mercado impuestas artificialmente, basadas en la venta de uno mismo y de sus servicios a otros. Este sector, anteriormente importante en la creación del estado, se ha colocado en los márgenes de la vida pública, apartado por el creciente dominio del mercado y las esferas del gobierno. Ahora que las otras dos bases económicas dejan de tener tanta importancia, al menos en cuanto al número de horas que se les dedica, la posibilidad de resucitar y transformar el tercer sector y convertirlo en vehículo para la creación de una interesante era posmercado debería empezar a ser seriamente explorada.
El tercer sector ya se ha abierto paso en la sociedad. Las actividades de la comunidad abarcan una amplia gama, desde los servicios sociales a la asistencia sanitaria, la educación e investigación, las artes, la religión y la abogacía. Las organizaciones de servicios a la comunidad asisten a ancianos y discapacitados, a enfermos mentales, a jóvenes con problemas, a los que carecen de hogar y a los indigentes. Los voluntarios se dedican a restaurar apartamentos en ruinas y construir nuevas casas de rentas bajas. Decenas de miles de voluntarios americanos ofrecen sus servicios en hospitales y clínicas de financiación pública, cuidando de los pacientes, incluidas las víctimas del SIDA. Otros miles actúan como padres adoptivos, o como hermanos o hermanas mayores de niños huérfanos. Algunos dan ayuda y consejo a jóvenes descarriados o con problemas. Otros son tutores en campañas de alfabetización. Muchos americanos asisten a centros de atención y a programas extraescolares. Preparan y reparten comidas a los pobres. Un creciente número de voluntarios estadounidenses colaboran en centros de ayuda a las mujeres víctimas de violaciones o de abusos en el hogar. Miles de ellas emplean su tiempo ayudando en asilos públicos y distribuyendo ropa entre los necesitados. Muchos americanos participan en programas de autoayuda, como por ejemplo alcohólicos anónimos, así como en programas de rehabilitación contra las drogas. Muchos profesionales, abogados, contables, doctores y ejecutivos, ofrecen sus servicios a las organizaciones de voluntarios. Millones de americanos trabajan, de forma voluntaria, en diferentes asociaciones medioambientales, incluyendo programas para el reciclado de diferentes materias, actividades de conservación, campañas contra la polución ambiental y trabajos de protección de especies animales. Otros trabajan para organizaciones que abogan por reducir las diferencias sociales y cambiar la opinión pública y las leyes. Cientos de miles de americanos emplean su tiempo en las artes, participando en grupos locales de teatro, en coros y orquestas. Los voluntarios colaboran, a menudo, con los ayuntamientos como bomberos voluntarios o en trabajos de prevención del crimen y auxiliando a los damnificados en un desastre.
Mientras que el sector empresarial representa hasta el 80% de la actividad económica en los Estados Unidos, y el sector público contabiliza un 14% adicional del producto interior bruto, el tercer sector contribuye, en la actualidad, con algo más del 6% a la economía y es responsable del 9% del empleo total nacional. Existe más gente trabajando en este sector de voluntarios que en las industrias de la construcción, de la electrónica, del transporte o del textil[1].
Los activos de este sector se equiparan, en la actualidad, a casi la mitad de los del gobierno federal. Un estudio realizado a principios de la década de los años 80 por el economista de Yale, Gabriel Rudney, estima que el gasto de las organizaciones voluntarias americanas superó al producto interior bruto de todos los países excepto del de siete[2]. A pesar de que este sector representa la mitad de los empleados del gobierno en empleo total y la mitad de su tamaño en ganancias totales, en los últimos años ha estado creciendo dos veces más rápido que los sectores público y privado[3].
A pesar de que este tercer sector gane terreno a los otros dos en la economía americana y que su volumen económico exceda el producto interior bruto de muchas naciones, suele ser ignorado por los analistas políticos, quienes prefieren ver a América como organizada sólo alrededor de dos pilares: el sector público y el sector privado. Sin embargo, es el tercer sector el que tradicionalmente ha jugado un papel destacado como mediador entre la economía formal y el gobierno, asumiendo tareas y realizando servicios que los otros dos son incapaces o no desean realizar, y a menudo actúan como defensores de grupos y organizaciones cuyos intereses fueron ignorados por las fuerzas del mercado o rechazados en los consejos de gobierno.
De acuerdo con el amplio informe Gallup de 1992, en 1991 más de 94,2 millones de americanos adultos o, lo que es lo mismo, el 51% de la población, emplearon parte de su tiempo en diferentes causas y organizaciones. El voluntario o voluntaria medio ofreció 4,2 horas por semana de su tiempo. En conjunto, los americanos emplearon más de 20.500 millones de horas en voluntariado. Algo más de 15.700 millones lo fueron bajo la forma de voluntariado formal, esto es, trabajo regular para una organización o asociación de voluntarios. Estas horas representan una contribución económica equivalente a 9 millones de puestos de trabajo a tiempo completo, y si se midiese en términos monetarios, serían equivalentes a 176.000 millones de dólares[4].
Existen en la actualidad en los Estados Unidos más de 1,4 millones de organizaciones sin ánimo de lucro: organizaciones cuyo objetivo prioritario es dar servicio o defender una causa. El Internal Revenue Service (IRS) define una organización sin ánimo de lucro como aquélla en la que «ninguna parte de los beneficios netos… va a parar a ningún accionista individual o persona particular[5]». La mayoría de las organizaciones de este tipo están exentas de pagar impuestos federales, mientras que las donaciones efectuadas a ellas son deducibles de la declaración de impuestos.
El crecimiento en los Estados Unidos del número de organizaciones impositivamente exentas, en los últimos veinticinco años, ha sido realmente extraordinario. A finales de la década de los años 50, el IRS procesaba entre 5000 y 7000 solicitudes por año para este tipo de exenciones. En 1985 esta misma actividad se elevó a más de 45.000[6]. El total combinado de activos de estas organizaciones sin ánimo de lucro se sitúa, en la actualidad, en más de 500.000 millones de dólares. Todas ellas están, en parte, financiadas a través de donaciones privadas y de regalos, y el resto procede de cuotas y de ayudas gubernamentales. En 1991 la familia americana media contribuyó con 649 dólares, o el 1,7% de sus ingresos, para el financiamiento de estas organizaciones voluntarias. Más de 69 millones de hogares americanos informaron de que habían efectuado donaciones durante 1991. El 9% de estos hogares dieron más del 5% de sus ingresos totales para obras de caridad[7].
El servicio a la comunidad es una forma alternativa revolucionaria con respecto a los sistemas tradicionales de trabajo. A diferencia de la esclavitud, de la servidumbre y del trabajo sujeto a retribución, aquél no queda ni coartado ni reducido a una simple relación fiduciaria. Es, por contra, una acción de ayuda, un servicio para los demás. Es un acto de generosidad hacia el prójimo, a menudo sin expectativa de ganancias materiales. En este sentido, se parece más a las antiguas prácticas económicas de donación. El servicio a la comunidad se fundamenta en un profundo conocimiento de las relaciones de las cosas y está motivado por un personal sentido del deber. Es, principalmente y por encima de todo, un intercambio social, aunque a menudo con consecuencias económicas tanto para el beneficiario como para el benefactor. En este sentido, las actividades para la comunidad son substancialmente diferentes de las actividades propias del mercado, en las que el intercambio está basado en aspectos materiales y financieros y en el que las consecuencias sociales son menos importantes que las pérdidas y las ganancias económicas.
Los científicos sociales franceses introdujeron el término economía social en la década de los años 80 en un intento de clarificar la distinción entre las consecuencias de este sector del voluntariado y las de la economía de mercado basada en el intercambio. El economista francés Thierry Jeantet afirma que la economía social no es «medida en los mismos términos que uno emplea en el capitalismo, esto es, en términos de salarios, beneficios, etc., sino que sus resultados integran aspectos sociales con ganancias económicas indirectas, por ejemplo, el número de personas discapacitadas bien atendidas en casa y no en un hospital, o el grado de solidaridad entre personas de diferentes edades en un determinado vecindario». Jeantet enfatiza que «la economía social se entiende mejor en términos de resultados que contrastan con lo que la economía tradicional no sabe cómo o no desea medir[8]».
Este sector del voluntariado es el de mayor responsabilidad, desde el punto de vista social, de todos los sectores vistos hasta este punto. Es el ámbito humanitario que atiende las necesidades y las aspiraciones de millones de individuos que, por una u otra razón, han sido apartados, excluidos de cualquier consideración o no han sido adecuadamente atendidos bien sea en esferas empresariales o en esferas públicas.
Alexis de Tocqueville, el estadista y filósofo francés, fue el primero en reparar en el espíritu solidario de los americanos. Después de visitar los Estados Unidos en 1831, escribió acerca de sus impresiones sobre aquel joven país. Tocqueville quedó impresionado por la inclinación de los americanos a formar parte de asociaciones de voluntarios —un fenómeno de muy poca importancia en la Europa de aquella época: «americanos de todas las edades, de toda posición social, y en cualquier circunstancia personal han formado parte siempre de asociaciones. No sólo existen asociaciones comerciales e industriales, sino también de otros muchos tipos: religiosas, morales, serias, fútiles, muy generales y muy limitadas, inmensamente grandes y muy pequeñas. Los americanos se reúnen para hacer fiestas, crear seminarios, construir iglesias, repartir libros y enviar misioneros a las antípodas. Hospitales, prisiones y escuelas toman forma de esta manera. Finalmente, si quieren proclamar una verdad o propagar el sentimiento que les inspira un problema, forman una asociación[9]».
Tocqueville estaba convencido de que los americanos habían descubierto una nueva y revolucionaria forma de expresión cultural que resultaría esencial en el florecimiento del espíritu democrático:
Bajo mi punto de vista, nada merece más atención que las asociaciones morales e intelectuales de América. Las asociaciones políticas e industriales americanas captan nuestra atención, pero parece que no nos damos cuenta. E incluso, aunque lo hagamos, tendemos a malinterpretarlos ya que apenas hemos visto algo similar con anterioridad. Sin embargo, debemos reconocer que estas últimas son tan necesarias como las primeras para el pueblo americano; tal vez incluso más. En los países democráticos saber combinarlas es el origen de todas las otras formas del conocimiento: de su progreso depende el de los demás[10].
Durante más de docientos años, la actividad del sector formado por las asociaciones de voluntarios ha dado forma a la experiencia estadounidense, llegando prácticamente hasta cada rincón de la vida americana, ayudando a transformar una cultura de frontera en una sociedad moderna muy avanzada. Mientras que los historiadores están dispuestos a dar el mérito de la grandeza americana a las fuerzas del mercado y al gobierno, el tercer sector ha jugado un papel igualmente importante en la definición del estilo de vida americano. Las primeras escuelas y universidades de la nación, los hospitales, las organizaciones de servicios sociales, las órdenes fraternales, los clubes de mujeres, las organizaciones juveniles, los grupos de derechos civiles, las organizaciones de justicia social, los grupos de protección y conservación del medio ambiente, las asociaciones para la conservación de las especies animales, los teatros, las orquestas, las galerías de arte, las bibliotecas, los museos, las asociaciones cívicas, las organizaciones de desarrollo comunitario, los consejos y asociaciones de vecinos, los departamentos de bomberos voluntarios, y las patrullas de seguridad ciudadana, todos son elementos del tercer sector.
En la actualidad, las organizaciones voluntarias sirven a millones de americanos en cada vecindario y en cada comunidad de este país. Su objetivo y su ámbito de actuación eclipsan, a menudo, tanto al sector público como el privado, y llegan a las vidas de los americanos, a menudo, con más profundidad que las fuerzas del mercado tradicionales o las agencias y sistemas burocráticos del gobierno.
Aunque en otros muchos países existen organizaciones de voluntarios, y se están convirtiendo en importantes fuerzas sociales, en ningún lugar están tan desarrolladas como en los Estados Unidos. A menudo, los americanos han acudido a las organizaciones de voluntarios como si de un refugio se tratase: un lugar donde pueden enriquecerse las relaciones personales, gozar de un determinado estatus y crear un sentido de pertenencia a una comunidad. El economista y educador Max Lerner observó, en cierta ocasión, que a través de las afiliaciones a organizaciones de voluntarios, la mayoría de americanos esperan superar su sensación de aislamiento personal y de alienación y convertirse en parte de una comunidad real. Ésta es una necesidad primordial que no puede ser cumplida ni por las fuerzas tradicionales del mercado ni por los dictados de gobierno. Lerner escribe: «es en ellas [en las asociaciones de voluntarios]… donde el sentido de pertenencia a una comunidad casi se alcanza[11]».
Mientras que, durante muchos años, se ha hablado ampliamente de la violencia de la tradición de frontera americana y de la terrible ética competitiva que ha hecho de la nación una superpotencia económica, el lado amable de la experiencia americana, la que hace que los americanos se unan en servicios colectivos, apenas se le reconoce. El tercer sector sirve de refugio para millones de americanos, un lugar donde pueden ser ellos mismos, en el que expresar sus puntos de vista y mostrar sus habilidades, lo que sería imposible en el estrecho espacio de su puesto de trabajo, donde las únicas reglas válidas son la eficacia y la producción. Walter Lippmann resume el enorme valor de este sector para la vida de millones de americanos: «El tercer sector es el reflejo social de una América que en la iglesia, el refugio, el club de mujeres, el club gastronómico, la asociación de vecinos, el grupo de veteranos, el club de campo, el partido político, define su personalidad social. A través de él, el ciudadano americano tiene una sensación de eficacia de la que carece, como pieza insignificante del proceso mecánico, en la organización empresarial. Aquí puede realizarse como persona por medio de sus cualidades de generosidad y amistad, de su habilidad para hablar a un grupo de personas o para dirigirlo o colaborar en un comité, de sus capacidades organizativas, de su ardor o de su espíritu social. Aquí pone todo su empeño, como casi nunca hace en el trabajo, colaborando conjuntamente con otras personas con una finalidad sin ánimo de lucro[12]».
El tercer sector es la fuerza del vínculo, es el elemento de cohesión social que permite unificar los diferentes intereses del pueblo americano en una identidad social unida. Si existe una sola característica definitoria que pueda resumir las cualidades esenciales de ser americano, ésta sería nuestra capacidad para unirnos en asociaciones de voluntarios para servirnos unos a otros. La antropóloga Margaret Mead apuntó en cierta ocasión: «Si observamos detenidamente, veremos que casi todo lo que realmente nos importa, lo que encarna nuestro más profundo compromiso con la manera en que la vida humana debe ser vivida y valorada, depende a menudo, de algún modo, de muchos modos del voluntarismo[13]». Aunque extraño, este aspecto fundamental del carácter y la experiencia americana ha sido poco analizado en los libros de texto de historia y sociología usados en las escuelas e institutos de nuestra nación. En su lugar, nuestros hijos han sido educados sobre las ventajas de la economía de mercado y los recursos y balances que forman parte de nuestro gobierno representativo. El tercer sector, si es mencionado en algún momento, suele aparecer como nota a pie de página de la experiencia americana, a pesar de su papel trascendental en la formación del estilo de vida americano.
Las organizaciones del tercer sector sirven para muchas funciones. Son las incubadoras de nuevas ideas y los foros para denunciar agravios sociales. Las asociaciones comunitarias integran corrientes de emigración en la experiencia americana. Son lugares en los que los pobres y los necesitados de ayuda pueden encontrar una mano amiga. Las organizaciones sin ánimo de lucro, como pueden ser los museos, las bibliotecas y las sociedades históricas, preservan las tradiciones y abren las puertas a nuevas formas de experiencia intelectual. En el tercer sector mucha gente aprende a practicar el arte de la participación democrática. Es donde la camaradería se desarrolla y se crean amistades. El tercer sector proporciona tiempo y lugar para explorar la dimensión espiritual. Las organizaciones religiosas y terapéuticas permiten que millones de americanos se evadan de las preocupaciones de su vida cotidiana. Finalmente, el sector de voluntarios es donde las personas pueden relajarse y divertirse, y experimentar con mayor placer los aspectos positivos de la vida y de la naturaleza.
El tercer sector incorpora muchos de los elementos necesarios para lograr una visión alternativa al ethos utilitarista de la economía de mercado. A pesar de todo ello, el espíritu de la economía social aún tiene que consolidarse en la opinión de un mundo poderoso capaz de dictar las pautas de una nación. Ello es debido, en gran parte, a la extraordinaria influencia que los valores del mercado continúan ejerciendo sobre los asuntos de la nación.
La visión de mercado, fuertemente unida a la abundancia materialista, glorifica los principios de la producción y los modelos de eficacia como los principales términos para fomentar la felicidad del mundo. Mientras que la primera identificación de las personas sea con la economía de mercado, los valores de producción y de consumo ilimitado continuarán influyendo en el comportamiento personal. La gente continuará pensando en sí misma, primero y por encima de todo, como «consumidores» de bienes y servicios.
La visión materialista del mundo nos ha llevado a un irrefrenable nivel de consumo en la Tierra, llevando a la biosfera de nuestro planeta a una situación de carencia de recursos, por un lado, y a una importante situación de polución medioambiental, por otro. Alan Durning del Worldwatch Institute observa que «desde mediados del presente siglo, el consumo per cápita de cobre, energía, carne, acero y madera prácticamente se ha doblado; la propiedad de vehículos y el consumo de cemento per cápita, se ha cuadriplicado; el uso de plásticos por persona, se ha quintuplicado; el consumo de aluminio per cápita se ha multiplicado por siete y el uso del avión, como medio de transporte, se ha visto multiplicado por 33[14]». Tan sólo los Estados Unidos, con menos del 5% de la población total del planeta, consume más del 30% de la energía y de las materias primas que quedan todavía en la Tierra.
La rápida conversión de los recursos de la Tierra en una abundancia de bienes y servicios ha conducido a un recalentamiento del planeta, a una considerable disminución de la capa de ozono, una desforestación en masa, una ampliación de las zonas desérticas, a la completa extinción de ciertas especies animales y a la desestabilización de la biosfera. La superexplotación de las riquezas químicas y biológicas de la Tierra ha hecho que ciertas naciones desarrolladas se hayan quedado sin recursos y sus poblaciones sin los medios adecuados para sostener su aumento de población.
La visión del tercer sector ofrece un necesario antídoto contra el materialismo que ha dominado el pensamiento y el comportamiento de la sociedad industrial del siglo XX. Mientras que el trabajo en el sector privado está motivado, fundamentalmente, por las ganancias materiales y la seguridad en el futuro y es algo contemplado en términos de incremento en el consumo, la participación en el tercer sector está motivada por el servicio a los demás y la seguridad se plantea a través del fortalecimiento de las relaciones personales y de la formación de la gran comunidad que habita la Tierra. La simple idea de ampliar la lealtad de uno y las relaciones más allá de los estrechos márgenes del mercado y del estado de la nación hasta abarcar las especies humanas y el planeta, es algo revolucionario y anticipa amplios cambios en la estructura de la sociedad. Los nuevos visionarios ven la Tierra como un todo orgánico indivisible, una entidad viva constituida por una miríada de formas de vida unidas en la comunidad. Tan sólo actuando en nombre de los intereses de la totalidad de la comunidad humana y biológica, en lugar de hacerlo en nombre del propio interés personal, el paradigma del sector de voluntarios se convertirá en una seria amenaza para la visión orientada al consumo de la todavía dominante economía de mercado.
El planteamiento de una hipotética reestructuración de las relaciones basadas en la participación, primero con los que se hallan más cerca de nosotros, después con el resto de los miembros de la comunidad humana, y finalmente, con las otras criaturas que conforman la comunidad orgánica de la Tierra, puede parecer un propósito irrealizable. Sin embargo, tan sólo es necesario recordar que la visión de las utopías tecnológicas de un mundo en el que las máquinas podían sustituir a los hombres creando una abundancia de cosas materiales, así como la posibilidad de un mayor tiempo libre, parecía algo irrealizable hace, tan sólo, un centenar de años.
Existen razones para tener esperanzas de que una nueva visión basada en la transformación de la conciencia de las personas y nuevos compromisos de la comunidad pueda llegar a cumplirse. Con millones de seres humanos empleando cada vez más de sus horas libres lejos de sus trabajos en la economía formal, es posible que la importancia del trabajo disminuya en sus vidas en los próximos años, incluyendo el propio concepto de autocomplacencia. La disminución de la importancia del trabajo en la economía formal en la vida de las personas, significará menos lealtad a los valores y a la visión del mundo que acompañan al mercado. Si una visión alternativa enraizara en el ethos de la transformación personal, del restablecimiento de la comunidad y de la conciencia medioambiental, se extendería el fundamento intelectual para una época posmercado.
En el futuro, un número cada vez mayor de personas emplearán menos tiempo en sus trabajos y tendrán más tiempo para ellos. El hecho de que este tiempo «libre» sea forzado, involuntario y resultado de un trabajo preestablecido a tiempo parcial, del desempleo o conseguido mediante las ganancias en productividad, por la semana laboral más corta y mejores ingresos, es algo que debe ser descubierto en el ámbito político. Si el desempleo masivo, de niveles desconocidos en la historia, apareciese como resultado de la constante sustitución de los seres humanos por máquinas, las oportunidades de desarrollar una sociedad compasiva y amable y una visión del mundo basada en la transformación del espíritu humano son improbables. Las consecuencias más probables serán la proliferación de disturbios sociales, la violencia en una escala sin precedentes y una situación de guerra abierta, en la que nos enfrentaremos unos a otros y también a los ricos que controlan la economía global. Si, por el contrario, se lograse avanzar con una trayectoria previamente planificada, permitiendo que los trabajadores se beneficiasen de los incrementos en la productividad, con menores jornadas laborales e ingresos adecuados, la consecuencia será la disponibilidad de mayor tiempo libre que en cualquier otro periodo de la historia moderna. Este tiempo libre podría ser empleado para reafirmar los lazos entre los diferentes miembros de la comunidad y rejuvenecer el legado democrático. Una nueva generación podría traspasar los estrechos límites del nacionalismo y empezar a pensar y actuar como un miembro más de la raza humana, compartiendo compromisos con los demás, con la comunidad y con toda la biosfera.