TECNOLOGÍA CAMBIANTE Y REALIDADES DE MERCADO
Durante más de un siglo las previsiones económicas tradicionales afirmaban que el aumento de la productividad como consecuencia de las nuevas tecnologías, la reducción en los costes de producción y el incremento en la oferta de productos baratos que estimulan el nivel adquisitivo, ampliaban las dimensiones del mercado y generaban un mayor número de puestos de trabajo. Esta propuesta fundamental ha provisto de una base racional a la política económica de todas y cada una de las naciones industrializadas del mundo actual. Su proceso lógico nos lleva, en la actualidad, a unos hasta ahora desconocidos niveles de desempleo tecnológico, a una disminución precipitada en el poder adquisitivo de los consumidores y, finalmente, nos sitúa frente al espectro de una depresión a nivel mundial de magnitudes y duración incalculables.
La idea de que los grandes beneficios causados por los adelantos en la tecnología y por las mejoras en la productividad finalmente puedan llegar hasta la gran masa de trabajadores bajo la forma de productos más baratos, mayor poder adquisitivo y un mayor volumen de puestos de trabajo disponibles, es, en esencia, una teoría relativa a una tecnología esencialmente cambiante. Mientras que los entusiastas de la tecnología, economistas y líderes de empresa raramente utilizan el término cambiante para definir y describir el impacto de la tecnología sobre los mercados y sobre el empleo, sus suposiciones y previsiones económicas son plenamente equivalentes a una aceptación implícita de dicha idea.
El argumento del cambio tecnológico tiene su origen en los escritos de principios del siglo XIX del economista francés Jean Baptiste Say, que fue uno de los primeros en argumentar que la oferta genera su propia demanda. De acuerdo con lo escrito por Say: «Un producto, tan pronto como es creado, desde ese mismo instante, proporciona un mercado para otros productos en su mismo ámbito… La creación de un producto abre, de forma inmediata, un abanico para otros productos[1]». Más adelante, en el transcurso del siglo, las ideas de Say sobre los mercados, conocidas como ley de Say, fueron asumidas por los economistas neoclásicos, que argumentaron que las nuevas tecnologías que permitían ahorros en las cargas de trabajo incrementaban la productividad, mientras facilitaban que los proveedores produjesen un mayor volumen de bienes a un coste más barato por unidad. El aumento de la oferta de productos más baratos, de acuerdo con lo que establecen los argumentos neoclásicos, genera su propia demanda. En otras palabras, la reducción en los precios como resultado de los adelantos en la productividad estimula la demanda por parte del consumidor sobre los productos que se producen. A su vez, una mayor demanda estimula una producción adicional, lo que hace que haya un nuevo crecimiento de la misma, creando de este modo un ciclo sin fin de producción creciente y de consumo. Los crecientes volúmenes de productos que se colocan en el mercado garantizarán que cualquier pérdida inicial en el empleo, debida a diferentes tipos de mejoras tecnológicas, quedará rápidamente compensada por salarios adicionales para mantener la expansión de los niveles de producción. Por añadidura, la bajada de los precios resultante de la innovación tecnológica y de los propios incrementos en la productividad, significará que los consumidores dispondrán de dinero extra para comprar otros productos que, más adelante, estimularán la productividad e incrementarán los niveles de empleo en otras áreas de la economía.
Un corolario a los argumentos de la tecnología cambiante propugna que, aunque los trabajadores queden sustituidos por las nuevas tecnologías, el problema del desempleo se resolverá finalmente por sí solo. El creciente número de desempleados reducirá los niveles salariales. Los salarios más bajos tentarán a los empresarios a contratar trabajadores adicionales en lugar de invertir en materiales más caros, moderando de esta forma el impacto de la tecnología sobre los puestos de trabajo[2].
La idea de que la innovación tecnológica estimula el crecimiento y el empleo de forma perpetua se ha topado con una fuerte oposición a lo largo de los años. En su primer volumen de El Capital, publicado en 1867, Karl Marx argumentaba que los fabricantes intentan continuamente reducir los costes laborales y obtener un mayor control sobre los medios de producción mediante la sustitución de seres humanos por equipamiento principal siempre y cuando sea posible. Los beneficios de los capitalistas no solamente proceden de una mayor productividad, de una reducción en los costes y de un mayor control sobre el puesto de trabajo, sino también de la creación de un amplio abanico de trabajadores desempleados disponibles, cuya capacidad de trabajo potencial está en condiciones de ser utilizada en algún otro lugar de la economía.
Marx predijo que la creciente automatización de la producción eliminaría finalmente y de forma generalizada a los trabajadores. El filósofo alemán predecía lo que, de forma muy eufemística, denominaba la «última… metamorfosis del trabajo» cuando «un sistema automático de maquinaria» finalmente sustituirá a los seres humanos en los procesos económicos. Marx predecía una constante progresión de máquinas cada vez más sofisticadas en sustitución del trabajo humano y argumentaba que cada innovación tecnológica «transforma las operaciones de los trabajadores en operaciones más y más mecánicas, para que en un momento determinado el mecanismo usurpe su lugar. De este modo, se puede apreciar directamente cómo una determinada forma de trabajo pasa desde el trabajador hacia el capital bajo la forma de la máquina y de su capacidad de trabajo devaluada como resultado de este cambio. La consecuencia inmediata es la lucha del trabajador contra la maquinaria. Lo que solía ser la actividad propia de los trabajadores se ha convertido en la de la máquina[3]».
Marx consideraba que el esfuerzo realizado por los fabricantes para proseguir con su tarea de sustitución del trabajo humano por las máquinas terminaría siendo derrotado por la propia actitud de estos fabricantes. Efectivamente, mediante la eliminación directa del trabajo humano del proceso de producción y mediante la creación de un ejército en la reserva formado por desempleados cuyos salarios podrían ser constante y permanentemente reducidos, los capitalistas podían estar inconscientemente cavando su propia tumba, puesto que serían cada vez menos los consumidores con suficiente nivel adquisitivo para comprar sus productos.
Diversos economistas ortodoxos coincidían en sus planteamientos, en parte, con el análisis de Marx. Estaban dispuestos a admitir que las ganancias en productividad y la sustitución de máquinas por seres humanos creaban una reserva de desempleados. A diferencia de Marx, sin embargo, muchos de ellos concebían la sustitución por la tecnología como un mal necesario implícito en cualquier ganancia con prosperidad económica. Mediante la «eliminación» de trabajadores, los capitalistas estaban generando un mecanismo para la obtención de mano de obra barata que podía ser contratada por las nuevas industrias que, a su vez, podían emplear los excedentes para incrementar sus propios beneficios. Estos iban a ser reinvertidos en nuevas tecnologías que podrían propiciar ahorros de mano de obra que desplazarían a los ya empleados, reduciendo los costes unitarios y permitiendo incrementos en los beneficios. Todo ello se traduciría en la creación de un ciclo de crecimiento económico y de prosperidad. John Bates Clark, fundador de la American Economic Association, observaba que «una oferta de mano de obra desempleada siempre está disponible y no sería ni posible ni normal que esto faltase totalmente. El bienestar de los trabajadores requiere que el progreso continúe y ello no es posible sin que se produzca la sustitución temporal de los trabajadores[4]».
Otro economista americano, William Leiserson, haciéndose eco del entusiasmo de Clark, sugería que «la disponibilidad de desempleados no es peor que la situación en la que se hallan los bomberos que esperan en sus instalaciones una alarma de incendio, o la de la policía esperando la próxima llamada[5]».
La cuestión relativa a si las modernas tecnologías incorporadas por las máquinas crean crecimiento en el empleo y prosperidad o desempleo, recesión e inclusive depresión fue examinada en los años 20. Al igual que en la actualidad, una reestructuración fundamental en las formas de trabajo y una ola de nuevas tecnologías que se suponía debían ahorrar mano de obra, fue el elemento de alteración de la situación económica. La cadena de montaje de Ford y la revolución organizativa de General Motors cambiaron radicalmente las formas tradicionales de actuar de las compañías en la producción de bienes y servicios. El motor de combustión interna y el propio automóvil cambiaron rápidamente las formas tradicionales de transporte. La electricidad era una fuente de energía abundante y barata que condicionaba los procesos productivos. La productividad ha crecido de forma rítmica y gradual desde el inicio del presente siglo. En 1912, se necesitaban 4664 horas/hombre para construir un automóvil. A mediados de los años 20, se podía ensamblar uno en menos de 813 horas/hombre[6]. En otras muchas industrias, se obtuvieron incrementos de productividad similares.
Entre 1920 y 1927, la productividad en la industria americana se incrementó hasta un 40%. En el sector secundario, los resultados por hora/hombre se incrementaron a un ritmo de un 5,6% entre 1919 y 1929. Simultáneamente, desaparecieron más de 2,5 millones de puestos de trabajo. Tan sólo en el sector manufacturero se eliminaron 825.000 puestos de trabajo de los llamados de «cuello azul[7]».
En 1925 el Senate Committee on Education and Labor, presidido por Robert Wagner, empezó a recoger quejas sobre el creciente número de trabajadores que eran desplazados por las nuevas tecnologías y por los incrementos en la productividad. El comité se encontró con que la mayor parte de los trabajadores que habían perdido sus empleos debido a «mejoras tecnológicas», se mantenían desempleados durante un gran periodo de tiempo y que cuando encontraban trabajo era, en general, con un nivel salarial inferior[8].
A medida que la productividad se disparaba durante los años 20 y un creciente número de trabajadores se quedaban sin trabajo, las ventas descendieron de forma más que dramática. La prensa empezó a hacer circular historias relativas a «huelgas de compradores» y a «mercados limitados». Enfrentados a una situación de sobreproducción y con un número de compradores insuficiente, la comunidad empresarial empezó a poner en marcha sus mecanismos de relaciones públicas para relanzar el consumo público. La National Association of Manufacturers efectuó un llamamiento para que se produjese el «final de la huelga de compradores». En Nueva York, los hombres de empresa organizaron el Prosperity Bureau y urgieron a los consumidores a «comprar ahora» y a «poner su dinero de nuevo a trabajar», recordando al público en general que «sus compras mantendrían el empleo en América». Las cámaras de comercio locales tomaron el testigo y se dedicaron a difundir el mensaje empresarial a lo largo del país[9]. La comunidad empresarial esperaba que, convenciendo a los que todavía tenían trabajo de que compraran más y ahorraran menos, lograrían ellos vaciar sus almacenes y estanterías y mantendrían la economía americana en funcionamiento. Su cruzada para convertir a los trabajadores americanos en consumidores «en masa» empezó a ser conocida como el evangelio del consumo.
El término «consumo» tiene raíces etimológicas tanto inglesas como francesas. En su forma original consumir significaba destruir, saquear, someter, acabar o terminar. Es una palabra forjada a partir de un concepto de violencia y, hasta el presente siglo, tenía tan sólo connotaciones negativas. A finales de los años 20 la palabra se empleaba para referirse a la peor de las epidemias del momento: la tuberculosis. En la actualidad, el americano medio consume el doble de lo que podía consumir a finales de la segunda guerra mundial[10]. La metamorfosis del concepto de consumo desde el vicio hasta la virtud es uno de los fenómenos más importantes observados durante el transcurso del siglo XX.
El fenómeno del consumo de masas no se produjo de forma espontánea, ni fue tampoco la consecuencia inevitable de una insaciable naturaleza humana. Más bien al contrario. Los economistas de fin de siglo observaron que los trabajadores se conformaban con ganar lo justo para vivir y para permitirse algunos pequeños lujos básicos, y que preferían tener más tiempo de ocio en lugar de ingresos adicionales como consecuencia de una mayor cantidad de horas de trabajo. De acuerdo con los economistas de la época, como, por ejemplo, Stanley Trevor y John Bates Clark, a medida que los ingresos de las personas se incrementaban, su empleo era cada vez menor, provocando, por lo tanto, que cada uno de estos incrementos fuese menos deseable. El hecho de que los trabajadores prefiriesen cambiar horas adicionales de trabajo por horas adicionales de ocio se convirtió en una gran preocupación para los hombres de negocios cuyos inventarios de bienes se hacinaban rápidamente en sus plantas de fabricación y en sus almacenes por toda la nación.
Con un creciente número de trabajadores sustituidos a causa de las nuevas tecnologías, que permitían considerables ahorros de mano de obra, y con los niveles de producción en franco crecimiento, la comunidad empresarial empezó a buscar de forma desesperada nuevas maneras para reorientar la psicología de aquéllos que todavía disponían de capital llevándolos a lo que Edward Cowdrick, consultor en relaciones industriales de aquella época, definió como «el nuevo evangelio económico del consumo[11]».
La transformación del americano medio de una psicología basada en el ahorro a una basada en el consumo, se mostró tarea ardua y difícil. La ética protestante del trabajo, que había dominado el comportamiento del americano de frontera, estaba profundamente enraizada en el comportamiento general. La moderación y el sentido del ahorro eran piedras angulares en el estilo de vida americano, parte fundamental de la inicial tradición yankee que había servido como guía maestra para varias generaciones de americanos, así como elemento de anclaje y de arraigo para los inmigrantes recién llegados decididos a lograr un mejor nivel de vida para sus hijos. Para la mayoría de americanos, la virtud del autosacrificio continuaba imperando frente a la trampa del placer inmediato del mercado de consumo. La comunidad empresarial americana se propuso cambiar radicalmente la psicología que había construido una nación —su objetivo era convertir a los trabajadores americanos desde la postura de inversores en el futuro, a la de consumidores en el presente.
Muy pronto, los líderes empresariales se dieron cuenta de que, para lograr que la gente «quisiese» cosas que nunca antes había deseado, debían crear la figura del «consumidor insatisfecho». Charles Kettering de General Motors fue uno de los primeros en pregonar el nuevo evangelio del consumo. GM ya había iniciado la introducción del cambio de modelo anual en sus automóviles, y lanzó una vigorosa campaña de publicidad diseñada para hacer que los propietarios se sintieran descontentos con el vehículo que ya poseían. «La clave para la prosperidad económica», dijo Kettering, «consiste en la creación organizada de un sentimiento de insatisfacción». El economista John Kenneth Galbraith lo resumió de forma mucho más sucinta años más tarde, al observar que la nueva misión de las empresas era, fundamentalmente, la de «crea las necesidades y esfuérzate por satisfacerlas[12]».
El gran énfasis sobre la producción que tanto había preocupado a los primeros economistas a principios de siglo, quedaba súbitamente unido a un nuevo interés en el consumo. En la década de 1920, un nuevo campo se abría, el de la «economía de consumo», ya que un creciente número de economistas centraban sus preocupaciones intelectuales en el consumidor. El marketing, que hasta entonces había jugado un papel secundario en el mundo de los negocios, tomaba un protagonismo inesperado en la nueva situación. La cultura del productor se transformaba de la noche a la mañana en la del consumidor[13].
El nuevo interés en el marketing reflejaba una creciente consciencia, por parte de la comunidad empresarial, sobre la importancia fundamental del consumidor para el mantenimiento de la economía. El historiador Frederick Lewis Alien resumió esta nueva forma de pensar de la siguiente forma: «El mundo de los negocios, por fin, ha aprendido la importancia del consumidor final. A menos que se le convenza de comprar y comprar pródigamente toda la caravana de automóviles de seis cilindros, los aparatos superheterodinos, los cigarrillos, las barras de labios y los congeladores eléctricos, su mercado quedará bloqueado[14]».
Los publicistas no tardaron mucho en empezar a modificar sus planteamientos de lanzamiento de productos, pasaron de argumentos de utilización e información descriptiva a reclamos emotivos con diferenciación social y de estatus. El hombre y la mujer corrientes fueron invitados a emular a los ricos, a tomar porciones de riqueza y de prosperidad antes sólo reservadas a la aristocracia empresarial y a la élite social. La «moda» se convirtió en la palabra al uso cuando las empresas y las industrias intentaron identificar sus productos con lo «chic» y lo «último».
Economistas especializados en consumo, como Hazel Kyrk, empezaron a apuntar las ventajas comerciales existentes en la conversión de una nación de gente trabajadora en una de consumidores plenamente conscientes de su estatus. Tal como declaró, el crecimiento requería un nuevo nivel de compras de consumo. «Los lujos para los acomodados», argumentaba, «deben ser convertidos en necesidades para las clases más pobres». La superproducción y el empleo tecnológico podían ser mitigados, e incluso eliminados, si tan sólo la clase trabajadora pudiese ser reeducada hacia el «consumo dinámico de bienes de lujo[15]».
La transformación del trabajador americano en alguien con plena conciencia consumidora era un cambio, cuando menos, radical. La mayoría de los americanos seguían produciendo en casa su propios productos para autoconsumo. Los publicistas empleaban cualquier medio a su alcance y cualquier oportunidad posible para denigrar los productos «caseros», promocionando los «comprados en la tienda» y los «producidos en la fábrica». Los jóvenes eran objeto de atención especial. Los mensajes transmitidos estaban diseñados para que se avergonzasen del uso de productos caseros. El argumento fundamental era, cada vez más, el de lo moderno frente a lo pasado de moda. El temor por quedarse atrasados se mostró como elemento fundamental y como fuerza estimuladora básica para crear los deseos de compra. El historiador del trabajo Harry Braverman captó el espíritu comercial del momento al afirmar que «la fuente del estatus ya no es la capacidad para crear cosas sino la posibilidad de adquirirlas[16]».
Nuevos conceptos de marketing y de publicidad, que habían ganado terreno, poco a poco, durante varias décadas, despegaron de pronto en los años 20, reflejando la creciente determinación de la comunidad empresarial a vaciar los almacenes e incrementar el ritmo de consumo para adaptar el mercado a la cada vez más acelerada productividad. Las marcas, hasta entonces elemento completamente extraño para el mercado, pasaron a ser algo absolutamente común en la economía americana. Después de la guerra de Secesión, la única marca que se podía ver con cierta asiduidad en las tiendas de ventas generales era el chocolate Baker. Hasta bien entrado el principio de siglo la mayoría de estas tiendas vendían artículos tan dispares como azúcar, vinagre, harina, clavos y agujas sin marca y a granel.
Los fabricantes estaban ansiosos de dinamizar la colocación de sus productos e impacientes por el lento ritmo de la venta directa de productos de marca por parte de los empleados de las tiendas minoristas y de los almacenes mayoristas. Muchos de los productos eran novedades, por lo que requerían cambios sustanciales en los estilos de vida y en los hábitos alimenticios de los consumidores. La autora Susan Strasser hace un recuento de los diversos problemas a los que tuvieron que hacer frente las diferentes empresas al intentar vender productos que no habían existido con anterioridad y al crear, para ello, necesidades que el mercado nunca antes había percibido: «La gente que antes nunca había comprado copos de avena recibía, de pronto, información sobre lo beneficioso que podía resultar para ellos; los que hasta entonces los habían consumido directamente a granel de la tienda de ultramarinos recibían información sobre las razones por las que deberían preferir Quaker Oats en caja. A la vez también aprendieron cómo los cereales para el desayuno comprados en caja se correspondían con los modernos estilos de vida de la ciudad, adaptándose a las verdaderas necesidades de las personas[17]».
Muchas empresas buscaban nuevas formas para reorientar sus productos en un intento continuado por incrementar sus ventas. Coca-Cola fue originariamente comercializada como remedio para curar las jaquecas. Posteriormente fue reemplazada como bebida popular. Asa Candler, que compró la patente sobre el proceso de fabricación de un farmacéutico de Atlanta, razonaba que «los que sufren de dolores de cabeza crónicos no suelen tener más de uno por semana. Hay muchas personas que no tienen más de uno al año. Sin embargo existía una única enfermedad, de amplio ámbito, que sufrían, prácticamente a diario, un gran número de personas… que durante seis u ocho meses al año podía ser tratada y aliviada, en menos de una hora. Esta enfermedad era la sed[18]».
En 1919, la American Sugar Refining Company introdujo el Domino Golden Syrup, un nuevo producto que podía ser producido durante cualquier periodo del año. Hasta entonces, la mayoría de los americanos empleaban las melazas, que se producían en otoño y se empleaban para aderezar los bollos durante el invierno. Al encontrar difícil convencer a los consumidores de las bondades de comer bollos durante todo el año, Domino planteó un uso alternativo para sus nuevos jarabes. Empezó vendiendo sus productos en las llamadas «fuentes de soda», donde la marca empleada era Domino Syrup Nut Sundae, durante los calurosos meses de verano[19].
Las empresas también experimentaron con un determinado número de proyectos de marketing directo para promocionar sus productos e incrementar sus ventas. A mediados de la década de los años 20, los premios y otros tipos de regalos se convirtieron en algo absolutamente común. Diferentes grandes fabricantes de productos para el hogar también confiaron profundamente en los cupones-regalo, iniciando extensivas y reiteradas campañas de publicidad en los periódicos de ámbito local.
Sin embargo, nada tuvo tanto éxito en la reorientación de los hábitos de compra de los asalariados americanos como el concepto de crédito a los consumidores. La compra a plazos se hizo algo extremadamente seductor, y para muchos se convirtió en algo más que una simple adicción. En menos de una década, una nación de trabajadores, los moderados americanos, se convirtieron a una cultura caracterizada por el hedonismo, en busca de cualquier forma posible de gratificación más o menos inmediata. En el momento del «crack del 29», el 60% de las radios, de los automóviles y de los muebles vendidos en los Estados Unidos fueron adquiridos bajo la forma de la venta a crédito[20].
Muchos factores convergieron en los años 20 que ayudaron a crear una psicología de consumo de masas. Tal vez el cambio más significativo que se produjo en esta década fue la aparición del barrio residencial. En él aparecía un nuevo tipo de domicilio diseñado, en parte, para emular la aparentemente ociosa vida campestre de los ricos y famosos. El economista Walter Pitkin predijo que «el propietario de una vivienda residencial se convertirá en el consumidor ideal[21]».
En la década de los años 20, más de 7 millones de familias de la clase media emigraron hacia los barrios residenciales[22]. Muchos vieron la transición desde la ciudad hacia el barrio residencial como un rito de paso, una declaración de haber llegado a la sociedad americana. La propiedad de una casa en estos barrios suponía un nuevo tipo de estatus —el reflejado en los rimbombantes nombres con connotaciones aristocráticas de calles y barrios: Country Club Lane, Green Acre Estates. La casa residencial se convirtió en una representación del esplendor. El poder llevar el mismo tren de vida que los vecinos se convirtió en una preocupación, para muchos de los propietarios, casi una obsesión. Los publicistas fijaron su objetivo en los nuevos «aristócratas» determinados a llenar sus castillos con un conjunto interminable de nuevos productos y servicios.
En 1929, la psicología del consumo de masas se había asentado en América. Las tradicionales virtudes de la moderación yankee y del autosacrificio fronterizo estaban en vías de desaparición. Aquel año, el Committee on Recent Economic Changes del presidente Herbert Hoover publicó un informe revelador sobre el cambio profundo en la psicología humana que había tenido lugar en menos de una década. El informe finalizaba con una brillante predicción sobre lo que podía ser el futuro de América:
El análisis ha demostrado ampliamente lo que se ha supuesto como cierto durante mucho tiempo, que las necesidades son insaciables; que la satisfacción de una de ellas implica la aparición de otras. La conclusión es que nos enfrentamos a un campo sin límites, que existen nuevas necesidades que no serán más que la iniciación de otras nuevas a medida que aquéllas se satisfagan… Mediante la publicidad y otros tipos de mecanismos de promoción… se ha creado un considerable volumen de producción… Parecería como si pudiésemos seguir en nuestro creciente ritmo de actividad… Nuestra situación es afortunada, nuestro momento extraordinario[23].
Justo unos meses después, la Bolsa de Nueva York entró en quiebra, lanzando a la nación y al mundo en general a la más oscura depresión del mundo moderno.
El Hoover Committee, al igual que otros muchos de los líderes políticos y empresariales del momento, estaba tan ofuscado con la idea de que la oferta crea demanda que resultó incapaz de prever la dinámica negativa que estaba sesgando la economía y generando una depresión de alcance incalculable. Con la finalidad de poder compensar el creciente desempleo tecnológico creado por la introducción de nuevas tecnologías tendentes a reducir gastos de mano de obra, las empresas americanas enterraron millones de dólares en campañas de publicidad y de marketing, esperando poder llegar a convencer a la clase trabajadora todavía empleada de la conveniencia de embarcarse en una orgía de gasto. Desafortunadamente, los ingresos de los trabajadores asalariados no crecían suficientemente rápido como para poder absorber los incrementos en productividad y en productos terminados. La mayoría de los empresarios preferían ahorrar los beneficios extras realizados a partir de las ganancias en productividad en lugar de transferir estas cantidades a los trabajadores bajo la forma de incrementos salariales. Hay que reconocer que Henry Ford sugirió que los trabajadores fuesen pagados lo suficiente como para poder comprar los productos que las empresas producían. Si no, se preguntaba, «¿quién comprará mis vehículos[24]?». Sus colegas empresariales decidieron ignorar esta recomendación.
La comunidad empresarial siguió convencida de que podía continuar cosechando ganancias no previstas, deprimir los niveles salariales y, sin embargo, hacer funcionar el mecanismo del consumo lo suficiente como para llegar a absorber la sobreproducción. Pero la fuente estaba secándose. Las nuevas campañas de publicidad y marketing estimularon una nueva psicología de consumo de masas. Sin embargo, con un insuficiente nivel de ingresos para comprar los nuevos productos que aparecían en el mercado, los trabajadores americanos continuaron comprando a crédito. Algunos críticos del momento advirtieron que «los productos son empeñados más rápidamente de lo que son producidos[25]». Los avisos no fueron tenidos en consideración hasta que resultó ser demasiado tarde.
La comunidad empresarial no llegó a comprender que su gran éxito se debía fundamentalmente a la creciente crisis económica. Mediante la sustitución de trabajadores empleando tecnologías que ahorraban mano de obra, las empresas americanas incrementaban la productividad, pero a cambio de crear un mayor número de desempleados o de subempleados que perdían, de forma inmediata, su poder para seguir comprando sus productos. Incluso durante los años de la depresión, las ganancias en productividad continuaron produciendo sustituciones, mayor desempleo, y una posterior depresión de la economía. En un estudio del sector manufacturero publicado en 1938, Frederick Mills determinó que el 51% de la reducción en horas/hombre trabajadas estaba directamente relacionado con una disminución en la producción, mientras que un sorprendente 49% estaba ligado a los incrementos en la productividad y a la reducción en la mano de obra[26]. El sistema económico parecía atrapado en una terrible e irónica contradicción de la que, aparentemente, no existía forma de escapar. Atrapados por una depresión aún peor, muchas empresas siguieron recortando costes mediante la sustitución de hombres por máquinas, esperando disparar la productividad —con lo que tan sólo añadían leña al fuego.
En lo más profundo de la depresión, el economista británico John Maynard Keynes publicó su The General Theory of Unemployment, Interest and Money, que iba a alterar profundamente la forma en que los gobiernos regulaban su política económica. En un premonitorio pasaje, advertía a sus lectores de un nuevo y peligroso fenómeno cuyo impacto en los años venideros iba a resultar posiblemente profundo: «Nos afecta una nueva enfermedad de la que algunos lectores puede que aún no hayan oído su nombre, pero de la que oirán hablar mucho en el futuro inmediato —se denomina “desempleo tecnológico”. Esto significa desempleo debido al descubrimiento según el cual se economiza el uso de la mano de obra excediendo el ritmo al que podamos encontrar nuevos usos alternativos para toda esta mano de obra[27]».
En la década de los años 30, muchos economistas insignes empezaron a sugerir que los aumentos en eficiencia y los crecimientos en productividad, como consecuencia de las tecnologías tendentes a producir ahorros en mano de obra, estaban tan sólo exacerbando los aprietos económicos en los que ya se podían hallar los distintos sectores industriales del país. Los líderes sindicales y empresariales, los economistas y los funcionarios gubernamentales empezaron a buscar una salida, una posible solución a lo que muchos consideraban como la última contradicción del capitalismo. Las centrales sindicales se aliaron para conseguir una semana laboral más corta como forma equitativa para la solución de la crisis, argumentando que los trabajadores tenían el derecho a compartir las ganancias en productividad aportadas por las nuevas tecnologías. Mediante el empleo de un mayor número de personas durante menos horas, los líderes sindicales esperaban reducir el desempleo, estimular la capacidad de compra y reavivar, de este modo, la economía. Los miembros de las diferentes centrales sindicales se unieron a lo largo del país bajo pancartas que rezaban: «compartamos el trabajo».
En octubre de 1929, menos de un millón de personas se hallaban en el paro. En diciembre de 1931, eran más de 10 millones de americanos los que estaban desempleados. Seis meses más tarde, en junio de 1932, el número de personas sin trabajo se elevaba a 13 millones. La situación se convirtió en crítica cuando, en la cresta de la depresión, en marzo de 1933, la cifra se elevó hasta los 15 millones de personas[28].
Un creciente número de economistas culpó a la revolución tecnológica de los años 20 de ser la causante de la depresión que llevó a un incremento de productividad y de fabricación de productos más rápido que la demanda de bienes y servicios que se generaba. Hace más de medio siglo, Frederick Engels escribió: «la perfección cada vez más creciente de la maquinaria moderna está… convirtiéndose en una ley obligatoria que fuerza a los capitalistas industriales individuales a mejorar de forma permanente sus máquinas, siempre con la finalidad de incrementar su capacidad productiva… [pero] la amplitud de los mercados no puede seguir el ritmo de esta ampliación de la producción. La colisión se hace inevitable[29]».
La visión de Engels, en un momento dado considerada excesivamente pesimista e incluso mal enfocada, era retomada ahora por los economistas convencionales y hasta por los ingenieros. Dexter Kimball, decano del College of Engineering en la Universidad de Cornell, al igual que otros muchos, pretendió entrever una relación inseparable entre las nuevas tecnologías que permitían ahorros en tiempo y en mano de obra, una mayor eficiencia y un creciente desempleo. «Por primera vez», observaba Kimball, «una nueva y ardua cuestión aparece relacionada con nuestros métodos y equipos de fabricación, y el temor aparece en cuanto a que nuestro equipamiento industrial es tan eficiente que… se ha producido una permanente sobreproducción y, en consecuencia, el desempleo tecnológico se ha convertido en factor permanente[30]».
Los líderes sindicales del momento empezaron a trabajar en la idea de adaptar las ganancias en productividad a eventuales reducciones en las semanas laborales como forma de restituir a la gente en sus puestos de trabajo, incrementando su poder adquisitivo y reactivando, de este modo, una economía estancada. Si bien a lo largo de los años 20 la clase trabajadora había argumentado reiteradamente que los incrementos en productividad debían ser compartidos con ellos en forma de reducción en las horas laborales, el argumento fundamental para un semana laboral más corta se concentraba más en los beneficios psicológicos y sociales del tiempo libre que en los beneficios económicos. El historiador Benjamin Hunnicutt observa que en la convención de 1929 del American Federation of Labor (AFL), el informe final del Executive Council sobre la disminución de horas laborales «no hacía ninguna mención específica al desempleo o a niveles de salarios más altos, presentando en su lugar una larga lista de actividades de ocio para el trabajador, describiéndolas como necesarias para un desarrollo integral del cuerpo, de la mente y del espíritu… la riqueza de la vida… el progreso social… y la propia civilización[31]».
Para 1932 las centrales sindicales y sus líderes ya habían trasladado el argumento de reducir horas del terreno de la preocupación por la mejora en la calidad de vida al ámbito de la justicia económica. El desempleo tecnológico se veía como «un resultado natural de los incrementos en eficacia y en excedentes económicos, así como de la limitación de los mercados[32]». Argumentaban que si la nación quería evitar la expansión de esta situación y el permanente desempleo, era necesario que la comunidad empresarial compartiese sus ganancias en productividad con sus trabajadores en forma de reducción en las horas de trabajo. La redistribución de las horas era algo contemplado como asunto de supervivencia. Si las nuevas tecnologías incrementaban la productividad, generando menos puestos de trabajo y superproducción, el único antídoto apropiado era el de reducir las horas trabajadas de forma que todo el mundo tuviese un puesto de trabajo y suficientes ingresos y poder adquisitivo como para ser capaces de absorber los incrementos de producción. Bertrand Russell, el gran matemático y filósofo inglés, comentaba al respecto: «No debería existir la posibilidad de ocho horas al día para algunos y cero horas para otros, sino que deberían ser cuatro horas al día para todos[33]».
El 20 de julio de 1932, el AFL Executive Council, reunido en Atlantic City, redactó un comunicado sugiriendo al presidente Hoover la convocatoria de una conferencia entre líderes empresariales y sindicales con el propósito de poner en marcha la semana de 34 horas para «crear oportunidades de trabajo para millones de hombres y mujeres desempleados[34]». Ansiosos por estimular el poder de compra de los consumidores, y no vislumbrando ninguna otra solución viable en el horizonte, muchos hombres de negocios unieron sus fuerzas en la campaña para la reducción de la semana laboral. Grandes empresarios como, por ejemplo, Kellogg's de Battle Creek, Sears, Roebuck, Standard Oil de Nueva Jersey y Hudson Motors recortaron, de forma voluntaria, sus semanas laborales hasta dejarlas en treinta horas para mantener a la gente empleada[35].
La decisión de Kellogg's fue la más ambiciosa de todos los planes presentados. W.K. Kellogg, el propietario, razonaba que «si aceptamos cuatro jornadas de seis horas… en lugar de tres jornadas de ocho horas, ello dará trabajo y salarios para los cabeza de trescientas familias más en Battle Creek». Para garantizar el adecuado poder de compra de sus empleados, la empresa incrementó el salario mínimo de los trabajadores varones hasta los 4 dólares por día, e incrementó los sueldos por hora en un 12,5%, lo que compensó la pérdida de dos horas de trabajo diarias[36].
La dirección de Kellogg's argumentaba que sus trabajadores debían poder beneficiarse de los incrementos en productividad disfrutando de semanas laborales más cortas y salarios más altos. La empresa produjo informes en los que se demostraba que la reducción en las horas de trabajo mejoraba el entusiasmo y la eficacia en el mismo. En 1935 la empresa publicó un detallado estudio en el que se mostraba que después de «cinco años trabajando seis horas al día, los costes unitarios estructurales [o generales] se habían reducido en un 25%… los costes de mano de obra se habían reducido en un 10%… los accidentes laborales habían disminuido en un 41%… [y] el número de personas trabajando en Kellogg's se había incrementado en un 30% respecto al 1929[37]». La empresa estaba muy satisfecha y ansiosa por poder compartir sus logros con la comunidad empresarial: «En nuestro caso es algo más que pura teoría. Lo hemos demostrado con cinco años de experiencia. Hemos llegado a la conclusión de que, con la reducción en la jornada laboral, la eficacia y la moral de nuestros empleados se ha incrementado, los accidentes y las franquicias por seguros han mejorado y los costes unitarios de producción han disminuido tan considerablemente que podemos incluso pagar por seis horas como si realmente fuesen ocho las trabajadas[38]».
La filosofía de Kellogg se extendió rápidamente más allá de las nociones inicialmente existentes en materia de mejoras en la eficacia en el trabajo y en la reducción del desempleo. El presidente Lewis L. Brown se pronunció a favor de la familia Kellogg cuando afirmó que los objetivos de mejora en la productividad no debían ser tan sólo el incremento en los beneficios, sino también más tiempo libre para los millones de trabajadores americanos, de forma que pudiesen renovar sus compromisos con sus familias y con la comunidad y explorar posibilidades para su propia libertad personal. La empresa introdujo muchas innovaciones en la planta y en la comunidad para mejorar la ética del ocio, incluyendo la construcción de un gimnasio y de una sala de recreo, pistas de atletismo al aire libre, un parque de atracciones, jardines para los empleados, infraestructuras para el cuidado durante el día y un centro natural para que los empleados pudiesen disfrutar de la belleza de la campiña de Michigan[39].
Una encuesta a 1718 ejecutivos de empresa realizada por el Industrial Conference Board demostró que, en 1932, más de la mitad de la industria americana había reducido el número de horas trabajadas con la finalidad de preservar los puestos de trabajo y promover el consumo[40]. H.I. Harriman, presidente de la National Chamber of Commerce, defendió la necesidad de repartir, de forma más equitativa, el trabajo entre los trabajadores americanos, afirmando que «es mejor para todos nosotros tener trabajo durante algún tiempo que estar trabajando siempre mientras que otros carecen de él[41]».
El 31 de diciembre de 1932, el senador Hugo L. Black del estado de Alabama introdujo una enmienda en el Senado de los Estados Unidos, en la que solicitó una semana laboral de treinta horas como «única forma práctica y factible para tratar el desempleo». Black se dirigió por radio a la nación, donde pidió a los americanos que apoyasen la «enmienda de 30 horas de trabajo por semana». Predijo que su aprobación conduciría a la inmediata creación de más de 6,5 millones de puestos de trabajo y beneficiaría a las empresas mediante el incremento en el poder adquisitivo de millones de nuevos empleados[42].
En las discusiones del Congreso, a raíz de la enmienda de Black, mantenidas en enero y febrero de 1933, William Green de la AFL declaró que estaba firmemente convencido de que «la reducción de la jornada laboral y la semana reducida deberán ser aplicadas de forma general y universal si queremos generar y crear oportunidades de empleo para millones de trabajadores que se hallan en el paro y que desean ansiosamente trabajar[43]».
Para sorpresa generalizada del país, el Senado aceptó la enmienda de Black el día 6 de abril de 1933, con 53 votos a favor frente a 30 en contra, con lo que obligaba a toda empresa con negocios interestatales y con el extranjero, a una semana de treinta y cuatro horas. El voto del Senado enardeció al público e hizo vibrar a Wall Street; Labor, una publicación sindicalista, publicó un titular sensacional: GRAN VICTORIA. Sus editores, tan incrédulos como el resto del país sobre lo que había podido ocurrir en el Senado, reflejaron la importancia del evento. Y afirmaron: «hace diez años una enmienda de este tipo hubiese sido ahogada en el comité correspondiente. La semana pasada una inmensa mayoría del Senado, formada tanto por progresistas como por conservadores, votaron a favor. Este hecho marca el cambio más importante acontecido en la opinión pública en la historia reciente de nuestro país[44]».
La enmienda Black pasó inmediatamente a la Cámara de Representantes, donde William P. Connery Jr., del estado de Massachusetts, presidente del Labor Committe, pronosticó una rápida aprobación. La enmienda fue votada en el comité con la expresa recomendación de que la cámara aceptase una legislación que parecía garantizada. La mayoría de los americanos pensaban que iban a ser la primera fuerza laboral en el mundo en trabajar una semana de treinta y cuatro horas. Pero la excitación en el país iba a durar poco. El presidente Roosevelt —presionado por los principales líderes empresariales del país— se movilizó rápidamente para bloquear el trámite parlamentario. Mientras la administración reconocía que una reducción en el número de horas trabajadas generaría puestos de trabajo a corto plazo y dispararía el poder adquisitivo, a Roosevelt le preocupaba que tuviera un impacto negativo a largo plazo, de que frenara el crecimiento y ello hiciera que América perdiese su capacidad para competir en ultramar. La comunidad empresarial, a pesar de estar a favor de las estrategias a corto plazo para la reducción en el número de horas trabajadas, se oponía a la legislación federal que hubiese institucionalizado una semana de treinta y cuatro horas, y la hubiese convertido en una característica permanente de la economía americana.
Roosevelt convenció al House Rules Committee para bloquear la enmienda Black-Connery, y la devolvió al National Industrial Recovery Act (NIRA), que se mantuvo en la necesidad de alargar la semana laboral para cierto tipo de industrias. Tanto el congreso como las centrales sindicales capitularon, en gran parte, debido a que el NIRA garantizaba el derecho de los trabajadores a organizarse y negociar con las direcciones de las empresas, una demanda que los sindicatos habían buscado desde hacía tiempo en la legislación federal. En esencia, el planteamiento consistía en que la jornada laboral reducida se sacrificaba a cambio de que la clase trabajadora mantuviese la protección plena de las leyes federales en su esfuerzo para organizar la totalidad del trabajo americano.
Roosevelt manifestó posteriormente su «arrepentimiento por no haber estado detrás de la Black-Connery Thirty Hour Week Bill y no haberla apoyado en el Congreso[45]». En 1937 propuso recomendaciones para una sesión especial del Congreso, cuyo tema monográfico era el análisis del empeoramiento de la situación laboral en aquel año. Planteó a sus colegas del Congreso una cuestión que sigue siendo tan vigente y significativa en la actualidad como lo fue hace cincuenta años: «Qué gana el país a la larga con animar a los empresarios a aumentar la capacidad de producción de la industria americana mientras no veamos que los ingresos de nuestra población trabajadora realmente no se desarrollan en un nivel suficiente como para crear mercados que absorban ese incremento de producción[46]».
Con la cruzada del «evangelio del consumo» detenida a causa del fracaso del crédito al consumidor y el movimiento del «reparto del trabajo» bloqueado por la falta de acción del Congreso, el país finalmente aceptó la necesidad de que fuese el gobierno federal quien actuase para recuperar la decreciente economía. Ello se produjo bajo la forma del New Deal y mediante un nuevo planteamiento para resolver los dos problemas generados: el crecimiento del desempleo tecnológico y la falta de demanda de los consumidores americanos.
Justo algunos meses después de su elección para la presidencia, Franklin Delano Roosevelt puso en marcha una serie de programas legislativos diseñados para que América volviera al trabajo. El National Industrial Recovery Act (NIRA) de 1933 comprometía al país a emplear millones de trabajadores en un amplio programa de trabajos públicos. Proponiendo y ofreciendo a los americanos la posibilidad de participar en un nuevo programa, Roosevelt dejaba claro que «nuestro propósito fundamental consiste en crear empleo lo más rápidamente posible». La New Deal Administration entendía su papel como el de un empresario de último recurso, una especie de mecanismo en retaguardia que debía poner en marcha la debilitada economía. Roosevelt subrayó el nuevo papel del gobierno al afirmar que «el espíritu de todo este esfuerzo es la restauración de nuestro rico mercado doméstico haciendo crecer su amplia capacidad de consumo… La demanda reprimida de la gente es muy grande, y si la podemos redimir en un frente tan amplio, no deberemos temer por una recuperación tardía[47]».
Al NIRA le siguió la Civil Works Administration en 1933 y 1934, que generó puestos de trabajo para más de 4 millones de trabajadores desempleados[48]. En 1935, Roosevelt puso en marcha un esfuerzo de creación de empleo aún más ambicioso —la Works Progress Administration, o WPA. El espíritu de este segundo programa era el de estimular, de forma inmediata, el poder de compra de los consumidores mediante la puesta en marcha de lo que la administración Roosevelt denominó «proyectos ligeros», caracterizados por su intensidad en mano de obra, por su bajo coste de implantación y su rápida conclusión. La idea consistía en emplear más fuerza de trabajo que materiales y maquinaria y entregar salarios a un máximo número posible de trabajadores, tan pronto como se pudiera. Se daba importancia a la labor de los trabajadores con media o nula especialización y se le quitaba a grandes gastos de capital. Con ello la Casa Blanca esperaba garantizar, de forma directa, los ingresos del grupo más predispuesto al gasto inmediato con la finalidad de ayudar al fomento del negocio detallista[49]. Harry Hopkins, responsable de la WPA, argumentó de forma harto persuasiva, que la primera prioridad del gobierno era «incrementar los ingresos nacionales [de forma que] el tercio no privilegiado de americanos puedan convertirse en consumidores y participar, de este modo, en la economía». Para Hopkins y otros consejeros de Roosevelt estaba claro que la causa principal de la depresión radicaba en que «los ingresos de los consumidores no se habían incrementado al ritmo adecuado como para adquirir los bienes existentes en el mercado[50]».
La tarea del gobierno consistía en crear puestos de trabajo, ingresos y mayor poder adquisitivo, con la finalidad de volver a poner en marcha el motor de la economía.
Además del WPA, la administración Roosevelt lanzó el Tennessee Valley Authority (TVA) y construyó las presas del Boulder y el Grand Coulee, así como otras plantas de generación de energía eléctrica que pusieran en marcha la máquina gubernamental generadora de empleo y garantizasen electricidad barata para las comunidades rurales y las empresas. En 1935 se creó la National Youth Administration, con la finalidad de formar y dar empleo a los jóvenes de la nación. El Federal Theater Project y el Federal Writer's Project lograron poner a trabajar a la mayor parte de los artistas del país. Se crearon el Federal Housing Administration (FHA) y el Homeowner's Loan Association para dinamizar la creación de empleos en el sector de la construcción y para asistir económicamente a las estresadas amas de casa. Finalmente se aprobaron el Agriculture Adjustment Act de 1933 y el Soil Conservation Act de 1936, cuya finalidad era ayudar a los agricultores a que superasen la depresión.
Con la finalidad de ayudar a los americanos de más edad y estimular el gasto en consumo, la administración Roosevelt aprobó el Social Security Act de 1935. Se establecían compensaciones para el desempleo con la finalidad de facilitar ayudas a los trabajadores temporalmente desempleados. La administración también aprobó el Fair Labor Standards Act, cuya finalidad era la de garantizar unos salarios mínimos, así como el National Labor Relations Act, que creaba el marco necesario para facilitar la organización de las centrales sindicales. Se consideraba que un movimiento sindical potente podía negociar más eficazmente la mejora de los salarios y ayudar a generar un mayor poder adquisitivo para dinamizar la economía.
La New Deal Administration también intentó manipular la capacidad adquisitiva de los americanos mediante la política fiscal. Algunos economistas, como es el caso de Marriner Eccles, plantearon duras propuestas en materia de fiscalidad, con la finalidad de estimular la economía. Éstas consistían en disminuir los impuestos sobre el consumo —lo que representaba prácticamente el 60% de los impuestos federales de la época— y en incrementar las tasas sobre los ingresos, los beneficios extrasalariales, los beneficios empresariales y los bienes raíces. La idea consistía en obtener recursos de los ricos, que podían estar más predispuestos al ahorro, y dárselos a la clase media, a los trabajadores y a los pobres, que estaban menos predispuestos al gasto, con lo que se esperaba que se disparasen las ventas y, en consecuencia, el crecimiento económico[51].
El New Deal fue, en el mejor de los casos, tan sólo un éxito parcial. En 1940 el desempleo se hallaba todavía alrededor de un 15%. A pesar de que la tasa resultaba considerablemente más baja que la que existía en 1933, cuando llegó a un alarmante 24,9%, la economía seguía deprimida[52]. Aun así, los distintos programas de reforma de la administración Roosevelt establecieron un nuevo papel para el gobierno federal —papel que ha quedado firmemente enraizado, desde entonces, en la política gubernamental. En consecuencia, el gobierno debía jugar un papel crucial en la regulación de la actividad económica del país mediante la garantía de los niveles adecuados de empleo y de ingresos con la finalidad de mantener la economía en una situación lo más saneada posible.
A pesar de los diferentes programas gubernamentales puestos en marcha en la década de los años 30 en los Estados Unidos y en otros países, la debilidad endémica del sistema industrial, que constituyó una de las causas fundamentales que precipitó la crisis económica mundial, continuaba siendo una plaga en la comunidad económica internacional. Tan sólo fue la guerra mundial lo que terminó salvando la economía americana. Un año después de que los Estados Unidos entrasen en la segunda guerra mundial, los gastos gubernamentales pasaron de 16.900 millones de dólares a 51.900 millones. En 1943 los gastos federales invertidos en la guerra ascendían a más de 81.100 millones de dólares. El desempleo descendió a la mitad en 1942, y de nuevo a la mitad en 1943[53].
La economía de guerra siguió existiendo con posterioridad al Día de la Victoria en forma de un amplísimo complejo industrial y militar, un laberinto de proveedores financiados por el Pentágono que terminaron dominando la economía americana. A finales de la década de los años 80, más de 20.000 contratistas de productos relacionados con la máxima defensa y unos 100.000 subcontratistas adicionales trabajaban en proyectos para el Pentágono[54]. La participación militar en el total de productos de consumo fue de más del 10% durante los años de las presidencias de Reagan y Bush. Este complejo industrial y militar terminó teniendo unas monstruosas proporciones, tales que si se hubiese constituido en nación separada hubiese representado la decimotercera potencia mundial. En los años 80 los Estados Unidos gastaron más de 2300 billones de dólares en seguridad militar. Cerca de 46 de cada 100 dólares de nueva inversión fueron destinados a la economía militar[55].
Incluso con la adición de un complejo industrial y militar la eclosión económica posterior a la guerra se vio permanentemente afectada por el desempleo tecnológico continuado en los años 50 y 60, como resultado de la irrupción de la automatización industrial. Los nuevos productos —en especial, la televisión y los electrodomésticos— ayudaron a amortiguar la situación y generaron empleos para trabajadores sustituidos por las máquinas en otros sectores. El sector de servicios también creció de forma significativa, en parte para ocupar el espacio dejado por millones de mujeres que habían dejado el hogar para trabajar en la industria. Los gastos gubernamentales siguieron siendo fuente de creación de puestos de trabajo, minimizando el efecto del desempleo tecnológico. En 1929 el gasto gubernamental era tan sólo del 12% del producto interior bruto. En 1975 el gasto total había crecido hasta una cifra alrededor del 33% del producto interior bruto[56].
El National Defense Highway Act de la década de los años 50, el proyecto de obra pública más caro en la historia de los Estados Unidos, engendró una nueva cultura de barriadas y autopistas y generó nuevas oportunidades de empleo en cada región del país. Los programas de la Great Society de la década de los 60 crearon puestos de trabajo para muchos de los pobres del país, mitigando de nuevo el impacto negativo del crecimiento de la productividad y del desempleo tecnológico. La guerra fría y la guerra del Vietnam llevaron a un flujo creciente de recursos hacia las industrias relacionadas con la defensa, asegurando la expansión económica y el empleo para muchos de los que, de otro modo, hubiesen quedado sustituidos por las nuevas tecnologías. Por fin, hacia mediados de la década de los 70, más del 19% de la totalidad de los trabajadores estadounidenses desempeñaban su trabajo en el sector público, con lo que el gobierno se convertía en el mayor empresario de los Estados Unidos[57].
Las nuevas realidades económicas del próximo siglo hacen difícil que el propio mercado de consumo o el sector público sean, de nuevo, capaces de rescatar la economía del creciente desempleo tecnológico y de una demanda debilitada. Las tecnologías de la información y de las telecomunicaciones amenazan con la pérdida de decenas de millones de puestos de trabajo en los próximos años y con el lento declinar del trabajo en determinadas empresas y sectores económicos. Los partidarios de la tecnología consideran que los nuevos productos y servicios de la revolución tecnológica generarán empleo adicional, y apuntan que a principios del siglo actual el automóvil hizo obsoleto el caballo y el carro, pero generó millones de nuevos puestos de trabajo en el proceso. Si bien es cierto que muchos de los productos y servicios de la era de la información envejecen e inutilizan los servicios y los productos tradicionales, requieren un número de trabajadores mucho menor para poder producirlos. Tomemos, por ejemplo, las autopistas de la información —una revolucionaria forma de comunicación, en dos sentidos, que puede llevar un amplio abanico de informaciones y servicios diferentes directamente al consumidor, poniendo en entredicho los canales de transporte y de distribución tradicionales. Las nuevas autopistas de la información emplearán un creciente número de científicos especialistas en ordenadores, de ingenieros, de productores, de escritores y de especialistas varios —para programar, monitorizar y hacer funcionar las redes. Sin embargo, dicho número no es tan relevante si lo comparamos con los millones de empleados en los sectores de la distribución al por mayor y al por menor cuyos empleos desaparecerán y perderán su utilidad debido, fundamentalmente, al nuevo medio.
Dennis Chamot, antiguamente miembro del Departament for Professional Employees del AFL-CIO, cita a otra de las industrias claramente emergentes, la de la biotecnología, como ejemplo de sector con un amplio futuro a causa de la revolución de la alta tecnología. La administración Clinton, y en concreto su vicepresidente, Al Gore, a menudo emplean la biotecnología como el tipo de nueva industria que está creando puestos de trabajo absolutamente nuevos, muchos de los cuales resultaban inimaginables hace sólo una década. Mientras que la tipología de los empleos puede ser completamente nueva, su número es pequeño a causa del uso intensivo del capital que exige el sector. La industria de la biotecnología ha generado menos de 97.000 puestos de trabajo en los últimos diez años. Chamot nos recuerda que «tan sólo el año pasado [1993] se eliminó el doble de puestos de trabajo mediante las prácticas de reducción de tamaño y de estructura en las empresas». Para reducir el desempleo en un simple punto porcentual, afirma Chamot, «deberíamos ser capaces de crear, de la noche a la mañana, once sectores industriales del tipo del de la biotecnología», un hecho difícil de realizar a partir del estado actual de la capacidad científica, tecnológica y económica de nuestra sociedad[58].
Muchas personas en la comunidad empresarial reconocen que algunas de las innovaciones e industrias de alta tecnología crean muchos menos empleos que los que sustituyen. Continúan creyendo, sin embargo, que las pérdidas en el mercado doméstico quedarán compensadas por un incremento en la demanda externa y por la apertura de mercados exteriores. Las empresas multinacionales actuales se hallan implicadas en una ardua batalla con la finalidad de rebajar las barreras comerciales que les permitan llegar a nuevas regiones con las que aumentar la producción de bienes y servicios. Confían en que se puedan crear nuevos mercados a un ritmo suficientemente rápido como para llegar a absorber la creciente capacidad de producción de la nueva revolución tecnológica. Murray Weidenbaum, antiguo presidente del Council of Economic Advisors del presidente Reagan, es uno de los que consideran que la apertura de nuevos mercados en Asia y en el Pacífico será un modo de generar un método que asegure el adecuado y deseado poder adquisitivo de los consumidores hacia los productos de origen americano[59].
Sin embargo, los esfuerzos de las empresas por crear nuevos mercados tan sólo obtienen éxitos marginales por la simple razón de que las mismas fuerzas económicas y tecnológicas que condicionan la economía americana también afectan a la economía mundial. En Europa, en Japón y en un cada vez mayor número de países desarrollados, la reingeniería y la automatización sustituyen, aceleradamente, a la mano de obra, y reducen la demanda efectiva en muchos países.
Enfrentadas a mercados anémicos, tanto interna como externamente, muchas empresas se han decidido por las tecnologías que permiten ahorros en mano de obra como forma para la reducción de los costes y para mantener los beneficios en un entorno cada vez más difícil. «Las empresas americanas, muy sensibles al factor coste, intentan realmente sustituir la mano de obra por máquinas en lugar de comprar más maquinaria y contratar más personal», afirma David Wyss, economista jefe de la empresa DRS/McGrawHill. Mientras que las empresas estadounidenses gastaron en 1993 más de 592.000 millones de dólares en nuevas inversiones, el departamento de Comercio informa de que menos de 120.000 millones se destinaron a la construcción de nuevas plantas y edificios que requieren más trabajadores. El resto fue a parar a la puesta al día de las infraestructuras existentes, lo que debía permitir mejorar en eficacia, es decir, producir los mismos productos con menores costes y con menos mano de obra. Evidentemente, se comprobó que el ahorro fue sólo temporal. Menos trabajadores se traduce en menos capacidad adquisitiva para la economía en general, una progresiva reducción de los posibles mercados y de las ganancias[60].
Con una demanda seriamente debilitada por el creciente desempleo o por el subempleo en la mayoría del mundo industrializado, la comunidad empresarial ha empezado a apoyar la concesión de créditos al consumo con amplias facilidades en un esfuerzo por estimular el poder adquisitivo. Las compras a plazos, a crédito o con tarjeta magnética se han convertido en algo absolutamente común en el nuevo mundo industrial. Tan sólo en los Estados Unidos, la deuda generada por el consumidor particular se incrementó en un 210% en la década de los años 60 y un 268% durante la de los 70. Hoy es de más de 4 billones de dólares[61]. Según lo establecido en un informe de 1994 del Federal Reserve Board, las familias de clase media están pagando, de forma sistemática, cerca de un 25% de sus ingresos a sus acreedores financieros, nivel substancialmente más alto que el existente en periodos anteriores caracterizados por la bonanza económica. Estas cifras tan preocupantes llevaron a un miembro del Reserve Board, Lawrence B. Lindsey, a comentar que «lo que parece ser uno de los mejores momentos económicos para nuestro país, en su conjunto, contrasta con el hecho de que pueda ser uno de los más arriesgados a los que nunca se ha enfrentado una gran parte de las familias americanas[62]». El informe venía a decir que los asalariados de clase media se hallaban ya en el límite máximo de su capacidad de endeudamiento.
En el pasado, cuando una revolución tecnológica afectaba al conjunto de puestos de trabajo en un determinado sector económico, aparecía, de forma casi inmediata, un nuevo sector que absorbía el excedente de trabajadores del otro. En los inicios del presente siglo, el incipiente sector secundario era capaz de absorber varios de los millones de campesinos propietarios de granjas desplazados por la rápida mecanización de la agricultura. Entre mediados de la década de los 50 y principios de los 80, el sector de servicios fue capaz de volver a emplear a muchos de los trabajadores de «cuello azul» sustituidos por la automatización. Sin embargo, en la actualidad, dado que todos estos sectores han caído víctimas de la rápida reestructuración y de la automatización, no se ha desarrollado ningún sector «significativo» que permita absorber los millones de asalariados que han sido despedidos. El único que se vislumbra en el horizonte es el del conocimiento, una élite de industrias y de disciplinas profesionales responsables de la introducción en la nueva economía de la alta tecnología del futuro. Los nuevos profesionales —los llamados analistas simbólicos o trabajadores del conocimiento— provienen del campo de la ciencia, de la ingeniería, de la gestión, de la consultoría, del marketing, de los medios de comunicación y del ocio. Mientras que su número continúa creciendo, seguirán siendo pocos si los comparamos con el número de trabajadores sustituidos por la nueva generación de «máquinas pensantes».
La administración Clinton ha puesto sus esperanzas en la reeducación de millones de americanos para que puedan acceder a los empleos derivados de las altas tecnologías, como única forma viable para reducir el desempleo tecnológico y para mejorar su situación económica. La Casa Blanca está invirtiendo más de 3400 millones de dólares de los fondos federales para actualizar los programas de formación ya existentes y para iniciar nuevos proyectos tendentes a reeducar a más de 2 millones de americanos que pierden sus empleos cada año[63]. Robert Reich, el secretario de Trabajo, ha concienciado al país, y recogido apoyos para llevar adelante un esfuerzo masivo de reeducación. En todos y cada uno de sus discursos y conferencias, Reich advierte a su audiencia del hecho de que los Estados Unidos están entrando en una nueva economía de ámbito global y altamente competitiva y que «para tener éxito en esta nueva economía, nuestros trabajadores deben estar mejor formados, deben estar más especializados, deben ser más adaptables y deben estar mejor entrenados respecto a los nuevos estándares mundiales[64]». Mientras que la Casa Blanca está abogando por más formación para los puestos de trabajo existentes, un creciente número de críticos están empezando a preguntar: «Reeducar, ¿para qué?». Con la agricultura, la industria y los servicios en proceso de automatización de sus operaciones y aplicando las recomendaciones de los procesos de reingeniería, lo que lleva a que millones de americanos se queden sin empleo, la pregunta sobre dónde estos trabajadores despedidos podrán encontrar alternativas al empleo, una vez reeducados, sigue siendo la clave. En un estudio realizado en 1993 por el departamento de Trabajo, se demostró que tan sólo una cifra inferior al 20% de los que seguían programas de reeducación federales eran capaces de encontrar nuevos empleos en los que recibían, como mucho, un 80% de sus antiguos salarios[65].
Los pocos buenos empleos disponibles en la nueva economía tecnológica global están en el sector del conocimiento. Es un tanto inocente pensar que un gran número de trabajadores especializados o sin especializar, tanto de los llamados de «cuello azul» como de «cuello blanco» podrán ser reeducados como físicos, expertos en ordenadores, técnicos de muy alto nivel, biólogos moleculares, consultores de empresa, abogados, contables y similares. En principio, la diferencia en lo referente a niveles educativos entre los que requieren un empleo y el tipo de puestos de trabajo de alta tecnología que se ofrece es tan amplia que ningún programa reeducativo podría tener como objetivo la adecuada actualización de las prestaciones educativas de los trabajadores como para llegar a adaptarlos a las limitadas oportunidades de empleo existentes. Charles F. Albrecht, Jr., presidente de Drake Beam Morin Human Resource Consulting, afirma que «una gran parte de la gente [que es sustituida por las nuevas tecnologías de la información y de las telecomunicaciones] no estará en condiciones o no dispondrá de la capacidad necesaria para ser reeducados». La dura realidad, sigue Albrecht, es que «los procesos mentales y las iniciativas que resultan necesarias para gestionar estas máquinas y hacerlas funcionar están más allá de sus posibilidades reales[66]».
De acuerdo con las conclusiones del estudio «Adult Literacy in America», financiado por el departamento de Educación, cerca de 90 millones de americanos están tan deficientemente formados que incluso no pueden «escribir una breve carta explicando la existencia de un pequeño error en una tarjeta de crédito, reconocer la hora de salida de un autobús en un sábado cualquiera en una terminal de autobuses o usar una calculadora para determinar la diferencia entre un precio de saldo y un precio normal[67]». En la actualidad, uno de cada tres adultos en los Estados Unidos es práctica, parcial o completamente analfabeto. Más de 20 millones de americanos son incapaces de leer o tienen un nivel de lectura inferior al 50%. Existen 35 millones adicionales que tienen un nivel inferior al correspondiente a noveno grado. El educador Jonathan Kozol apunta que «las calificaciones necesarias para los puestos de trabajo de cualquier tipo, excepto para los empleos domésticos para terceros, empiezan en niveles equivalentes a noveno grado[68]». Para estos americanos, la esperanza de ser reeducados o escolarizados, para llegar a obtener un puesto de trabajo en la élite del sector del conocimiento, es prácticamente una quimera. E incluso si los programas de reeducación y de reciclaje a gran escala fuesen puestos en marcha, no existirían suficientes puestos de trabajo de alta tecnología en la economía automatizada del siglo XXI como para llegar a absorber el gran número de trabajadores despedidos.
En los últimos sesenta años, y tal como afirma el economista Paul Samuelson, los crecientes gastos gubernamentales han sido la única forma viable para «engañar al demonio de la demanda no efectiva[69]». La innovación tecnológica, la creciente productividad, el creciente desempleo tecnológico y la demanda insuficiente, son los elementos que han caracterizado la economía americana desde la década de los años 50, forzando a los diferentes gobiernos federales a adoptar estrategias de gasto público, con el consiguiente incremento de los déficit, para crear empleo; lo que ha llevado a que el presupuesto federal se haya cerrado cada año, excepto uno, con «números rojos» desde que el presidente Kennedy asumió la presidencia, en 1961[70].
En 1960 el déficit federal era de 59.000 millones de dólares y la deuda pública se situaba en los 914.300 millones. En 1991 el déficit se colocó por encima de los 300.000 millones de dólares, mientras que la deuda pública se situaba en unos aterradores 4 billones. El déficit para 1993 excedió los 255.000 millones. Actualmente, el gobierno de los Estados Unidos toma prestado un dólar por cada cuatro de gasto. Los pagos de intereses de la deuda nacional se acercan a los 300.000 millones de dólares anuales o más del 20% de los gastos corrientes del gobierno[71].
Los crecientes déficit federales y el aumento astronómico del nivel de la deuda pública han captado la atención del público mentalizado de la necesidad de recortar los gastos. También en otros países se están empezando a oír voces sobre la urgente necesidad de actuar sobre los déficit y sobre la deuda. En todo el mundo las diferentes naciones empiezan a recortar sus presupuestos con la finalidad de tratar el problema de los déficit públicos y de la deuda nacional.
En los Estados Unidos la mayoría de los recortes se producen actualmente en defensa. El complejo industrial y militar, que jugó un papel crítico en el mantenimiento de la prosperidad económica del país durante más de medio siglo, se ve reducido ahora, en el final de la guerra fría. El desmantelamiento se ha producido inesperadamente, en gran parte como respuesta a la disolución de la antigua Unión Soviética.
En la década de los años 80 el presupuesto del Pentágono todavía crecía al ritmo de un 5% cada año, alcanzando un máximo de 371.000 millones de dólares en el año 1986. Durante los años de la presidencia de Reagan, el número de americanos que trabajaban en las industrias de la defensa o estaban directamente empleados en las fuerzas armadas llegó a ser de 6,7 millones de personas, o lo que es lo mismo, el 5,6% de la totalidad de la fuerza laboral. Tan sólo en los últimos cinco años, el gasto militar se ha reducido en un 26%, llegando a ser de 276.000 millones en 1993[72].
Entre 1989 y 1993 más de 440.000 trabajadores de la industria de la defensa fueron despedidos. Otros 300.000 trabajadores uniformados, con empleos en diferentes servicios armados, y más de 100.000 empleados civiles también fueron despedidos. Se estima que para 1997 el presupuesto del Pentágono habrá descendido a cifras inferiores a los 234.000 millones de dólares, equivalentes a un 3% del producto interior bruto. Ello representa la menor cantidad jamás asignada a defensa desde Pearl Harbor. Un estudio de la Federal Reserve estima que los recortes en defensa entre 1987 y 1997 producirán una pérdida total de más de 2,6 millones de puestos de trabajo[73].
Los recortes en defensa son un elemento más de otros ajustes importantes en los programas gubernamentales. A principios de la década de los años 80 el empleo gubernamental representaba el 17,9% de la totalidad del empleo en los Estados Unidos. A final de la década su importancia se redujo a un 16,4%[74]. El número de empleados gubernamentales seguirá disminuyendo en lo que queda de la década actual, dado que los diferentes niveles del gobierno, el federal, el estatal y el local, están en proceso de reducción de sus operaciones y de automatización de sus servicios.
La administración Clinton ya ha anunciado sus intenciones de aplicar procesos de reingeniería a las actividades del gobierno; para ello empleará muchas de las mismas prácticas empresariales y de las nuevas tecnologías de la información que han permitido incrementar, de forma significativa, la productividad en el sector privado. El objetivo, en la primera tanda de reestructuraciones, es la eliminación de 252.000 trabajadores, equivalentes a más del 12% de la actual fuerza de trabajo federal. El plan también pretende la introducción de sofisticados sistemas de ordenadores para acortar y favorecer las prácticas administrativas y poder, de este modo, servir mejor a las necesidades específicas. La administración ha puesto un énfasis especial en aligerar las estructuras formadas por el personal en niveles intermedios y espera que este esfuerzo de reingeniería permita que el gobierno y los contribuyentes se ahorren más de 108.000 millones de dólares, como consecuencia del proceso[75]. Ansiosos y preocupados por no quedarse rezagados, los gobiernos estatales y locales han anunciado, a su vez, su intención de abordar el tren de la reingeniería, prometiendo a sus contribuyentes mejoras en productividad y significativos recortes en personal y en presupuestos para los próximos años.
Buena parte del actual fervor por ajustar los gastos gubernamentales y reducir, de este modo, los déficit son consecuencia de la convicción de que estas reducciones favorecerán la bajada de los tipos de interés, lo que a su vez dinamizará de nuevo el gasto de los consumidores y las inversiones de las empresas. Si por un lado las menores tasas contribuirán a que se incremente la construcción de viviendas y la venta de automóviles, por otro lado se producirá un efecto negativo derivado del incremento del desempleo y de la pérdida de poder adquisitivo, como consecuencia de los recortes de los gastos públicos. Como reacción a la hipótesis de que la reducción de los tipos de interés animarán la inversión en las empresas, un creciente número de economistas creen que «la inversión en creación de puestos de trabajo está más influida por la demanda del mercado y las perspectivas de beneficios que por los tipos de interés[76]». Las bajas en los tipos de interés son cada vez menos relevantes si no hay suficientes clientes para comprar los productos.
Unos cuantos economistas se manifiestan en contra de la previsión generalizada, y advierten que mayores reducciones en los gastos gubernamentales pueden lanzar a la economía a una mayor confusión, de la que, tal vez, no se recupere. Sus planteamientos coinciden con un reciente estudio acerca de un hipotético crecimiento económico a largo plazo en el que se afirma que «no ha habido grandes periodos de crecimiento económico en este siglo sin que hubiera rápidos crecimientos en las compras a cargo de los gobiernos[77]». Gar Alperovitz, economista y presidente del National Center for Economics Alternatives, observa que aunque el déficit de los Estados Unidos se sitúa en la actualidad alrededor del 4,8% del producto interior bruto, Gran Bretaña se situaba en un 4,4% de su PIB en 1983, mientras que Japón se hallaba en un 5,6% en 1979. En las dos guerras mundiales, el déficit de los Estados Unidos creció de forma precipitada, alcanzando un valor máximo del 27,7% del PIB en 1919 y del 39% a finales de la segunda guerra mundial. La opinión de Alperovitz es que el déficit no es algo tan terrible como puede parecer, en contra de la retórica al uso. Por el contrario, argumenta que si se analizan las consecuencias de las guerras recientes, «un incremento muy substancial (en lugar de uno poco significativo) en el déficit a corto plazo que estimule un fuerte crecimiento puede recuperarse en los años venideros mediante un incremento de los impuestos a las empresas que estén en expansión y cuenten con trabajadores a tiempo completo». Alperovitz reconoce que mientras «este tipo de política tiene muchos defensores, de momento tiene relativamente poca viabilidad política[78]».
A pesar de la importante evidencia de los impactos desestabilizadores de la nueva revolución tecnológica, los líderes gubernamentales continúan defendiendo la idea de la tecnología cambiante como elemento de cambio, considerando, contra cualquier evidencia en sentido contrario, que las innovaciones tecnológicas, los avances en productividad y el descenso de los precios generarán suficiente demanda y llevarán a la creación de un mayor número de nuevos puestos de trabajo que los que se destruirán. Durante la era Reagan-Bush, los economistas defensores de la oferta, como George Gilder y David Stockman, aceptaron rápidamente el concepto de tecnología cambiante, argumentando que la clave para el crecimiento radicaba en las políticas diseñadas para estimular la producción. En 1987, la National Academy of Sciences publicó un informe sobre el futuro previsible de la tecnología y el empleo, en el que se reiteraban los argumentos esgrimidos en el concepto de tecnología cambiante.
Mediante la reducción de los costes de producción y, por lo tanto, de la bajada de los precios de un producto en particular, en un mercado competitivo, el cambio tecnológico lleva, frecuentemente, a incrementos en la demanda de bienes; una mayor demanda de productos se traduce en incrementos en producción, lo que hace que se requiera más fuerza laboral, con ello se compensan las consecuencias que sufre el empleo de reducción en el trabajo que se requiere por unidad de producción, como consecuencia del cambio tecnológico. Incluso si la demanda de un determinado bien, cuyo proceso de producción haya podido ser transformado, no se incrementa de forma significativa cuando se reduce su precio, los beneficios todavía aumentan porque los consumidores podrán seguir empleando los ahorros derivados de esas reducciones para adquirir otros bienes y servicios. Por lo tanto, en resumen, esto se traduce en que la capacidad de empleo históricamente se amplía… Y pensamos, para el futuro inmediato, que las reducciones de los requisitos establecidos sobre la fuerza de trabajo por unidad de producto, resultantes de nuevas tecnologías de proceso, han sido y seguirán siendo sumamente importantes por sus efectos beneficiosos en el empleo, como consecuencia de la expansión generalizada de los productos ofertados[79].
Aunque la administración Clinton no emplea abiertamente el concepto de tecnología cambiante, continúa con sus planteamientos económicos basados directamente en los supuestos subyacentes de tal idea. Éstos son cada vez más sospechosos, por no decir peligrosos. En un mundo en el que los avances tecnológicos prometen incrementar de forma dramática la productividad y la fabricación de productos terminados mientras que se marginan o se eliminan del proceso económico millones de trabajadores, la tecnología cambiante emerge de forma inocente y hasta absurda. Aferrarse a un paradigma económico viejo y pasado de moda en una nueva era postindustrial podría resultar desastroso y harto peligroso para la economía global y para la civilización del siglo XXI.
Mientras que la idea de la tecnología cambiante ha dominado el pensamiento de los líderes empresariales y de los políticos electos durante buena parte del presente siglo, otra perspectiva totalmente distinta del papel de la tecnología ha calado en la imaginación del público. Si los empresarios han contemplado siempre las nuevas tecnologías como un medio para generar mayores niveles de producción, mayores beneficios y más y más trabajo, el público ha sostenido de forma sistemática una visión alternativa: la de que algún día la tecnología sustituirá al ser humano y le liberará de por vida, dándole más capacidad para disfrutar de su tiempo libre y de ocio. Esta inspiración no es consecuencia de promesas incumplidas o de vagas ideas de los políticos y economistas, sino de las opiniones de miles de escritores y ensayistas americanos. Sus intensas descripciones de un futuro tecnoparaíso, libre de trabajos y cargas, ha actuado como un imán visionario, arrastrando a sucesivas generaciones de peregrinos a lo que esperaban que fuese un nuevo cielo en la tierra.
En la actualidad estas dos ideas tan diferentes sobre la relación entre tecnología y trabajo han empezado a encontrarse en un creciente conflicto, en el inicio de la revolución de las nuevas tecnologías. La cuestión radica en saber si las tecnologías de la tercera revolución industrial cumplirán los sueños de los economistas respecto a sistemas productivos y niveles de beneficios sin fin o los del público en general relativos a mayores niveles de ocio. La respuesta a esta cuestión depende, en gran medida, de cuál de las dos visiones del futuro de la humanidad logre atraer la suficiente energía, talento y pasión en la próxima generación. La visión de los empresarios se basa en un mundo de relaciones de mercado y de consideraciones estrictamente comerciales. La segunda de las visiones, la liderada por muchos de los más conocidos pensadores utópicos americanos, nos lleva a una nueva era en la que las fuerzas comerciales presentes en el mercado quedan minimizadas, hasta prácticamente desaparecer, por las fuerzas de la comunidad, de una sociedad bien informada.
En la actualidad, muchas personas están a punto de empezar a comprender cómo los ordenadores y las otras tecnologías derivadas de la revolución de la información que hasta hoy debían ser los elementos fundamentales para su liberación se han convertido, realmente, en unos monstruos mecánicos que han producido reducciones en los niveles salariales, que han eliminado puestos de trabajo y que han empezado a amenazar seriamente sus vidas cotidianas. Los trabajadores americanos han considerado durante mucho tiempo que siendo más y más productivos podrían finalmente llegar a liberarse de un trabajo sin fin. En la actualidad, por primera vez en sus vidas, se les está empezando a hacer evidente que las ganancias en productividad no llevan a menudo a un mayor nivel de ocio, sino a situaciones de desempleo. Para llegar a comprender cómo un sueño sobre un mañana mejor puede haberse transformado en una pesadilla tecnológica de la noche a la mañana será necesario repasar las raíces utópicas de la otra visión tecnológica de América, aquélla que prometía un futuro libre de necesidades y de cargas y de las implacables exigencias propias del mercado.