VISIONES DE UN TECNOPARAÍSO
Cada sociedad crea una imagen idealizada diferente del futuro, una visión que sirve como referencia para dirigir la imaginación y la energía de las personas que la forman. Los antiguos judíos oraron para la obtención de la tierra prometida caracterizada por la abundancia de leche y miel. Más tarde, los clérigos cristianos difundieron la promesa de la salvación eterna en un reino en los cielos. En la Edad Moderna, la idea de una futura utopía tecnológica ha servido como elemento de guía de la sociedad industrial. Durante más de un siglo, los soñadores utópicos, así como los hombres y mujeres dedicados tanto a disciplinas científicas como artísticas, han planteado un mundo futuro en el que las máquinas sustituirían a los seres humanos, creando así una sociedad sin trabajo plena de abundancia y tiempo libre.
En ninguna parte del mundo se ha aceptado de forma tan apasionada la visión tecnoutópica como en los Estados Unidos. Fue en el fértil terreno intelectual de la joven América donde dos grandes corrientes filosóficas convergieron para crear una única nueva imagen del futuro. La primera de estas corrientes era la que hacía referencia a los cielos y a la redención eterna mientras que la segunda se refería a las fuerzas de la naturaleza y su influencia sobre el mercado. Desde el primer siglo de existencia de América como nación, estas dos poderosas orientaciones filosóficas cooperaron unidas para llegar a conquistar un continente. Con el establecimiento definitivo de las fronteras en 1890, las energías milenarias y las prácticas que habían conformado el carácter fronterizo fueron dirigidas hacia una nueva frontera, la de la ciencia moderna y de la tecnología. El nuevo enfoque coincidía con los amplios cambios económicos acaecidos después de la guerra civil y que fueron convirtiendo América de una sociedad rural en una sociedad urbana y de una economía agrícola en una economía industrial.
El último cuarto de siglo pasado contempló el rápido desarrollo de una importante corriente de nuevos descubrimientos científicos que permitieron redefinir un nuevo perfil y una nueva conciencia entre los americanos. Ninguna llegó a ser tan importante como el dominio de la electricidad. Si el gran logro de los pioneros del oeste del país consistió en lograr atravesar un continente y convertir las salvajes llanuras en zonas civilizadas, los nuevos pioneros, los científicos y los ingenieros reclamaron su protagonismo en el dominio de una de las más primordiales fuerzas de la naturaleza, la electricidad. Cien años después de que Ben Franklin luchara por primera vez contra las primitivas fuerzas de la electricidad, Alexander Graham Bell y sus discípulos lograron dominar con pleno éxito la enigmática y poderosa corriente y utilizarla para afianzar los avances de la nueva frontera tecnológica. Con la electricidad, las distancias podían ser salvadas de forma casi instantánea. El tiempo podía ser condensado hasta llegar a la simultaneidad. El telégrafo y el teléfono, la dinamo eléctrica, el cine y, posteriormente, la radio, fueron algunas de sus consecuencias, que suministraron al ser humano elementos de poder sobre el tiempo, el espacio y la naturaleza.
En 1886 la electricidad iluminó los primeros escaparates de los grandes almacenes de la ciudad de Nueva York. El efecto que ello tuvo sobre el público en general fue impresionante. Electrical Review recordaba la reacción de los paseantes ante las brillantes iluminaciones: «Se apiñaban y revoloteaban frente a los escaparates como las polillas lo hacen frente a un candil… la demanda para la instalación de luz eléctrica se extiende rápidamente hasta la actualidad; tan pronto como hace su aparición en una ciudad americana, la luz eléctrica se propaga de tienda en tienda y de calle en calle[1]».
El nuevo medio resultaba tan poderoso que los científicos e ingenieros de la época predijeron que su uso generalizado convertiría las ciudades en verdaderas praderas, eliminaría las diferencias existentes entre clases sociales, crearía abundancia de nuevos productos, extendería el día en la noche, curaría las enfermedades derivadas de la edad y traería la paz y la armonía a este mundo[2]. Su desmesurado optimismo era un fiel reflejo de las opiniones de la época. Los Estados Unidos se estaban convirtiendo a pasos agigantados en líderes de la emergente revolución industrial. En los pequeños talleres artesanales y en las pequeñas tiendas repartidas por el país, muchas personas, la mayoría sin educación básica, se dedicaron intensamente a la experimentación con innumerables artilugios mecánicos y eléctricos, esperando acelerar las transacciones comerciales y mejorar las prestaciones de los procesos de fabricación. Las máquinas, en un momento dado una novedad, se fueron poco a poco transformando en un elemento omnipresente y esencial del nuevo y moderno estilo de vida.
La máquina, que era ya una importante fuerza comercial, se transformó en emblema cultural a lo largo del último cuarto del siglo pasado. La visión mecánica del mundo fue entronizada por el hombre de ciencia como la metáfora cósmica esencial. Rene Descartes, el matemático y filósofo francés, fue el primero en avanzar la idea radical de la naturaleza como una máquina. En el mundo práctico y primario de Descartes, Dios, el benevolente y preocupado pastor de la cristiandad, quedaba sustituido por Dios, el remoto y frío tecnólogo creador y motor de un universo mecanicista caracterizado por el orden, la predictibilidad y la autoperpetuidad. Descartes despojaba a la naturaleza de su vivacidad, reduciendo tanto la creación como sus criaturas a simples analogías matemáticas y mecánicas. Incluso llegó a describir a los animales como «autómatas sin alma» cuyos movimientos era ligeramente diferentes de los de un muñeco automático que podía estar bailando sobre un reloj de cuerda de Estrasburgo[3].
A pesar de ser una metáfora científica popular, la visión mecanicista del mundo tuvo poca influencia sobre el gran público americano durante los primeros setenta y cinco años del siglo XIX. Resultaron ser mucho más populares las metáforas orgánicas que hablaban del romántico pasado agrícola de América, así como las de carácter religioso que hablaban de su futuro milenario. La transición de un sistema de vida rural a uno industrial fue el elemento generador de un nuevo contexto social para el florecimiento de una visión mecanicista del mundo.
La tecnología se convirtió en el nuevo Dios secular, y la sociedad americana rápidamente recompuso su propio sentido de sí misma a imagen y semejanza de sus potentes nuevas herramientas. Los científicos, los educadores, los escritores, los políticos y los hombres de empresa empezaron a redefinir la imagen y la naturaleza humanas en términos mecanicistas, entendiendo el cuerpo humano y el resto de la creación como complejas máquinas cuyos principios operativos eran la viva imagen de las máquinas más sofisticadas existentes en el mundo moderno. Muchos americanos no dudaron en compartir la visión del crítico social inglés, Thomas Carlyle, que casi cien años antes había escrito respecto a la cultura de las nuevas máquinas: «Si tuviésemos que caracterizar esta nuestra era mediante un epíteto simple estaríamos tentados a denominarla no como era heroica, filosófica o moral sino, por encima de todo, era mecánica. Es la época de la maquinaria en cualquier sentido, interno o externo… Los hombres han crecido mecánicamente en corazón, en cerebro y en manos[4]».
El «marco tecnológico de referencia» se convirtió en característica permanente de la vida americana, centrando las generaciones sucesivas en una visión del mundo que glorificaba la cultura de la máquina y hacía que cualquier cosa viva y que formase parte del mundo orgánico apareciese con naturaleza tecnológica. En la nueva era, los seres humanos empezaron a pensar en sí mismos como herramientas, como meros instrumentos de producción. La nueva autoconvicción reforzó el modus operandi de una emergente economía industrial cuyo primer objetivo de negocio era el de ser productiva. En menos de cincuenta años, la visión tecnológica ha logrado convertir las masas americanas de un papel inicial de soldados de a pie al servicio del noble en factores de producción, y de seres humanos creados a imagen y semejanza de Dios en herramientas diseñadas a imagen de las máquinas.
El proselitismo de la nueva visión tecnológica del mundo fue realizado por los escritores populares de ciencia ficción del momento. Entre 1883 y 1933, docenas de autores americanos de novelas baratas produjeron un sinfín de textos defendiendo las virtudes de un futuro reino sobre la tierra, una utopía tecnológica de placeres materiales y de ocio sin límites. De la noche a la mañana, una ávida población aceptó y abrazó la nueva teología secular. La vieja visión cristiana de la salvación eterna quedó mitigada por las nuevas creencias relativas a un paraíso terrenal. Los nuevos dioses eran los científicos y los técnicos, quienes, en razón de su ingenio y de su experiencia, podían obrar milagros y ayudar en diferentes facetas en un reino milenario gobernado por los rigurosos cálculos matemáticos y por los experimentos científicos. Como consecuencia de su duro trabajo y de su fe ciega en los principios de la ciencia y en los poderes milagrosos de la tecnología de las máquinas, el público en general pudo empezar a mirar con ilusión el día «en un futuro no muy lejano» en el que pudiesen lograr entrar en la nueva utopía, un mundo tecnológico en el que sus esperanzas y sueños podrían ser finalmente realizados.
El apóstol más importante del reino de las nuevas tecnologías fue Edward Bellamy, cuyo libro Looking Backward: 2000-1887, publicado en 1888, se convirtió en un éxito de ventas y en un abrir y cerrar de ojos convirtió a millones de americanos al nuevo evangelio de la salvación tecnológica. Entre otros escritores populares de ciencia ficción cabría citar a George Morrison y Robert Thurston, ambos ingenieros civiles de profesión. El constructor de trenes Charney Thomas y el prominente inventor King Camp Gillette también estaban entre los escritores más populares en el nuevo género. Muchos de los títulos de los nuevos libros tenían connotaciones milenarias, y sugerían estrechas implicaciones con la tradición evangélica cristiana que había inspirado las dos grandes corrientes religiosas en la historia de América y que suministraron la energía suficiente como para permitir que la colonización de un gran continente pudiese llevarse a término. El Perfecting the Earth de Charles Woolridge, el The New Epoch de George Morrison, el The Great Awakening de Albert Mervill y el The Golden Age de Fred Clough son algunos de los títulos más famosos de la época. Otros títulos estaban más entroncados en la línea comercial, lo que suponía un nexo con la otra gran tradición americana del utilitarismo. Entre ellos se incluía el The Milltillionaire de Albert Howard, el The Day of Prosperity de Paul Devinne y el Life in a Technocracy de Harold Loeb[5].
Los utópicos tecnológicos mezclaron con pleno éxito la noción cristiana de la salvación eterna con el ethos del utilitarismo americano obteniendo, con ello, una nueva y poderosa síntesis cultural. La idea de que la ciencia y la tecnología —espoleadas por una nación de trabajadores creyentes y dedicados, basados en la moderna ética del trabajo— nos dirigirían en un reinado terrestre de grandes riquezas y ocio, sigue actuando como paradigma para el gobierno económico y social, desde aquella época hasta la actualidad.
Las imágenes del futuro presentadas por los primeros escritores de ciencia ficción siguen vivas y sorprendentemente sin apenas efectos, después de haber transcurrido casi un siglo. Muchos de aquellos escritores vieron el nuevo jardín terrenal en forma de megalópolis —enormes zonas urbanas y suburbanas dispuestas en forma radial a partir de un núcleo central de manera que los círculos concéntricos podían llegar a cubrir hasta 1125 kilómetros. En The Milltillionaire, Albert Howard dividía los Estados Unidos en veinte de estas megalópolis, que funcionaban «con todo el enorme poder de la electricidad[6]».
En el centro de estas grandes ciudades cientos de rascacielos gigantescos se alzaban hacia los cielos como las torres de una catedral. Un supuesto visitante de una de estas ciudades utópicas podría enumerar del orden de 36.000 edificios, palacios de mármol rodeados por amplias avenidas adornadas con hermosas flores y preciosas plantas. «¿Puede imaginar la belleza sinfín de una idea semejante?», preguntaba Howard[7].
Estas grandes megalópolis estaban pensadas por sus creadores como si fuesen máquinas sociales, metódicamente planificadas, racionalmente organizadas y funcionando eficazmente para disfrute de todos sus habitantes. Al igual que los principios matemáticos sobre las que estaban construidas, resultaban pulcras y ordenadas. Sus alrededores eran limpios, incluso antisépticos, como corresponde a la naturaleza sintética de los nuevos entornos artificiales. La electricidad, la limpia, silenciosa, invisible fuente de poder, estimulaba la máquina social. Un habitante de la utopía describe las condiciones en los siguientes términos: «Nuestras medidas sanitarias y nuestros laboratorios son los mejores y fácilmente accesibles; nuestras calles y carreteras están bien pavimentadas; el humo y el polvo y la ceniza son desconocidos, puesto que la electricidad se emplea en cualquiera de las aplicaciones posibles; nuestros edificios y nuestros muebles, fabricados con aluminio esmaltado y cristal, se limpian gracias a delicadas máquinas que funcionan automáticamente. Cualquier posible germen de naturaleza impura queda eliminado por el más poderoso de los desinfectantes posibles, el agua electrificada, que se pulveriza sobre nuestras paredes y penetra en todas las grietas y hendiduras[8]».
Todo en la nueva utopía tecnológica está sujeto al ojo expectante de la ciencia. Incluso el clima está tecnológicamente controlado por poderosas máquinas. «Tenemos el control absoluto de la meteorología», afirma uno de los habitantes de la utopía[9].
La producción ha sido automatizada en las nuevas utopías. En The Golden Age, Fred Clough describe una visita a una fábrica casi sin trabajadores. «En la visita de inspección las vistas que [los visitantes a la utopía] ven son dignas de observar; acres de magnífica maquinaria funcionando sin ruido y haciendo perfectamente su trabajo[10]». En estos mundos del futuro «prácticamente cada profesión… es industrial[11]». Se entrena y se forma a los niños en las artes prácticas desde la más tierna infancia y se les va concienciando, paulatinamente, para que se conviertan en científicos, en ingenieros y en técnicos del nuevo orden tecnológico.
Los utópicos tecnológicos escribieron sobre lo que podría ser la vida cotidiana en el nuevo Edén. Prácticamente todos sus relatos incluían descripciones de las diferentes máquinas preparadas para realizar los nuevos trabajos y para ahorrar tiempo de fabricación, máquinas que iban a liberar a las personas dándoles mayor disponibilidad de tiempo libre. Por descontado, todas ellas funcionaban gracias a la milagrosa electricidad. Correctamente predijeron la aparición de lavadoras y secadoras eléctricas, aspiradoras, aparatos de aire acondicionado, frigoríficos, eliminadores eléctricos de basura, e incluso afeitadoras eléctricas. Trenes subterráneos sobre neumáticos de goma serían los encargados de unir las diferentes fábricas con los mayoristas, los distribuidores y los diferentes compradores, garantizando durante las veinticuatro horas del día la posibilidad de llevar productos desde cualquiera de los puntos de la megalópolis, por muy remoto que fuese, a cualquiera de los hogares de la macrourbe. El metro neumático, afirma uno de los habitantes, es «como un gigantesco molino, en cuya muela se colocan productos sin fin que son constantemente engullidos por el mecanismo de transporte, para aparecer en otro extremo, en forma de paquetes múltiples de libras y de onzas, de yardas y de pulgadas, de pintas y de galones, todo ello de acuerdo con las complejas necesidades de medio millón de personas[12]».
Todas estas invenciones, afirmaban los nuevos utópicos tecnológicos, significaban libertad frente a «todas las preocupaciones pasadas» relativas al hogar o al trabajo. El objetivo del nuevo orden era el uso creciente de tecnologías sofisticadas, capaces de generar y garantizar «cualquier cosa, desde confort hasta economía, pasando por la comodidad y la exención de preocupaciones que la inteligencia común puede llegar a imaginar[13]».
Muchos de los utópicos tecnológicos consideraban que en el plazo de cien años sus visiones del futuro iban a ver la luz en los Estados Unidos, así como en otros lugares del mundo. Estaban convencidos de que la ciencia y la tecnología sustituirían a la inspiración y la intervención divinas, creando con ello una nueva teología secular más poderosa que cualquiera de las concebidas hasta el momento por el hombre y por la Iglesia. En una de las novelas, el protagonista llega a declarar: «La eternidad está aquí. Vivimos en medio de ella». Otro ciudadano de la utopía proclamaba enérgicamente: «El cielo estará en la tierra[14]».
Mientras que las novelas de bolsillo se afanaron por difundir la «buena nueva», convirtiendo, con ello, incontables lectores a sus visiones tecnológicas, fue realmente la organización de las ferias mundiales lo que entusiasmaba a las masas de América. Algunas de ellas tuvieron lugar en los Estados Unidos, empezando con la Columbian Exposition de Chicago en 1893 y terminando con la New York World's Fair en la ciudad de Nueva York en 1939-1940. Estas ferias atrajeron a millones de visitantes. Muchos de ellos tuvieron ocasión de probar y experimentar con aparatos e instrumentos relacionados con temas ya avanzados por los escritores de ficción de la época. El mensaje básico fue que la ciencia y la tecnología avanzaban continuamente hacia nuevas fronteras, domando a la fiera, domesticando las fuerzas de la naturaleza, dirigiendo los distintos talentos de los seres humanos y acondicionando la cultura a los modelos solicitados por el credo de la ingeniería. Tanto las empresas como el gobierno financiaron exposiciones, dando, por ejemplo, al público la posibilidad de tener una primera experiencia de una visión tridimensional del futuro tecnológico inmediato que les estaba esperando. Las visiones y las experiencias cautivaron a varias generaciones de americanos, convirtiéndoles en auténticos creyentes y seguidores de la era del progreso.
Durante los años de la depresión de la década de los 30, las ferias y exposiciones mundiales asumieron un papel todavía más importante. Conscientes del desempleo creciente y de la agitación social, los organizadores de estas exposiciones estaban ansiosos por encender los espíritus y los sentimientos del público americano, por lo que empezaron a emplear estas ferias con la finalidad de transmitir la idea de que las nuevas utopías estaban a nuestro alcance. En la New York World's Fair, los promotores eligieron el eslogan «El mundo del mañana» para recalcar la inminencia de la nueva sociedad tecnológica. Las diferentes exposiciones mostraban prototipos de nuevos productos para el hogar, de nuevas formas de transporte y de comunicación, incluyendo la televisión, que pronto estaría disponible en el mercado. Sus objetivos consistían en la renovación de las esperanzas y los deseos de los visitantes, en despertar sus compromisos con un mañana mejor y en revigorizarlos a través del espíritu del progreso tecnológico que ha servido tan bien como herramienta de motivación y como catecismo secular para más de dos generaciones.
En la fachada de la puerta principal de la New York World's Fair podían leerse las palabras: la ciencia explora, la tecnología ejecuta, el hombre conforma. Con el precio de un billete de entrada los visitantes podían asombrarse ante las magníficas visiones que se extendían ante sus ojos. Su fe y su confianza en la ciencia y en la tecnología quedarían recompensadas con una sociedad futura de abundancia y de tiempo libre —la tecnología se constituiría en el nuevo esclavo, liberando a la humanidad de trabajar, de luchar o de perseguir un ascenso.
Anticipándose a la revolución de la automatización de la década de los años 50 y 60, Chrysler ofrecía a los visitantes una película experimental titulada In Tune with Tomorrow, en la que se mostraba un automóvil Plymouth que se montaba a sí mismo. Realizado en dibujos animados y con la técnica del 3-D, la película mostraba muelles y válvulas bailando, un cigüeñal que se acomodaba él mismo en el seno del bloque del motor y «cuatro ruedas que se instalaban en sus lugares cantando “my body is in the plant somewhere” al ritmo de la canción “My Bonnie Lies Over the Ocean[15]”». A pesar de haber sido producido con fines humorísticos y de entretenimiento, el mensaje evidente era que la automatización de las cadenas de montaje iba a ser, en breve, una realidad, cambiando para siempre la forma de trabajar.
Para los americanos de las primeras décadas del siglo XX, la nueva visión de una utopía tecnológica terminó siendo un poderoso grito común. Tanto los inmigrantes como los nativos estaban deseosos de unirse en la marcha hacia la nueva tierra prometida, la utopía que les esperaba justo detrás del horizonte de la ciencia. Hacia la década de los años 20, Walter Lippmann escribía que «los milagros de la ciencia parecen ser inacabables». El nuevo Moisés que entregará al pueblo elegido la tierra de leche y de miel no será un hombre de Dios, sino que será un hombre de ciencia. «No es sorprendente», afirmaba Lippmann, «que los hombres de ciencia hayan llegado a adquirir buena parte de la autoridad intelectual que, en un momento dado, pudieron ejercer los hombres de la Iglesia. Los científicos, por descontado, no hablan de sus descubrimientos como si de milagros se tratasen. Pero para los hombres comunes, tienen la misma tipología[16]».
La totalidad de los utópicos tecnológicos compartían una misma obsesión por el poder creativo y redentor de la eficiencia; la clásica y oscura valoración del tiempo inglesa recubierta de significación religiosa se transformó en un nuevo y poderoso valor secular en la nueva cultura de las máquinas. Consideraban que un uso más eficiente del tiempo y de las máquinas conduciría a un futuro sin trabajo, caracterizado por la vasta abundancia de material y de tiempo libre ilimitado.
El concepto moderno de eficiencia apareció en el siglo XIX a la luz de los experimentos en el nuevo campo de la termodinámica. Los ingenieros, experimentando con máquinas de vapor, empezaron a usar el término «eficiencia» para medir los flujos de energía y las pérdidas de entropía. «Eficiencia» terminó significando el máximo rendimiento que podía ser producido en el menor tiempo posible, consumiendo en el proceso la menor cantidad posible de energía, trabajo y capital.
El mayor responsable de la popularización del concepto de eficiencia en los procesos económicos fue Frederick W. Taylor. Sus principios de «gestión empresarial científica» publicados en 1895, se convirtieron en los estándares de referencia para la organización del trabajo —y pronto fueron empleados para organizar la mayor parte del resto de la sociedad. El historiador económico Daniel Bell afirma de él: «Si algún tipo de movimiento social puede ser atribuido a una sola persona, la lógica de la eficiencia como norma de vida se debe fundamentalmente a Taylor[17]».
Mediante el uso del cronómetro Taylor dividió la tarea de todo trabajador en las partes visibles más pequeñas que se puedan identificar, para, a continuación, medir cada una de ellas para averiguar el mejor tiempo posible bajo las condiciones óptimas de sus prestaciones. Sus estudios permitían calibrar los resultados obtenidos por los trabajadores hasta en fracciones de segundo. Mediante el cálculo de los tiempos medios y de los mejores tiempos a emplear podía definir las cargas de trabajo que correspondían a cada puesto, lo que le permitía poder hacer recomendaciones sobre dónde introducir cambios en el proceso que permitían ahorrar preciosos segundos e incluso milésimas de segundo. La gestión empresarial científica, afirma Harry Braverman, «es el estudio organizado del trabajo, es el análisis del trabajo separándolo en sus elementos más simples y es la mejora sistemática de las prestaciones de los trabajadores a partir de cada uno de sus elementos[18]».
La eficiencia se convirtió en factor clave del puesto de trabajo y de la vida de la moderna sociedad, en gran parte, debido a su adaptabilidad tanto a las máquinas como a la cultura humana. Con ella, se obtenía una forma de valorar el tiempo específicamente diseñada para medir la relación entre energías de entrada y energías de salida, así como la velocidad, de las máquinas; una forma de valorar el tiempo que podía ser fácilmente aplicada al trabajo de los seres humanos y al de la sociedad entera. Dentro de su ámbito cada una de las fuerzas y de las actividades se convirtieron en instrumentos para unos objetivos utilitarios y productivos. A partir de ese momento, los seres humanos y las máquinas podían ser medidos para así asignarles la tarea adecuada, según eficiencias relativas. En 1912 los editores de Harper's Magazine escribieron: «Están ocurriendo grandes cosas en el desarrollo de este país. Con el despliegue de la actividad hacia una mayor eficiencia, se ha iniciado una nueva y altamente mejorada era en la vida de esta nación[19]».
La eficiencia se convirtió en un concepto que barrió ampliamente América durante la segunda y tercera décadas del siglo XX. Muchos llegaron a considerar que siendo más eficientes se podía recortar el número de personas necesarias para realizar un trabajo y ganar, con ello, más riquezas y tiempo libre. La sociedad de la eficiencia se estableció en oficinas, fábricas, escuelas e instituciones cívicas por todo el país.
Los reformadores clamaron por un planteamiento más racional de los trabajos solicitados por el mercado, predicando los principios de la gestión empresarial científica. Los economistas de la época empezaron a considerar la misión empresarial tanto en términos del avance en el progreso tecnológico y en conseguir eficiencia como en producir beneficios para los accionistas. Algunos años más tarde, John Kenneth Galbraith cristalizaría la nueva tendencia hacia la capacidad tecnológica y la eficiencia productiva en su libro The New Industrial State. En él anunció que el poder en las grandes empresas había pasado de las manos de los accionistas a las de la «tecnoestructura». Galbraith argumentaba que la creciente complejidad de la moderna empresa, potenciada por la creciente sofisticación tecnológica, requería un «talento especializado» y una nueva ola de directivos con mente científica que pudiesen hacer funcionar las instituciones realmente como las máquinas eficientes que estaban apareciendo[20].
Los progresistas de la época apelaron a la despolitización de los gobiernos y a la introducción de los principios de la gestión científica de empresas en los programas gubernamentales locales, estatales y federales. Las nuevas agencias reguladoras, incluyendo la Federal Communications Commission y la Securities and Exchange Commission, se crearon en la década de los años 30 en un esfuerzo para evitar lo que muchos reformistas consideraban que eran meros asuntos administrativos de las manipulaciones y las intrigas de los políticos tradicionales. Los reformistas esperaban que una nueva generación de directivos profesionales sustituyesen a los políticos electos en las estructuras administrativas, convirtiendo los gobiernos en entes más científicos y eficientes. Se establecieron nuevas escuelas profesionales con la finalidad de formar a los estudiantes sobre la forma de aplicar los principios de la gestión empresarial científica a las estructuras gubernamentales, con la esperanza de sustituir el arte de la política por la ciencia de la administración.
A nivel local se hizo popular la planificación urbana. Cientos de ciudades crearon comisiones y agencias de planificación para coordinar más eficazmente los desarrollos comerciales y residenciales y hacer funcionar adecuadamente las infraestructuras y los servicios municipales[21]. Muchas ciudades sustituyeron los alcaldes por planificadores y por comisionados urbanos —generalmente arquitectos, ingenieros y otros tipos de especialistas cuyo trabajo consistía en sustituir los viejos sistemas de patronatos y grupos de presión políticos por gestores de servicios, más directos y eficientes.
La cruzada de la eficiencia llegó a cada una de las posibles áreas de influencia de la vida americana, recomponiendo la sociedad sobre los exactos estándares temporales de la cultura mecanicista industrial. Poco antes, las revistas populares y los periódicos habían empezado a centrar su atención en el sistema educativo americano, responsabilizando a los profesores y administradores de la nación de la ineficiencia y de la pérdida de la contribución productiva potencial de la siguiente generación de trabajadores. El Saturday Evening Post advertía que «existe ineficiencia en la gestión empresarial de muchas escuelas, del tipo de la que no hubiese sido admitida en el mundo de las oficinas y las tiendas[22]». En el verano de 1912 el Ladies' Home Journal publicó un artículo crítico titulado «¿Son las escuelas públicas un fracaso?», culpando del creciente desempleo, el hambre, el incesto, y de la corrupción derivada a los métodos ineficaces de enseñanza, causantes de los fallos en la preparación de la juventud de la nación para convertirse en ciudadanos eficientes y productivos[23]. Aquel mismo año, en la reunión anual de los inspectores de las escuelas de la nación, los participantes fueron informados de que «la llamada a la eficiencia se ha producido a lo largo y ancho de todo el país, y la demanda al respecto se hace cada día más insistente». Fueron advertidos de que «las escuelas, al igual que otro tipo de negocios e instituciones, deben someterse al examen de eficiencia[24]».
El dogma de la eficiencia fue incluso llevado hasta las parcelas más privadas de la vida diaria. En 1912 la locura llegó hasta el mismo hogar con la publicación de un artículo en el Ladies' Home Journal titulado «La nueva economía doméstica». La autora, Christine Frederick, informaba a las amas de casa de América de que ya había llegado el momento de hacer que la gestión del hogar se hiciese de una forma más eficiente y productiva. Frederick confesaba a sus lectores que había malgastado inconscientemente su precioso tiempo en ineficaces formas de trabajar en el hogar: «Durante años, nunca me di cuenta de que realmente realizaba 80 movimientos equivocados tan sólo en la operación de lavado, sin contar los que podía producir en la selección y secado o al guardar las prendas[25]». La autora preguntaba a sus lectores: «¿no se pierde tiempo trajinando en cocinas pobremente dotadas y arregladas?… ¿No podría el tren del trabajo doméstico ser despachado de estación en estación, de tarea en tarea[26]?»
Los valores de la ingeniería invadieron y recompusieron la cultura americana en las primeras décadas del siglo XX. La desaparición de la frontera del Oeste y la apertura de la frontera tecnológica fueron dos hechos celebrados con emoción y expectación por la juventud de la nación, que rápidamente cambió sus pistolas de juguete y sus sombreros de «cowboys» por mecanos. El manual de instrucciones del mecano de 1915 anunciaba que «El mecano es el único juego de construcción de piezas que emplea materiales parecidos a los materiales estructurales reales empleados en los grandes rascacielos, en las fábricas y oficinas, y en los edificios públicos». La empresa invitaba a la juventud del país a «construir grúas y torres de perforación, diferentes tipos de maquinarias, barcos de guerra, aviones, duplicados de puentes célebres, arcadas, etc., todos ellos pudiendo funcionar con motor eléctrico[27]».
El «cowboy», el héroe de la América posterior a la guerra civil, ya tenía un nuevo compañero. El nuevo héroe era el ingeniero civil de la era de la tecnología. El ingeniero aparecía como un héroe en más de un centenar de películas mudas, así como en las tramas de las novelas de más éxito de ventas. Las de Tom Swift por ejemplo, ampliamente leídas por los jóvenes del país, estaban llenas de referencias al esoterismo de las ciencias y a las maravillas de las nuevas tecnologías. En 1922 un estudio realizado a nivel nacional sobre 6000 estudiantes de últimos cursos de enseñanza media, demostraba que más del 31% de los chicos pretendían escoger la ingeniería como ocupación futura[28].
El ingeniero, equipado con las herramientas necesarias para obtener la adecuada eficiencia, se había convertido en el nuevo constructor del imperio. Su trabajo majestuoso estaba en todas partes. Se construyeron grandes rascacielos y gigantescos puentes y presas por todo el país. La autora Cecilia Tichi dijo: «Los ingenieros renovaron la misión espiritual implantada durante más de dos siglos y medio en la vida nacional. Parece ser que prometieron liderar la América industrial directamente hacia el milenio[29]».
El nuevo romance del país con la ingeniería y la ideología de la eficiencia captó la atención de muchos críticos sociales. H.L. Mencken comentaba con ironía que todo el país se estaba convirtiendo en ingeniero. Los fabricantes de colchones se convirtieron en «ingenieros del sueño», las maquilladoras se transformaron en «ingenieros del aspecto», los basureros pasaron a ser «ingenieros de saneamiento[30]». Mientras que la independencia feroz, la intrepidez y el sentido común eran los valores más preciados, la habilidad para la organización de los recursos y la eficiencia eran los nuevos valores fundamentales en una América urbana cada vez más industrializada. En 1928 la nación estaba preparada para elegir, como habitante de la Casa Blanca, al primer ingeniero de su historia: Herbert Hoover.
La masiva conversión a los nuevos valores defendidos por los ingenieros fue tan efectiva que incluso cuando la depresión golpeó fuertemente en 1929, los americanos siguieron defendiendo la visión tecnológica. Decidieron, por el contrario, descargar su ira y su temor contra los avarientos hombres de empresa, quienes, según su forma de entender, habían socavado e impedido los buenos deseos y objetivos de los nuevos héroes de la nación, los ingenieros. Algunos americanos estaban de acuerdo con las críticas iniciales del teórico económico y social Thorstein Veblen quien, en 1921, publicó un duro ataque frontal contra los empresarios del país. Veblen afirmaba que la avaricia comercial y la irracionalidad de la economía de mercado minaban los imperativos tecnológicos, y creaban despilfarro e ineficiencia a una gran escala. Argumentaba que sólo si se confiaba la economía nacional a los ingenieros —cuyas ideas nobles estaban por encima de cualquier interés económico y limitado— se podía salvar la economía y transformar el país según los planteamientos propios en un nuevo Edén. Veblen consideraba que «si la industria productiva del país estuviese completamente organizada como un todo sistemático y estuviese gestionada por técnicos competentes con la vista puesta… en maximizar la producción de bienes y servicios en lugar de que, como en la actualidad, estén en manos de gestores ignorantes con la vista puesta… en la maximización de los beneficios, la producción resultante de bienes y servicios excedería, sin duda, las actuales cifras de producción en algunas centenas por ciento[31]».
Veblen imaginaba un país dirigido por ingenieros profesionales que, empleando los ideales de eficiencia más rigurosos, lograrían eliminar cualquier posible ineficiencia y harían que funcionara como si fuese una megamáquina perfectamente afinada. Más tarde, en los peores momentos de la depresión, un grupo de supuestos reformadores, que se llamaban a sí mismos tecnócratas, retomaron los argumentos de Veblen apremiando a América a ceder un poder casi dictatorial a los ingenieros. Los tecnócratas se encaraban con desdén a la democracia popular, argumentando que «todos los conceptos filosóficos de la democracia humana y de la economía política han demostrado ser escasos e ineficaces a la hora de aportar algún proyecto para el control tecnológico continental[32]». Los defensores de la tecnocracia apoyaban el «funcionamiento según la ciencia» en lugar del «funcionamiento según el hombre» y defendían la creación y establecimiento de un cuerpo legislativo nacional —el Tecnado— que sería el que controlaría los recursos nacionales y tomaría decisiones para gobernar la producción y la distribución de bienes y servicios con la voluntad de asegurar la máxima eficiencia en el uso de los capitales humanos, mecánicos y naturales.
Los tecnócratas se convirtieron, en la época, en algo parecido a un movimiento político al intentar la visión de una utopía tecnológica directamente en el proceso político. Los líderes del nuevo movimiento preguntaron al pueblo americano si quería cambiar su sueño de un mañana mejor por una realidad laboral en el aquí y ahora: «En la tecnocracia vemos la ciencia eliminando el derroche, el desempleo, el hambre y la inseguridad por los ingresos del mañana… vemos la ciencia sustituyendo una economía de escasez por una era de abundancia… [y] vemos la competencia funcional desplazando incompetencias grotescas y derrochadoras, vemos los hechos desplazando trabajos carentes de sentido, vemos el orden desplazando al desorden y vemos la planificación industrial desplazando el caos del sector secundario[33]».
El movimiento defensor de la tecnocracia captó la atención del país en 1932. El Literary Digest proclamaba que «la tecnocracia es todo fervor. Por todo el país se habla de ella, se justifica, se cuestiona, se aprecia, se condena[34]». Su éxito parecía que iba a durar poco. Las disputas internas entre sus líderes llevaron a una división del movimiento en diferentes facciones enfrentadas. Además, también coincidió con el meteórico ascenso al poder de Hitler y la fanática obsesión del Tercer Reich por la eficiencia tecnológica, que dio pie a diferentes pensadores sociales y a algunos de los votantes a que se plantearan el deseo de los tecnócratas de implantar una dictadura tecnológica en Estados Unidos. La visión del nuevo mundo tecnológico sufrió un envite mucho más crítico en 1945, cuando los aviones estadounidenses lanzaron dos bombas atómicas sobre sendas ciudades japonesas: el mundo entero se vio entonces forzado a ver el lado oscuro de la visión tecnoutópica. La generación posterior a la guerra fue la primera en vivir con el constante recuerdo del infinito e incontrolable poder de la moderna tecnología tanto para destruir, como para crear futuro.
El lanzamiento del primer satélite ruso al espacio y la carrera derivada de la guerra fría por la conquista del espacio durante los años 50 y 60 generaron el ímpetu necesario para producir una reconsideración de la visión tecnológica. Los jóvenes de todo el mundo empezaron a emular a los nuevos héroes de la era espacial. Los chicos y las chicas empezaron a soñar con convertirse, algún día, en astronautas al mando de los controles de una nave espacial lanzada a los confines más alejados del universo. Cuando la tripulación del Challenger pereció en un dramático lanzamiento, mientras millones de escolares no podían creer lo que veían, la gran promesa de la moderna ciencia y de la moderna tecnología fue puesta en duda como nunca lo había sido hasta entonces, y con ello algunas de las esperanzas y sueños de toda una generación que, hasta aquel momento, había creído con toda la fuerza de su corazón en la visión de un futuro basado en el tecnoparaíso.
Otro tipo de contratiempos tecnológicos en años recientes ha añadido factores adicionales al escepticismo general, cambiando el entusiasmo sin límites por una visión de un mundo basado en la tecnoutopía. El poder nuclear, largamente considerado como la respuesta a la búsqueda de la humanidad de una fuente de energía eficiente y barata, empezó a amenazar y a poner en peligro a la población después del accidente en la planta nuclear de Three Mile Island y con la catastrófica fractura del núcleo en la planta nuclear de Chernobil. La creciente amenaza de polución global ha debilitado, posteriormente, cualquier efecto derivado de la visión tecnológica, a medida que la gente, en diferentes partes del mundo actual, han empezado a temer, de forma creciente, a las modernas tecnologías como terribles condicionantes del entorno en nombre de un supuesto progreso.
Mientras que las amenazas y las decepciones que afectan a las modernas tecnologías se han incrementado en los años recientes, oscureciendo, en cierto momento, la invencible imagen del futuro mediatizado por la tecnología, el sueño de que en algún momento la ciencia y la tecnología liberarían a la humanidad de una vida de durezas y de cargas, llevándola a un reinado en la tierra de abundancia y de placeres, se sigue manteniendo viva y, no sin gran sorpresa, igualmente vibrante entre muchos de los miembros de las generaciones más jóvenes. Nuestros hijos sueñan con viajar a velocidades de nanosegundos a través de potentes superautopistas de la información, entrando en el mundo de la realidad virtual y del ciberespacio, donde podrán ir más allá de los límites terrenales tradicionales y convertirse, así, en maestros del universo condicionado tecnológicamente. Para ellos, el sueño de la tecnoutopía es tan real y convincente como lo fue para la generación de sus bisabuelos, hace más de cien años, cuando sus creencias se convirtieron en visiones de un mundo futuro de facilidad y comodidades, construido tecnológicamente.
En la actualidad, el sueño utópico, con más de cien años de vida, de un futuro tecnoparaíso, vuelve a estar en vigencia. Las tecnologías de la información y la revolución de las comunicaciones han reavivado la promesa largamente anticipada de un mundo prácticamente carente de trabajo para el siglo venidero. Irónicamente, cuando más cerca parecemos estar de la consecución de la fruición tecnológica del sueño utópico, más distópico aparece el propio futuro. Y ello es debido a que las fuerzas del mercado de consumo continúan generando producción y beneficios con poca consideración hacia la creación de tiempo libre adicional para los millones de trabajadores cuyo trabajo está quedando desplazado por la propia tecnología.
La era de la información basada en la alta tecnología se halla en la actualidad a nuestras puertas. ¿Nos llevará su llegada a un remedio peligroso de los supuestos operativos de la tecnología cambiante, con su continuado énfasis en la producción sin fin, en el consumo y en el trabajo? ¿O la revolución propiciada por la alta tecnología nos llevará a la realización del sueño utópico de la vieja época, en el que se sustituye la mano de obra por máquinas, liberando finalmente a los seres humanos de sus jornadas laborales, en una era caracterizada por el posmercado? Éstos son los grandes temas que, en este momento, tenemos entre manos en un mundo cada vez más conflictivo y que nos deben permitir efectuar la transición hacia un nuevo periodo de la historia.