Capítulo 12

RÉQUIEM POR LA CLASE TRABAJADORA

Vivimos en un mundo de contrastes crecientes. Ante nosotros, se vislumbra el espectro de una deslumbrante sociedad de alta tecnología con ordenadores y robots que canaliza, sin ningún esfuerzo, la generosidad de la naturaleza hacia una corriente de nuevos productos y servicios. Limpias, silenciosas e hipereficientes, las nuevas máquinas de la era de la información ponen el mundo al alcance de nuestra mano y nos dan el control sobre lo que nos rodea y sobre las fuerzas de la naturaleza, algo absolutamente impensable tan sólo hace cien años. A primera vista, la cada vez más perfecta nueva sociedad de la información parece que tiene poco que ver con las condiciones dickensianas del primer periodo industrial. Con sus nuevas y potentes máquinas pensantes, el puesto de trabajo automatizado parece ser una respuesta al viejo sueño de la humanidad de una vida libre de fatigas y trabajo duro. En muchas comunidades las mal iluminadas fábricas de la segunda era industrial ya han desaparecido. El ambiente ya no está contaminado por humos industriales, los suelos, las máquinas y los trabajadores ya no están recubiertos de grasa y mugre. El silbido de los hornos de cocción y el incesante tintineo de las máquinas gigantescas es, en la actualidad, un simple recuerdo del pasado. En su lugar, se pueden oír los suaves murmullos de los ordenadores, haciendo circular a velocidades de vértigo información por los circuitos y estructuras de comunicaciones, y transformando materias primas en una amplia diversidad de productos acabados.

Ésta es una de las realidades de las que más se habla en los diferentes medios de comunicación, o entre académicos y analistas del futuro, así como en los consejos de los órganos de gobierno. El otro lado de la emergente tecnoutopía, sembrado de víctimas del progreso tecnológico, sólo se menciona muy por encima en los diferentes informes oficiales, en los análisis estadísticos y en anecdóticas historias contadas ocasionalmente relativas a vidas perdidas y a sueños abandonados. Este otro mundo está repleto de millones de alienados trabajadores que experimentan crecientes niveles de estrés en el ambiente tecnológico y una creciente inseguridad laboral a medida que la tercera revolución industrial se abre paso en todos y cada uno de los sectores industriales.

ESTRÉS A CAUSA DE LA ALTA TECNOLOGÍA

Mucho se ha dicho y se ha escrito sobre los círculos de control de calidad, sobre los equipos de trabajo y sobre una mayor participación de los trabajadores y empleados desde y en su puesto de trabajo. Sin embargo, muy poco se ha dicho o se ha escrito sobre la desespecialización del trabajo, la aceleración del ritmo de producción, los incrementos en las tareas de trabajo y sobre las nuevas formas de coerción y sutil intimidación que se emplean para someter al trabajador a las exigencias de las prácticas de producción posfordistas.

Las nuevas tecnologías de la información están diseñadas para eliminar cualquier tipo de control que los trabajadores pudiesen ejercer sobre el proceso de producción, a partir de la directa programación de instrucciones precisas en la propia máquina, que las cumplirá al pie de la letra. Al trabajador se le ha incapacitado, pues, para efectuar juicios independientes ya sea en la fábrica o en las oficinas, y tiene poco o ningún tipo de control sobre los resultados dictados por expertos en programación de ordenadores. Antes del advenimiento de los ordenadores, la dirección fijaba detalladas instrucciones estructuradas sobre «tablillas», que se suponía debían ser seguidas por los trabajadores. Debido a que la ejecución de las tareas quedaba en manos de éstos, era posible introducir algún elemento subjetivo en el proceso. En la puesta en marcha de los trabajos de este modo estructurados, cada uno de los empleados dejaba su huella en el proceso de producción. El cambio de las «tablillas» de producción a la programación a través de ordenadores ha alterado profundamente las relaciones entre trabajo y trabajadores. En la actualidad, un creciente número de éstos actúan tan sólo como observadores, incapaces de participar o de intervenir en el proceso de producción. Lo que se desarrolla, lo que ocurre en la planta o en la oficina ya ha sido previamente programado por otra persona que, tal vez, nunca participará personalmente en el futuro automatizado que ha prefijado.

Cuando los equipos de control numérico se introdujeron por primera vez a finales de la década de los años 50, las direcciones de las empresas apreciaron enseguida el creciente número de elementos de control que este tipo de máquinas aportaba sobre el trabajo realizado en la fábrica. En una directiva generada con anterioridad a la constitución de la Electronic Industries Association en 1957, el teniente general de la Air Force, C.S. Irvine, subdirector del departamento de material, observaba que «hasta ahora, independientemente de lo muy cuidadoso que hubiese podido ser un dibujo o unas especificaciones realizadas sobre papel, una pieza acabada [perteneciente a alguna maquinaria] no podía ser mejor que lo que eran las interpretaciones del mecánico que la realizaba». La ventaja introducida por el control numérico, argumentaba Irvine, es que «dado que las especificaciones quedan convertidas en códigos digitales objetivables generados a partir de impulsos electrónicos, el elemento de juicio subjetivo queda limitado única y exclusivamente a lo que pueda haber aportado el ingeniero que efectuó el diseño. Tan sólo estas posibles interpretaciones son las que se transferirán de la herramienta al puesto de trabajo[1]». Otros compartieron también el entusiasmo de Irvine por el control numérico. A finales de la década de los años 50, Nils Olesten, supervisor general de Rohr Aircraft, afirmó públicamente algo que estaba en la mente de todos los directivos de empresa. «El control numérico» decía Olesten, «genera el máximo control de la máquina para el directivo… dado que la capacidad de tomar decisiones sobre la propia máquina se le ha quitado al operador, y, en la actualidad, son pequeños movimientos en base a un sistema de control[2]». La rápida adopción de los sistemas de control numérico fue inspirada por directivos deseosos de consolidar un mayor control sobre la toma de decisiones en las cadenas de producción y mejorar la productividad.

Un mecánico de la planta de Boeing en Seattle hizo públicos, cuando se introdujeron los primeros controles numéricos, la frustración y el enfado de todos los operarios especializados o semiespecializados cuyas experiencias acumuladas a lo largo del tiempo iban a quedar comprimidas en una cinta magnética: «Me sentí muy angustiado, mi cerebro ya no era necesario. Sólo te sientas aquí, como una estatua, mirando fijamente la maldita cosa [un torno N/C de cuatro ejes]. Estoy acostumbrado a llevar el control elaborando mis propias planificaciones. Ahora, me siento como si un tercero hubiese tomado todas las decisiones en mi lugar[3]».

Desde luego, es cierto que la reingeniería y las nuevas tecnologías de la información permiten a las empresas eliminar estratos de dirección y establecer mayores mecanismos de control en manos de los equipos de trabajo en los puntos críticos de los procesos de producción. Sin embargo, el propósito es incrementar el control final del directivo sobre la producción. Incluso el esfuerzo realizado al solicitar ideas a los trabajadores para la mejora de las prestaciones, tiene como objetivo incrementar tanto las capacidades de producción como la productividad de las plantas o de las oficinas, así como explotar de forma más óptima los plenos potenciales de los empleados. Algunos críticos, como, por ejemplo, el sociólogo alemán Knuth Dohse, afirman que los sistemas de racionalización de la producción puestos en práctica por las empresas japonesas «son simplemente la aplicación práctica de los principios de organización del fordismo bajo unas determinadas condiciones, según las cuales las prerrogativas de la dirección son ilimitadas[4]».

Una serie de datos estadísticos recogidos a lo largo de los últimos cincuenta años traen a colación los méritos de las «nuevas» técnicas de dirección que han sido introducidas en fábricas y oficinas por todo el mundo. En las fábricas japonesas, por ejemplo, en las que las horas de trabajo, anualmente, se sitúan entre las 200 y las 500 por encima de las americanas, la vida en la cadena de montaje está tan sobrecargada y es tan estresante que la mayoría de los trabajadores experimentan serios problemas de fatiga. De acuerdo con un análisis realizado en 1986 por el All Toyota Union, más de 124.000 de los 200.000 trabajadores de la compañía sufrían algún tipo de fatiga crónica[5].

Llegados a este punto, deberíamos añadir que los principios básicos de la gestión científica de empresas eran ya desde hacía tiempo conocidas en Japón. Los fabricantes japoneses de automóviles empezaron a usarlos a principios de la década de los años 40. A mediados de la de los 50, las empresas japonesas crearon una forma híbrida a partir del taylorismo tradicional adaptado a sus propias circunstancias y objetivos de producción. Tal como se observaba en el capítulo 7, en la producción posfordista, los equipos de trabajo, formados por la cadena y directivos, participan en las decisiones de planificación con la finalidad de mejorar la productividad. Sin embargo, una vez se ha llegado al consenso, el plan de acción queda automáticamente incorporado al proceso de producción y se lleva hasta sus últimas consecuencias. Los trabajadores también son animados a parar la cadena de producción y tomar decisiones sobre los niveles de calidad a pie de máquina, de nuevo con la finalidad expresa de incrementar el ritmo y la previsibilidad de las operaciones.

A diferencia de la gestión científica de empresas tradicional practicada en los Estados Unidos, que denegaba cualquier opción a los trabajadores a opinar sobre cómo debía ser realizado el trabajo, los directivos japoneses decidieron, hace ya algunos años, comprometer a sus trabajadores con la finalidad de explotar por completo su trabajo tanto físico como mental, empleando para ello una combinación de técnicas de motivación y de prácticas coercitivas a la vieja usanza. Por un lado, los trabajadores son animados a identificarse con la empresa, a llegar a la plena convicción de que es su casa y el elemento que les garantiza su seguridad. Tal como se ha observado en líneas anteriores, una buena parte de su vida fuera de su trabajo está relacionada con programas de la empresa, incluyendo círculos de control de calidad y viajes y excursiones. Las empresas se convierten, con ello, en «instituciones completas», tal como afirman Kenney y Florida, «ejerciendo su influencia sobre diferentes aspectos de la vida social». En este sentido, «presentan similitudes con otras formas de instituciones plenas como podrían ser las órdenes religiosas o el ejército[6]». Por otra parte, como contrapartida a su lealtad, los trabajadores tienen garantizado el trabajo de por vida. Los empleados japoneses permanecen con frecuencia en la misma empresa durante toda su carrera profesional.

La dirección confía a menudo en estos equipos de trabajo para lograr la disciplina de los trabajadores. Los comités paritarios de revisión presionan continuamente a los trabajadores reacios o lentos para lograr una mejora en sus rendimientos. Debido a que los equipos de trabajo carecen de ayudas adicionales para suplir a los trabajadores ausentes, los restantes deben trabajar más duro para mantener los estándares prefijados. Todo ello trae como resultado tremendas presiones entre los compañeros para conseguir la puntualidad. Los directivos japoneses prácticamente no deben preocuparse del absentismo. En muchas plantas de fabricación, todas las ausencias, también las de enfermedad, suelen estar incluidas en los expedientes de los empleados. Si un trabajador de Toyota pierde cinco días de trabajo en un año, es objeto de despido[7].

Autores como Mike Parker y Jane Slaughter, que estudiaron la empresa conjunta de Toyota y GM en California, cuya finalidad era la fabricación del Toyota Corolla y del Chevrolet Nova, caracterizan las prácticas productivas japonesas como de «dirección por estrés». La planta Toyota-GM ha logrado una gran mejora en la productividad, gracias a la reducción del tiempo necesario para el montaje de un Nova, pasando de veintidós horas a catorce[8]. Se lograron estos éxitos introduciendo una pizarra electrónica, denominada de Andón. Cada puesto de trabajo queda representado por una caja rectangular. Si un trabajador se retrasa o requiere algún tipo de ayuda, presiona un interruptor y su área rectangular se enciende. Si la luz permanece encendida un minuto o más, la cadena de producción se para. En una planta de fabricación tradicional, el objetivo deseado sería mantener la luz apagada, mientras la producción adelanta sin sobresaltos. Sin embargo, en la dirección por presión, el que la luz no se encienda es señal de ineficiencia. La idea consiste en incrementar, permanentemente, la velocidad del sistema, presionándolo hasta llegar a detectar las debilidades y los puntos conflictivos, de forma que se puedan poner en práctica nuevos diseños y procedimientos para incrementar los niveles de producción y las prestaciones.

De acuerdo con lo comentado por Parker y Slaughter, «la presión sobre el sistema puede lograrse mediante el incremento de la velocidad de la cadena de producción, mediante la disminución de las personas o de las máquinas asignadas a una determinada tarea o asignando un mayor número de tareas a cada trabajador. De manera similar, una cadena puede ser “equilibrada” si se reducen los recursos o se incrementan las cargas de trabajo en posiciones que nunca habían tenido problemas. Una vez corregidos los problemas, el sistema podrá ser todavía más presionado y, entonces, de nuevo equilibrado… La situación ideal es que el sistema funcione con la totalidad de puestos de trabajo oscilando entre luces encendidas y luces apagadas[9]».

Parker y Slaughter creen que el concepto de equipo en los sistemas racionalizados de producción ha desaparecido de las prácticas directivas, mientras que, desde la perspectiva de los trabajadores, estas formas de racionalidad no son más que nuevas formas de explotación. Mientras que los autores reconocen la participación limitada de los trabajadores en la planificación y en la resolución de problemas, también afirman que los propios empleados se convierten en cómplices de su propia explotación. Bajo los sistemas de dirección por presión, cuando los trabajadores son capaces de identificar los puntos débiles y efectuar recomendaciones para tomar acciones correctivas, la dirección simplemente incrementa los niveles de producción para seguir, posteriormente, presionando el ritmo. La clave es, pues, identificar y localizar permanentemente puntos débiles en un proceso sin fin de mejoras continuas, también denominado kaizin. El efecto sobre los trabajadores de estos métodos draconianos de dirección son realmente devastadores: «A medida que la cadena de producción va más rápido y la totalidad del sistema sufre los efectos de la presión, se hace cada vez más difícil mantenerlo. Dado que las tareas han sido concienzudamente analizadas, retocadas y comprobadas, la dirección entiende que cualquier error es debido única y exclusivamente al trabajador. Las luces de la pizarra electrónica identifican inmediatamente a la persona que no sigue el ritmo[10]».

El ritmo de producción en las plantas productivas de gestión japonesa ocasionan, a menudo, un mayor número de heridos. Los informes de Mazda contaban con un 3% más de heridos que lo que informaban las plantas de General Motors, Chrysler y Ford[11].

El estrés de los trabajadores bajo prácticas japonesas de producción racionalizada ha alcanzado casi niveles de epidemia en el propio Japón. El problema se ha hecho tan grave que el gobierno japonés ha acuñado un término, karoshi, para explicar las patologías de la nueva enfermedad relacionada con la cadena de producción. Un portavoz del Japan's National Institute of Public Health define el karoshi como «una situación en la que prácticas laborales psicológicamente nocivas son permitidas hasta llegar al extremo de que trastornan el ritmo normal de vida y trabajo del obrero llevándole a una situación de fatiga física y de estrés crónico acompañado por un empeoramiento de la presión arterial, lo que, finalmente, trae un fatal desenlace[12]».

El karoshi se está convirtiendo en un fenómeno mundial. La introducción de tecnologías basadas en ordenadores ha acelerado enormemente el ritmo y el flujo de actividad en el puesto de trabajo, forzando a millones de trabajadores a adaptarse a los ritmos de la cultura del nanosegundo.

BIORRITMOS Y «APAGONES»

La especie humana, al igual que el resto de especies animales, está constituida por miles de relojes biológicos que se han visto obligados a adaptarse, durante largos periodos de su evolución, a los ritmos y la rotación de la Tierra: nuestras funciones y procesos corporales están regulados por fuerzas de la naturaleza, el día circadiano o los ciclos lunares y estacionales. Hasta la moderna era industrial, los ritmos corporales y los económicos eran plenamente compatibles. La producción artesanal estaba condicionada por la velocidad de la mano y del cuerpo y sujeta a la fuerza que pudiese ser generada por los animales de tiro, por el viento y el agua. La introducción de la máquina de vapor y posteriormente de la energía eléctrica incrementó el ritmo de transformación, de elaboración y producción de bienes y servicios, creando una red económica cuya velocidad de elaboración cada vez difería más de los lentos ritmos biológicos del cuerpo humano. La actual cultura de los ordenadores opera en niveles de tiempo de nanosegundo, una unidad de tiempo tan pequeña que apenas puede ser percibida por el hombre. En un simple chasquido de los dedos ya han transcurrido más de 500 millones de nanosegundos. El autor Geoff Simons establece una analogía que representa a la perfección la increíble velocidad del tiempo en el ordenador: «Imaginemos… dos ordenadores conversando entre sí en un determinado periodo de tiempo. En un momento dado, un ser humano les pregunta sobre lo que están hablando, y en el tiempo que éste tarda en efectuar la pregunta, ambos ordenadores habrán intercambiado más palabras que las que pueden haber intercambiado los seres humanos desde que el primer Homo sapiens hizo su aparición sobre la Tierra hace 2 o 3 millones de años[13]».

En la era industrial los trabajadores se vieron tan atrapados en los ritmos de la maquinaria que a menudo describían su propia fatiga en términos mecánicos, se quejaban de estar «rotos» o de sentirse «averiados». En la actualidad cada vez más trabajadores están tan integrados en los ritmos de la nueva cultura de los ordenadores que, cuando se sienten estresados, experimentan «sobrecargas» y cuando no pueden hacer frente a la situación se sienten «apagados» y «atascados», eufemismos que reflejan cuán cerca se hallan los trabajadores de los parámetros fijados por la tecnología basada en los ordenadores.

El psicólogo Craig Brod, que ha escrito ampliamente sobre el estrés producido por la cultura de los ordenadores, afirma que el creciente ritmo de producción en los actuales puestos de trabajo tan sólo ha incrementado la impaciencia de los trabajadores, dando como resultado niveles de estrés sin precedentes. En la oficina, los trabajadores de producción o de administración suelen «acoplarse» a los ordenadores, accediendo a la información a velocidad de vértigo. En contrapartida, formas más lentas de interacción humana se hacen cada vez más intolerables y se convierten en fuente de tensión. Brod cita el ejemplo del trabajador de oficina que «se vuelve impaciente con las personas que llaman por teléfono porque se toman demasiado tiempo para llegar al tema que les interesa[14]». Incluso los mismos ordenadores se convierten en fuente de tensiones dado que un gran número de usuarios demandan respuestas cada vez más rápidas. Un estudio al respecto mostraba que una respuesta de ordenador de más de 1,5 segundos de duración podía disparar la impaciencia y la tensión de algunos usuarios.

La supervisión por ordenador de las prestaciones de los empleados es también una de las causas de los elevados niveles de estrés. Brod menciona la experiencia de uno de sus pacientes, una cajera de supermercado. Cuando el jefe de Alice procedió a la instalación de cajas registradoras electrónicas, conectadas al sistema del ordenador central, ella tenía un contador que «transmite al terminal central la cantidad de productos que la cajera ha procesado durante ese día». Alice ya no tiene tiempo para hablar con los clientes, puesto que ello supone una reducción en el número de productos que puede procesar con su lector magnético, lo cual puede poner en peligro su puesto de trabajo[15].

Una empresa de servicios de reparación de Kansas mantiene un ordenador en el que se registran el número de llamadas que sus empleados atienden y las cantidades de información procesadas en cada una de éstas. Una empleada afectada seriamente por la tensión producida comentaba que «si recibes una llamada de una persona amable, con ganas de hablar, debes abreviar puesto que, de otro modo, ello contaría en contra tuya. Todo ello hace mi trabajo bastante desagradable[16]».

De acuerdo a lo establecido en un informe de 1987, publicado por la Office of Technology Assessment, titulado The Electronic Supervisor, entre un 20 y 35% de todos los trabajadores administrativos en los Estados Unidos se hallan, en la actualidad, supervisados por sofisticados sistemas basados en ordenadores. El informe del OTA advierte de un futuro de corte orwelliano de fábricas electrónicas donde se explota el obrero, con los empleados realizando «trabajos aburridos, repetitivos y a toda velocidad que requieren constante alerta y atención al detalle, y en los que el supervisor ni siquiera es un ser humano sino un severo e incansable capataz computerizado[17]».

El factor crítico en la productividad se ha desplazado desde la respuesta física a la respuesta mental y del músculo al cerebro. Las empresas experimentan continuamente nuevos métodos para la optimización del «acoplamiento» entre los empleados y sus ordenadores. Por ejemplo, en un esfuerzo para acelerar el tiempo de procesado de la información, algunas unidades de representación visual son programadas en la actualidad de forma que si el operador no responde al dato sobre la pantalla en menos de diecisiete segundos, éste desaparece. Los investigadores afirman que los empleados experimentan un gran estrés a medida que se acerca el momento en que la imagen desaparecerá de la pantalla. «A partir del segundo decimoprimero empiezan a transpirar y el corazón empieza a latir con fuerza. En consecuencia, acaban agotados[18]».

Aunque pequeños, los cambios sutiles en la rutina de las oficinas han incrementado los niveles de tensión de los trabajadores. Brod recuerda la experiencia de Karen, una mecanógrafa. Antes de producirse el cambio de las máquinas de escribir a los procesadores de textos, Karen «emplearía el simple hecho de cambiar el papel de su máquina de escribir para poder tomarse un breve descanso». Ahora, sentada frente al terminal de su ordenador, Karen procesa un flujo sin fin de información. No existe un punto natural que pueda ser empleado como señal de final o de interrupción. De acuerdo a lo comentado por Brod, Karen «ya no tiene tiempo para hablar con sus compañeras en su puesto de trabajo» puesto que ellas, a su vez, también están literalmente pegadas a sus terminales, procesando sus propias acumulaciones de información. «Al final de la mañana», afirma Brod, «está agotada, y se pregunta cómo encontrar fuerzas que le permitan terminar su día laboral[19]».

Las nuevas tecnologías basadas en los ordenadores han incrementado de tal manera el volumen, el flujo y el ritmo de la información que millones de trabajadores experimentan «sobrecargas» y «apagones» mentales. La fatiga física generada por el rápido ritmo de la vieja economía industrial está quedando eclipsada por la fatiga mental generada por el ritmo del nanosegundo en la nueva economía basada en la información. De acuerdo con lo establecido en un estudio realizado por el National Institute of Occupational Safety and Health (NIOSH), los trabajadores administrativos que emplean normalmente ordenadores sufren, en exceso, serios y preocupantes problemas de estrés[20].

La hipereficiente economía basada en la alta tecnología acaba con el bienestar físico y mental de millones de trabajadores en el mundo. La International Labor Organization afirma que «la tensión se ha convertido en uno de los temas de salud más serios en el siglo XX[21]». Tan sólo en los Estados Unidos, el estrés en el trabajo cuesta a los empresarios un gasto adicional de 200.000 millones de dólares por año, en absentismo, reducción de la productividad, gastos médicos e indemnizaciones. En el Reino Unido, el coste del estrés en el trabajo representa hasta un 10% del producto nacional bruto. De acuerdo a lo establecido por el informe de la ILO, publicado en 1993, los crecientes niveles de estrés laboral son el resultado del rápido ritmo fijado por las nuevas máquinas tanto en las fábricas como en las oficinas. Según el mismo informe, es de particular interés el control establecido a través de los propios ordenadores. La agencia de las Naciones Unidas cita un estudio de la Universidad de Wisconsin que determinó que «los trabajadores supervisados electrónicamente eran entre un 10 y un 15% más propensos a sufrir depresiones, tensión nerviosa y ansiedad extrema[22]».

Los altos niveles de tensión nerviosa a menudo conducen a diferentes problemas de salud, incluyendo entre los más frecuentes úlceras duodenales, hipertensión arterial, infartos de miocardio y apoplejías. También tienen como consecuencia el abuso de alcohol y de drogas. La Metropolitan Life Insurance Company estimó que una media de un millón de trabajadores no acudían a su trabajo, en algún momento del año laboral, debido a desórdenes relacionados con el estrés. Otro estudio encargado por la National Life Insurance Company determinó que el 14% de los trabajadores encuestados habían dejado o cambiado de empleo, en los dos años anteriores al estudio, como consecuencia del estrés en el trabajo. En otros estudios recientes, más del 75% de los trabajadores americanos «describían sus empleos como estresantes, y consideraban que la presión sobre ellos crecía uniformemente[23]».

Más de 14.000 trabajadores mueren cada año como consecuencia de accidentes en su puesto de trabajo y otros 2,2 millones sufren algún tipo de invalidez. Si bien la causa más importante por la que se producen estos accidentes puede ir desde la existencia de equipos con defectos hasta el ritmo de producción, los investigadores afirman que el estrés es la causa más corriente de cometer errores. Tal como afirma un investigador de la ILO, «de todos los factores personales relacionados con la generación de accidentes laborales, tan sólo uno aparece como denominador común: el alto nivel de estrés en el momento en que el accidente ha ocurrido… Una persona bajo los efectos del estrés es un accidente laboral en potencia[24]».

Los mayores niveles de estrés como consecuencia de trabajar en puestos de trabajo condicionados por las altas tecnologías y por entornos automatizados, tienen consecuencias inmediatas en las bajas laborales de los trabajadores. En 1980, menos del 5% de todas las bajas estaban relacionadas con el estrés. En 1989, el 15% tenían que ver con éste[25].

EL NUEVO EJÉRCITO EN LA RESERVA

Mientras que las condiciones de trabajo sujetas a procesos de reingeniería y a aplicación de mecanismos de automatización incrementan el estrés y arriesgan la salud de los trabajadores, la cambiante naturaleza del trabajo también contribuye a su inseguridad económica: muchos trabajadores ya no son capaces de encontrar empleos a tiempo completo y de tener un trabajo seguro a largo plazo.

En febrero de 1993, la BankAmerica Corporation, el segundo banco más importante del país, anunció que iba a transformar 1200 empleos a tiempo completo en empleos a tiempo parcial. El banco estima que en un futuro más o menos inmediato, menos del 19% de sus empleados lo serán a tiempo completo. Aproximadamente, seis de cada diez empleados del BankAmerica trabajarán menos de veinte horas semanales y no recibirán ningún subsidio. La empresa, que tuvo beneficios calificables como de récord histórico en los dos últimos años, defiende esta decisión afirmando que pretende hacer que la estructura se haga más flexible y con unos costes laborales menores[26].

Pero el BankAmerica no es el único. Por todo el país las empresas crean un nuevo sistema de empleo de dos niveles. Uno de ellos correspondería a una estructura de personal de «núcleo» con empleados permanentes a tiempo completo, apoyados por grupos periféricos de trabajadores eventuales o a tiempo parcial. En la planta de distribución de Nike en Memphis, hay 120 empleados permanentes, que ganan más de 13 dólares a la hora entre salarios y subsidios, y trabajan con un grupo de empleados eventuales cuyo número oscila entre 60 y 255. Los proporciona Norrell Services, una de las agencias de trabajo temporal más importantes del país. La agencia recibe 8,50 dólares por hora por cada trabajador, dos de los cuales se quedan en Norrell Services, mientras que el resto es para el trabajador, que recibe, exactamente, el 50% de lo que recibe uno de los fijos de Nike. Esta diferencia salarial existe a pesar de que los empleados permanentes «realizan el mismo tipo de trabajo que los eventuales[27]».

Las agencias de trabajo temporal como Norrell proporcionan a las empresas americanas 1,5 millones de trabajadores eventuales cada día. Manpower, la mayor agencia del país, es también en la actualidad el empresario más importante, con 560.000 trabajadores. En 1993, más de 34 millones de americanos actuaron como trabajadores eventuales, esto es, trabajando como temporales o como contratistas o como autónomos[28].

Tal como afirma Mitchell Fromstein de Manpower, en los últimos quince años «se ha producido un gran incremento en el trabajo eventual… mucho mayor que en el trabajo permanente[29]». Entre 1982 y 1990, el empleo temporal creció diez veces más rápido que la totalidad del trabajo. En 1992 los empleos temporales representaban dos de cada tres nuevos empleos en los sectores económicos privados. Los trabajadores temporales, con bajo contrato y a tiempo parcial representan, en la actualidad, más del 25% de la masa laboral de los Estados Unidos[30]. Se espera que estas cifras se incrementen notablemente en lo que queda de la actual década. Richard Belous, vicepresidente y responsable económico de la National Planning Association, predice que más del 35% de los trabajadores estadounidenses serán eventuales hacia el año 2000[31]. La tendencia hacia el trabajo eventual forma parte de una estrategia a largo plazo por parte de las direcciones de empresa con el objetivo de recortar salarios y evitar el pago de subsidios del tipo de coberturas sanitarias, pensiones, bajas laborales por enfermedad y vacaciones pagadas. En su conjunto, este tipo de subsidios representa cerca de un 45% de la totalidad de los pagos efectuados por la empresa a sus empleados a tiempo completo con contrato indefinido[32]. Belous compara el trabajo eventual con una aventura de una sola noche y advierte: «no es la mejor forma de construir una relación de por vida». Previene que este tipo de relación laboral puede «disminuir la lealtad del empleado» en el futuro, con previsiblemente serias consecuencias para la totalidad de la comunidad empresarial[33].

Enfrentadas a una economía volátil y altamente competitiva, muchas empresas reducen el núcleo de su plantilla y contratan a trabajadores temporales con la finalidad de poder incorporarlos y despedirlos con suficiente rapidez según las tendencias de mercado de cada estación, e incluso de cada mes y semana. Nancy Hutchens, consultora en recursos humanos, establece una analogía entre esta nueva fuerza de trabajo eventual que aparece en la década de los 90 y la revolución del inventario just-in-time que barrió la comunidad empresarial en la década de los 80. Tal como afirma Hutchens, «la revolución en los años 90 tiende hacia el empleo just-in-time… las empresas emplearán a las personas tan sólo si realmente las necesitan». «Las ramificaciones pueden llegar a ser sorprendentes», afirma Hutchens, la cual añade que el país todavía «no ha asumido» el impacto del empleo just-in-time, que es probable que afecte al bienestar económico y emocional de las masas laborales estadounidenses[34].

Los trabajadores temporales a tiempo parcial ganan, por término medio, para trabajos similares entre un 20 y un 40% menos que los trabajadores a tiempo completo[35]. De acuerdo con lo que establece el departamento de Trabajo, los trabajadores a tiempo parcial recibían unos 4,42 dólares por hora en 1987, comparados con los 7,43 dólares a la hora que recibían los trabajadores a tiempo completo. Mientras que el 88% de estos últimos recibían coberturas sanitarias directamente de sus empresas, menos del 25% de la fuerza laboral temporal quedaba cubierta tanto por las agencias de trabajo temporal como por las propias compañías a las que eran enviadas. De igual modo, mientras que el 48,5% de los trabajadores a tiempo completo estaban cubiertos por algún tipo de plan de pensiones, sólo el 16,3% de los contratados a tiempo parcial recibían un subsidio en forma de plan de pensiones[36].

Las empresas también recortan sus costes laborales mediante la contratación de proveedores externos para los bienes y servicios que tradicionalmente producían ellas mismas. Las fuentes externas de suministro permiten a las empresas evitar el contacto con las centrales sindicales. Muchas de éstas son pequeñas empresas que pagan bajos salarios y que otorgan bajos o nulos beneficios a sus empleados. Este tipo de prácticas se ha convertido en algo absolutamente común en la economía japonesa y es cada vez más popular en los Estados Unidos y en Europa. En el sector de la información, el mercado del sector de servicios se situó en 12.200 millones de dólares en 1992 y se espera que crezca hasta llegar a más de 30.000 millones en 1997[37]. Chrysler consigue más del 70% del valor de sus productos acabados gracias a los proveedores externos. De acuerdo con lo establecido en un estudio realizado por Paine Webber, más de un 18% de la masa laboral en el sector del acero está constituida por trabajadores empleados por empresas subcontratistas[38]. Un caso típico es el de un antiguo mecánico ajustador de tuberías empleado en US Steel por Gary Works. Ganaba 13 dólares por hora y disfrutaba de un espléndido plan de subsidios. Después de ser despedido, tan sólo fue capaz de encontrar trabajo para un pequeño subcontratista a 5 dólares por hora, sin subsidio alguno. Su nuevo trabajo era fabricar piezas para su antiguo patrón[39].

A pesar de que el concepto generalizado acerca de los trabajadores temporales es todavía el de «muñequita Barbie»: recepcionistas a tiempo parcial, secretarias y otros trabajadores administrativos de «cuello rosa», la realidad es que los trabajadores temporales se utilizan como sustitutos de los permanentes en prácticamente cada industria y cada sector. En 1993, las agencias de trabajo temporal proporcionaron más de 348.000 trabajadores temporales al día a las empresas estadounidenses, frente a los 224.000 de 1992[40].

El empleo profesional también empieza a adquirir las características del temporal. El Executive Recruiter News informa que más de 125.000 profesionales trabajan cada día como temporales. «Los profesionales son el grupo de trabajadores a tiempo parcial que crece más rápido», dice David Hofrichter, director ejecutivo de la oficina de Chicago de Hay Group, consultores en sistemas de indemnización. Muchas empresas, según la Dra. Adela Oliver, presidente de Oliver Human Resources Consultants, eliminan departamentos enteros, puesto que saben que pueden rápidamente contratar expertos en diferentes áreas con contratos base[41].

Dick Ferrington, experto en formación empresarial, es uno de estos ejemplos típicos de nuevo profesional a tiempo parcial. En la actualidad, con cuarenta y ocho años de edad, Ferrington ha trabajado temporalmente durante siete de los últimos nueve años, ganando cerca de los 100.000 dólares anuales sin subsidios. En la actualidad trabaja como vicepresidente interino de recursos humanos en Scios Nova, una empresa dedicada a la biotecnología en el Silicon Valley. Su contrato es para seis meses. Entre empleo temporal y empleo temporal, Ferrington se dedica a la búsqueda de nuevos empleos desde su casa, equipada con ordenador, módem y fax[42].

No todos los profesionales son tan afortunados como Ferrington en asegurarse trabajo temporal con elevados niveles de retribución. Muchos de los profesionales temporales están más cerca de sufrir experiencias similares a las vividas por Arthur Sultan, un antiguo ejecutivo de los servicios financieros de Xerox, que ganaba 200.000 dólares anuales. Sultan fue despedido cuando su división se cerró. Después de buscar empleo fijo durante más de dos años, Sultan aceptó finalmente trabajos temporales tan sólo para pagar la hipoteca de su casa y poder vivir. Incapaz de encontrar trabajo en su campo profesional, Sultan se vio obligado a aceptar tres empleos a tiempo parcial a la vez, trabajando unas dieciocho horas semanales como chófer en un servicio de vehículos, como vendedor de cámaras en los grandes almacenes Caldor y como responsable de créditos en Pepperidge Farm. En los últimos nueve meses, Sultan ha trabajado para la Federal Deposit Insurance Corporation como analista financiero temporal, a 21 dólares la hora. Mientras disfruta de su actual empleo, su preocupación permanente es si seguirá teniendo trabajo mañana por la mañana. «Es peor que estar sin trabajo», afirma Sultan. «Ni siquiera se pueden hacer planes para el futuro[43]».

Incluso los científicos, quienes en virtud de su experiencia parecen ser inmunes a la inseguridad laboral en la economía basada en los conocimientos derivados de la alta tecnología, están siendo degradados a contratos temporales. On Assignment Inc., una agencia de trabajo temporal especializada en proporcionar científicos a empresas de cualquier tipo, desde Johnson & Jonhson hasta Miller Brewing Company, dispone de más de 1100 químicos, microbiólogos y técnicos de laboratorio preparados para aceptar trabajo en cualquier punto de la geografía estadounidense. Recientemente, la empresa Frito Lay solicitó un técnico de grado superior para comprobar el crujido de su nueva tortilla de maíz frito: uno de los técnicos profesionales de On Assignment fue enviado en cuarenta y ocho horas, con lo que la empresa se ahorró el coste de contratar un empleado a tiempo completo para realizar esta tarea[44].

El gobierno federal ha empezado a seguir también las tendencias del sector privado, reemplazando cada vez más funcionarios a tiempo completo por temporales con la finalidad de obtener ahorros en los costes de personal y en los gastos de funcionamiento. Cerca de 157.000 trabajadores gubernamentales, lo que representa el 0,72% de la totalidad, son en la actualidad trabajadores temporales. Los departamentos de Defensa, de Agricultura y de Interior emplean cada uno a casi 50.000 funcionarios de estas características. Muchas agencias gubernamentales despiden a sus funcionarios temporales justo cuando hace un año que los han contratado, para volver a contratarlos algunos días después, según afirma Robert Keener, presidente de la National Federation of Federal Employees, para evitarse el pago de las cotizaciones derivadas de la cobertura asistencial sanitaria y de jubilación a los que tendrían derecho automáticamente si permaneciesen más de un año. Este trato cruel que reciben los trabajadores temporales por parte de las agencias gubernamentales llevó al director de la Office of Personnel Management a advertir a un subcomité de la Casa Blanca que la masa laboral del gobierno federal se está convirtiendo en un servicio público de explotación[45].

Los trabajadores temporales y la subcontratación constituyen el núcleo de la actual masa laboral eventual, es decir, millones de americanos cuyo trabajo se puede usar y tirar al instante y a un precio mucho más bajo que la fuerza laboral permanente. Su simple existencia permite la reducción en los niveles salariales de los restantes trabajadores a tiempo completo. Los empresarios, cada vez más, utilizan la amenaza del contrato temporal y de la subcontratación con el fin de conseguir menores exigencias en cuanto a salarios por parte de los sindicatos, tendencia que se acelerará en los próximos años. No es extraño que en un estudio realizado en 1986 por Bluestone y Harrison, junto con Chris Tilly, del Policy and Planning Institute de la Universidad de Massachusetts, se detectase que el 42% del crecimiento en las desigualdades en salarios e ingresos se debía a la decisión de la dirección de crear dos niveles de trabajadores, un núcleo de trabajadores bien pagados y un grupo de trabajadores eventuales mal pagados[46]. «Trabajar en tensión como empleado temporal no da para vivir», decía un trabajador temporal de una planta de montaje de automóviles. «Nos consideran como despojos humanos[47]».

Bajos niveles salariales, un ritmo frenético en el puesto de trabajo, un rápido crecimiento del trabajo eventual a tiempo parcial, un incremento a largo plazo del desempleo por causa de la tecnología, una cada vez mayor diferencia en los ingresos entre los que tienen y los que no tienen y la dramática reducción de la clase media, son algunos de los elementos que provocan un estrés sin precedentes a la clase trabajadora americana. El optimismo generalizado que impulsó a generaciones de inmigrantes a trabajar duro con la creencia de que ello les iba a permitir acceder a una vida mejor y a unas mejores perspectivas para sus hijos se ha hecho pedazos. En su lugar hay un creciente desengaño ante el poder empresarial y un cada vez mayor recelo hacia hombres y mujeres que controlan todo el mercado mundial. La mayoría de los americanos se sienten atrapados por las nuevas prácticas de los sistemas racionalizados de producción y por las sofisticadas tecnologías de automatización, sin saber cómo y cuándo la reingeniería les afectará en su propia oficina o en su puesto de trabajo; de esta manera lo que, en un momento dado, pensaron podía ser un puesto de trabajo seguro se convertirá en una parte más del ejército de reserva de trabajadores eventuales o, peor aún, de trabajadores en paro.

UNA MUERTE LENTA

El profundo impacto psicológico sobre la clase trabajadora americana de los cambios radicales en las condiciones y naturaleza del trabajo es observado con cierta alarma por parte de los analistas industriales. Los americanos, tal vez más que nadie en el mundo, se definen a sí mismos de acuerdo a su trabajo. Desde su más tierna infancia, los jóvenes son constantemente preguntados sobre lo que quieren ser cuando sean mayores. La noción de ser un ciudadano «productivo» está tan arraigada en el carácter de la nación que cuando a alguien se le rechaza de un trabajo, su autoestima se viene abajo. El empleo es mucho más que la medida de unos ingresos: para muchos es la medida más importante de autovaloración. Estar subempleado o en paro es como sentirse improductivo e inútil.

El constante crecimiento del despido a largo plazo producido por la tecnología ha despertado intereses entre los psicólogos y sociólogos en relación a los problemas mentales de los desempleados. Un conjunto de estudios realizados a lo largo de la década pasada han demostrado una clara correlación entre el creciente desempleo de raíces tecnológicas y los crecientes niveles de depresión y de pesimismo psicótico[48].

El Dr. Thomas T. Cottle, un sociólogo y psicólogo clínico afiliado a la Massachusetts School of Professional Psychology, se ha entrevistado con desempleados en «situación precaria» durante más de quince años. Este tipo de desempleados son los que el gobierno define como «trabajadores desencantados», hombres y mujeres que han estado en el paro durante seis meses o más y que están demasiado desmoralizados como para continuar buscando empleo. Un creciente número de este tipo de trabajadores son los que provienen de los grupos sustituidos por los adelantos tecnológicos, hombres y mujeres cuyos empleos han sido eliminados por las nuevas tecnologías que permiten mayores ahorros en mano de obra, así como por importantes reestructuraciones de los entornos laborales.

Cottle ha observado que la experiencia de este tipo de trabajadores presenta síntomas de patologías similares a la de los pacientes a punto de fallecer. En sus mentes, el trabajo productivo está tan estrecha e íntimamente correlacionado con estar vivos que cuando pasan a engrosar las filas de los desempleados, manifiestan síntomas clásicos de muerte. Cottle recuerda los sentimientos de uno de los trabajadores entrevistados, un hombre de cuarenta y siete años llamado George Wilkinson, que fue gerente de una pequeña empresa de maquinaria. Éste contó a Cottle: «Existen tan sólo dos mundos: o bien se trabaja cada día en una jornada laboral normal de nueve de la mañana a cinco de la tarde con un par de semanas de vacaciones, ¡o estás muerto! No existen situaciones intermedias… Trabajar es respirar. Es algo sobre lo que no piensas: simplemente lo haces y te mantienes vivo. Cuando te paras, mueres[49]». Cottle comenta que un año después de efectuar estos comentarios, Wilkinson se suicidó con una pistola.

En su estudio sobre los trabajadores en «situación precaria», Cottle ha encontrado una evolución común en los síntomas. En la primera etapa del desempleo, el hombre entrevistado aireaba su enfado, su rabia y su frustración hacia sus antiguos compañeros y hacia su patrón. En diferentes lugares del país, el puesto de trabajo se ha convertido prácticamente en un campo de batalla, con los trabajadores desempleados dirigiendo sus iras contra sus ex compañeros y sobre el patrón cada vez con más frecuencia. El homicidio es, en la actualidad, la tercera causa de muerte en el trabajo. En 1992, según informa el National Institute for Occupational Safety and Health, se produjeron 111.000 incidentes violentos en el trabajo, incluyendo 750 disparos con consecuencias fatales. El asesinato del patrón casi se ha triplicado desde 1989 y es el tipo de categoría de violencia laboral que crece con más rapidez[50].

Según un estudio preparado por el National Safe Workplace Institute en Chicago, la violencia contra los patrones aumenta, con relativa frecuencia, como consecuencia de los despidos y las reducciones de plantilla. Robert Earl Mack fue despedido de su empleo en la fábrica de General Dynamics Convair de San Diego después de veinticinco años de trabajo. En una reunión de negociación sobre su reingreso, sacó una pistola del calibre 38 y disparó a su antiguo supervisor y al negociador de la central sindical. Cuando se le preguntó por qué lo había hecho, Mack contestó: «Es el único empleo que he tenido en mi vida… ¿cómo podían quitarme todo lo que yo tenía[51]?».

Preocupadas por la escalada en la ola de violencia en el puesto de trabajo, algunas empresas han organizado «equipos de gestión de amenazas», cuya finalidad es la identificación de posibles brotes de violencia, de forma que puedan tomar medidas preventivas adecuadas para evitar disparos y explosiones. Otra de las formas que se empiezan a emplear son los «equipos de reacción rápida», creados para intervenir durante un ataque y reducir al agresor. Finalmente, una tercera forma son los «equipos traumatológicos», cuya finalidad es la de notificar al pariente más cercano después de un homicidio, preparar testigos y asistir a los trabajadores que sufran síndromes postraumáticos[52].

Cottle afirma que después de estar casi un año desempleado, la mayoría de los trabajadores empieza a interiorizar su rabia. Sospechando que nunca serán capaces de encontrar trabajo de nuevo, empiezan a autoinculparse de su situación. Desarrollan un excesivo sentimiento de lástima y de inutilidad, lo que, poco a poco, les conduce a una pérdida de vitalidad. El enfado queda sustituido por la resignación y el agotamiento. Según Cottle, muchos llegan a abandonar a sus familias. «Su virilidad y fuerza se han agotado, se muestran avergonzados, infantiles, como si merecieran ser los personajes invisibles y solitarios en que se han convertido[53]».

A la muerte psicológica a menudo le sigue la muerte real. Incapaces de sobrellevar este tipo de situaciones, sintiéndose como una carga para sus familias, sus amigos y la sociedad en general, muchos terminan quitándose la vida. Cottle recuerda a uno de los desempleados que entrevistó. Su nombre era Alfred Syre. Una noche de enero, su esposa le llamó, «histérica y llorosa». Syre, que nunca había tenido ningún accidente de automóvil, había conducido directamente hacia un terraplén, falleciendo. Syre y Wilkinson son ejemplos de un creciente grupo de desempleados en «situación precaria» que han perdido toda esperanza y han elegido el suicidio como vía de escape de su situación.

La muerte de la masa laboral global es interiorizada por millones de trabajadores que experimentan sus propias muertes individuales, a diario, en manos del patrón cuyo único objetivo es el beneficio de sus empresas a cualquier precio, y frente a unos gobiernos desinteresados. Son los que esperan el despido y se ven forzados a aceptar trabajo a tiempo parcial con reducciones en los niveles salariales o a vivir de la beneficiencia. Con cada indignación, su confianza y autoestima sufre una nueva mella. Se convierten en elementos sustituibles, después en innecesarios y finalmente en invisibles en el nuevo mundo tecnológico caracterizado por el comercio y los negocios de ámbito mundial.