LA TECNOLOGÍA Y LA EXPERIENCIA AFROAMERICANA
A principios del siglo XX más del 90% de la población de color de los Estados Unidos todavía vivía por debajo de la línea Mason-Dixon[1]. La gran mayoría de la comunidad negra estaba atada a un modelo de agricultura que había cambiado poco desde la época en la que los primeros esclavos fueron traídos a América. Aunque la guerra de Secesión dio a los habitantes de color americanos su emancipación política, siguieron estando ligados a un sistema económico explotador que los obligaba a un estado de casi servidumbre.
Después de la guerra civil y durante un corto periodo de tiempo de reconstrucción en el que los negros lograron importantes ganancias políticas, los propietarios blancos de plantaciones pudieron volver a establecer su control sobre sus antiguos esclavos instituyendo el sistema de aparcerías. Próximos a la miseria, sin tierras y desesperados por conseguir trabajo, los miembros de la comunidad de color americana se convirtieron de mala gana en peones en el nuevo sistema de distribución y trabajo de las tierras. Les arrendaron granjas, y les proporcionaron casa, semillas, herramientas de labranza y mulas. En contrapartida, el 40% de sus cosechas debían ser entregadas al terrateniente. Si bien, en principio, la cosecha restante era para el aparcero, prácticamente no podía vivir con ella. El estipendio mensual o «finiquito» que permitía a los aparceros cubrir los gastos mensuales era siempre demasiado escaso, y ello les obligaba a endeudarse con el almacén general de la plantación. Los productos tenían precios normalmente muy altos y los tipos de interés del crédito resultaban, generalmente, exorbitantes y abusivos. Como resultado de esta situación, una vez la cosecha estaba recogida y repartida, los aparceros se hallaban inevitablemente ante la situación de deberle al terrateniente más dinero que el correspondiente a su parte de la cosecha, forzándoles a mayores deudas y a una prolongación de su dependencia. Con demasiada frecuencia los plantadores fijaban los resultados de la cosecha trampeando las cifras para los aparceros. Todo ello llevó a que se estableciese un rígido sistema de segregación garantizado por un régimen de terror en el que dominaba la supremacía blanca frente a una dócil clase trabajadora.
La mayoría de los aparceros de color plantaron algodón, uno de los cultivos de mayor intensidad en mano de obra. La recolección manual del algodón es, sin duda, un trabajo duro. Los recolectores tenían que gatear o agacharse para poder acceder a las plantas de algodón. Los copos blandos están rodeados por una cápsula dura que constantemente pincha las manos del que lo recoge. El algodón era recolectado y colocado en sacos de treinta y cuatro kilos que se acarreaban con una banda de cuero alrededor del hombro. La recolección se realizaba desde el alba hasta el ocaso. En este periodo de tiempo el trabajador podía recolectar del orden de unos 90 kilos[2].
Las casas de las plantaciones eran extremadamente primitivas, sin calefacción ni agua corriente. Los niños apenas estaban escolarizados y, por regla general, debían ayudar en los campos. El sistema de aparcerías no era nada más que un sistema similar al de la esclavitud pero con otro nombre.
Un gran número de gente de color empezó a emigrar hacia las ciudades industriales del Norte, durante e inmediatamente después de la primera guerra mundial, para escapar del empobrecimiento del Sur rural. Debido a la interrupción de la emigración extranjera durante los años del conflicto, los fabricantes del Norte necesitaron desesperadamente mano de obra no cualificada, con lo que empezaron un exhaustivo reclutamiento entre las gentes de color del Sur. Para muchos afroamericanos, las perspectivas de tener un sueldo en las fábricas que les garantizase vivir era argumento suficiente para tomar sus pobres pertenencias y dejar atrás a sus familias y amigos en busca de un futuro mejor. Sin embargo, otros muchos prefirieron quedarse, no queriendo asumir los riesgos y las incertidumbres de la vida en las ciudades industriales.
En octubre de 1944 un hecho ocurrió en los cultivos del delta del río Mississippi que, de alguna manera, iba a cambiar radicalmente las circunstancias de la comunidad afroamericana. El día 2 de octubre, una masa de gente, estimada en unas 3000 personas, se reunieron en un campo de algodón a las afueras de Clarksdale, Mississippi, para ver en funcionamiento la primera máquina recolectora automática de algodón. Nicholas Lemann, en su libro The Promised Land, describe con detalle lo que ocurrió: «Las recolectoras, pintadas de rojo brillante, se movían entre las filas de blanco algodón. Cada una de ellas montaba en su parte frontal una hilera de husos, asemejando el conjunto a una amplia boca, llena de dientes de metal dispuestos hacia arriba. Los husos, del tamaño de dedos humanos, giraban de forma que arrancaban el algodón de las plantas. A continuación, gracias a un mecanismo de vacío, los copos eran absorbidos por un tubo hacia un gran recipiente de rejilla metálica que se hallaba en la parte superior de la máquina».
El gentío congregado en el lugar estaba perplejo por lo que veía. En una hora un trabajador era capaz de recolectar nueve kilos de algodón. La recolectora mecánica podía recoger hasta 453 kilos en el mismo periodo de tiempo. Cada máquina podía hacer el trabajo de cincuenta personas[3]. La llegada de la recolectora mecánica de algodón al Sur agrícola era cuestión de tiempo. Muchos soldados de color recientemente licenciados de la guerra, empezaban a cuestionar la ley de Jim Crow y los estatutos de la segregación que habían mantenido a la comunidad negra en una casi servidumbre desde la reconstrucción. Tras haber luchado por su país y estado en lugares de los propios Estados Unidos o de ultramar en los que no regían los principios de segregación racial, muchos veteranos no estaban dispuestos a seguir aceptando tal status quo. Algunos empezaron a cuestionar sus circunstancias, otros empezaron a actuar. En Greenville, Mississippi, cuatro veteranos de color se dirigieron al juzgado de la población y pidieron ser registrados como votantes. Después de repetidos rechazos, rellenaron una queja a través del FBI, que envió agentes a Greenville para ayudarles a que pudiesen llevar a término algo que, por derecho, les correspondía: poder votar en su estado, el de Mississippi[4].
Los blancos de Mississippi y de cualquier parte del sur de los Estados Unidos estaban preocupados. Los rumores de cambio eran cada vez más intensos y amenazaban con acabar con el precario acuerdo que se había mantenido en la economía de las plantaciones hasta aquel momento. Un prominente plantador del delta escribió a la Cotton Association con una sugerencia que debía ser aceptada, de forma inmediata, por todos los terratenientes blancos en todo el Sur. Su nombre era Richard Hopson, el hermano de Howard Hopson, cuyo terreno había sido empleado para demostrar las maravillas de la nueva recolectora mecánica de algodón. En su carta Hopson recogía la creciente tensión racial en el delta y añadía: «confío en que estáis enterados del serio problema racial con el que nos enfrentamos en la actualidad y que puede agravarse a medida que pase el tiempo… Abogo, firmemente, porque los agricultores del delta del Mississippi cambien lo más rápidamente posible el viejo sistema de explotación agrícola basado en las aparcerías por la completa mecanización… La agricultura mecanizada requerirá, tan sólo, una fracción de la mano de obra que se viene empleando hasta el momento, con lo que se producirá una tendencia natural a equilibrar las poblaciones blanca y negra que, de forma automática, hará que nuestro problema racial sea más fácil de solucionar[5]».
En 1949 tan sólo un 6% del algodón en el Sur se cosechaba de forma mecánica; en 1964 la cifra se había elevado hasta el 78%. Ocho años más tarde el 100% del algodón se recogía mediante máquinas[6].
Por primera vez desde que fueron traídos desde África en forma de esclavos para trabajar en los campos agrícolas del sur del país, las manos y las espaldas negras ya no eran necesarias. De la noche a la mañana el sistema de aparcerías se había hecho obsoleto debido a la aparición de las nuevas técnicas. Los dueños de la plantación despidieron a millones de aparceros, dejando a todas estas personas sin techo y sin trabajo. Otras situaciones agravaron el proceso. Los programas federales forzaron una reducción del 40% en la producción de algodón en la década de los años 50[7]. La mayor parte de la tierra se convirtió a la producción maderera o a la de forraje, lo que requería menos mano de obra. Las restricciones a la fabricación de tractores fueron eliminadas después de la guerra, hecho que propició una rápida sustitución de tractores por mano de obra en los campos agrícolas. La introducción de defoliantes químicos para eliminar los yerbajos redujo aún más las necesidades de mano de obra —los trabajadores de color habían sido empleados tradicionalmente para el corte de las malas hierbas. Cuando el gobierno federal hizo extensivos a los trabajadores agrícolas los salarios mínimos, muchos de los dueños de las plantaciones del Sur encontraron más económico sustituir las manos por los defoliantes químicos, dejando a la comunidad negra sin una de sus fuentes de empleo[8].
El empuje producido por la mecanización de la agricultura en el Sur, combinado con la atracción de los relativamente altos niveles salariales en las ciudades industriales del Norte, creó lo que Nicholas Lemann denominó «uno de los mayores y más rápidos movimientos de masas internos en la historia». Más de 5 millones de hombres, mujeres y niños de color se desplazaron hacia el Norte en busca de trabajo entre 1940 y 1970[9]. Las rutas de la emigración iban desde Georgia, las dos Carolinas y Virginia a lo largo de la Costa Atlántica hacia las ciudades de Nueva York y Boston; desde Mississippi, Tennessee, Arkansas y Alabama hacia el Norte llegando hasta Chicago y Detroit; y desde Texas y Louisiana hacia el Oeste llegando a California. Cuando la emigración se había prácticamente completado, más de la mitad de la comunidad americana de color se había desplazado desde el Sur hacia el Norte y desde una forma de vida rural hacia una realidad urbana, convirtiendo a toda esta masa de personas en el nuevo proletariado industrial[10].
La mecanización de las granjas afectó profundamente a toda la agricultura, forzando a millones de granjeros y de trabajadores agrícolas a abandonar los campos. Sin embargo, sus efectos sobre la comunidad afroamericana fueron más dramáticos e inmediatos debido a las grandes concentraciones en las regiones algodoneras del Sur, en las que la mecanización se expandió más rápidamente y de forma más forzada que en el resto de explotaciones agrícolas. Igualmente importante era que, al contrario que muchos otros granjeros, la gran mayoría de la gente de color no era propietaria de las tierras que trabaja. Comoquiera que muchos de ellos eran aparceros a merced de los deseos y comportamientos de los dueños de la plantación, y habían estado mucho tiempo al margen de la economía monetaria, carecían de capital con el que capear la tormenta tecnológica que afectaba a su comunidad racial. El reverendo Martin Luther King relata su sorpresa cuando, al visitar una plantación en Alabama en 1965, los aparceros con los que se reunió le comentaron que nunca habían visto moneda americana[11].
El recolector mecánico de algodón se mostró mucho más efectivo que la Proclamación de la Emancipación en la liberalización de las gentes de color de la economía de las plantaciones. Ello se hizo, sin embargo, a un precio terrible. La eliminación forzada de los puestos de trabajo agrícolas y la consiguiente emigración de millones de negros americanos hacia el Norte tendría, rápidamente, consecuencias sociales y políticas de proporciones inimaginables, consecuencias que implicarían un duro examen para la unidad americana. En 1947 un abogado sureño y hombre de negocios, David Cohn, escribía sobre la necesidad de que la nación tomase conciencia de las nubes de tormenta que aparecían en el horizonte político. Cohn advirtió:
El país se halla a las puertas de iniciar el proceso de cambio más grande de los que se han producido desde la revolución industrial… Cinco millones de personas se verán obligadas a desplazarse desde sus tierras en los próximos años. Deberán ir a algún lugar. Pero ¿dónde? Deberán hacer algo, pero ¿qué? Deberán cobijarse, pero ¿dónde están las casas?
La mayor parte de estas personas son agricultores negros totalmente carentes de preparación para una vida industrial urbana. ¿Cómo serán absorbidos en las estructuras industriales? ¿Cuál será el efecto de lanzarlos al mercado del trabajo? ¿Cuál será el efecto en las relaciones raciales en los Estados Unidos? ¿Serán las víctimas de la mecanización de las granjas, y también las víctimas de los diferentes conflictos interraciales?
Existe una enorme tragedia en ciernes, a menos que los Estados Unidos reaccionen y lo hagan rápidamente, antes de que el problema afecte a millones de personas de ambas razas y a la estructura misma de la nación[12].
A pesar de que los afroamericanos no estaban preparados en el momento en que se produjo su desplazamiento hacia el Norte, ya se había iniciado una segunda revolución tecnológica en las industrias manufactureras de Chicago, Detroit, Cleveland y Nueva York que, una vez más, les impedía el acceso a puestos de trabajo remunerado. Por entonces, el incipiente desempleo había generado una nueva y permanente subclase en el interior de las ciudades y creado las condiciones que darían lugar a disturbios raciales y violencia durante el resto del siglo.
Al principio la comunidad de color encontró un acceso limitado a los puestos de trabajo no especializados en las industrias del automóvil, del acero, del caucho, de la química o del procesado y empaquetado de alimentos. Los industriales del Norte los empleaban a menudo como esquiroles o para llenar el vacío dejado por la reducción en la inmigración de trabajadores de ultramar. La suerte de los trabajadores de color en el Norte industrial mejoró sensiblemente hasta 1954, momento en el que se inició un declinar histórico de cuarenta años de duración.
A mediados de la década de los años 50 la automatización empezó a tomar su propio papel protagonista en el sector manufacturero del país. Los primeros en sufrir sus efectos fueron los puestos de trabajo no especializados en cualquiera de los sectores industriales en los que se concentraban la mayoría de los trabajadores de color. Entre 1953 y 1962, 1,6 millones de puestos de trabajo de los llamados de «cuello azul» se perdieron en el sector secundario[13]. Mientras que la tasa de desempleo entre los trabajadores de color americanos nunca había excedido el 8,5% entre 1947 y 1953, y el de los trabajadores blancos nunca había superado el 4,6%, en 1964 los primeros experimentaban una tasa del 12,4% mientras que la de los segundos se situaba en un 5,9%. Nunca, desde 1954, el desempleo entre gentes de color en los Estados Unidos había sido el doble del de los blancos[14]. En 1964 el activista pro derechos humanos Tom Kahn escribía en The Problem of the Negro Movement: «Es como si el racismo hubiese puesto al negro en el estatus económico que le corresponde, apartándole a un lado para contemplar cómo la tecnología lo destruye[15]».
Al comienzo de la mitad de los años 50, las empresas empezaron a construir más plantas de fabricación automatizadas en los nuevos polígonos industriales suburbanos. La automatización y la reubicación suburbana crearon una crisis de trágicas dimensiones entre los trabajadores no especializados de color. Las viejas fábricas de varios pisos situadas en el centro de las grandes ciudades dieron paso a nuevas plantas de un solo nivel más compatibles con las nuevas tecnologías de automatización. La limitada disponibilidad de suelo y el crecimiento de los impuestos de las ciudades resultaron ser los factores determinantes para desincentivar la producción y para forzar el traslado de los negocios manufactureros hacia los nuevos suburbios industriales. El nuevo sistema de autopistas interestatales y los anillos de circunvalación metropolitanos construidos alrededor de las grandes ciudades del Norte favorecieron enormemente el transporte por camión de los productos, convirtiéndose este factor en un elemento añadido favorecedor de la reubicación de las plantas de fabricación en los suburbios[16]. Finalmente los empresarios, ansiosos por reducir los costes de la mano de obra y buscando el debilitamiento de las centrales sindicales, vieron en la reubicación una forma de poner distancia entre las fábricas y las concentraciones de militantes de aquéllas. En última instancia, fueron los mismos sentimientos antisindicalistas los que llevaron a diferentes empresas a reubicar sus plantas de fabricación en el sur de los Estados Unidos, en México o en países de ultramar.
La nueva estrategia empresarial de automatización y de transferencia hacia los suburbios se hizo rápidamente evidente en la industria de la automoción. El complejo de Ford en River Rouge, en Detroit, fue la planta emblemática de las extensas operaciones de la compañía. La planta del River Rouge era también la sede de la agrupación local sindical más radical y militante del UAW, cuyos miembros eran casi al 30% trabajadores de color. La sección local 600 del UAW era tan poderosa que podía bloquear la totalidad de las operaciones de Ford con una simple y única convocatoria de huelga[17].
Independientemente de que el complejo del River Rouge tuviese mucha capacidad para su ampliación, la dirección de Ford decidió llevarse una buena parte de su producción lejos del lugar a nuevas plantas automatizadas en los suburbios, en gran parte para debilitar el poder de la central sindical y recuperar, de este modo, el control sobre sus operaciones de fabricación. En 1945 la planta del River Rouge albergaba 85.000 trabajadores. Tan sólo quince años más tarde el número de empleos había descendido a menos de 30.000. El historiador Thomas J. Sugrue observa que, desde finales de la década de los años 40 hasta 1957, Ford Motor Company gastó más de 2500 millones de dólares en la automatización y ampliación de plantas. Las iniciativas de Ford fueron seguidas por General Motors y Chrysler. Conjuntamente, las tres grandes compañías construyeron veinticinco nuevas y más automatizadas plantas de fabricación y montaje en los distintos suburbios alrededor de Detroit[18].
Las empresas satélite, que suministraban a la industria de la automoción, también empezaron a automatizar sus procesos productivos en la década de los años 50; en especial las empresas fabricantes de máquinas-herramienta, cables, piezas del automóvil y otros productos metálicos. Muchos fabricantes de piezas como, por ejemplo, Briggs Manufacturing y Murray Auto Body, ambos de Detroit, se vieron obligados a cerrar sus fábricas hacia finales de la década de los años 50, cuando los gigantescos fabricantes de automóviles empezaron a integrar sus procesos de producción, con lo que controlaban cada vez más la fabricación de las piezas y, nuevamente, automatizando las cadenas de montaje[19].
El número de puestos de trabajo de la industria en Detroit cayó, de forma dramática, hacia mediados de la década de los años 50, como resultado de la automatización y del traslado hacia los suburbios de los procesos de fabricación y montaje. Los trabajadores de color, que tan sólo algunos años antes habían sido despedidos a causa de la recolectora mecánica de algodón en el Sur rural, eran de nuevo víctimas de un proceso de mecanización. En los años 50 el 25,7% de los trabajadores de Chrysler y el 23% de los de General Motors era de origen afroamericano. Como los trabajadores de color formaban el núcleo de la mano de obra no especializada, fueron los primeros en sentir los efectos de los procesos de automatización. En 1960 tan sólo se contaban 24 trabajadores de color entre los 7425 trabajadores especializados en Chrysler. En General Motors tan sólo 77 eran de color entre los más de 11.000 trabajadores especializados en nómina[20]. Las cifras de productividad y de desempleo relatan el resto de la historia. Entre 1957 y 1964, la producción se dobló en los Estados Unidos, mientras que el número de trabajadores de «cuello azul» disminuyó en un 3%[21]. De nuevo, buena parte de los despidos, como consecuencia de los nuevos procesos de automatización, eran trabajadores de color, que estaban desproporcionalmente representados en los empleos no especializados que fueron los primeros en ser eliminados por las nuevas máquinas. En las operaciones de fabricación en el amplio cinturón industrial del Norte y del Oeste, los procesos de automatización y de desplazamiento hacia los suburbios continuaron afectando a los trabajadores de color no especializados; como consecuencia, dejaron decenas de miles de hombres y mujeres permanentemente desempleados.
La introducción de los ordenadores y de las tecnologías de control numérico en las plantas de fabricación durante la década de los años 60 aceleraron los procesos de desplazamiento tecnológico. En las cuatro ciudades más grandes de los Estados Unidos, Nueva York, Chicago, Filadelfia y Detroit, en las que la gente de color representaba una cifra importante de los trabajadores de «cuello azul» no especializados, se perdieron más de un millón de puestos de trabajo en empresas manufactureras, de almacenaje y de venta al por mayor y al por menor, muchos de ellos como consecuencia de la sustitución tecnológica. James Boggs denunciaba la preocupación de la mayoría de la comunidad de color cuando declaró que «la cibernética… implica la eliminación de los puestos de trabajo de los negros[22]».
A medida que las empresas y los negocios se trasladaron hacia los suburbios, millones de familias blancas de clase media y de clase trabajadora siguieron la misma tendencia, y se asentaron en nuevos núcleos suburbanos. Las ciudades más importantes se convertían, cada vez más, en zonas fundamentalmente negras y pobres durante las décadas de los 60 y de los 70. El sociólogo William Julius Wilson observa que «la proporción de gente de color viviendo en las grandes ciudades se incrementó desde un 52% en 1960 hasta un 60% en 1973, mientras que la proporción de gente blanca que residía en las mismas áreas urbanas disminuyó de un 31% a un 26%». Wilson culpaba al éxodo de las ciudades del declive en espiral de los impuestos municipales, de la rápida caída de los servicios públicos, y de la retención de millones de negros en un perpetuo ciclo de desempleo y subsidios. En la ciudad de Nueva York, en 1975, más del 15% de los residentes estaban, de una u otra forma, acogidos al subsidio. En Chicago la cifra de la situación equivalente se acercaba al 19%.[23]
En los años 80 muchas de las ciudades del Norte resurgieron en parte, gracias a haberse convertido en centros de la nueva economía de la información. Sus áreas centrales se transformaron de «centros de producción y distribución de bienes materiales a centros de administración, de intercambio de información y de provisión de servicios de orden superior[24]». Las emergentes industrias basadas en el conocimiento han sido las que han generado la necesidad de puestos de trabajo para empleados de «cuello blanco» altamente especializados. Sin embargo, para un gran número de miembros de la comunidad afroamericana, el nuevo renacimiento urbano tan sólo ha servido para acentuar la ya gran diferencia en el empleo y en los salarios entre los blancos formados y los negros no especializados.
El único incremento significativo en el empleo entre la gente de color, en los últimos veinticinco años, se ha producido en el sector público: más del 55% del incremento neto en el empleo en la comunidad de color en los años 60 y 70 se ha producido en la administración[25]. Muchos profesionales de color encontraron empleos en los programas federales amparados por las iniciativas de la Great Society del presidente Lyndon Johnson. Otros encontraron empleo en los niveles administrativos locales y estatales, en áreas de servicios sociales y en los programas de bienestar público establecidos, básicamente, para la gente de color que fue sustituida por las nuevas fuerzas de la automatización y del traslado de las fábricas a los suburbios. En 1960 el 13,3% de la totalidad de la clase trabajadora de color trabajaba en el sector público. Una década después, más del 21% de todos los trabajadores de color en América se hallaban en nóminas públicas[26]. En 1970 el gobierno empleaba al 57% de los estudiantes negros graduados y al 72% de las estudiantes negras[27].
La decisión estratégica de ir hacia la automatización y de reubicar las infraestructuras industriales dividió la comunidad de color en dos grupos económicos distintos y separados. Millones de trabajadores no cualificados y sus familias pasaron a formar parte de lo que los historiadores sociales llaman en la actualidad una subclase, una parte de la población permanentemente desempleada, cuyo trabajo no cualificado ya no es necesario y que tienen que vivir «en la miseria», y coexistir simultáneamente varias generaciones bajo la tutela del estado. Un segundo grupo, de menor tamaño, de profesionales de color de clase media se hallan en nómina de diferentes estamentos administrativos, cuya finalidad es la gestión de los diversos programas de asistencia pública establecidos para asistir a las nuevas subclases urbanas. El sistema representa un cierto tipo de «colonialismo de la asistencia social», tal como afirman los autores Michael Brown y Steven Erie, «donde los negros han sido designados como los administradores de su propio estado de dependencia[28]».
Es posible que aunque el país haya tomado plena conciencia del impacto que la automatización pudo tener en la comunidad de color americana en los años 60 y 70, el número de afroamericanos que fueron absorbidos por el sector público no haya sido realmente significativo. A principios de 1970 el sociólogo Sidney Willhelm observaba que «si bien el gobierno se convierte en el empresario más importante para la clase trabajadora en general durante el periodo de transición hacia la automatización, lo es aún más en el caso de los trabajadores de color. Realmente, si no hubiese sido por el gobierno, los negros que perdieron sus empleos en el mundo de la empresa hubiesen hecho que las tasas de desempleo se hubiesen situado en niveles verdaderamente fuera de lo normal[29]».
La imagen pública de una numerosa y creciente clase media de color era suficiente para distraer, en parte, la atención de un problema mayor: el de una nueva y enorme subclase aparecida como consecuencia de ser la primera víctima de la automatización y de las nuevas tecnologías aplicadas a la fabricación.
El desempleo tecnológico ha alterado fundamentalmente la sociología de la comunidad americana de color. La falta sistemática de empleo ha conducido a una creciente ola de delitos en las calles de las ciudades de América y a la total desintegración de la vida familiar de los miembros de esta comunidad. Las estadísticas son abrumadoras. A finales de la década de los años 80 uno de cada cuatro varones de origen afroamericano se hallaba en prisión o en libertad condicional. En la capital de la nación, Washington DC, el 42% de la población masculina de color de edades comprendidas entre los dieciocho y los veinticinco años, se hallaba en prisión, en libertad condicional, a espera de juicio o arrestados por la policía. La causa fundamental de muerte entre los jóvenes negros varones es, en la actualidad, el asesinato[30].
En 1965 Daniel Patrick Moynihan, en la actualidad senador de los Estados Unidos, publicó un informe extremadamente controvertido sobre «Empleo, ingresos y orden para la familia negra», en el que argumentaba enérgicamente que «el subempleo del padre negro ha conducido a la ruptura de la familia de color[31]». Cuando se escribió este informe el 25% de los nacimientos de color lo eran fuera del matrimonio y cerca del 25% de todas las familias de color tenían a una mujer como cabeza de familia. Los hogares uniparentales con mujeres como cabeza de familia se hallan normalmente encerrados en un ciclo de dependencia de la asistencia social que se va perpetuando generación tras generación, con un gran número de embarazos fuera del matrimonio entre adolescentes, con una desproporcionada tasa de fracaso escolar y con una dependencia de la asistencia social progresivamente creciente. En la actualidad, el 62% de todas las familias de color corresponden a hogares uniparentales[32].
Estas estadísticas tienen una altísima probabilidad de verse incrementadas en lo que queda de década, dado que un creciente número de trabajadores de color no cualificados son despedidos como consecuencia de la ola de reingeniería y de reducción en el tamaño de las empresas. De acuerdo con un informe editado por la Equal Employment Opportunity Commission, los trabajadores asalariados de color representaron cerca de un tercio[33]. Los negros también sufrieron, de forma desproporcionada, la pérdida de empleos de los llamados de «cuello blanco» y del sector de servicios a principios de la década de los años 90. La razón por la que se produjeron estas fuertes pérdidas en el empleo de la gente de color, según The Wall Street Journal, es que «la gente de color se hallaba concentrada en los empleos más prescindibles. Más de la mitad de todos los trabajadores de color se hallan en puestos de trabajo incluidos en las cuatro categorías en las que las empresas han efectuado recortes netos de empleo: oficina y administración, cualificados, semicualificados y peonaje[34]». John Johnson, el director de trabajo de la National Association for the Advancement of Colored People (NAACP) afirma que «de lo que los blancos, a menudo, no se dan cuenta es que cuando ellos se hallan en recesión la comunidad de color se halla en depresión[35]».
Hace más de cuarenta años, en los albores de la edad de los ordenadores, el padre de la cibernética, Norbert Weiner, advirtió de las posibles consecuencias adversas de la aplicación de las nuevas tecnologías de la automatización. «Recordemos», decía, «que la máquina automática… es justo el equivalente económico del trabajo con esclavos. Cualquier forma de trabajo que compita con él deberá aceptar las consecuencias económicas del trabajo de esclavos[36]». No es, pues, sorprendente que la primera comunidad en quedar devastada por la revolución de la cibernética fuese, precisamente, la comunidad de color de América. Con la introducción de las máquinas automáticas se hizo posible sustituir millones de trabajadores afroamericanos por formas inanimadas de trabajo de menor coste, de manera que afectaba de nuevo a una comunidad que ha estado siempre en la parte inferior de la pirámide económica, primero como esclavos en las plantaciones, después como aparceros y finalmente como mano de obra no cualificada en las fábricas y fundiciones del norte del país.
Por primera vez en la historia de América, los afroamericanos dejaban de ser necesarios para el sistema económico. Sidney Willhelm resumió la significación histórica de lo que estaba ocurriendo en su libro Who Needs the Negro?: «Con el advenimiento de los procesos automatizados, el negro ha pasado de un estado histórico de opresión a uno de inutilidad. Y, cada vez más, no es que esté económicamente explotado, es que se ha convertido en irrelevante… Los blancos dominantes ya no necesitan seguir explotando a la minoría negra: a medida que crece la automatización, será cada vez más fácil prescindir de ellos. En poco tiempo, pues, la América blanca, gracias a una aplicación más perfecta de la mecanización y a una vigorosa dependencia de la automatización, terminará, en consecuencia, por transformar al hombre trabajador negro de explotado en descastado[37]».
Desde su celda en la prisión de Birmingham, el reverendo Martin Luther King se quejaba de la siempre lamentable autoimagen de los americanos de color, quienes, según él, estaban «siempre luchando contra una humillante sensación de “no ser nadie[38]”». El ejército en la reserva de trabajadores explotados, como expuso Marx, ha quedado reducido al espectro del «hombre invisible» de Ralph Ellison. Los procesos de automatización han dejado obsoletos a un gran número de trabajadores de color. Las restricciones económicas que han mantenido tradicionalmente a los trabajadores de color «a raya» y pasivamente dependientes de las estructuras de poder blancas para poder vivir, han desaparecido. Vencidos y olvidados, miles de negros urbanos americanos han hecho públicas su frustración y su cólera tomando las calles de los guetos urbanos por todo el país. Los alborotos empezaron en Watts en 1965 y se extendieron al este, hacia Detroit y otras ciudades industriales del norte de los Estados Unidos, en los años siguientes de la misma década. Después de los disturbios de Watts, uno de los residentes locales hizo llegar una breve advertencia «postmortem» a la nación, que hablaba directamente de la rabia reprimida que había llevado a este arranque de violencia. «Los blancos», declaraba, «creen que pueden agrupar a la gente en una determinada área como Watts y, a continuación, olvidarse de ellos. Eso no funciona[39]».
Debería reconocerse que no todos los líderes de los derechos humanos del momento efectuaron un correcto diagnóstico del problema existente. Muchos de los líderes tradicionales de las organizaciones más significativas en la comunidad de color continuaban entreviendo el problema de los negros en términos estrictamente políticos, argumentando que la discriminación social era la raíz de la crisis y que las leyes antidiscriminatorias debían ser la solución apropiada. Unos pocos, sin embargo, veían que lo que estaba ocurriendo en la economía no era nada más que el principio de un cambio más fundamental en las relaciones entre blancos y negros, con terribles consecuencias para el futuro de América. En las conclusiones de su conmovedor libro sobre este tema, Sidney Willhelm decía: «Una subestimación de la revolución de la tecnología tan sólo puede conducirnos a una subestimación de la concomitante revolución racial contra el proceso que lleva desde la explotación a la inutilidad; interpretar erróneamente el presente tan sólo como una continuación de la industrialización en lugar del nacimiento de una nueva era tecnológica, asegura una incapacidad de anticiparse a un sistema completamente distinto de las relaciones entre las razas que terminará desplazando al negro[40]».
La predicción de Willhelm ha demostrado ser absolutamente correcta. En la actualidad, millones de afroamericanos se encuentran totalmente atrapados en una permanente subclase. No cualificados e innecesarios, el valor de su trabajo se ha hecho virtualmente nulo debido a las tecnologías de automatización que han producido su desplazamiento en la nueva era de la economía mundial basada en las altas tecnologías.