UN MUNDO MÁS PELIGROSO
En un número cada vez mayor de nuevas naciones industrializadas, la sustitución producida por la tecnología y el creciente desempleo conducen hacia un aumento espectacular del crimen y de la violencia, definiendo un claro augurio de lo que podrá ocurrir en el futuro inmediato. Recientes estudios han mostrado un clara correlación entre el crecimiento del desempleo y de los delitos violentos. En el estudio de Merva y Fowles citado anteriormente, los investigadores encontraron que, en los Estados Unidos, un crecimiento de un 1% en el desempleo se traduce en un crecimiento del 6,7% en los homicidios, de un 3,4% en los atentados violentos y de un 2,4% en los delitos contra la propiedad. En las treinta áreas metropolitanas más importantes que abarcaron su estudio, los economistas de la Universidad de Utah estimaron que, entre mediados de 1990 y mediados de 1992, el crecimiento en el desempleo de un 5,5% a un 7,5% tuvo como resultado un aumento de 1459 homicidios, 62.607 delitos violentos (incluyendo robo, asalto a mano armada y asesinato) y 223.500 atentados contra la propiedad (incluyendo robo, hurto y robo de vehículos a motor[1]).
El estudio de Merva y Fowles también mostraba una importante correlación entre la creciente desigualdad salarial y el incremento en la actividad criminal. Entre 1979 y 1988, las treinta áreas metropolitanas estudiadas en el trabajo experimentaron un incremento del 5% en la desigualdad de los niveles salariales. El diferencial creciente entre los que tienen y los que no tienen estaba acompañado por un incremento del 2,05% en los delitos violentos, del 1,87% en los atentados contra la propiedad, del 4,21% en los asesinatos, del 1,95% en robos y del 2,21% en el robo de vehículos a motor. A finales de 1992, más de 833.593 americanos habían sido encarcelados en prisiones estatales o federales, 59.460 personas más que el año anterior[2].
George Dismukes, que en estos momentos está cumpliendo una condena de dieciséis años por asesinato, expresaba la rabia y la frustración de la mayoría de la población carcelaria en una agria acusación que apareció en Newsweek en la primavera de 1994. Dismukes recordaba al resto de la población americana:
Nosotros, la población penitenciaria, somos la vergüenza de América. Aquí el verdadero crimen es vuestra locura. Millones de personas en esta tierra languidecen abandonados, olvidados… La sociedad no puede emplearlos en el exterior, con lo que paga para mantenerlos encerrados, fuera de su vista, sin oportunidades de rehabilitación espiritual… Yo os digo a vosotros, vanidosos y satisfechos: tened cuidado… Nuestro número está creciendo, nuestro coste se incrementa rápidamente. Construir mayores y mejores… prisiones ya no es la solución a las razones que se esconden detrás de los problemas y de la locura. Sólo provoca que los gritos sean más fuertes y que las consecuencias finales sean más terribles para todos cuando, por fin, ocurra[3].
Los cambios tecnológicos y la pérdida de oportunidades de empleo han afectado a la juventud de este país más que a nadie, ayudando a expandir la ola de violencia como nueva subcultura criminal. Las tasas de desempleo entre los jóvenes de Nueva York ascendieron al 40% en el primer trimestre de 1993. Estas cifras se han doblado respecto a las de hace dos años y son las peores desde que hace veinticinco años se empezaron a recoger en estadísticas. En el resto del país el desempleo juvenil se acercaba al 20% en 1993[4]. La mayoría de este incremento en el paro entre jóvenes se debe a la introducción de nuevas tecnologías que están sustituyendo los empleos y trabajos tradicionalmente ocupados por este sector de la población.
El crecimiento del desempleo y la pérdida de esperanzas en un futuro mejor son algunas de las razones por las que decenas de miles de jóvenes incurren en una vida criminal y violenta. La policía estima que más de 270.000 estudiantes llevan, cada día, armas de fuego a la escuela en los Estados Unidos y un reciente estudio realizado por la Harvard School of Public Health detectó que el 59% de los niños entre los grados escolares de sexto a decimosegundo afirmaban que «podrían conseguir una arma de fuego si quisiesen». Muchos niños llevan armas sin ningún temor. Más de 3 millones de crímenes se producen cada año en las escuelas. Las de nuestro país se están convirtiendo en fortalezas armadas, con sus salas patrulladas por fuerzas de seguridad y supervisadas por equipos de vigilancia de alta tecnología. Cámaras ocultas, equipos de rayos X y detectores de metales se están convirtiendo en algo completamente normal en las escuelas. Con los apuñalamientos y los asesinatos indiscriminados en aumento, algunas de las escuelas han empezado a incorporar «alertas de código amarillo» en los simulacros de incendio, desde el jardín de infancia hasta el decimosegundo grado. «Hemos de enseñar a los alumnos a pulsar la alarma cuando se disparan armas de fuego», afirma un experto en seguridad. Los cada vez más altos costes de seguridad suponen una enorme presión sobre los presupuestos escolares, ya bastante reducidos por los déficit presupuestarios y por la disminución de impuestos. El sistema escolar de la ciudad de Nueva York tiene, en la actualidad, el undécimo mayor sistema de seguridad de los Estados Unidos, con más de 2400 miembros[5].
La actual fiscal general, Janet Reno, ha calificado la violencia juvenil como «el mayor problema criminal en Estados Unidos en la actualidad». Entre 1987 y 1991, el número de jóvenes arrestados por asesinato en los Estados Unidos se incrementó en un 85%. En 1992, cerca de un millón de jóvenes en edades comprendidas entre los doce y los catorce años fueron «violados, robados o asaltados, a menudo por gente de su misma edad[6]».
En Washington DC, donde algunos centenares de jóvenes han sido tiroteados en los últimos cinco años y donde el asesinato indiscriminado en los patios de los colegios y en las calles es algo absolutamente común, un creciente número de jóvenes están empezando a planificar sus propios funerales, un macabro nuevo fenómeno que preocupa a padres, educadores y psiquiatras. Una niña de once años de edad, Jessica, ya ha dicho a sus padres y amigos lo que le gustaría vestir para su funeral. «Creo que mi vestido del baile de graduación será el más bonito de todos», decía la joven en una entrevista efectuada por un reportero del Washington Post. «Cuando muera, quiero estar vestida para mi familia». Los consejeros escolares y los propios padres afirman que se han detectado casos en los que niños, no mayores de diez años, ya han dado detalladas instrucciones sobre «lo que quieren llevar puesto y sobre las canciones que deberán ser interpretadas en sus funerales». Algunos de ellos ya han informado a sus parientes y amigos sobre los arreglos florales que les gustaría tener. Douglas Marlowe, un psiquiatra del hospital de la Universidad Hahnemann de Filadelfia, afirma que «una vez que empiezan a planificar sus propios funerales, esto significa que ya se han dado por vencidos[7]».
A veces la actividad criminal entre adolescentes se extiende desde actos individuales de terror a disturbios a gran escala, como fue el caso de Los Angeles en 1992. Muchos de aquellos alborotadores, que incendiaron cientos de casas y comercios, que apalearon a curiosos inocentes, y que se enfrentaron a la policía, eran miembros de bandas juveniles. Se estima que más de 130.000 adolescentes, en la ciudad de Los Angeles, son miembros de alguna tribu urbana[8]. Analfabetos, desempleados y callejeros, estos jóvenes se han convertido en una potente fuerza social, capaces de aterrorizar vecindarios y comunidades completas.
Los Angeles ha sido duramente castigada por las reestructuraciones de las empresas, por la automatización, por el traslado de fábricas y por la pérdida de puestos de trabajo. El distrito South Central, epicentro de los disturbios, perdió más de 70.000 puestos de trabajo en las décadas de los años 70 y de los 80, alcanzando un nivel récord en tasas de pobreza[9]. El desempleo se sitúa en la actualidad en un 10,4% en el condado de Los Ángeles, mientras que la tasa correspondiente a la gente de color se sitúa en cifras cercanas al 50% en algunas zonas. A pesar de que el detonante de los disturbios fue el veredicto de inocencia de los cuatro policías blancos que, como demostraba la vergonzante grabación en vídeo, habían apaleado al ciudadano afroamericano Rodney King, fue el creciente desempleo, la pobreza y la ausencia de esperanzas en el futuro lo que provocó la furia colectiva de los residentes de la ciudad. Tal como observó un político, «la primera manifestación multirracial ocurrida en el país se debió tanto a los estómagos vacíos y a los corazones rotos como a los palos de la policía que cayeron sobre Rodney King[10]».
Las bandas juveniles han empezado a proliferar en los barrios residenciales de las ciudades de los Estados Unidos, y con ello la incidencia de crímenes violentos. Aquellas comunidades que en algún momento de su existencia pudieron ser zonas pacíficas y seguras, se han convertido en zonas de guerra, con altos índices de violaciones, de tiroteos, de tráfico de drogas y de asaltos a mano armada. En el tradicionalmente acomodado condado de Westchester, justo a las afueras de la ciudad de Nueva York, la policía ha informado de la aparición de más de setenta bandas rivales de clase media en los últimos años[11]. Las bandas suburbanas juveniles también aparecen cada vez con más frecuencia por todo el país. El consecuente incremento en el número de crímenes ha empezado a preocupar a los habitantes de los barrios residenciales. Según una encuesta realizada en 1993 por Time/CNN, el 30% de los que fueron entrevistados «consideraban que el crimen en zonas residenciales es, al menos, tan serio como el de las zonas urbanas, y se dobla el número de los que estaban de acuerdo con esto hace cinco años[12]».
Los propietarios de estas zonas responden al fenómeno con la implantación de medidas de seguridad. Sólo en 1992, más del 16% de todos los propietarios estadounidenses habían instalado sistemas electrónicos de seguridad en sus casas. La clase media instala incluso sistemas de detección de movimientos y cámaras de control, aparatos considerados en el pasado caros elementos de seguridad tan sólo reservados para las residencias de los ricos. Algunos también incorporan sistemas de videoporteros para detectar posibles intrusos[13].
La arquitectura de los barrios residenciales también está empezando a cambiar, reflejando la nueva preocupación por la seguridad personal. «Hablamos de la construcción de fortalezas privadas», dice Mark Boldassare, profesor de planificación urbana y regional en la Universidad de California en Irvine. Boldassare y otros arquitectos afirman que el acero y el hormigón se están convirtiendo en materiales básicos, junto con las ventanas de 30 centímetros de espesor, las vallas de 6 metros de altura y los sofisticados sistemas de control por vídeo. Los «edificios discretos», viviendas cuyas fachadas son sencillas e incluso lúgubres, ocultando la opulencia interior, empiezan a ser algo muy común entre los residentes preocupados por la seguridad[14].
Muchas comunidades residenciales aumentan la seguridad de las viviendas alquilando agencias privadas de seguridad para controlar los vecindarios. Cada vez hay más parcelas aisladas del exterior a través de un muro con una única carretera de acceso que conduce al puesto de vigilancia. Los residentes deben mostrar sus tarjetas de identificación para poder acceder a la comunidad. En otros vecindarios, los residentes literalmente han comprado sus calles a la ciudad y las han cerrado con puertas de acero y guardias de seguridad. En otras ciudades, los barrios residenciales han quedado aislados mediante la construcción de «callejones sin salida» de hormigón[15].
Edward Blakely, profesor del departamento de planificación regional y urbana en la Universidad de California en Berkeley, estima que entre 3 y 4 millones de personas ya viven dentro de comunidades residenciales protegidas por entornos vallados. Del orden de 500.000 californianos viven, en la actualidad, en comunidades amuralladas y 50 nuevas urbanizaciones se hallan en proceso de construcción, según Blakely. Muchas de estas comunidades han instalado sistemas de protección de alta tecnología, con la finalidad de mantener alejados a los intrusos. En Santa Clarita, California, justo al norte de Los Ángeles, cualquier automóvil que intente cruzar la puerta de la urbanización a demasiada velocidad es detenido por un sistema de cilindros metálicos que surgen del suelo. Blakely afirma que la proliferación de comunidades amuralladas refleja tanto la preocupación por la seguridad personal como el aislamiento del resto del municipio. Para cada vez más americanos ricos, vivir en el interior de comunidades amuralladas es una forma de «preservar su posición económica y sus privilegios y de evitar compartirlos con los otros[16]».
Los niveles salariales reducidos, el creciente desempleo y la cada vez mayor polarización entre ricos y pobres está convirtiendo ciertas zonas de los Estados Unidos en territorios sin ley. Mientras que la mayor parte de los americanos conciben el desempleo y el crimen como los dos problemas más importantes a los que se enfrenta el país, muy pocos están dispuestos a asumir la relación existente entre ambos. A medida que la tercera revolución industrial se extiende a través de la economía, automatizando cada vez más los sectores manufacturero y de servicios, forzando a millones de trabajadores, de «cuello azul» y de «cuello blanco», a quedarse sin trabajo, el crimen y, en especial, el crimen violento, se va incrementando. Atrapados en una espiral sin fin y sin redes de seguridad para evitar su posible caída, un creciente número de americanos desempleados o inútiles para el empleo terminarán cayendo en el crimen como única forma de supervivencia. Apartados de la gran aldea global tecnológica, tan sólo serán capaces de hallar formas de sobrevivir tomando por la fuerza aquello que se les niega por parte de las fuerzas del mercado.
Desde 1987, y según consta en el Uniform Crime Report del FBI, el robo en tiendas se ha incrementado en un 18%, en grandes superficies en un 27%, en bancos en un 50%, en negocios comerciales en un 31% y los crímenes violentos en un 24%[17]. No sorprende que la industria de la seguridad sea una de las de mayor crecimiento en la economía del país. Con un gasto cercano a los 120.000 millones de dólares anuales en delitos económicos, los propietarios y la industria desembolsan miles de millones en aumentar la seguridad[18].
En la actualidad, las agencias privadas de seguridad sobrepasan a las fuerzas de orden público en un 73% y emplean dos veces y media el número de personas existentes en el sistema público. La industria de la seguridad privada se espera que crezca a un ritmo del 2,3% al año durante el resto de la década, o lo que es lo mismo, más del doble de la tasa de crecimiento del sector público. El sector de la seguridad privada es uno de los diez más importantes en el sector de servicios, junto con el de los sistemas de información electrónica, el del «software» para ordenadores, el de los servicios profesionales de ordenadores y el de procesamiento de datos. Para el año 2000, se prevé que los gastos derivados de la seguridad privada excedan los 100.000 millones de dólares[19].
La creciente violencia que se está produciendo en las calles de las ciudades de América también tiene lugar en otras naciones industrializadas del mundo. En octubre de 1990, en Vaux-en-Velin, una ciudad dormitorio deprimida de clase trabajadora, cerca de Lyon, centenares de jóvenes tomaron las calles, enfrentándose a la policía y posteriormente a las fuerzas antidisturbios, durante más de tres días. Aunque estos disturbios tuvieron su inicio por la muerte de un joven atropellado por un vehículo de la policía, los residentes locales y los políticos de la región culpan al creciente desempleo y a la pobreza de estos brotes de violencia. Los jóvenes apedrearon coches, incendiaron locales comerciales e hirieron a un número importante de personas. Cuando finalmente se lograron apaciguar los ánimos, los daños se evaluaron en más de 120 millones de dólares[20].
En Bristol, Gran Bretaña, en julio de 1992, la violencia estalló como consecuencia de un accidente similar al que actuó como detonante en Vaux-en-Velin. Un vehículo de la policía atropello y mató a dos jóvenes que habían robado una motocicleta de la policía. Cientos de adolescentes manifestaron su repulsa en el área comercial de esta ciudad, destruyendo diferentes locales comerciales. Se tuvo que reclamar la presencia de 500 policías especiales de élite para sofocar estos disturbios[21].
El sociólogo francés Loic Wacquant, que ha realizado un extenso estudio sobre los disturbios urbanos en las ciudades del primer mundo, afirma que prácticamente en todos los casos las comunidades en las que se producen tales disturbios comparten perfiles sociológicos comunes. La mayoría son comunidades de trabajadores seriamente afectadas por la transición de la sociedad manufacturera a la basada en la información. Según Wacquant, «para los residentes de estas áreas deprimidas de trabajadores, la reorganización de la economía capitalista, manifiesta a través del paso de la manufactura a la formación especializada, el impacto de la electrónica y de las tecnologías de la automatización en fábricas y oficinas, y el desgaste de las centrales sindicales… se ha traducido en tasas extraordinariamente elevadas de desempleo a largo plazo, y en una regresión en las condiciones materiales[22]». Wacquant añade que la creciente afluencia de inmigrantes a comunidades pobres supone una presión adicional en los servicios públicos de colocación y las oportunidades de empleo, incrementando las tensiones entre los residentes, que se ven forzados a competir por un pedazo menor de la «tarta» económica.
Un número creciente de políticos y de partidos políticos, en especial en Europa, se han aprovechado de las preocupaciones de la clase trabajadora y las comunidades deprimidas, explotando sus temores xenófobos respecto a los inmigrantes que les arrebatan sus preciosos puestos de trabajo. En Alemania, donde en un reciente estudio un 76% de los estudiantes de instituto manifestaban su preocupación sobre la posibilidad de estar en el paro, los jóvenes han tomado las calles en protestas políticas dirigidas a grupos de emigrantes a quienes acusan de estar robándoles los empleos. Dirigidos por bandas de jóvenes neonazis, la violencia se ha expandido de forma regular por toda Alemania. En 1992, diecisiete personas fueron asesinadas en 2000 incidentes violentos distintos mientras que los líderes neonazis acusaban a los inmigrantes y a los judíos por el creciente problema del desempleo. En 1992, dos partidos de la derecha neofascista, la Unión del Pueblo Alemán y el Partido Republicano, cuyo líder era un antiguo oficial de las SS en el Tercer Reich de Hitler, ganaron escaños en dos estados por primera vez en muchos años en el Parlamento, apelando a los sentimientos xenófobos y antisemitas de la población[23].
En Italia, el neofascista Alianza Nacional obtuvo un inesperado 13,5% en las elecciones generales celebradas en marzo de 1994, convirtiéndose en el tercer partido político de Italia. El líder del partido, Gianfranco Fini, fue aclamado con los gritos de «¡Duce! ¡Duce! ¡Duce!» por cientos de jóvenes en una fiesta organizada para celebrar la victoria, que recordaba oscuras imágenes de la era mussoliniana de los años 30 y 40. Los analistas políticos en Italia afirman que buena parte del apoyo dado a este partido proviene de la juventud desencantada y desempleada[24].
En Rusia, el partido neofascista de Vladimir Zhirinovsky, el Partido Liberal Democrático, obtuvo un sorprendente 25% de los votos en las primeras elecciones de la era postsoviética para configurar el Parlamento nacional. En Francia, los seguidores de Jean-Marie Le Pen han logrado resultados electorales similares, siempre estimulando los temores xenófobos contra los inmigrantes, acusados de quedarse con los empleos que deberían ser para los nativos[25].
Casi nunca, en sus intervenciones públicas, los líderes de los partidos de extrema derecha abordan el problema del desempleo por causa de la tecnología. Más bien es el efecto de la reducción de empresas por la reingeniería y de la automatización el mayor causante de la eliminación de puestos de trabajo entre la clase trabajadora en cualquiera de los actuales países industrializados. Las crecientes olas de emigración del este al oeste en Europa, del sur al norte en América, son fiel reflejo de los cambios de la economía global y de la aparición de un nuevo orden mundial que fuerza a millones de trabajadores a cruzar las fronteras nacionales en busca de un mundo que pueda ofrecer mayores oportunidades de empleo, bien sea en el sector manufacturero o de servicios.
La combinación del desempleo por causas tecnológicas y la presión social continúan poniendo a prueba el aguante de incontables comunidades urbanas. El aumento de la privación y el estrés conduce a agitaciones espontáneas y a actos colectivos de violencia. Los residentes en el corazón de ciudades industrializadas, en la actualidad, tienen más en común con los de los barrios marginales de los países en vías de desarrollo que con los nuevos trabajadores cosmopolitas que habitan en zonas residenciales y en urbanizaciones a tan sólo unos kilómetros de ellos.
Nathan Gardels, el editor de New Perspectives Quarterly, resumía el sentimiento generalizado en términos muy similares a los argumentos empleados para caracterizar el problema por el que pasó la población de color urbana hace unos treinta años, cuando fueron desplazados, primero, por las nuevas técnicas agrícolas en el Sur, y después, por las tecnologías mecánicas y de control numérico en las fábricas del Norte. «Desde el punto de vista del mercado», afirma Gardels, «el aumento de los niveles [de desempleo] debe enfrentarse a un problema más grave que el colonialismo: la irrelevancia económica». «El punto crítico», argumenta Gardels, «es que no necesitamos lo que tienen y ellos no pueden comprar lo que nosotros vendemos». Gardels prevé un futuro cada vez más violento, un mundo poblado por «momentos de orden y temporales de ruido y confusión[26]».
Algunos expertos militares piensan que entramos en un nuevo y peligroso periodo de nuestra historia, cada vez más caracterizado por lo que ellos mismos denominan «conflictos de baja intensidad»: guerras libradas por bandas terroristas, por bandidos, guerrillas, entre otros. El historiador militar Martin Van Creveld afirma que las diferencias entre guerra y crimen van a mezclarse e incluso a desaparecer cuando las bandas fuera de la ley, algunas con difusos objetivos políticos, amenacen a la aldea global mediante asesinatos indiscriminados, explosiones de automóviles, secuestros y masacres masivas[27]. En el nuevo entorno caracterizado por conflictos de baja intensidad, los ejércitos y las fuerzas de policía nacionales se harán mucho más fuertes para poder hacer frente e incluso contener la violencia, dando paso, además, a un papel protagonista de las fuerzas de seguridad privadas, que serán contratadas para garantizar la seguridad en las zonas de las clases de élite de la aldea global basada en las altas tecnologías.
La transición hacia la tercera revolución industrial lleva a que nuestros principios más sólidos se cuestionen el significado y la dirección del progreso. Para los más optimistas, los directivos de empresa, los futuristas profesionales y para los líderes políticos de última ola, el nacimiento de la era de la información apunta a una era dorada de producción ilimitada y de creciente consumo, de nuevos y más rápidos avances científicos y tecnológicos, de mercados integrados y ganancias inmediatas.
Para otros, el triunfo de la tecnología se asemeja más a una maldición, un réquiem por los que perderán su trabajo a causa de la nueva economía global y por los impresionantes avances en automatización que eliminan del proceso económico a tantos seres humanos. Para ellos el futuro está lleno de temores, sin esperanza, con ira creciente, sin ilusiones. Sienten que el mundo les ignora, y son cada vez más impotentes para reclamar su legítima inclusión en el orden global tecnológico. Son los marginados de la aldea global. Apartados por los poderes fácticos, y forzados a languidecer en la periferia del proceso económico, son grupos de ciudadanos cuyo temperamento colectivo se hace tan impredecible como los cambios de aires políticos, una masa de seres humanos cuyos destinos tienden, cada vez más, hacia los disturbios y rebeliones sociales contra un sistema que les ha hecho casi invisibles.
En vísperas de la entrada en el tercer milenio, la civilización se encuentra a caballo entre dos mundos absolutamente diferentes, uno utópico y repleto de promesas, el otro distópico y lleno de peligros. En esencia, de lo que se trata es del propio concepto de trabajo. ¿Cómo empieza a prepararse la humanidad frente a un futuro en el que la mayor parte del trabajo pasará de los seres humanos a las máquinas? Nuestras instituciones políticas, nuestros pactos sociales y nuestras relaciones económicas están basados en que los seres humanos venden su trabajo como si fuese una mercancía en el mercado. Ahora que el valor del trabajo se hace cada vez menos importante en los procesos de producción y de distribución de bienes y servicios, será necesario poner en marcha nuevas formas para proporcionar ingresos y poder adquisitivo. Será necesario crear nuevas alternativas al trabajo convencional para reunir el talento y las energías de las futuras generaciones. En el periodo de transición hacia un nuevo orden, los cientos de millones de trabajadores afectados por los procesos de reingeniería de la economía global tendrán que ser aconsejados y cuidados. Su situación requerirá atención inmediata y continua, si lo que queremos es evitar conflictos sociales a escala global.
Existen dos caminos de actuación específicos que son necesarios si los países industrializadas pretenden efectuar con éxito la transición hacia la era posmercado en el siglo XXI.
En primer lugar, las ganancias en productividad resultantes de la introducción de nuevas tecnologías que permiten ahorros en mano de obra y en tiempo de procesamiento deberán ser compartidas con millones de trabajadores. Los importantes avances en productividad deberán adaptarse a las reducciones en el número de horas trabajadas y a los regulares crecimientos de los niveles salariales, con la finalidad de garantizar una distribución equitativa de los frutos obtenidos de los progresos tecnológicos.
En segundo lugar, la disminución en el número de puestos de trabajo en la economía formal de mercado y la reducción en los gastos gubernamentales del sector público requerirán que se preste una mayor atención al tercer sector: la economía no basada en el mercado. Es este tercer sector, el de la economía social, el que se supone que en el siglo venidero ayudará a dirigir las necesidades personales y sociales que no pueden ser conformadas a través de las leyes del mercado o mediante decretos legislativos. Éste es el ámbito en el que los hombres y las mujeres podrán explorar nuevos papeles y responsabilidades y donde podrán encontrar un nuevo significado para sus vidas, ahora que el valor de su tiempo empieza a desaparecer. La transferencia parcial de las lealtades y de los compromisos fuera del mercado y el sector público y hacia la economía social e informal, presupone cambios fundamentales en los planteamientos institucionales y un nuevo pacto social tan diferente del de la era del mercado como los acuerdos feudales de la era medieval que la precedieron.