Capítulo 15

REINGENIERÍA DE LA SEMANA LABORAL

Hace cerca de cincuenta años, en los albores de la revolución propiciada por los ordenadores, el filósofo y psicólogo Herbert Marcuse hizo una observación profética, que ha llegado a obsesionar a nuestra sociedad, mientras ponderamos la transición hacia la era de la información: «La automatización amenaza con hacer posible la inversión de la relación entre el tiempo de ocio y el de trabajo: esto es, hacer que el tiempo empleado en el trabajo se convierta en marginal mientras que el tiempo empleado en el ocio se haga fundamental. El resultado sería una modificación radical en la asignación de valores, y una forma de vida incompatible con las culturas tradicionales. La sociedad industrial avanzada se halla en movilización permanente contra esta posibilidad[1]».

El académico de raíces freudianas continuaba diciendo que «desde que la duración de la jornada laboral es uno de los principales factores de represión impuestos por un principio de realidad sobre uno de placer, la reducción en las horas de trabajo… debe ser el primer requisito para la libertad[2]».

Los utópicos tecnológicos han discutido ampliamente sobre el hecho de que las ciencias y la tecnología, adecuadamente controladas, podrían finalmente liberar a los seres humanos del trabajo formal. En ningún lugar está tan arraigado este punto de vista como entre los defensores de la revolución de la información. Yoneji Masuda, uno de los más importantes artífices de la revolución japonesa de los ordenadores, prevé una futura utopía basada en éstos y en la que «el tiempo libre» sustituya a «la acumulación material» como el valor importante y el objetivo supremo de la nueva sociedad. Masuda está de acuerdo con Marcuse en que, por primera vez en la historia, la revolución propiciada por los ordenadores abre la puerta a una reorientación radical de la sociedad lejos del trabajo estructurado y tendente hacia la libertad personal. El visionario japonés argumenta que mientras la revolución industrial estaba fundamentalmente preocupada por el aumento de la producción, la contribución básica de la revolución de la información será la ampliación del tiempo libre, dando a los seres humanos la «libertad para determinar voluntariamente» el uso de su propio futuro.

Masuda ve la transición de los valores materiales a los basados en el tiempo como un momento decisivo en la evolución de nuestra especie: «El valor del tiempo se halla en un plano superior en la vida humana respecto a los valores materiales, convirtiéndose en el valor básico de la actividad económica. Y ello se debe a que el valor tiempo corresponde plenamente a la satisfacción de los deseos humanos e intelectuales, mientras que los valores materiales corresponden a la satisfacción de los deseos psicológicos y materiales[3]».

Tanto en los países industrializados como en los que se hallan en vías de desarrollo existe cierto temor a que la economía global se dirija a un futuro automatizado. Las revoluciones en la tecnología de la información y la comunicación prácticamente garantizan más producción con menos masa laboral. En un sentido o en otro, más tiempo libre es la consecuencia inevitable de la reingeniería empresarial y el despido tecnológico. William Green, antiguo presidente del AFL, expresó brevemente el asunto: «El tiempo libre llegará», afirmaba el líder sindical. «La única elección posible es: el desempleo o el ocio[4]».

Los historiadores económicos apuntan que, en el caso de las dos primeras revoluciones industriales, el tema del creciente desempleo frente a un mayor nivel de ocio quedaba finalmente decantado hacia este último, aunque no sin fuertes enfrentamientos entre la clase trabajadora y la dirección de las empresas por cuestiones de productividad y de número de horas de trabajo. Las importantes ganancias en productividad de la primera etapa de la revolución industrial, en el siglo XIX, tuvieron sus efectos en importantes reducciones en las horas de trabajo, que pasaron de las 80 a las 60 semanales. De igual modo, en el siglo XX, a medida que las economías industriales efectuaban su transición desde las tecnologías basadas en el vapor hacia las basadas en el petróleo y en la electricidad, los regulares incrementos en productividad llevaron a un posterior recorte en las horas trabajadas por semana, que pasaron de las sesenta a las cuarenta. En la actualidad, a punto de traspasar la barrera que nos llevará a la tercera etapa de la revolución industrial y gracias a las ganancias en productividad como consecuencia de la aplicación sistemática de ordenadores y nuevos sistemas de información y de telecomunicaciones, cada vez más analistas sugieren lo inevitable que resulta una nueva reducción de las horas trabajadas, a 30 e incluso a 20, para adaptar las exigencias de la clase trabajadora a la nueva capacidad productiva del capital.

Aunque en los periodos anteriores de nuestra historia, los incrementos en productividad han dado como resultado una firme reducción en el promedio de horas trabajadas, exactamente lo contrario es lo que ha ocurrido en las cuatro décadas transcurridas desde el inicio de la revolución de los ordenadores. La economista de Harvard Juliet Schor apunta que la productividad americana ha sido más del doble desde 1948, lo que significa que podemos «reproducir, en la actualidad, el nivel de vida de 1948 (medido en términos de productos y servicios existentes en el mercado) en menos de la mitad del tiempo empleado en aquel año». Sin embargo, los americanos trabajan más horas en la actualidad que hace cuarenta años, cuando se inició la revolución tecnológico-informática. A lo largo de las últimas décadas, el tiempo de trabajo se ha incrementado en 163 horas, o lo que es lo mismo, un mes al año. Más del 25% de los trabajadores a tiempo completo trabajan cuarenta y nueve horas, o más, por semana. La cantidad de vacaciones pagadas y de bajas remuneradas también han disminuido en las dos últimas décadas. El trabajador americano medio recibe, en la actualidad, tres veces y medio menos vacaciones pagadas y días de baja laboral remunerados de lo que podía recibir a principios de la década de los años 70. Con un número de horas de trabajo mayor que en los años 50, los americanos consideran que su tiempo de ocio se ha visto disminuido en más de un tercio. Si las actuales tendencias en lo referente a la cantidad de trabajo siguen igual, a final del siglo los trabajadores americanos emplearán tanto tiempo en sus puestos de trabajo como el que se empleaba en la década de los años 20[5].

Así pues, la revolución de la productividad ha afectado a la cantidad de horas trabajadas de dos formas. La introducción de las tecnologías que permiten el ahorro de mano de obra y de tiempo trabajado ha permitido que las empresas eliminen, de forma masiva, puestos de trabajo, creando una reserva de desempleados que, en lugar de tener tiempo libre para disfrutar, lo desperdician inútilmente. Los que todavía tienen un empleo se ven forzados a trabajar más horas, en parte para compensar los reducidos salarios y cotizaciones. Muchas empresas prefieren emplear una pequeña fuerza de trabajo durante más horas en lugar de contratar una mayor durante menos horas, para ahorrar los costes de las cotizaciones, que incluirían coberturas asistenciales y fondos de pensiones. Incluso pagando las horas extraordinarias a una vez y media el coste de la hora normal, las empresas pagan menos de lo que pagarían si tuviesen que asumir la totalidad de las cotizaciones para una fuerza de trabajo de mayores dimensiones.

Barry Jones, antiguo ministro de Tecnología en el gobierno australiano, plantea una cuestión que está, en realidad, en la mente de otras muchas personas: si, como aceptan casi todos los economistas, resultaba beneficioso reducir significativamente el número de las horas trabajadas tanto en el siglo XIX como a principios del siglo XX, para poderse acomodar a los importantes incrementos de la productividad tecnológica, ¿por qué no resulta también beneficioso, desde el punto de vista social, recortar el número de horas en una determinada proporción para adaptar el gran incremento de productividad procedente de la revolución de la información y las telecomunicaciones[6]? El antiguo senador y candidato a la presidencia de los Estados Unidos, Eugene McCarthy, afirma que, a menos que recortemos la semana de trabajo y distribuyamos de forma más equitativa el trabajo disponible, «vamos a terminar lanzando a la pobreza a 20 o 30 millones de personas, teniendo que mantenerlos a base de cartillas de racionamiento y de subsidios[7]».

HACIA UNA SEMANA LABORAL DE ALTA TECNOLOGÍA

En la actualidad, la demanda existente para recortar la semana de trabajo está promovida, de nuevo, por un número cada vez mayor de líderes sindicales y de economistas. Con los gobiernos menos capaces o dispuestos a intervenir con proyectos públicos, a cargo de los impuestos, muchos ven el acortamiento de la semana de trabajo como la única solución viable al despido tecnológico. Lynn Williams, anterior presidente de la United Steel Workers of America, afirma que «tenemos que empezar a pensar [en la actualidad] en un número menor de horas… como una manera de compartir las mejoras en productividad[8]». En 1993, Volkswagen, el mayor fabricante de automóviles de Europa, anunció su intención de adoptar una semana laboral de cuatro días con la finalidad de salvar 31.000 puestos de trabajo que, de otro modo, se hubiesen perdido como consecuencia de la combinación de tres cosas: la creciente competencia global, los efectos de las nuevas tecnologías y los métodos de trabajo que han incrementado la productividad en un 23%. Los trabajadores votaron apoyar la decisión de la dirección, convirtiendo con ello a Volkswagen en la primera empresa de ámbito global en reducir la semana laboral a 34 horas semanales. Aunque los salarios eran recortados en un 20%, la reducción de impuestos y la decisión de repartir los tradicionales bonificaciones de Navidad y de vacaciones a lo largo de todo el año, se supuso que amortiguarían el impacto[9]. Peter Schlilein, portavoz de Volkswagen, afirmaba que tanto la empresa como los trabajadores aceptaron la idea de una semana laboral más corta como una alternativa equitativa a la pérdida masiva de puestos de trabajo[10].

La llamada a una semana laboral más corta se ha extendido rápidamente por Europa, donde los niveles de desempleo han alcanzado niveles desconocidos hasta este momento. En Italia, las centrales sindicales se empiezan a movilizar bajo el nuevo eslogan «Lavorare Meno, Lavorare Tutti»: Trabajar menos, Trabajar todos. En Francia, la idea ha activado el apoyo popular y ganado el respaldo de una mayoría del Parlamento. El presidente François Mitterrand se pronunció favorable a la idea de una semana de cuatro días laborables, y Michel Rocard, el candidato socialista a la presidencia del país en las elecciones de 1995, solicitó, con este motivo, hacer una campaña para reducir las horas de trabajo[11].

La propuesta de una semana laboral de cuatro días en Francia es «creación» de Pierre Larrouturan, consultor francés en la empresa multinacional de auditoría y consultoría Arthur Andersen. El plan de Larrouturan plantea un cambio de la actual semana de 39 horas a una de 33 horas, empezando a partir de 1996. Aunque la nueva semana más corta implicaría una reducción de un 5% en los salarios, incrementaría los puestos de trabajo en un 10%, creando 2 millones de nuevos empleos. Para compensar la pérdida de poder adquisitivo se pediría a las empresas que introdujeran planes de participación de beneficios que permitiesen a los trabajadores participar y beneficiarse de las futuras ganancias en productividad. Los costes empresariales de los empleados serían compensados por el gobierno nacional, que asumiría las cargas de financiación del seguro de desempleo. Las empresas pagan en la actualidad un 8,8% en impuestos sobre las nóminas. Al mismo tiempo, el gobierno francés espera no sufrir financieramente por la abolición del impuesto, que importa 21.800 millones de dólares al año. De acuerdo con lo propuesto en el plan, con una reducción en el número de desempleados de 2 millones, el estado se ahorraría 27.500 millones de dólares en sueldos, que habrían ido a parar a los trabajadores en paro en forma de diferentes sistemas de subsidios, acabando en efecto con los grandes costes que suponía la abolición del impuesto de nómina y asumiendo la carga del pago por seguro de desempleo[12].

Los defensores del plan consideran también que la reprogramación de la semana laboral mejorará la productividad y hará que las empresas francesas sean más competitivas en la economía global. Además del argumento tradicional de que una semana más corta reducirá la fatiga y mejorará la eficacia, la existencia de horarios flexibles, afirman los que lo han propuesto, ha demostrado incrementar la productividad mediante la optimización en el uso del capital y de los equipos.

Los experimentos con semanas reducidas efectuados por empresas del tipo de Hewlett-Packard y Digital Equipment han convencido a muchos escépticos en el mundo empresarial de los posibles beneficios para la dirección de la nueva forma de trabajo. En la planta de Hewlett-Packard en Grenoble, la dirección adoptó una semana de cuatro días, pero mantuvo la fábrica en funcionamiento veinticuatro horas al día, durante siete días a la semana. Los 250 empleados de la empresa trabajan en la actualidad 26 horas y 50 minutos semanales en el turno de noche, 33 horas y 30 minutos en el de tarde y 34 horas y 40 minutos en el de mañana. Reciben los mismos salarios que cuando trabajaban 37 horas y 30 minutos, a pesar de que trabajan un promedio de casi seis horas menos a la semana. La paga extra es considerada por la dirección como un trueque por parte de los trabajadores para trabajar con un nuevo programa de horas flexibles. En la fábrica de Grenoble la producción se ha triplicado, en gran medida debido a que la empresa es capaz de mantener su planta en funcionamiento durante siete días a la semana, en lugar de tenerla parada durante dos días a la semana, como era el caso antes de la reorganización del horario. Gilbert Fournier, miembro de la confederación francesa de trabajadores, afirma que la clase trabajadora «está satisfecha por experiencias como la de Hewlett-Packard». «Estamos convencidos», afirma Fournier, «de que la semana más corta que también permite el funcionamiento de las máquinas es, a largo plazo, una forma de crear empleo en Europa[13]».

Digital Equipment introdujo un proyecto diferente en su planta. La empresa ofreció a sus trabajadores una semana de cuatro días con un recorte del 7%. De los 4000 trabajadores de plantilla, 530 o, lo que es lo mismo, algo más del 13%, optaron por la propuesta. Su decisión permitió salvar noventa puestos de trabajo que, de otra forma, habrían sido eliminados mediante procesos de reingeniería. «Un gran número de personas estaban interesadas en trabajar menos y recibir una retribución menor», afirmaba Robin Ashmal, portavoz de la dirección de Digital. «La gente joven quiere planificar sus vidas de forma distinta y disponer de más tiempo de ocio[14]».

Tanto la Comisión de la Unión Europea como el Parlamento Europeo se han mostrado a favor de la reducción de la semana laboral como forma para hacer frente al problema del desempleo. Un memorándum de la comisión advertía de la «importancia de evitar la aparición de dos grupos diferentes en la sociedad: el de aquéllos con trabajo estable y el de los que no lo tienen, proceso que tendría serias consecuencias sociales y, a largo plazo, pondría en peligro los fundamentos mismos de todas las sociedades democráticas». El planteamiento de la comisión hacía ver que ha llegado el momento de que los gobiernos y las industrias «mantengan y creen puestos de trabajo mediante la reducción del tiempo laboral, para lograr una mayor equidad [social] en un momento en el que el desempleo es muy alto y sigue creciendo[15]». Del mismo modo, el Parlamento Europeo ha dado su apoyo a las iniciativas comunitarias que «garanticen, a corto plazo, una reducción significativa en las horas de trabajo diarias, semanales y/o anuales y en la vida de los trabajadores, con la finalidad de reducir y, en consecuencia, acabar con la tendencia hacia un creciente desempleo[16]».

Las llamadas a la reducción de las jornadas laborales están empezando a tener eco en el mismo Japón, durante mucho tiempo bastión de la ética del trabajo industrial. La semana laboral se ha reducido en Japón, de forma regular, en las últimas tres décadas. Esta tendencia ha venido acompañada por importantes incrementos en la productividad y crecimiento económico, que desmiente las continuas declaraciones de que menos trabajo y más tiempo libre disminuyen la competitividad y los beneficios de las empresas.

Algunos economistas y líderes empresariales japoneses decidieron aproximarse al problema desde el fondo de la cuestión, argumentando que es necesario más tiempo de ocio para estimular la economía del sector de servicios y así proporcionar a los trabajadores japoneses el tiempo necesario para adquirir y usar más bienes y servicios. Otros ven el trabajo y el ocio como un asunto de calidad de vida y argumentan que los trabajadores necesitan más tiempo para estar con sus familias, para educar a sus hijos, para relacionarse con su vecindario y participar en las actividades de su comunidad y, en definitiva, para disfrutar de la vida.

En 1992, el primer ministro Kiichi Miyazawa anunció que la reducción de horas laborales debía convertirse en un objetivo nacional y afirmó que el gobierno emplearía todos los medios a su alcance para promover la «calidad de vida» en Japón. En agosto de 1992, el gobierno anunció el plan de cinco años del Economic Council, cuyo objetivo era convertir el país en una «superpotencia del estilo de vida». El plan dará importancia a aquellos programas que permitan crear un entorno más rico, más acogedor y más habitable para los ciudadanos japoneses. La primera prioridad es la de acortar la semana laboral de las 44 a las 40 horas[17].

Al final, el recorte de la semana laboral ha cobrado una gran importancia en Japón. Algunos informes afirman que las empresas japonesas emplean unos 2 millones de trabajadores más de los que realmente necesitan[18]. Con la convicción de que las revoluciones de la reingeniería y la automatización van a recortar todavía más puestos de trabajo y salarios en la próxima década, muchos japoneses empiezan a ver en la semana laboral más corta una solución al despido por causas tecnológicas y a la extensión futura del desempleo.

A pesar del éxito de empresas como Hewlett-Packard, Digital Equipment y otras que ya han puesto en marcha la semana laboral más corta en sus plantas europeas sin comprometer con ello la productividad o los beneficios, la mayoría de los directivos americanos siguen firmemente opuestos a la idea. Una encuesta realizada a 300 líderes empresariales, realizada hace algunos años, en la que se les solicitaba su apoyo a una semana laboral más corta, no obtuvo ni una sola respuesta positiva. Uno de los directivos encuestados, perteneciente a una de las 500 empresas más prósperas del país, contestó: «Mi visión del mundo, de nuestro país y de nuestras necesidades es radicalmente opuesta a la suya. No puedo llegar a imaginar una semana laboral más corta. Puedo imaginar una más larga… si América quiere ser competitiva en la primera mitad del siglo próximo[19]».

DEMANDAS DE LOS TRABAJADORES SOBRE LA PRODUCTIVIDAD

La comunidad empresarial ha funcionado durante mucho tiempo bajo el supuesto de que las ganancias en productividad conseguidas mediante la introducción de nuevas tecnologías pertenecían, por derecho propio, a los accionistas y a la dirección, en forma de dividendos incrementados y de mayores sueldos y otro tipo de subsidios. Las peticiones de los trabajadores relativas a las mejoras en productividad, en forma de sueldos más altos y de reducción en las horas de trabajo, se han visto, en general, como ilegítimas e incluso parasitarias. Su contribución a los procesos productivos y a los éxitos de la empresa ha sido siempre contemplada como de naturaleza menor que la que proporciona el capital y el riesgo de inversión en nuevas maquinarias. Por esta razón, cualquier beneficio que provenga de los trabajadores en forma de mejoras en productividad será contemplado no como un derecho, sino como un regalo ofrecido por la dirección. Con excesiva frecuencia, estos regalos se producen en forma de concesiones a los representantes sindicales en los procesos de negociación colectiva.

Irónicamente, los argumentos convencionales empleados por la dirección de las centrales sindicales para justificar sus demandas acerca del crecimiento de la productividad han sido utilizados continuamente en los últimos años, como consecuencia de los importantes cambios que se han producido en el mercado capitalista. Las peticiones de la dirección de las empresas de que las mejoras en productividad debían revertir en los inversores que arriesgan su capital para crear nuevos empleos tecnológicos se han convertido en una potente arma en manos de los trabajadores: y ello debido a que, en muchos casos, los inversores pueden ser los mismos trabajadores. Son los ahorros de millones de americanos los que propician las inversiones en las nuevas tecnologías. Los fondos de pensiones son, en la actualidad, los mayores grupos de inversión en la economía estadounidense. Estos fondos, con más de 4 billones de dólares, representan los ahorros de millones de trabajadores americanos. Los fondos de pensiones representan el 74% de los ahorros netos individuales, alrededor de un tercio de la totalidad de las acciones de las empresas, y cerca del 40% de la totalidad de los bonos de empresa en circulación. Los fondos de pensiones representan cerca de un tercio de la totalidad de los activos financieros de la economía de los Estados Unidos. Tan sólo en 1993, estos fondos realizaron nuevas inversiones por un valor comprendido entre 1 y 1,5 billones de dólares. Los activos en manos de estos fondos superan, en la actualidad, la totalidad de los activos en manos de la banca comercial de los Estados Unidos, convirtiéndolos en una formidable herramienta de inversión[20].

Por desgracia, los trabajadores tienen poco o nada que decir sobre cómo son invertidos sus ahorros. En consecuencia, durante más de cuarenta años, los bancos y las compañías de seguros han invertido miles de millones de dólares de los fondos de los trabajadores en nuevas tecnologías que permiten el ahorro de tiempo y mano de obra, tan sólo para eliminar los puestos de trabajo de aquéllos cuyo dinero está siendo empleado. Durante mucho tiempo, los directivos de los fondos de pensiones argumentaron que bajo la regla gubernamental del «hombre prudente», su única obligación era la de maximizar la rentabilidad de sus carteras. Recientemente, en parte como respuesta a las iniciativas de las centrales sindicales, el gobierno federal ha ampliado el concepto del principio del «hombre prudente», con la finalidad de incluir inversiones que promocionen el bienestar económico de los receptores. Desde la perspectiva de los trabajadores, no tiene prácticamente sentido el que los gestores de las acciones simplemente maximizen la devolución de las inversiones, si ello implica la completa eliminación de sus puestos de trabajo. Puesto que son sus ahorros los que se usan para mejorar la productividad, los trabajadores americanos tienen un derecho plenamente justificable de compartir la productividad, tanto desde el punto de vista de inversores como del de empleados. A pesar de que los trabajadores estadounidenses tan sólo estén reclamando un pequeño pedazo del pastel de la productividad, la comunidad empresarial ha sostenido duramente la línea de defensa contra cualquier intento de reducción de la semana laboral y de incremento de los niveles salariales para acomodarse al rápido crecimiento de la productividad.

PROPUESTAS MODESTAS

La posibilidad de que se suavice la oposición de las direcciones de las empresas al recorte de la semana laboral en los próximos años, depende de que éstos sean más conscientes de la necesidad de reducir las diferencias entre la capacidad productiva y la pérdida del poder adquisitivo de los consumidores. La presión pública para recortar la semana laboral, como medio de distribución más equitativa del trabajo, es posible que tenga gran impacto tanto en los procesos de negociación colectiva como en las iniciativas legislativas en las salas del Congreso.

Economistas como el laureado premio Nobel, Wassily Leontief, ya preparan el terreno para la transición hacia una semana laboral más corta. Leontief argumenta que la mecanización de los procesos productivos en el sector secundario y en el sector de servicios es similar a lo que ocurrió a principios de siglo con la agricultura. En este caso, el gobierno intervino y estableció una política de ingresos cuya finalidad era ayudar a los granjeros a ajustar la superproducción a la insuficiente demanda. En la actualidad, afirma Leontief, las naciones industrializadas ya disponen de una bien definida política de ingresos para sus clases trabajadoras, en forma de subsidios derivados de la seguridad social, seguros de desempleo, seguros médicos y de asistencia social. Llega a la conclusión de que es necesaria una ampliación de la idea de la transferencia de ingresos para corregir el peligro del despido tecnológico. Sugiere que, en una primera etapa, se deberían incluir beneficios suplementarios para los que trabajan menos horas de las normales, algo ampliamente practicado ya en diversos países de Europa. Mientras que Leontief considera que el cambio tecnológico es inevitable, confiesa sin problemas que el emergente sector del conocimiento no será capaz de crear suficientes nuevos puestos de trabajo como para llegar a absorber los millones de trabajadores desplazados por la reingeniería y la automatización. Dice que está a favor de un recorte en la semana laboral como forma para repartir el trabajo disponible, pero añade que ello debería ser de forma voluntaria y no por obligación, puesto que su ejecución es complicada[21].

John Zalusky, responsable de salarios y de relaciones industriales en AFL-CIO, aporta argumentos para una respuesta más inmediata y menos complicada a la cuestión de las horas y el desempleo. Zalusky apunta que cada uno de los 9,3 millones de trabajadores desempleados en los Estados Unidos cuesta a la economía 29.000 dólares en forma de pérdida de ingresos, ya que éstos «se convierten en los receptores de los impuestos; viven de la asistencia pública en lugar de pagar impuestos[22]». Afirma que se podrían crear nuevos puestos de trabajo si se tomasen medidas para evitar las horas extraordinarias, llevando la semana laboral, de nuevo, a las 40 horas. El portavoz sindical nos recuerda que la hora extraordinaria se creó, originariamente, «para trabajar en situaciones de emergencia con los cortes eléctricos pero no para que los patrones obliguen a trabajar más de 40 horas en 7 días en sus puestos de trabajo[23]». Recientemente, como se ha mencionado anteriormente, los empresarios han utilizado las horas extraordinarias como una alternativa para mantener una gran fuerza de trabajo con la finalidad de ahorrar costes derivados de los subsidios. En 1993, las horas extraordinarias en el sector manufacturero en los Estados Unidos se situaron en un promedio de 4,3 horas, el mayor nivel nunca registrado. Las horas de trabajo se han incrementado en un 3,6% desde 1981, mientras que el número de trabajadores ha ido disminuyendo de forma regular[24].

Zalusky aboga por un incremento en las compensaciones derivadas de las horas extraordinarias, de una vez y media a dos veces, e incluso tres, el precio de la hora normal, para que los empresarios dejen de confiar en este tipo de mecanismo como alternativa a la contratación de trabajadores adicionales. «Tan sólo devolviendo la semana laboral a las 40 horas, para los trabajadores a jornada completa», afirma Zalusky, «se podrán crear 7 millones de puestos de trabajo adicionales[25]». El portavoz de AFL-CIO admite, sin embargo, que será extraordinariamente difícil lograr que se vote una ley correctora de este problema, y apunta, para ello, el hecho de que los artículos del Fair Labor Standards Act relativos al pago de horas extraordinarias no han sido reformados desde 1938[26].

En la convención del AFL-CIO en San Francisco, en octubre de 1993, el problema de la reducción de horas de trabajo fue seriamente discutido por primera vez en varias décadas. Lynn Williams afirma que el tema de la menor cantidad de horas «se está transformando en un asunto cada vez más prioritario en la agenda, puesto que vemos que la pretendida recuperación económica no se producirá sin la suficiente creación de puestos de trabajo». Thomas R. Donahue, secretario y tesorero del AFL-CIO, llegó todavía más lejos. Dijo a sus colegas que «no hay ninguna duda de que la salvación a largo plazo del trabajo consiste en la reducción de la jornada laboral[27]».

Dennis Chamot afirma que mientras muchas personas en las organizaciones sindicales consideran que si bien la disminución de las horas de trabajo semanales es un hecho inevitable a largo plazo, «no será un asunto fácil». La razón radica en que los políticos han tardado en comprender la extensión del cambio que se está produciendo en la economía global. Hasta ahora, dice Chamot, los políticos electos han seguido esperando que la actual ola de reingeniería y despido tecnológico sea un fenómeno pasajero, sin llegar a comprender «que forma parte de una gran reestructuración de nuestra economía en la manera en que se efectúa el trabajo[28]».

Se han propuesto en el Congreso enmiendas a las leyes actuales con la finalidad de acortar la semana laboral. El congresista John Conyers, presidente del influyente Government Operations Committee, introdujo hace más de una década algunas leyes que reformaron el Fair Labor Standards Act, reduciendo el número de horas trabajadas desde las 40 hasta las 30, para lo que se proponía un periodo transitorio de ocho años. La enmienda de Conyers también incluía el incremento del precio a pagar por la hora extraordinaria, pasando de una vez y media a dos veces, con lo que se intentaba evitar que las empresas empleasen este mecanismo como alternativa a la contratación de trabajadores adicionales. La enmienda también incluía una disposición según la cual cualquier cláusula relativa a las horas extraordinarias en un contrato laboral sería ilegal. En una carta a sus colegas solicitando apoyo para su enmienda sobre reducción de la jornada laboral, Conyers escribió: «Una de las formas básicas para mantener controlado el problema del desempleo durante la Depresión fue la adopción de la semana de 40 horas. Sin embargo, durante los últimos treinta años, la semana laboral ha permanecido inalterable a pesar del desempleo masivo, de las sustituciones tecnológicas de trabajadores a gran escala y de las considerables mejoras en la productividad. Deberíamos buscar una semana laboral reducida y ampliar el empleo entre un mayor número de trabajadores, una vez más, como mecanismo para reducir el paro sin sacrificar la productividad[29]».

Una segunda enmienda propuesta en octubre de 1993 por el congresista Lucien E. Blackwell, propone que se produzca una orden gubernamental fijando la semana en 30 horas. Esta propuesta incorpora una disposición por la que se incrementaría el salario mínimo federal hasta los 7 dólares por hora. La legislación también incluye incrementos automáticos en los salarios mínimos ligados al índice de precios al consumo. Los defensores de este proyecto de ley destacan el ahorro en los subsidios por desempleo y asistencia social que resultará de la incorporación al trabajo de millones de personas, gracias a la reducción de la semana laboral[30].

Con la competencia global cada vez más fuerte, muchos líderes empresariales todavía son reticentes a reducir las horas de trabajo semanales por temor a que el incremento de los salarios haga subir el precio de sus productos con respecto a los de la competencia extranjera. Éstos argumentan que unos mayores costes laborales harían que los productores nacionales se tuviesen que enfrentar a evidentes desventajas en el mercado, con la consiguiente pérdida de participación de mercado en la economía global. William McGaughey y el antiguo senador Eugene McCarthy, en su libro Non Financial Economics, refutan, en parte, el argumento generalizado que relaciona horas de trabajo con competitividad global, afirmando que entre 1960 y 1984 los fabricantes de los Estados Unidos redujeron las horas trabajadas por semana a una cantidad menor que otras naciones industrializadas, y proporcionaron el menor incremento en las compensaciones por hora. Así, a pesar de que los incrementos anuales de las empresas estadounidenses en sus costes laborales unitarios fueron los menores de las doce naciones industrializadas líderes, la balanza comercial americana pasó del superávit al déficit durante el mismo periodo. Curiosamente, la de Japón pasó del déficit al superávit en los mismos años, a pesar de sufrir importantes incrementos anuales en los costes de la mano de obra[31].

Sin embargo, todavía persiste el argumento de que un menor número de horas con el mismo salario podría colocar a las empresas en una desventaja competitiva a nivel mundial. Una posible forma de afrontar el problema es la que se propone en Francia. Como se ha mencionado en páginas anteriores, los líderes empresariales y sindicales franceses y los políticos de diferentes partidos han aceptado la idea de que el gobierno sea quien se responsabilice del subsidio de desempleo, como contrapartida a un acuerdo entre las empresas de recortar la semana laboral. Los políticos franceses calculan que la contratación de trabajadores adicionales reducirá, de forma significativa, los pagos por beneficios sociales, cancelando cualquier coste adicional que el gobierno pudiese haber asumido mediante la absorción del impuesto por nómina para los subsidios de desempleo. Las empresas también podrían ampliar sus créditos fiscales gracias la reducción en la jornada laboral y por contratación de trabajadores adicionales. El volumen de estos créditos fiscales podría quedar determinado por el número de trabajadores contratados y por el incremento de los salarios. Algunos argumentan que la pérdida de importantes beneficios quedaría compensada posteriormente por los ingresos fiscales generados a causa del aumento del número de trabajadores que cobran un sueldo. La administración Clinton ya ha empezado a hacer circular la idea de que se podrían autorizar créditos fiscales a las empresas que contratasen trabajadores con subsidios sociales incluidos, con lo que se sentaría un precedente para una iniciativa mucho más amplia, que permitiría cubrir a todo el conjunto de la clase trabajadora.

Finalmente, el gobierno podría considerar la posibilidad de poner en marcha un plan de distribución de beneficios en cada empresa, como ya se ha sugerido en Francia, para permitir que los trabajadores participen directamente en las ganancias de la productividad. Además, el Congreso podría considerar la autorización de reducciones fiscales para aquellos empleados que aceptasen reducciones en sus semanas laborales y de sus ingresos. Mediante la autorización de una deducción por cada hora de trabajo eliminada, el gobierno podría ayudar a aliviar la carga a los asalariados y hacer de la reducción de la semana laboral algo más tentador para la totalidad de la clase trabajadora del país.

Incluso con estas innovaciones, muchos economistas consideran que resultará necesario negociar acuerdos multilaterales con otras naciones industriales y en vías de desarrollo que permitan garantizar unas reglas de juego justas para todos. Michael Hammer argumenta que «tan sólo se puede [reducir la semana laboral] si todo el mundo lo hace». Al igual que otros muchos analistas industriales, Hammer afirma que «si se va a pagar a la gente la misma cantidad de dinero por menos horas de trabajo, se está básicamente incrementando el coste de los productos, y ello tan sólo puede hacerse si todo el mundo está dispuesto a llevarlo a cabo[32]». Algunos, como por ejemplo McCarthy y McGaughey, están a favor del desarrollo de un sistema de tarifas «con la finalidad de promocionar el avance a nivel mundial de modelos de trabajo». Las tasas sobre las que se basarían las tarifas estarían determinadas por un índice que mediría el nivel salarial y la cantidad de horas trabajadas en los países importadores de productos. «El propósito de un sistema de esta naturaleza», afirman McCarthy y McGaughey, «sería la creación de un incentivo para los productores extranjeros con la finalidad de subir los salarios y reducir las horas de trabajo, permitiéndoles un acceso más fácil y barato a los mercados de los Estados Unidos[33]».

A pesar de los planteamientos particulares empleados para recortar la semana laboral, las naciones del mundo no tendrán otra elección que reducir el número de horas trabajadas, en las próximas décadas, con la finalidad de acomodar las espectaculares ganancias en productividad resultantes de la aplicación de las nuevas tecnologías que permiten ahorros en mano de obra y en tiempo. A medida que las máquinas sustituyen al hombre en cada sector industrial, habrá que elegir entre un modelo en el que unos pocos están empleados durante muchas horas mientras que otros muchos se hallan en el paro a expensas del subsidio público, o un modelo en el que haya más trabajo disponible dando a más trabajadores la oportunidad de compartir semanas laborales más cortas.

CAMBIAR TRABAJO POR OCIO

En los Estados Unidos, el interés mostrado por una semana laboral más corta se ha extendido desde los líderes sindicales y analistas políticos a la mayor parte del público. Hostigados por el estrés producido a causa de los largos horarios de trabajo y la carga del gasto doméstico, cada vez más americanos afirman que estarían dispuestos a negociar una reducción en sus ingresos a cambio de un aumento en su tiempo de ocio, con la finalidad de poder atender sus responsabilidades familiares y necesidades personales. De acuerdo a un análisis efectuado en 1993 por el Families and Work Institute, los empleados afirman que no están «demasiado dispuestos a realizar sacrificios en el trabajo» y que «desean emplear más tiempo y energía en su vida personal[34]». Un análisis reciente preguntaba cuál de las dos opciones de profesionales preferían: «Una que permitiese un horario flexible con trabajo a tiempo completo y que garantizase más atención para su familia, pero con menores posibilidades de promoción, y otra con un horario rígido y que permitiese ofrecer menor atención a la familia, pero con rápidas posibilidades de promoción». El 78% de los que respondieron afirmaron que preferirían más tiempo libre frente a mayores posibilidades de promoción. De modo sorprendente, el 55% afirmaron que «estarían menos dispuestos a aceptar una promoción con mayores responsabilidades si ello implicaba menos tiempo libre para disfrutar con la familia[35]». Sobre la cuestión referente al cambio de ingresos por tiempo de ocio, un estudio del departamento de Trabajo concluyó que el trabajador medio americano está preparado para ceder hasta un 4,7% de sus ingresos a cambio de una mayor cantidad de tiempo libre[36].

El nuevo interés referente a cambiar ingresos por ocio refleja la creciente preocupación por parte de millones de trabajadores americanos por dedicar más tiempo a las obligaciones familiares y las necesidades personales. La disyuntiva entre trabajo y ocio ha pasado al terreno del problema de los hijos. Con la gran mayoría de las mujeres americanas trabajando, los niños están cada vez menos atendidos en los hogares. Cerca de 7 millones de niños se quedan solos en casa durante parte del día. Algunos estudios han llegado a la conclusión de que hasta un tercio de los jóvenes del país tienen que cuidarse a sí mismos. Entre 1960 y 1986, de acuerdo con las conclusiones de un estudio de ámbito nacional, la cantidad de tiempo que los padres pueden pasar con sus hijos disminuyó en diez horas por semana para familias blancas y doce horas para las de color[37]. Esta disminución en la atención y supervisión paterna ha creado el síndrome del «abandono». Psicólogos, educadores y cada vez más padres empiezan a preocuparse por el importante incremento en el número de depresiones infantiles, delincuencia, crímenes violentos, abuso de alcohol y drogas y suicidios juveniles debidos, en gran parte, a la ausencia de los padres en casa.

El creciente estrés producido por los largos horarios de trabajo ha resultado particularmente importante en el caso de las mujeres trabajadoras, obligadas, en la mayoría de los casos, a gestionar el hogar familiar así como a realizar un trabajo de 40 horas semanales. Los estudios indican que la mujer trabajadora media en los Estados Unidos trabaja más de 80 horas semanales en su empleo y en su casa[38]. No es sorprendente, por tanto, que las mujeres trabajadoras estén más dispuestas que los hombres a aceptar un recorte en la semana laboral. Las centrales sindicales que representan importantes concentraciones de mujeres, entre las que se incluye la Communications Workers of America y el Service Employees International Union, han negociado con mucho éxito horarios reducidos para sus miembros. Varios líderes sindicales progresistas consideran que el renacimiento de los movimientos sindicales en América gira alrededor de la posibilidad de que las mujeres trabajadoras se organicen y de que «la reducción de horas laborales es el elemento fundamental para su puesta en marcha[39]».

El reto a la comunidad empresarial para una distribución más justa de las ganancias en la productividad de la tercera revolución industrial, requerirá un nuevo movimiento político transcultural basado en la integración de diferentes comunidades con los mismos intereses. Las centrales sindicales, las organizaciones de derechos civiles, los grupos de mujeres, las organizaciones y asociaciones de padres, los grupos ecologistas, las organizaciones de justicia social, las religiosas y las asociaciones cívicas o de vecinos, por nombrar, de forma genérica, tan sólo algunas de las posibles, comparten un gran interés en el recorte de la semana laboral.

Las demandas para lograr una semana laboral reducida tiene muchas características atractivas y será implantada en países de todo el mundo a principios del próximo siglo XXI. Sin embargo, si el cambio hacia una semana laboral más corta no está acompañado por un programa igualmente agresivo cuyo objetivo sea la obtención de empleo para los millones de trabajadores en paro, cuyo trabajo ya no es necesario en la economía global, muchos de los males económicos y sociales que afectan en la actualidad a la estabilidad política se verán seriamente incrementados en intensidad, en especial si las crecientes subclases sociales se sienten abandonadas por el resto de miembros de la clase trabajadora que puedan mantener o recuperar trabajos bajo una estrategia de trabajo compartido.

Con millones de americanos enfrentados a la posibilidad de que existan cada vez menos horas de trabajo en los diferentes sectores económicos en los próximos años, y con un creciente número de trabajadores no especializados incapaces de garantizarse un trabajo en la economía global basada en la automatización y en la alta tecnología, la cuestión del empleo del tiempo libre va a ser un tema de importancia para el entorno político. La transición de una sociedad basada en el empleo masivo en el sector privado a otra basada en criterios de no mercado, necesitará, para organizar la vida social, un replanteamiento de la actual forma de ver el mundo. La redefinición del papel del individuo en una sociedad carente de trabajo en masa, es, tal vez, el problema seminal de los próximos años.