GANADORES Y PERDEDORES DE LA ALTA TECNOLOGÍA
Prácticamente la totalidad de los directivos de empresa y de los economistas de más prestigio continúan afirmando que los espectaculares avances tecnológicos de la tercera revolución industrial tendrán efectos de lenta gestación: reducciones en los costos de los productos, incrementos en la demanda de consumo, creación de nuevos mercados y un creciente número de personas que trabajarán en empleos e industrias de alta tecnología con mejores remuneraciones. Sin embargo, este concepto de «efectos de lenta gestación» no servirá de consuelo al creciente número de trabajadores que se encontrarán sin empleo o subempleados.
Los trabajadores de la USX Corporation, uno de los fabricantes líderes en el sector del acero, experimentaron en propia carne estos efectos de lenta gestación de la tecnología. El 26 de marzo de 1991, USX anunció que reducía en 2000 los puestos de trabajo de su planta de Fairless, Pennsylvania. En la memoria de la empresa se explicaba esta reducción como «ciertas acciones de reestructuración… para que USX pueda hacer frente a la futura competitividad de los mercados». Uno de los trabajadores afectados fue Joe Vandergrift, un peón de fundición de cuarenta y seis años de edad que llevaba veinticinco años trabajando en la empresa. Actualmente Vandergrift es consejero en un centro para trabajadores en paro, donde ayuda a otros compañeros con problemas a solicitar alguno de los ochenta puestos alternativos ofrecidos por la empresa, todos ellos en tareas de desmontaje. USX planea desmantelar los hornos, los edificios y la maquinaria de lo que antaño fue uno de los altos hornos abiertos mayores del mundo. La mezcla de acero de base será trasladada a otras plantas de USX más eficientes, donde será mezclada y reciclada en aceros de mayor calidad. Una antigua empleada de la compañía comentaba que le habría gustado estar en alguno de estos equipos de desmontaje, aunque sólo fuera para convencerse de que el estilo de vida que había conocido hasta aquel momento realmente había terminado. Rochelle Connors, que había trabajado como albañil, comentaba a su vez: «Tal vez sería una buena terapia personal. Si lo veo caer, seré capaz de decirme: sí, se ha ido. Se ha acabado[1]».
La mayor parte de los trabajadores afectados por el cierre de la planta de Fairless de USX tienen hoy serios problemas para encontrar trabajo. Muchos de ellos carecen de los conocimientos básicos necesarios para poder acceder a los pocos empleos de baja remuneración aún disponibles en la región. Ya entrados en los cuarenta años, con sus hijos en la universidad y con los plazos por pagar de la hipoteca o del coche, se hallan en una situación de necesidad absoluta de un empleo que les permita hacer frente a sus compromisos. Hombres y mujeres que hace apenas unos años ganaban más de 30.000 dólares anuales se consideran hoy afortunados si son capaces de obtener un empleo como conserje o como guarda de seguridad a 5 dólares por hora. Tanto para ellos como para sus familias, se ha desvanecido su sueño de llegar a formar parte de la clase media. En su lugar aparecen la frustración y la cólera contra una empresa y un sector industrial que, a su juicio, los ha abandonado. El alcoholismo, el consumo de diferentes tipos de drogas y la delincuencia se incrementan en comunidades como Fairless, así como también el número de denuncias por malos tratos por parte de las esposas y el porcentaje de divorcios. Mirando desde la ventana de su casa hacia las nueve chimeneas que se levantan majestuosamente por encima de la fábrica ya silenciosa, Vandergrift se lamentaba de su pérdida: «Ése es mi Titanio, mi barco que ya se ha hundido[2]».
Vandergrift y Connors son sólo dos desempleados más en una industria que en los últimos catorce años ha eliminado más de 220.000 puestos de trabajo, es decir, más de la mitad de su plantilla estable[3]. Tanto en el sector secundario como en el de servicios, las empresas reducen su nómina de personal e incrementan las inversiones de capital para volverse más competitivas en el nuevo mundo de la alta tecnología del siglo XXI. La revolución propiciada por la nueva ingeniería ya rinde beneficios. En la década de los 80, las empresas norteamericanas obtuvieron incrementos superiores al 92% en los niveles de los beneficios (calculados sin tener en cuenta los impuestos y ajustados según la inflación). Muchos accionistas han visto cómo sus dividendos se multiplicaban por cuatro en menos de una década[4].
Si bien los accionistas se han beneficiado considerablemente gracias a las nuevas tecnologías y a los adelantos en la productividad, ninguno de estos beneficios ha llegado hasta el trabajador medio. Durante la década de los años 80, la retribución real por hora en el sector secundario, tomado de forma aislada, descendió de 7,78 dólares a 7,69 dólares por hora[5].
A finales de la década, prácticamente un 10% de la fuerza laboral americana estaba desempleada, en situación de infraempleo o trabajando a tiempo parcial debido a la gran reducción de las posibilidades de encontrar trabajos a tiempo completo, o estaban incluso demasiado desanimados como para buscar un trabajo[6].
Entre 1989 y 1993, más de 1,8 millones de trabajadores perdieron sus empleos en el sector productivo, muchos de ellos como consecuencia de la automatización, tanto a manos de los empresarios como de las compañías extranjeras, cuyas plantas productivas más automatizadas y cuyos menores costes operativos forzaron a los fabricantes nacionales a reducir el tamaño de sus operaciones, y al despido de trabajadores. De aquéllos que han perdido su empleo como consecuencia de la automatización, tan sólo una tercera parte fueron capaces de encontrar nuevos trabajos en el sector de servicios, con una reducción media del 20% en sus ingresos[7].
Las cifras oficiales relativas al desempleo suelen resultar incompletas y enmascaradoras de las verdaderas dimensiones de la crisis de empleo. Por ejemplo, en agosto de 1993, el gobierno federal anunció que se habían creado cerca de 1.230.000 empleos en los Estados Unidos durante la primera mitad del año. Lo que no anunciaron fue que 728.000 de ellos, cerca del 60%, eran empleos a tiempo parcial, la mayoría de ellos en el sector de servicios y mal pagados. Tan sólo en febrero de 1993, el 90% de los 365.000 empleos creados en los Estados Unidos lo fueron en la modalidad de tiempo parcial, y la mayoría de ellos fueron ocupados por personas en busca de un empleo a tiempo completo[8].
Cada vez más, los trabajadores americanos son forzados a aceptar trabajos marginales para poder sobrevivir. Craig Miller, un antiguo planchista de Kansas City, es un ejemplo de la creciente frustración de millones de trabajadores americanos. Miller perdió su empleo en TWA, donde ganaba un salario de 15,65 dólares por hora. En la actualidad, él y su esposa tienen cuatro empleos y ganan menos de lo que él ganaba en su antiguo empleo en TWA. Cuando Miller oye las promesas efectuadas por la administración Clinton en lo referente a la creación de puestos de trabajo, no puede por menos que responder con cierta sonrisa: «De acuerdo, tenemos cuatro. ¿Y qué?». Miller se pregunta por el sentido que tiene disponer de más de un empleo mal pagado, cuyo conjunto equivale a una fracción de lo que ganaba cuando tenía un único empleo con un salario digno[9].
De acuerdo con el informe del Senate Labor Committee de 1991, el 75% de los trabajadores americanos aceptan niveles salariales más bajos que los que hubieran tenido hace diez años. Dean Baker, un investigador económico del Economic Policy Institute, afirma que los trabajadores que en un momento dado disfrutaban de empleos seguros de alto nivel salarial, con amplios beneficios, en la actualidad «trabajan en un Seven-Eleven o en un McDonald's[10]».
Muchos de los nuevos empleos a tiempo parcial se localizan en los llamados “guetos rosas”, trabajo concentrado en el sector de servicios y en áreas anteriormente ocupadas por trabajadores de los llamados de «cuello blanco», tales como secretarias, cajeras y camareras, normalmente ocupados por mujeres. Pero incluso éstos tienen muchas probabilidades de desaparecer en la próxima década.
Las estadísticas disponibles muestran una fuerza laboral cada vez menor prácticamente en cada sector. Forzada a competir con la automatización, por un lado, y con la propia presión global de los trabajadores, por otra, la masa laboral americana se siente cada vez más empujada hacia niveles cercanos a los de la supervivencia económica. En 1979, el nivel salarial promedio semanal en los Estados Unidos era de 387 dólares. En 1989 había descendido a 335 dólares. En un periodo de veinte años, entre 1973 y 1993, los trabajadores americanos de «cuello azul» han perdido un 15% de su poder adquisitivo[11].
El descenso en los niveles salariales promedio es atribuible, en parte, a la menguante influencia de los sindicatos. Las congelaciones y los recortes salariales eran aspectos intratables en el sector sindical de la economía durante las décadas de los 60 y los 70. Durante la recesión de 1981-1982, por primera vez en su historia las centrales sindicales empezaron a perder terreno. Más del 44% de la fuerza laboral comprometida en las negociaciones colectivas aceptó, en el año 1982, congelaciones o recortes salariales, estableciendo un antecedente para el resto de la década[12].
En 1985, un tercio de todos los trabajadores representados en los nuevos acuerdos laborales se sometieron a la congelación salarial o a una reducción de los salarios. Con una decreciente influencia de los sindicatos en la masa laboral, los trabajadores americanos se quedaron sin una voz efectiva que representara sus intereses frente a los empresarios. El Economic Policy Institute estima que, tan sólo en el sector secundario, la pérdida de influencia de los sindicatos ha representado una reducción mínima del 3,6% en los niveles salariales[13].
Detrás de las nobles declaraciones sobre los méritos de la reducción en el tamaño de las empresas y de la racionalización de la producción, nos encontramos con una realidad bastante distinta, poco discutida en el ámbito público. En la década de los 80, el sector secundario pudo reducir 13 millones de dólares por hora en salarios, por medio de la eliminación de más de 1,2 millones de puestos de trabajo. Las industrias de productos perecederos ahorraron cerca de 4,7 millones por hora en salarios reduciendo 500.000 empleos. Otros 3,1 millones por hora se obtuvieron mediante la reducción de los salarios de 10,75 a 10,33 dólares por hora. En conjunto, los americanos ganaron 22 millones de dólares por hora menos que en la década precedente[14]. El economista Jared Bernstein, del Economic Policy Institute, argumenta que «el recorte en los costes laborales… ha llevado a una desinversión sistemática en la fuerza laboral», con consecuencias no previstas para la economía y para nuestra sociedad. Con la reducción en el tamaño de las empresas y con la reingeniería, dice Bernstein, se están «tácitamente aceptando las necesidades de los empresarios en lugar de las de los empleados». Afirma que los salarios contabilizados por hora «disminuyen a medida que nos acercamos hacia la mitad de la década de los 90» y es probable que esta tendencia continúe en el futuro[15].
Para muchos trabajadores, los ajustes en los sistemas y en las capacidades productivas han significado caer en unas circunstancias casi míseras. En un informe de 1994, el Census Bureau aportaba datos mediante los que se demostraba que el porcentaje de americanos que trabajaban a tiempo completo, con unos ingresos por debajo del mínimo para una familia de cuatro miembros, alrededor de los 13.000 dólares por año, alcanzó el 50% entre 1979 y 1992. El estudio, que fue calificado como preocupante por el Bureau, ofrecía pruebas dramáticas de la caída en picado de la clase trabajadora americana. Los economistas culparon del declive a la pérdida de puestos de trabajos del sector secundario y a la globalización de la economía[16]. La forzada redistribución de la riqueza, sin tener en cuenta a los trabajadores americanos, se realizó en favor de la dirección de las empresas y sus accionistas, lo que ha llevado al economista conservador Scott Burns a comentar que «los años 80 serán conocidos como la década de las vacas gordas, un periodo en el que la devoción empresarial se empleó para someter a la asustada masa trabajadora, mientras que la élite empresarial americana disfrutaba de todos los lujos[17]».
Parte de culpa de la crisis que sufren los trabajadores americanos se puede achacar a la aparición de un único mercado mundial en las décadas de los 70 y 80. La recuperación de Japón y de la Europa Occidental posterior a la segunda guerra mundial representó para las empresas americanas la aparición de grandes competidores en el ámbito internacional. Los nuevos desarrollos en sistemas de información y en tecnología de comunicaciones facilitaron hacer negocios en cualquier punto del planeta. La aparición de un mercado común mundial y de una fuerza laboral global sirvió de incentivo para que las empresas americanas pudiesen acabar con la incómoda tregua que habían logrado con los sindicatos desde el principio de la década de los años 50.
Recordemos que, en el periodo inmediatamente posterior a la segunda guerra mundial, la clase trabajadora y los directivos de las grandes empresas se enzarzaron en una serie de huelgas como consecuencia de reivindicaciones por los niveles salariales, beneficios laborales y en demanda de mejores condiciones de trabajo. Hacia mediados de la década de los 50, se llegó a unos acuerdos informales que se mantuvieron más o menos intactos hasta bien entrada la década de los 70. El trabajador iba a participar, al menos en parte, de las ganancias derivadas de la mayor productividad, lo cual se traduciría en mejores salarios y beneficios laborales, a cambio de la promesa de paz laboral y cooperación por parte del trabajador. Durante casi veinticinco años, los salarios reales de los trabajadores americanos crecieron entre un 2,5 y un 3% anual. Los beneficios también crecieron. El número de trabajadores bajo planes de pensiones empresariales se incrementó de un 10% en 1950 a más de un 55% en 1979[18]. Las coberturas de asistencia sanitaria, las bajas laborales por enfermedad y las vacaciones pagadas también sufrieron sensibles mejoras.
Los beneficios laborales tan difícilmente conseguidos y el «acuerdo» existente entre direcciones de empresa y clase trabajadora empezaron a deteriorarse a finales de la década de los 70 y principios de la de los 80. Enfrentados a una gran competencia extranjera y, en el propio país, armados con unos equipos tecnológicamente cada vez más sofisticados que eliminaban puestos de trabajo, así como con una masa laboral disponible en otros países, los empresarios americanos concentraron sus esfuerzos en debilitar la influencia de los sindicatos y en reducir el coste de los componentes de trabajo en el proceso económico. Durante la década de los años 80, los niveles salariales por hora del 80% de la clase trabajadora americana se redujeron en un promedio de un 4,9%[19]. «A principios de los años 70», observa el economista laboral Frank Levy, «el trabajador medio con un certificado escolar ganaba alrededor de 24.000 dólares. En la actualidad, la misma persona gana unos 18.000[20]». Las prestaciones sociales también se han reducido. El porcentaje de trabajadores bajo un plan de pensiones disminuyó de un 50% en 1979 a un 42,9% en 1989[21]. La cobertura sanitaria también ha disminuido. Un estudio realizado por una empresa consultora especializada, Foster Higgins, demostró que el 80% de las empresas americanas piden que sus empleados «paguen una media de 103 dólares al mes por una cobertura familiar, frente a los 69 dólares de 1989[22]». El periodo de baja laboral retribuida ha disminuido en 2,3 días, en lo que se refiere a trabajadores de producción, en la última década[23].
Mientras que la primera ola de automatización tuvo su mayor impacto sobre los trabajadores de «cuello azul», la nueva revolución protagonizada por los procesos de reingeniería empieza a afectar a los niveles medios de la comunidad empresarial, amenazando la estabilidad económica y la seguridad del grupo político más importante en la sociedad americana: la clase media. Las nuevas víctimas de la reingeniería son las que viven en barrios acomodados, y han sido despedidas de sus puestos de dirección con una compensación económica anual que supera las seis cifras. Hace diez años, la simple imagen de un hombre blanco, de entre cuarenta y cincuenta años, sentado en el jardín de su casa o paseando al perro por una calle de un barrio residencial a media tarde, hubiese parecido algo extraño. Hoy en día, miles de mandos intermedios y ejecutivos despedidos se encuentran en casa esperando una llamada con una posible oferta de trabajo. Para muchos esta llamada nunca llegará a producirse.
Recientemente, The Wall Street Journal describió el perfil humano del típico desempleado de barrio residencial. John Parker, que vive en la rica urbanización de Main Line, Filadelfia, perdió su trabajo en IBM con motivo de la restructuración empresarial. Durante meses permaneció encerrado en su casa de seis habitaciones, redactando su curriculum vitae y buscando ofertas de trabajo. Parker dice que «al principio, ni tan siquiera me apetecía salir a la calle durante las horas de oficina». El antiguo ejecutivo de cuarenta y tres años comentaba que temía que «mis vecinos me viesen y se preguntaran por qué hacía novillos». Su aislamiento terminó el día en que oyó un fuerte estruendo y salió de su casa hacia el lugar donde trabajaba un grupo de obreros que pavimentaban la calle. Alzó la vista y se sorprendió al ver a dos de sus amigos observando lo que había ocurrido. «Nos quedamos mirándonos atónitos», decía Parker, «como queriendo decir: ¡son las dos de la tarde y ninguno de vosotros está en su oficina[24]!»
Una bibliotecaria local, Ann Kajdasz, comenta que hace unos tres años empezó a notar que hombres de negocios de mediana edad, en mitad del día, acudían a la biblioteca. Probablemente irían a leer publicaciones de negocios o a comprobar el índice Dow Jones en el National Business Employment Weekly. «Al principio, venían muy arreglados, con sus camisas de vestir y sus corbatas», afirma Kajdasz. «Después de un tiempo, sin embargo, venían cada vez más desaliñados y a veces hablaban de su miedo a no llegar a ser capaces de encontrar de nuevo trabajo[25]».
Cada vez más desempleados se rinden. Algunos se han encerrado detrás de las puertas de sus casas, pasan la mayor parte del tiempo en habitaciones a oscuras, en penumbra, viendo la televisión. Algunos se refugiaron en el alcohol. Otros empezaron a hacer las tareas domésticas, como llevar y traer a sus hijos al colegio, o se concentraron en diversas actividades extraprofesionales. Algunos se prestaron como acompañantes o instructores.
Muchas comunidades han formado grupos de apoyo a los nuevos desempleados de la clase media. En Bryn Mawr, Pennsylvania, la organización Executives in Transition reúne todos los lunes, a las nueve de la mañana, a grupos de ex ejecutivos para hablar sobre sus sentimientos y para compartir sus preocupaciones. El problema de encontrar trabajo y la preocupación de tener que vivir con la incertidumbre producida por la situación de desempleo son el centro de discusión[26].
Parker forma parte de una nueva categoría demográfica denominada «la declinante clase media». En la década de los años 80, más de 1,5 millones de empleos correspondientes a puestos intermedios fueron eliminados. En los 90, cada vez son más los puestos superiores, incluyendo directivos medios y altos, afectados. Peter Drucker afirma que la clase directiva empieza «a sentirse como esclavos en una subasta en bloque[27]». Algunos son despedidos con pocas esperanzas de ser capaces de encontrar empleos equivalentes con beneficios más o menos comparables. Los que encuentran trabajo lo hacen, por regla general, aceptando reducciones importantes en los salarios y en las responsabilidades del puesto. Jerry Scott, uno de los participantes en Executives in Transition, encontró recientemente un nuevo empleo con una reducción del 45% en sus percepciones. Otros han terminado aceptando empleos a tiempo parcial en empresas del tipo de H&R Block, preparando devoluciones de impuestos con un sueldo de 5 dólares por hora[28].
Por toda América desaparecen los empleos de tipo medio como consecuencia de la revolución de reingeniería. Decenas de miles de familias que viven en zonas residenciales, pertenecientes a la cultura nacional de la autopista, colocan el cartel de «Se vende» en las fachadas de sus casas, venden sus posesiones y hacen el equipaje. Por primera vez desde la Gran Depresión, son desplazadas hacia los escalones inferiores de la escala social, víctimas de las nuevas formas de racionalización de la producción, de las tendencias a una mayor automatización y de la competencia global del mercado. De acuerdo con lo establecido por el Census Bureau, el número de americanos que viven con unos ingresos medios ha pasado de un 71% de la población en 1969 a menos de un 63% a principios de la década de los años 90[29].
Este declinar de la clase media hubiese sido considerablemente mayor si, en la década pasada, las esposas no hubiesen entrado a formar parte de la clase trabajadora. A principios de la década de los años 80, había más matrimonios con la esposa en casa que en el trabajo. Hacia finales de la década, en el 45,7% de todas las parejas casadas, la esposa trabajaba para ayudar en la economía familiar, mientras que en un 33,5% de los matrimonios todavía trabajaba un solo miembro[30]. Las estadísticas muestran que el salario de un trabajador descendió a lo largo de la década de los 80. Si no hubiese sido por los ingresos extras, muchas de estas familias hubiesen dejado de pertenecer a la llamada clase media. Hacia 1989, incluso estos ingresos familiares adicionales dejaron de ser suficientes para poder soportar los recortes salariales. La familia media americana sufrió una pérdida de ingresos de alrededor del 2% entre 1989 y 1990[31].
Este declive de la situación de la clase media americana se hizo mucho más dramático entre aquellas personas con estudios universitarios. Entre 1987 y 1991, los salarios reales de los trabajadores con formación universitaria descendió en un 3,1%[32]. Son éstos los que constituían el grueso de las posiciones en niveles directivos en la economía americana y son, precisamente, estos empleos los que se ven desplazados por los avances de las nuevas tecnologías y la puesta en práctica de procesos de reingeniería. Más de un 35% de licenciados en fechas recientes se han visto en la obligación de aceptar empleos que no requieren un diploma universitario, frente al 15% de hace cinco años. De acuerdo con las cifras elaboradas por el College Employment Research Institute de la Universidad del estado de Michigan, el mercado laboral para licenciados universitarios es, en la actualidad, el más pobre desde el final de la segunda guerra mundial[33]. El reclutamiento de las grandes empresas en los campus universitarios ha perdido protagonismo. Las pocas ofertas disponibles son objeto de grandes disputas. No resulta inusual ver que miles de licenciados universitarios se presentan a una única oferta de empleo. Con las 500 empresas más prósperas del país en proceso de reducción de sus masas laborales, que, con rapidez, sustituyen a su personal de dirección por otro de silicio, las perspectivas son pesimistas para muchos licenciados universitarios que aspiran a formar parte de una declinante clase media americana.
A pesar de que la revolución tecnológica de la información ha minado la economía de los trabajadores de la clase media y cerrado posibles oportunidades para las nuevas generaciones de licenciados universitarios en búsqueda de su primer empleo, todo ello ha podido constituir un regalo para un número reducido de altos ejecutivos, los responsables de gestionar los negocios de la nación. Muchas de las ganancias en productividad y de los incrementos en los márgenes de beneficios producidos en el pasado medio siglo, a raíz de la generalización de los equipos de automatización y de control numérico, han ido a parar principalmente a las arcas de los altos directivos. En 1953, las remuneraciones a los ejecutivos eran equivalentes al 22% de los beneficios de la empresa. En 1987 eran del 61%. En 1979, los consejeros delegados en los Estados Unidos recibían 29 veces los ingresos medios de un trabajador de cadena de producción. En 1988, un consejero delegado medio podía ganar 93 veces más que un trabajador de fábrica medio. Para dar un poco de perspectiva a las anteriores cifras, es necesario tener en cuenta que cuando John F. Kennedy asumió la presidencia de los Estados Unidos, un consejero delegado medio de una de las 500 empresas más prósperas del país podía ganar 190.000 dólares al año. En 1992, la gratificación media alcanzó alrededor de los 1,2 millones de dólares por año. Entre 1977 y el inicio de la década actual, los salarios de los altos ejecutivos de las empresas americanas se incrementaron en un 220%. Si los trabajadores de fábrica americanos hubiesen participado de los incrementos en productividad y de los crecimientos de los beneficios de forma similar a como lo han hecho los altos ejecutivos, el salario medio de un trabajador de cadena de producción estaría por encima de los 81.000 dólares al año[34]. Incluso los editores de Business Week se vieron obligados a reconocer que «las retribuciones a los ejecutivos crecen por encima de cualquier proporción razonable, muy por encima de lo que ocurre con otro tipo de trabajos, desde los trabajadores de plantas de fabricación hasta los profesores[35]».
La creciente diferencia en los salarios y en los beneficios entre los altos ejecutivos de las grandes empresas y el resto de la clase trabajadora americana crea una inmediata polarización del país: un país en el que una pequeña élite cosmopolita de americanos acaudalados convive en un contexto formado por una clase trabajadora cada vez más empobrecida y con un creciente porcentaje de desempleados. La clase media, en su momento elemento característico y fundamental de la prosperidad americana, se marchita por momentos, con importantes y preocupantes consecuencias para la futura estabilidad política de la nación.
La concentración de riqueza en los Estados Unidos se mantuvo hasta cierto punto estable entre 1963 y 1983. Sin embargo, en la década de los años 80, la diferencia salarial empezó a crecer dramáticamente. Hacia finales de la década, el 0,5% de las familias más ricas de América era propietario del 30% de las rentas patrimoniales netas, lo que representaba un incremento del 4,1% sobre el dato equivalente de 1983. En 1989, el 1% de las familias ingresaban el 14,1% de los ingresos totales de los Estados Unidos y era propietario del 38,3% de las rentas totales netas y del 50,3% de la totalidad de los activos financieros netos del país[36].
En términos monetarios, el 5% de los trabajadores con mayores ingresos pasó de un promedio de retribuciones de 120.253 dólares en 1979 a 148.438 en 1989, mientras que el 20% más pobre experimentó una disminución de 9990 dólares a 9431 al año[37]. Durante la década de los 80, los ricos se hicieron más ricos, fundamentalmente a expensas del resto de la clase trabajadora americana, que vio cómo sus salarios se recortaban, sus prestaciones sociales se reducían y sus empleos desaparecían.
El número de millonarios llegó a cifras nunca vistas con anterioridad a los años de la década de los 80. Igualmente ocurrió con los multimillonarios. En 1988, más de 1,3 millones de personas registraron ingresos superiores a un millón de dólares, lo cual representaba 180.000 personas más que en 1972. El número de multimillonarios pasó de veintiséis familias en 1986 a cincuenta y dos tan sólo dos años más tarde. Las rentas netas de las 834.000 familias más ricas del país totalizaban una cantidad superior a los 5,62 billones de dólares. En contrapartida, las rentas netas del grupo inferior formado por el 90% de las familias americanas totalizaba tan sólo 4,8 billones de dólares[38].
Menos del 0,5% de la población americana ejerce actualmente un poder sin precedentes sobre la economía, lo que repercute en más de 250 millones de ciudadanos americanos. Esta pequeña élite posee el 37,4% de la totalidad de los activos empresariales privados de los Estados Unidos[39].
Por debajo de los más ricos existe una pequeña clase alta formada por el 4% de la población trabajadora de los Estados Unidos. Principalmente está formada por los nuevos profesionales, los analistas teóricos especializados o los trabajadores con grandes conocimientos que gestionan la nueva información económica basada en la alta tecnología. Este pequeño grupo, constituido por menos de 3,8 millones de individuos, recibe una cantidad equivalente al grupo inferior formado por el 51% de los trabajadores americanos, que totalizan más de 49,2 millones de personas[40].
Además del grupo superior formado por el 4% de los trabajadores que forman la élite del sector de la información, existe otro 16% de la fuerza laboral americana relacionada también con el conocimiento y la información. En conjunto, esta clase, que representa el 20% de la masa laboral, recibe 1.755.000 de millones de dólares al año más de lo que reciben las otras cuatro quintas partes de la población total. Los ingresos de esta clase siguen creciendo a un ritmo de un 2 a un 3% al año por encima de la inflación, incluso cuando los ingresos del resto de trabajadores americanos continúan disminuyendo[41].
Los trabajadores del sector de la información son un grupo muy diverso unido por el uso de la más moderna tecnología de la información para el tratamiento, manipulación, identificación y procesamiento de los problemas. Son los creadores, manipuladores y suministradores de los flujos de información que hacen posible la economía global postindustrial. Esta clase específica está formada por científicos investigadores, ingenieros de diseño, ingenieros civiles, analistas de «software», investigadores en biotecnología, especialistas en relaciones públicas, abogados, banqueros inversionistas, consultores en dirección, consultores financieros y fiscales, arquitectos, planificadores estratégicos, especialistas en marketing, editores y productores cinematográficos, directores artísticos, publicistas, escritores, editores y periodistas[42].
La importancia de esta clase dentro del proceso de producción sigue creciendo mientras que el papel de los dos grupos tradicionales de la era industrial —trabajadores e inversores— continúa disminuyendo en importancia. En 1920, por ejemplo, el 85% de los costes del proceso de fabricación de un automóvil estaba dedicado a trabajadores e inversores. En 1990, estos dos grupos percibían menos del 60%, mientras que el resto se dedicaba a «diseñadores, ingenieros, estilistas, planificadores, estrategas, especialistas financieros, ejecutivos, abogados, publicistas, comerciales y similares[43]».
El sector de los semiconductores ofrece un ejemplo más explícito, si cabe. En la actualidad, menos de un 3% del precio de un circuito integrado semiconductor corresponde al propietario de la materia prima y de la energía, un 5% a los que poseen los equipos y la infraestructura y un 6% al trabajo rutinario. Más de un 85% de los costes corresponden al diseño especializado y a los servicios de ingeniería y a las patentes y derechos de la propiedad intelectual[44].
En la primera era industrial, aquéllos que controlaban el capital financiero y los medios de producción ejercían un control casi total sobre la clase trabajadora disponible para la economía productiva. Durante una época, en las décadas de la mitad del presente siglo, tuvieron que compartir una parte de este poder y de este control con la propia clase trabajadora, cuyo papel crítico en los procesos productivos le aseguró cierta influencia en las decisiones que gobiernan tanto los medios como las formas de hacer negocios y de distribuir los beneficios. En la actualidad, cuando el peso relativo de la clase trabajadora ha disminuido de forma significativa, los profesionales relacionados con el conocimiento y la información se han convertido en la parte más importante de la ecuación económica. Son ellos los catalizadores de la tercera revolución industrial y los responsables de mantener el ritmo de evolución de la economía basada en las altas tecnologías. Por esta razón, la alta dirección y los inversores han tenido que compartir, cada vez más, al menos alguna parte del poder con los creadores de la propiedad intelectual, con los hombres y las mujeres cuyas ideas y cuyos conocimientos alimentan la información de la sociedad de la alta tecnología. No es pues extraño que, para ciertos sectores económicos y de negocios, los derechos sobre la propiedad intelectual se hayan hecho más importantes que las finanzas. Con un monopolio sobre las ideas y sobre los conocimientos, se garantizan el éxito competitivo y la posición de mercado. Financiar este éxito ha llegado a ser, prácticamente, un factor secundario.
En el mundo extremadamente automatizado y basado en la alta tecnología de la década de los 90, la nueva élite de los profesionales de la información y el conocimiento es la que emerge con importantes cualidades que los llevan al centro del mundo económico. Se convierten rápidamente en la nueva aristocracia. A medida que su fortuna florece, las circunstancias económicas de un amplio número de trabajadores de bajo nivel del sector de servicios disminuye, creando con ello una nueva y peligrosa división entre los que tienen y los que no tienen nada en cada nación industrializada. La cambiante geografía social de ciudades como Nueva York, Berlín, Londres y París es una prueba palpable de esta nueva clase. Historiadores sociales como Bennett Harrison y Barry Bluestone describen la dinámica social que se extiende, en los siguientes términos: «El grupo superior del mercado laboral incluye directivos, abogados, contables, banqueros, consultores de empresa y otro tipo de personas con formación técnica cuyas tareas cotidianas se centran en el control y en la coordinación de la empresa global y de los servicios empresariales que están íntimamente ligados a ella… En el grupo inferior se hallan los otros, los menos afortunados, el conjunto de residentes urbanos cuya función colectiva consiste en suministrar servicios para los trabajadores de la clase alta… Son los que tienen que esperar para disponer de una mesa en un restaurante, los que cocinan los alimentos, los que venden cualquier cosa, desde suministros para oficina hasta ropa, los que cambian las camas y las toallas en docenas de nuevos hoteles, los que ofrecen servicio de vigilancia y de cuidado de niños o disponen de los trabajos de nivel más bajo en los hospitales municipales, en las clínicas de salud, en los colegios y en el mismo gobierno municipal[45]».
Peter Drucker ha advertido a sus colegas empresariales que el reto social crítico, consecuencia de la emergente sociedad basada en la información, consiste en prevenir un «nuevo conflicto de clases entre los dos grupos dominantes en la sociedad poscapitalista: los trabajadores del conocimiento y la información y los trabajadores de servicios[46]». Las advertencias de Drucker pueden llegar a hacerse más pronunciadas en los años venideros, cuando un creciente número de empleos en el sector de servicios, en la actualidad en manos de la clase trabajadora, sea sustituido por máquinas, forzando con ello a que un mayor número de trabajadores engrosen la creciente subclase urbana.
Aunque muchos de los profesionales que configuran las nuevas élites de analistas teóricos trabajan en las mayores ciudades del mundo, tienen muy poco o prácticamente ningún arraigo con el lugar. El sitio geográfico en el que trabajan tiene mucha menos importancia que la red internacional para la que se hallan colaborando. En este sentido, representan una nueva fuerza cosmopolita, una tribu nómada fundamentada en la alta tecnología cuyos miembros tienen mucho más en común entre ellos que con los ciudadanos de aquellos países con los que puedan realizar algún tipo de negocio. Su experiencia y servicio se venden por todo el mundo. Estos nuevos grupos emergentes de trabajadores internacionales de alta tecnología, cuyos salarios para el año 2020 representarán algo más del 60% de los ingresos de los habitantes de los Estados Unidos, pueden apartarse de las responsabilidades cívicas en el futuro, si prefieren no compartir sus ganancias y sus ingresos con la totalidad del país. El secretario de Trabajo, Robert Reich, dice que es posible que:
los analistas teóricos se concentren en enclaves más aislados, dentro de los cuales podrán usar sus recursos en lugar de compartirlos con otros americanos o de invertirlos de forma que se pueda mejorar la productividad de otros habitantes de América. Una menor parte de sus ingresos quedará afectada por los impuestos y, en consecuencia, repartida o invertida en beneficio del resto del público… Diferenciados del grueso de la población por sus contactos internacionales, por sus buenas escuelas, por sus confortables estilos de vida, por sus excelentes sistemas de coberturas sanitarias y por la abundancia de guardias de seguridad, los analistas teóricos completarán su separación de la unión. Las ciudades dormitorio y los enclaves urbanos en los que residen, y las zonas analítico-teóricas en las que trabajan, no se parecerán en nada al resto de América[47].
Dos Américas muy diferentes parecen estar emergiendo a medida que nos acercamos al final del siglo XX, a los umbrales del XXI. La nueva revolución tecnológica puede terminar por acelerar las crecientes tensiones existentes entre los ricos y los pobres y más tarde dividir la nación en dos campos completamente incompatibles y cada vez más enfrentados. Los signos de la desintegración social se hallan en todas partes. Incluso los eruditos políticos de tendencias conservadoras empiezan a darse cuenta de la situación. El escritor y analista político Kevin Phillips está preocupado por la aparición de «economías duales» y apunta a estados como el de Pennsylvania y el de Carolina del Norte, en los que ciudades con alta tecnología, como Pennsylvania y Durham, prosperan en el nuevo entramado económico mundial, mientras que otras áreas del mismo estado pierden sus fundiciones y plantas textiles, obligando a miles de trabajadores a engrosar las filas del desempleo[48].
Paul Saffo se hace eco de las preocupaciones apuntadas por Phillips. Observa que en aquellos enclaves caracterizados por la alta tecnología como, por ejemplo, Telluride, Colorado, «se pueden encontrar personas viviendo en chalets con instalaciones electrónicas y salarios similares a los que se pueden percibir en Nueva York, mientras que en la puerta de al lado hay alguien que sólo es un trabajador más de la hamburguesería local, cuyo salario es absolutamente común en el Colorado rural». Saffo dice que «cuando se tiene a los extremadamente ricos conviviendo puerta con puerta con los extremadamente pobres… es pura dinamita política… lo que podría llevar a una revolución social[49]».
El Census Bureau informaba en 1993 sobre la pobreza en América aportando pruebas estadísticas sobre la creciente diferencia entre ricos y pobres. Según las cifras presentadas en este estudio, el número de americanos que vive en niveles de pobreza en 1992 es mayor que en ningún momento del pasado, desde 1962. En 1992, 36,9 millones de americanos vivían en la pobreza, lo cual representaba un incremento de 1,2 millones más que en 1991 y de 5,4 millones más que en 1989. Más del 40% de los pobres de nuestro país son niños. Las tasas de pobreza entre la población afroamericana supera el 33%, mientras que para los hispanos es el 29,3%. Cerca del 11,6% de todos los americanos blancos vive en la pobreza[50].
A pesar de que más del 40% de los pobres existentes en 1992 tenían algún tipo de trabajo, el bajo nivel salarial no era suficiente para subsistir, lo que, a menudo, era consecuencia de trabajos a tiempo parcial[51]. Sus escasos ingresos necesitaban de ayudas gubernamentales para garantizar la supervivencia. En 1992, más de 1 de cada 10 americanos dependían de ayudas alimenticias, el mayor porcentaje desde que estos programas fueron puestos en marcha en 1962. Nueve millones de personas se han beneficiado de este tipo de ayuda en los últimos cuatro años, de manera que el número de americanos que de ella dependen ha llegado hasta los 27,4 millones. Algunos expertos estiman que existen otros 20 millones que reúnen los requisitos para recibir estas ayudas, pero que, por diferentes razones, todavía no la han conseguido[52]. Muchos de los recientemente incorporados son trabajadores cuyos bajos ingresos y trabajos a tiempo parcial resultan insuficientes para poder alimentar a sus familias. Otros son trabajadores recientemente desempleados, víctimas de la competencia global, de las reestructuraciones empresariales y de la puesta en marcha de las nuevas tecnologías.
Además de los programas de asistencia alimenticia del gobierno, más de 50.000 organizaciones, despensas privadas y comedores de beneficiencia distribuyen comida a los hambrientos del país. En Chicago, el Greater Chicago Food Repository distribuyó más de 22 millones de libras de alimentos en 1992, incluyendo 48.000 comidas diarias al año[53].
Muchos de los americanos hambrientos son personas mayores. Más de un millón de ciudadanos adultos están desnutridos. Las estadísticas indican que más de 30 millones de personas mayores se ven forzadas regularmente a ayunar. Además, el hambre empieza a hacer estragos entre la población americana más joven. Uno de cada cuatro niños americanos en edad de crecimiento pasa hambre, según indican los estudios preparados por Bread for the World, una organización de cooperación con sede en Washington[54]. Don Reeves, analista en política económica que trabaja para Bread for the World, afirma que la globalización de la economía y el rápido desplazamiento tecnológico son los «factores principales» que justifican el creciente número de familias americanas que pasan hambre[55].
El hambre crónico es el factor más importante en la escalada de los costes de la asistencia sanitaria pública. Los recién nacidos de poco peso y los niños deficientemente nutridos suelen crecer con serios problemas de salud a largo plazo, lo que quiere decir miles de millones de dólares para la factura sanitaria nacional. Muchos de los ciudadanos más pobres del país tienen poco a ningún acceso a una adecuada asistencia sanitaria. De acuerdo con el censo de 1992, el 28,5% de los pobres no tienen ningún tipo de seguro sanitario[56].
Los trabajadores recientemente desempleados resultan especialmente vulnerables a las enfermedades y a las epidemias. Mary Merva y Richard Fowles, de la Universidad de Utah, descubrieron que un incremento en un punto porcentual en el desempleo produce un 5,6% de incremento en las muertes como consecuencia de ataques al corazón y un 3,1% de incremento en las muertes como consecuencia de apoplejías. Las personas desempleadas están más predipuestas al estrés y la depresión, a consumir más alcohol, cigarrillos y a comer con dietas menos saludables, y todo ello contribuye al incremento de los infartos y las apoplejías. Merva y Fowles estudiaron treinta áreas metropolitanas importantes totalizando una población cercana a los 80 millones de personas. Basándose en las tasas de desempleo del bienio de 1990-1992, que promediaron un 6,5%, estos economistas estimaron que más de las 35.307 muertes por infarto y de las 2771 muertes como consecuencia de ataques de apoplejía eran consecuencia de estas altas tasas. Fowles afirma que, dada la firme correlación entre pérdida del empleo y fuerte incidencia de este tipo de enfermedades, el gobierno debería intervenir y crear un sistema de seguridad para aquellos trabajadores que se hallasen de pronto en el paro durante periodos de tiempo más o menos largos[57].
Aquellos americanos que todavía conservan su empleo sufren, a menudo, problemas de salud a largo plazo porque, o los empresarios les han asignado un programa sanitario con coberturas demasiado limitadas, o carecen de subsidio de desempleo alguno. El Census Bureau informa de que 35,4 millones de americanos se hallaban sin cobertura sanitaria en 1992, lo que representaba un incremento de 2 millones en un año[58]. Muchos empresarios han reducido o eliminado subsidios con la finalidad de reducir costes fijos. Otros han reducido sus masas laborales, sustituyendo a las personas por máquinas con el consiguiente ahorro en costes de cobertura. Otros también han sustituido los trabajadores fijos por trabajadores a tiempo parcial, con lo que han podido eliminar los gastos derivados de las coberturas asistenciales. El resultado es una nación de trabajadores y desempleados cada vez más vulnerable y con un mayor riesgo derivado de una inadecuada cobertura médico-asistencial que les garantice un nivel mínimo de cuidados médico-sanitarios. En la actualidad, millones de familias viven con el miedo constante de que una simple crisis de salud les lleve a un incremento de sus deudas, a una caída en picado a alguna de las subclases sociales existentes.
La creciente divergencia entre los que tienen y los que no tienen es algo que se hace evidente en las frías estadísticas sobre el alquiler y la propiedad de casas. En la década de los años 80, el americano medio debía asignar el 37,2% de sus ingresos para la compra de su primera casa frente a un 29,9% en la década precedente[59]. Con los costes de las propiedades inmobiliarias en constante crecimiento y con los niveles salariales reales en claro descenso, muy pocos americanos son los que pueden comprar una casa. En la década de los 80, el porcentaje de americanos entre 25 y 29 años capaces de disponer de una casa de su propiedad bajó del 43,3% hasta el 35,9%. En el caso del segmento de las personas entre 30 y 34 años, el porcentaje de propietarios bajó del 61,1% al 53,2%. Finalmente, en el de 35 a 39, el porcentaje pasó del 70,8 al 63,8%[60].
De estas personas calificables como «afortunadas» por poder disponer de un techo bajo el que cobijarse, el 17,9% viven en estructuras verdaderamente deficientes. Muchos otros carecen de techo, viven en las calles o en asilos por toda la ciudad. Un análisis, realizado en 1991, sobre lo que ocurría en veinticinco grandes ciudades demostró que las peticiones de asilo se han incrementado en un 13% en un periodo de doce meses. Actualmente, más de 600.000 americanos, entre los que se incluyen hasta 90.000 niños, carecen de cobijo propio en cualquier mes[61]. El congresista Henry Gonzales, presidente del House Committee on Banking, Finance and Urban Affairs, considera que «hemos hecho que los americanos se hayan convertido en nómadas en sus propias tierras». Gonzales advierte a sus colegas que tenemos «familias rondando por nuestras tierras, algunas de ellas malviviendo en automóviles y otras haciéndolo bajo los puentes», y su número crece diariamente[62].
Los pobres de nuestra nación se concentran en las áreas rurales y en los núcleos interiores de las ciudades, los dos tipos de zonas demográficas tradicionalmente afectadas por la puesta en marcha de nuevas tecnologías en las dos últimas décadas. Más del 42% de los pobres del país viven en las zonas interiores de las ciudades, frente al 30% de 1968. El coste para la sociedad de dar alimento y cobijo a las subclases urbanas excede en la actualidad los 230.000 millones de dólares anuales, una cifra sin duda importante, sobre todo si se tiene en cuenta que el país está preocupado por la deuda y el incremento de los déficit federales[63].
Cada vez más analistas económicos culpan a la intensa competencia mundial y a los cambios en la tecnología del aumento de la pobreza. Las industrias ligeras que emplean trabajadores de las ciudades han tenido que recortar el empleo hasta cifras cercanas al 25% en años recientes. Los editores de Business Week observaban: «para aquellos trabajadores urbanos que confiaban en empleos estables en el sector secundario, que tradicionalmente requerían poco nivel educativo, las pérdidas han sido devastadoras». Los hombres blancos con niveles de formación relativamente bajos y con edades alrededor de los veinte años, han visto cómo sus ingresos se recortaban en un 14%, después del ajuste por la inflación, entre 1973 y 1989. Los hombres de color han sufrido peores experiencias. Sus ingresos descendieron en un 24% en el mismo periodo de tiempo[64].
Mientras que millones de ciudadanos del campo y de las ciudades languidecen de pobreza, y un cada vez mayor número de trabajadores suburbanos con un salario medio sienten el zarpazo de la reingeniería y las consecuencias del desplazamiento tecnológico, una pequeña élite de trabajadores americanos del conocimiento, de empresarios y de directivos empresariales atesoran los beneficios de la nueva economía global basada en la tecnología punta. Disfrutan de un nivel de vida acomodado, lejos del trastorno social que les rodea. La nueva terrible circunstancia por la que atraviesan los Estados Unidos es la que ha hecho que el propio secretario de Trabajo, Robert Reich, se haya preguntado: «¿qué debemos a los que, como miembros de nuestra misma sociedad, ya no disfrutan de la misma posición económica[65]?».