EL GRAN DEBATE SOBRE LA AUTOMATIZACIÓN
Mientras que los líderes de los derechos civiles, allá por los años 60, empezaron a advertir las nefastas consecuencias de la automatización para la comunidad afroamericana, otros previeron mayores y más amplias implicaciones para la sociedad considerada en su conjunto. A principios de la década de los años 60 se inició un debate a nivel nacional sobre los efectos probables de la automatización en la economía y el empleo, alimentado, en gran parte, por la creciente pérdida de puestos de trabajo en la comunidad de color.
En marzo de 1963 un grupo de distinguidos científicos, economistas y académicos liderados por J. Robert Oppenheimer, el director del Institute for Advanced Studies en la Universidad de Princeton, publicó una carta abierta al presidente de los Estados Unidos, en The New York Times, advirtiendo de los peligros de la automatización para el futuro de la economía americana y proponiendo un debate nacional al respecto. El Ad Hoc Committee on the Triple Revolution, cuyo nombre era consecuencia del análisis efectuado respecto a los tres nuevos cambios revolucionarios que se estaban produciendo en la sociedad, la revolución cibernética, la revolución armamentista y la revolución de los derechos humanos, argumentaba que las nuevas tecnologías cibernéticas forzaban un cambio fundamental en las relaciones entre ingresos y trabajo. Los autores apuntaban que, hasta el momento presente, en la historia del país «las fuentes económicas habían sido siempre distribuidas sobre la base de las contribuciones a la producción». Esta relación histórica se veía amenazada por las nuevas tecnologías basadas en los ordenadores. Advertían que «una nueva era de producción se ha iniciado. Sus principios de organización son tan diferentes como diferentes eran los de la era industrial respecto a los de la era agrícola. La revolución cibernética ha sido generada por la combinación de los ordenadores y las máquinas autorreguladas de forma automática. Ello se traduce en un sistema de capacidad productiva prácticamente ilimitada y que, progresivamente, requiere el uso de menores cantidades de mano de obra[1]».
El comité reiteraba que «los negros son el grupo más afectado de los muchos que sufrirán el exilio de la economía debido a la cibernética», pero también predecía que, con el tiempo, la nueva revolución de los ordenadores asumiría un mayor número de tareas productivas de la economía, dejando a millones de trabajadores sin empleo[2]. El comité pidió al presidente y al Congreso que consideraran la forma de garantizar que cada ciudadano pudiera disponer de «unos adecuados ingresos como derecho inalienable» como forma de distribuir fondos entre los millones de personas que perdieron su trabajo por las nuevas técnicas[3].
Las advertencias del Ad Hoc Committee captaron la atención de la Casa Blanca. En julio de 1963 el presidente Kennedy decidió la creación de una National Commission on Automation[4]. Seis meses más tarde, en su discurso del Estado de la Nación, el presidente Lyndon Johnson proponía la creación de una Commission on Automation, Technology and Economic Progress. Aquella misma primavera dieron comienzo sesiones públicas en el Congreso y la legislación decretó que se formara la comisión[5].
El informe de la comisión, publicado en 1965, trató de comprometerse a un tiempo con los que argumentaban que la revolución cibernética requería una respuesta inmediata por parte del gobierno y con los que, especialmente en la comunidad empresarial, opinaban que la sustitución producida por la tecnología era una evolución normal del progreso económico y que sería, finalmente, asimilada por cualquier economía fuerte: «De acuerdo con una de las posiciones extremas, el mundo, o al menos los Estados Unidos, se hallan al borde de una saturación de la productividad suficiente para hacer que nuestras instituciones económicas y el concepto de empleo retribuido queden obsoletos. Disentimos de este punto de vista… Sin embargo, también disentimos de la otra posición extrema caracterizada por la complacencia y que deniega la existencia de serios problemas sociales y económicos relacionados con las consecuencias generadas por los cambios tecnológicos[6]».
Curiosamente, a pesar de que los autores del informe del gobierno intentaban establecer una cierta distancia entre ellos y los críticos y fijar una posición central para afrontar el problema, muchas de sus sentencias reforzaban los argumentos adelantados por el Oppenheimer Committee on the Triple Revolution. Por ejemplo, reconocían el destructivo impacto de la revolución de las nuevas técnicas sobre la América negra. El informe indicaba:
La moderna tecnología agrícola, desde las recolectoras de algodón y las grandes cosechadoras, a los fertilizantes químicos y los insecticidas, se ha traducido en una rápida emigración de trabajadores hacia las ciudades y ha contribuido a generar y aumentar los ya serios problemas urbanos.
La revolución tecnológica en la agricultura ha incrementado las dificultades de una gran parte de nuestra población negra. Obligados a abandonar las áreas rurales, muchos de ellos emigraron a las ciudades en busca de futuro. Pero muchos llegaron justo en el momento en que… los adelantos en la tecnología han reducido el número de empleos no cualificados o semicualificados en el sector secundario a los que aquéllos podían haber optado. Independientemente de las mejoras en los dos últimos años, existen 700.000 empleos menos en fábricas de producción y en departamentos de mantenimiento de los que existían justo al final de la guerra de Corea[7].
La comisión gubernamental argumentaba que «la tecnología elimina puestos de trabajo, no trabajo propiamente dicho», defendiendo el mismo argumento que empleaban Oppenheimer y los autores del informe de la Triple Revolución. Si la economía producía trabajo sin trabajadores, tal como parecían sugerir ambas partes participantes en el debate, entonces debería ser necesaria alguna forma de intervención gubernamental para dar pie a alguna fuente de ingresos y de poder adquisitivo para paliar el efecto del creciente número de trabajadores sustituidos por las nuevas tecnologías, que permiten importantes ahorros en mano de obra e incrementos en la productividad. La comisión aceptaba, sin embargo, que: «Es continua obligación de la política económica, el adaptar los incrementos en potencial productivo a los incrementos en el poder adquisitivo y en la demanda. De no ser así, el potencial creado por el progreso técnico conducirá a una capacidad no aprovechada, al desempleo y a privaciones[8]».
Al final la comisión presidencial se echó atrás en las cuestiones derivadas de la automatización, llegando a la conclusión de que la sustitución tecnológica es una condición coyuntural y necesaria, generada como consecuencia del progreso económico. A este mesurado optimismo le respaldaba un repentino giro en la economía y un descenso de las cifras de desempleo como consecuencia, en gran medida, de los replanteamientos industriales a raíz del conflicto de Vietnam. La comisión ya lo había confesado: «Con la intensificación de la guerra de Vietnam, las perspectivas apuntan a mayores recortes en el desempleo[9]». En un anexo preciso y concreto, los autores del informe advertían que «la nación no debería engañarse por una breve necesidad de incrementar los gastos en defensa[10]». La advertencia fue desoída a causa de los tambores de guerra y un incremento imparable en la economía militar.
Después de años de crecientes preocupaciones como consecuencia de las sustituciones producidas por las nuevas tecnologías, el gran y esperado debate sobre la automatización entró en efervescencia a mediados de la década de los años 60. Charles Silberman escribió un artículo en Fortune, en el que declaraba que «los efectos de la automatización sobre el empleo han sido exagerados de forma salvaje e irresponsable, básicamente por parte de los científicos sociales, que parecen estar implicados, todos ellos y entre sí, en una competición de inconsciencia generalizada y amenazadora[11]».
El fracaso a la hora de afrontar adecuadamente la cuestión del desempleo tecnológico se debe, en parte, a las centrales sindicales y a las organizaciones de trabajadores. La voz de millones de trabajadores americanos, el movimiento laboral que se explayó inútilmente acerca del uso de la automatización, terminó por unirse a los empresarios en detrimento de sus propios principios.
El padre de la cibernética, Norbert Weiner, que era tal vez la persona que estaba en mejor posición para percibir claramente las consecuencias a largo plazo de las nuevas tecnologías de la automatización, ya advertía de los peligros de un desempleo tecnológico extendido y permanente. En ese sentido dijo: «si estos cambios en la demanda de mano de obra nos llegan de forma anárquica y poco organizada, podemos hallarnos frente al periodo de desempleo más largo que hayamos visto[12]».
A Weiner le asustaba tanto el futuro basado en la alta tecnología que él y sus colegas habían creado, que escribió una extraordinaria carta a Walter Reuther, presidente de la United Auto Workers, solicitándole una audiencia. Advertía a Reuther que la revolución cibernética «llevaría, indudablemente, a la fábrica sin trabajadores». Weiner predecía que «en la actual situación industrial, el desempleo producido por este tipo de fábricas sólo podía ser desastroso», y le prometía a Reuther su total apoyo y lealtad personal para cualquier campaña nacional que, orquestrada por diferentes organizaciones de trabajadores, buscase una solución al problema[13].
Al principio, Reuther fue comprensivo y se hizo eco, aunque débilmente, de los argumentos de Weiner en sus intervenciones ante el comité del Congreso y en las audiencias públicas. Advertía que «la economía no ha sido capaz de generar el necesario poder adquisitivo para absorber el volumen de bienes y servicios derivados de las capacidades generadas por las tecnologías disponibles», y urgía al gobierno federal a «crear la demanda necesaria[14]».
Otros líderes sindicales se manifestaron con cautela contra las nuevas fuerzas tecnológicas que amenazaban a millones de puestos de trabajo. George Meany, el poderoso presidente de AFL-CIO, advertía que las nuevas tecnologías que deberían permitir ahorros de mano de obra se estaban «convirtiendo en una maldición para esta sociedad… en una iniciativa alocada para producir cada vez más con menos mano de obra, y sin importarles las consecuencias que ello podrá tener para la economía en su conjunto[15]».
Sin embargo, a pesar de toda la retórica pública, el movimiento laboral se mostró mucho más conciliador en su actuación en los procesos de negociación colectiva. Tal como apunta el documento del historiador David Noble, The Forces of Production, las centrales sindicales se rindieron frente a la dirección en los temas relativos a la automatización. Temerosos de ser calificados como obstáculos frente al progreso, los líderes sindicales se vieron forzados a jugar a la defensiva. Muchos, incluidos los miembros de la propia central de Reuther, abrazaron abiertamente la llegada de las nuevas tecnologías, cuyo efecto iba a ser el de reducir el número de puestos de trabajo. En 1955 el UAW emitió una resolución en su convención anual, en la que se reclamaba un mayor apoyo para las diversas fuerzas de la automatización que estaban empezando a erosionar seriamente a sus afiliados: «La UAW da la bienvenida al progreso de la automatización y de la tecnología… Ofrecemos nuestra cooperación… en una búsqueda común de programas y políticas… que garantizará que un mayor progreso tecnológico genere más progresos humanos[16]».
Habiendo aceptado tanto la inevitabilidad como la necesidad de la existencia de tecnologías que permitan ahorrar en mano de obra, el movimiento laboral empezó a perder el buen momento del que habían disfrutado desde finales de la segunda guerra mundial. Acorraladas, las centrales sindicales tuvieron que realizar una retirada precipitada, cambiando sus demandas de negociación desde los temas relativos al control de la producción y de los procesos laborales hasta solicitudes relativas al tema de la formación, para poder mantener las nuevas necesidades de los puestos de trabajo. En la víspera de la transición histórica de la mecanización a la automatización de la producción, el movimiento sindical efectuó una decisión calculada al apostar por la formación, con la creencia de que mientras un amplio número de trabajadores no cualificados quedarían eliminados por las nuevas tecnologías basadas en los ordenadores, se incrementaría el número de puestos técnicos y cualificados. El CIO fijaba su nueva estrategia en un panfleto editado en 1955 bajo el título de «Automatización»:
La introducción de las máquinas automáticas y los ordenadores electrónicos se traducirá en una redistribución y en una actualización de los niveles de cualificación requeridos por la clase trabajadora… La perspectiva de cambios laborales puede verse favorecida, en parte, por la cooperación entre empresas y centrales sindicales y por las directivas de aquéllas planificando la forma de introducir las diferentes formas de automatización en periodos de alto empleo, permitiendo la coexistencia de ambas formas, antes de iniciar el proceso de reducción del tamaño de la clase trabajadora y permitir, así, disponer de tiempo suficiente para formar a los trabajadores[17].
El AFL-CIO presentó cierto número de resoluciones en sus convenciones anuales de los años 60, manteniendo en cada una de ellas la necesidad de que se negociasen fondos para formación en todas y cada una de las negociaciones colectivas. Los empresarios estaban más que predispuestos a aceptar las nuevas demandas del movimiento laboral. Los costes de introducir nuevos programas de formación serían, en cualquier caso, considerablemente menores que los derivados de la perspectiva de una larga y dilatada batalla con el movimiento laboral sobre la introducción de las nuevas tecnologías de automatización en las plantas de fabricación. Entre 1960 y 1967 el porcentaje de acuerdos en negociaciones colectivas, en las que se creaban provisiones de fondos para formación, se incrementaron desde un 12% hasta más de un 40%[18]. El movimiento laboral también apoyó, aportando sus relaciones políticas, una legislación federal tendente a promover y apoyar la formación laboral. En 1962 el AFL-CIO movilizó todas sus fuerzas para apoyar, por activa y por pasiva, el Manpower Development Training Act, que era el instrumento legal diseñado para dar formación a los trabajadores despedidos a causa de la automatización.
Al abandonar el tema relativo al control de las tecnologías, en favor de las reiteradas demandas de formación, las centrales sindicales perdieron buena parte de su poder efectivo en las negociaciones colectivas. Si hubiera mantenido los sistemas de control como prioridad fundamental, el movimiento laboral y las centrales sindicales podían haber negociado con éxito acuerdos colectivos con las direcciones de las empresas, acuerdos que hubiesen garantizado la participación de la propia clase trabajadora en las ganancias derivadas de los incrementos en productividad aportados por la mayor automatización. Semanas laborales más cortas y mayores niveles salariales se habrían sumado a los incrementos en productividad. En su lugar, como consecuencia de la capitulación de la clase trabajadora, las formas de manejar el tema de la mayor automatización se limitaron a contentarse con acuerdos a la defensiva que garantizaban seguridad en el puesto de trabajo para los asalariados de mayor edad, repartir el esfuerzo al de la clase trabajadora del momento y limitar las oportunidades de formación, tan sólo, a determinados miembros del colectivo de trabajadores.
Mientras que las centrales sindicales y el movimiento obrero, en general, acertaban en que la automatización disminuiría los niveles existentes de trabajadores no cualificados, fallaron notablemente en su apreciación de que se crearía un número importante de puestos de trabajo altamente cualificados. Fallaron sobre todo en su lucha con la dinámica general de la revolución de la automatización, es decir, las direcciones de las empresas pretendían sustituir trabajadores por máquinas allí donde fuese posible, y con ello, reducir los costes de mano de obra, incrementar el control sobre la producción y mejorar los márgenes de beneficio. Algunos trabajadores recibieron formación y pudieron encontrar mejores trabajos cualificados; sin embargo, otros muchos no pudieron. Simplemente había demasiados trabajadores despedidos y se crearon pocos empleos de alta tecnología. El resultado fue que las centrales sindicales empezaron a perder afiliados. La automatización llegó incluso hasta la destrucción de su arma más básica y fundamental: la huelga. Las nuevas tecnologías permitían a las direcciones de las empresas seguir haciendo funcionar las plantas de fabricación con equipos mínimos durante las huelgas, acabando de hecho con la posibilidad de las centrales sindicales para obtener concesiones significativas en las mesas de negociación.
Para su propio mérito, muchos sindicatos decidieron abandonar la batalla intentando anticiparse a «lo inevitable», y ganaron el máximo número de concesiones posibles para sus afiliados. Los estibadores, los trabajadores de refinerías, el sindicato de impresores y otros muchos usaron la huelga general, la de «brazos caídos» y otras formas diversas a su disposición para proteger a sus miembros de los efectos devastadores de la automatización. La International Typographers Union (ITU) fue una de las centrales más belicosas respecto al tema de la automatización. En 1966 su sección local de Nueva York estaba en condiciones de garantizar un acuerdo laboral con los editores de periódicos de la ciudad que «daba a la central sindical la autoridad absoluta sobre los tipos y formas de tecnología que podrían ser introducidos y puestos en marcha en las salas de composición». Ocho años después la ITU todavía pudo evitar el cambio de tipos de composición, de metal caliente a metal frío e impedir, de este modo, la automatización de los procesos de composición. Los tres grandes periódicos —The New York Times, el Daily News y el New York Post— estaban de acuerdo con la negociación de 1966, por la que daban a la ITU el control sobre la introducción de las nuevas tecnologías en las plantas de edición, con la esperanza de que la resistencia de las centrales sindicales hacia los tipos de impresión fríos llevase, finalmente, a sus competidores hacia la bancarrota. Esto es, exactamente, lo que ocurrió. En este periodo los seis periódicos más pequeños de la ciudad de Nueva York cayeron, debido en parte a que no podían seguir manteniendo y financiando los crecientes costes de mano de obra asociados con el mantenimiento de la tipografía caliente. En 1974 el sindicato era considerado, de forma mayoritaria, el único responsable de la bancarrota de los editores más pequeños y de la pérdida de cientos de puestos de trabajo. Los medios de comunicación nacionales y la comunidad empresarial acusaron a la ITU de haberse convertido en un ente contra el progreso y, peor aún, de ser los responsables de la pérdida de los puestos de trabajo por los que tan arduamente habían luchado las diferentes centrales sindicales[19].
La presión pública sobre las centrales sindicales se incrementó y, en 1974, sus líderes tuvieron que capitular frente a las direcciones de las empresas y la opinión pública, firmando acuerdos en los que renunciaban a su capacidad de veto sobre la introducción de nuevas tecnologías en las salas de tipografía. Como contrapartida, el sindicato recibía la garantía de que los trabajadores empleados en tipografía tendrían empleos de por vida, y un atractivo programa de jubilación anticipada. El acuerdo también incluía un sistema de reducción de la masa laboral, que se llevaría a cabo paulatinamente. Los editores estaban realmente dispuestos a efectuar concesiones salariales a corto plazo y de beneficios extrasalariales, siendo conscientes de que el acuerdo histórico que firmaban iba a representar la desaparición, a largo plazo, del sindicato. Éste, por su parte, se sentía atrapado por la creciente presión de la automatización y de la opinión pública y estaba dispuesto a asegurar, en los mejores términos posibles, un acuerdo para sus miembros, mientras que intentaba evitar su total desaparición. Años más tarde, el antiguo redactor de temas laborales del The New York Times, A.H. Raskin, se refería a lo que había ocurrido: «la disposición de los editores de Nueva York de ser generosos en la negociación del convenio de 1974, era consecuencia de la conciencia, por ambas partes, de que el resultado obtenido iba a ser el último éxito del sindicato de tipógrafos. Éste tenía el poder suficiente para exigir un precio alto a cambio de retirar su capacidad de veto sobre el proceso de automatización, pero el advenimiento de las nuevas tecnologías le iba a despojar de cualquier poder en el futuro. A todo lo que el sindicato puede aspirar ahora es a una caída precipitada, ya que los viejos luchadores se retiran o mueren y la tradicional sala de composición desaparece[20]».
Al final, las fuerzas tecnológicas que arrasaron la economía terminaron siendo un enemigo demasiado poderoso al que enfrentarse. Con su importancia debilitada por las diversas olas de innovación tecnológica, así como por las pérdidas sufridas como consecuencia de la competencia foránea, las centrales sindicales de trabajadores de «cuello azul» iniciaron su histórico retroceso hasta llegar a la situación actual en la que no son más que una sombra de su, en algún momento, preeminente papel desempeñado en la vida económica americana.
En la actualidad las implicaciones derivadas de la automatización vuelven a estar a la orden del día. Sin embargo, en esta ocasión, el campo de batalla en el que se desarrolla el nuevo conflicto sobre la tecnología se ha ampliado de forma impresionante, hasta llegar a abarcar a la totalidad de la economía de los Estados Unidos, así como la mayor parte del mercado global. Los temas derivados del desempleo tecnológico, que hace una generación afectaban, fundamentalmente, al sector manufacturero de la economía, y en concreto, a los trabajadores pobres de color y a los asalariados de «cuello azul», afectan en la actualidad a todos y cada uno de los diferentes sectores de la economía y, prácticamente, a cualquier grupo o clase de trabajadores.
La amarga experiencia de los trabajadores de color y de los de «cuello azul» en las industrias manufactureras tradicionales, a lo largo del último cuarto de siglo, es un augurio de lo que le espera, en el futuro inmediato, a millones de trabajadores adicionales que quedarán seriamente afectados, cuando no aislados, por el despido tecnológico masivo. La subclase americana, que sigue siendo mayoritariamente urbana y de color, es posible que sea cada vez más blanca y suburbana, como consecuencia de y a medida que las nuevas máquinas pensantes sigan, constante y permanentemente, su camino ascendente por la pirámide económica, ocupando con ello un mayor número de puestos de trabajo o de tareas calificadas como especializadas.
El mundo ha cambiado drásticamente en las tres últimas décadas desde que la National Commission on Automation, Technology and Economic Progress emitió su informe. Las premoniciones de Norbert Weiner sobre un mundo sin trabajadores se convierten rápidamente en un problema de tipo público en las naciones industrializadas. La tercera revolución industrial fuerza una crisis económica de ámbito mundial de proporciones monumentales, debido a que millones de personas pierden sus puestos de trabajo a causa de las innovaciones tecnológicas, mientras que el poder adquisitivo se desploma. Al igual que ocurrió en la década de los años 20, nos hallamos peligrosamente cerca de una nueva gran depresión, mientras que ninguno de los actuales líderes mundiales quiere reconocer que existe la posibilidad de que la economía global se esté acercando, de forma inexorable, hacia un mercado laboral decreciente, con unas consecuencias para la civilización extremadamente peligrosas y preocupantes.
Los políticos de todo el mundo han fracasado en el momento de diagnosticar y actuar en consecuencia respecto a la naturaleza fundamental de los cambios que se están produciendo en la comunidad económica global. En las salas de los consejos de administración de las empresas, en las plantas de fabricación y montaje y en las tiendas de venta al por menor de todo el mundo se produce una silenciosa revolución. Las empresas han estado reestructurando sus organizaciones, prácticamente reinventándose a sí mismas, con la finalidad de crear nuevas estructuras de dirección y de marketing que puedan trabajar, de forma efectiva, con los nuevos y extraordinarios tipos de información generados por las tecnologías de las telecomunicaciones que se desarrollan. El resultado es una transformación radical en cómo el mundo realiza sus negocios, lo que amenaza con poner en duda la cuestión del papel de la clase trabajadora, en su totalidad, en el siglo venidero.
El emergente mundo de la racionalización de la producción basada en las altas tecnologías y del comercio de ámbito global tiene sus verdaderos orígenes a mediados de la década de los años 60. Aún no se había prácticamente secado la tinta con la que se redactó el informe de la National Commission on Automation, cuando la economía mundial empezó a producir un cambio histórico hacia la era del posfordismo, preparando el terreno a las organizaciones empresariales para un futuro sin trabajo.