Capítulo VIII
EL MOVIMIENTO ESPIRITUALISTA

1. El término “espiritualismo”.

Ni que decir tiene que el término “espiritualismo”, cuando se lo emplea para designar una corriente filosófica del pensamiento francés en el siglo XIX, no se refiere para nada a las creencias espiritistas de que es posible comunicarse con los espíritus de los difuntos mediante prácticas diversas.(Véase la nota 52 del capítulo II. (N. del T.)) Pero no es tarea demasiado fácil la de dar una definición positiva y precisa del término en cuestión. Víctor Cousin lo empleaba al referirse a su propio eclecticismo. Y en su Carta sobre la apologética Maurice Blondel observaba que la designación que nos ocupa debería desecharse definitivamente, porque participaba del descrédito en que había caído el eclecticismo.[404] Sin embargo, pese a Blondel, todavía se sigue llamando a veces a la filosofía de Cousin “espiritualismo ecléctico” o “eclecticismo espiritualista”. Y si por “espiritualismo” entendemos un rechazo del materialismo y del determinismo y una afirmación de la prioridad ontológica del espíritu sobre la materia, sin duda se justifica que se dé tal nombre a la filosofía de Cousin. Ahora bien, si se entiende el término en este sentido amplio, sirve para designar todas las filosofías teístas y las diversas formas del idealismo absoluto, tales como el pensamiento de Hamelin. No haría entonces ninguna referencia específica a la moderna filosofía francesa y podría empleárselo para designar las filosofías, digamos, de Tomás de Aquino, Descartes, Berkeley, Schelling, Hegel, Rosmini y Berdiaef.

Quizá sea lo mejor que, abandonando cualquier intento de dar una definición precisa, nos contentemos con decir que, en este contexto, empleamos la palabra “espiritualismo” para significar la corriente de pensamiento que reconoce su origen en Maine de Biran y, pasando por Ravaisson, Lachelier, Fouillée y otros, llega hasta Bergson. O sea, que empleamos el término para referirnos a un movimiento en el que la insistencia de Maine de Biran en la espontaneidad de la voluntad humana y la reflexión del mismo autor sobre la actividad del espíritu humano, considerada como la clave para penetrar en la naturaleza de la realidad, vienen a ser un contrarresto del materialismo y determinismo de algunos de los pensadores de la Ilustración y un retorno a las que se reputan genuinas tradiciones de la filosofía francesa. Al pensamiento de Cousin se le puede entonces calificar de espiritualista en la medida en que ha sido estimulado por el de Maine de Biran o por ideas similares a las de éste. Hay que añadir, empero, que al desarrollar el movimiento el enfoque psicológico de Maine de Biran y seguir insistiendo con él en la espontaneidad y libertad de la voluntad, acabó tomando la forma de una general filosofía de la vida. Esto es bastante obvio en el caso de Bergson. Claro que, aunque Bergson reconocía una deuda para con Maine de Biran y para con Ravaisson, cabe sostener que en algunos aspectos Blondel está más cerca que Bergson de Maine de Biran, a pesar de la recomendación que Blondel hace de que se deje de emplear el término “espiritualismo”.

2. La filosofía de Ravaisson.

Jean Gaspard Félix Ravaisson-Mollien (1813-1900), conocido por lo común simplemente como Ravaisson, era natural de Namur, y después de estudiar en París asistió en Munich a las lecciones de Schelling. En 1835 presentó a la Academia de Ciencias Morales y Políticas un valioso ensayo sobre la metafísica de Aristóteles, que fue publicado en forma revisada en 1837 con el título de Essai sur la métaphysique d’Aristot.. En 1846 le fue añadido un segundo volumen. En 1838 presentó Ravaisson dos tesis para doctorarse en París, una en latín sobre Espeusipo y otra en francés sobre el hábito: De l’habitud.. Enseñó durante breve tiempo filosofía en Rennes; pero sus diferencias con Victor Coussin, que ejercía a la sazón un control bastante dictatorial sobre los estudios filosóficos en las universidades, le impidieron proseguir su carrera académica en París. En 1840 fue nombrado inspector general de bibliotecas, y en 1859 llegó a ser inspector general de la enseñanza superior. Ravaisson se interesó no sólo por la filosofía sino también por el arte, especialmente el pictórico, y por las antigüedades clásicas. Fue miembro electo de la Academia de Ciencias Morales y Políticas y de la Academia de Inscripciones y Bellas Artes. En 1870 se le nombró cuidador de las antigüedades clásicas del Louvre.

En 1867 publicó Ravaisson, a petición del gobierno, un Rapport sur la philosophie en France au XIXe siécl. (Informe sobre la filosofía en Francia en el siglo XI.), en el que suministró abundante información sobre un gran número de filósofos e hizo una defensa programática de la tradición metafísica del realismo espiritualista, al que veía en retroceso con anterioridad al siglo XIX y como habiendo sido reafirmado por Maine de Biran. Ravaisson aprovechó la oportunidad para atacar no sólo al positivismo sino también al eclecticismo de Cousin, del cual tenía mala opinión, considerándolo como una lamentable mezcolanza de la filosofía escocesa del sentido común con algunas mal digeridas ideas derivadas de Maine de Biran. Poníase, en efecto, bastante en claro que el verdadero sucesor de De Biran era Ravaisson mismo. Su Testament philosophique et fragment. (Testamento filosófico y fragmento.) fue un escrito publicado póstumo en 1901 en la Revue des deux monde..[405]

Según lo indica el título, la obra de Ravaisson De l’habitud. versa sobre un tema concreto; pero su tratamiento del mismo manifiesta una concepción filosófica general. Reflexionando sobre la manera de formarse nuestros hábitos, se ve, según el autor, que en el hábito el movimiento de la voluntad, que encuentra resistencia y va acompañado del sentimiento de esfuerzo, se transforma en movimiento instintivo, tendiendo lo consciente a hacerse inconsciente. En el hábito, la actividad vital espontánea se somete, por así decirlo, a sus condiciones materiales, a los factores mecánicos, y con ello proporciona una base para la ulterior actuación de la voluntad, del movimiento y el esfuerzo voluntarios de los que, como sostenía Maine de Biran, tenemos conciencia en nosotros mismos. Esto es advertible en la formación de los hábitos físicos, que constituyen la base y el trasfondo de la acción intencionada. Para poner un ejemplo sencillo, si yo decido ir paseando hasta la casa de un amigo para visitarle, la realización de mi propósito presupone la formación de hábitos físicos tales como los del andar.

Y una situación análoga podemos verla en la esfera ética donde, según Ravais-son, la acción virtuosa sólo puede ejercerse al principio mediante esfuerzo deliberado, pero después llega a hacerse habitual, formando así una “segunda naturaleza” y proporcionando una base para la ulterior prosecución de los ideales.

Más en general, Ravaisson ve en el mundo dos factores básicos: el espacio como la condición de la permanencia o estabilidad, y el tiempo como la condición del cambio. A estos dos factores les corresponden respectivamente la materia y la vida. La primera es el ámbito de la necesidad y del mecanismo; la segunda, de la actividad espontánea, que se manifiesta en los organismos vivientes y que en el hombre se alza al nivel de la “libertad de la inteligencia”.[406] El punto de intersección de los dos campos es el hábito, que combina en sí el mecanismo de la materia y la finalidad mecánica de la vida. Pero si el hábito presupone movimiento y esfuerzo voluntarios[407] y es, por decirlo así, inteligencia que se ha echado a dormir o que se ha sumido en un estado infraconsciente, y si proporciona la base para el ulterior actuar mediante la voluntad, esto patentiza la prioridad, desde el punto de vista finalístico, del movimiento ascendente de la vida. Entre el nivel más ínfimo de la naturaleza y “el punto más alto de la libertad reflexiva hay una infinidad de grados, que conmesuran el desarrollo, y un único poder, siempre el mismo”.[408] El hábito “redesciende” por la línea de bajada y puede describirse como una intuición en la que lo real y lo irreal se identifican.

En el énfasis con que recalca Ravaisson el movimiento y el esfuerzo voluntarios y en su tendencia a buscar dentro del hombre la clave del secreto del mundo vemos, naturalmente, la inspiración de Maine de Biran. En su teoría del hábito se notan también indicios de la influencia de Schelling, por ejemplo, cuando habla de la unidad de lo ideal y lo real.[409] Mirando hacia delante, podemos ver una clara anticipación de temas bergsonianos. En el discurso conmemorativo que pronunció Bergson al suceder a Ravaisson como miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas hizo el siguiente comentario refiriéndose a De l’habitude; “Así el hábito nos proporciona la demostración viva de esta verdad, que el mecanismo no es de suyo suficiente: sólo sería, por decirlo así, el residuo fosilizado de una actividad espiritual”.[410] En otras palabras, Bergson ve en el pensamiento de Ravaisson una anticipación de su propia teoría del élan vital y de la naturaleza como conciencia oscurecida o volición durmiente.

La teoría del hábito de Ravaisson expresa su convencimiento de que lo inferior hay que explicarlo por referencia a lo superior. Y éste es, sin duda, un elemento básico de su visión filosófica general. Así, en su Rapport encuentra deficientes a aquellos filósofos que tratan de explicar la actividad mental en términos de procesos físico-químicos o, como el fenomenismo, por reducción a impresiones, o bien en términos de categorías abstractas. El entendimiento analítico tiende por su misma naturaleza a explicar los fenómenos reduciéndolos a unos últimos elementos constitutivos. Pero aunque tal proceder es ciertamente legítimo en la ciencia natural, Ravaisson insiste en que no podemos entender de este modo los fenómenos espirituales. Estos han de ser vistos a la luz de su finalidad, del movimiento de la vida dirigido hacia una meta tanto al nivel infraconsciente como al consciente. Este movimiento es captado por una especie de intuición que lo aprehende, ante todo, en nuestra experiencia íntima del esfuerzo dirigido hacia un fin. Es en nuestra experiencia íntima donde encontramos a la voluntad yendo en busca del Bien, el cual se manifiesta en el arte como Belleza. El Bien y la Belleza, las metas ideales de la voluntad, son Dios, o en cualquier caso símbolos de Dios. Y a la luz de esta verdad podemos interpretar el mundo material, considerado como la esfera de la necesidad y del mecanismo, como el efecto de la autodifusión del Bien divino y como él escenario para el movimiento ascendente de la luz.

Se ha dicho que Ravaisson[411] combina la psicología de Maine de Biran con la metafísica de Schelling, pero en el discurso a que nos hemos referido más arriba advierte Bergson que no debe exagerarse la influencia de Schelling sobre Ravaisson[412] y que la visión del universo como manifestación de una última realidad que da de sí misma liberalmente puede ya hallarse entre los filósofos griegos.[413] Bergson prefiere subrayar la influencia del desarrollo de los estudios biológicos en la ciencia decimonónica.[414] Sin embargo, aunque hay seguramente mucho de verdad en esto que dice Bergson, la influencia de Schelling no puede descartarse. La visión ravaissoniana de la naturaleza tiene claramente alguna afinidad con la descripción schellingiana de la naturaleza como espíritu adormecido, aun cuando en su Rapport se refiera más Ravaisson a las ideas y teorías de la psicología contemporánea. Además, la tendencia de Ravaisson a considerar la creación como una especie de Caída cósmica y el énfasis que pone en la idea de un retorno a Dios justifican que pensemos en el influjo del filósofo alemán. En todo caso, la distinción que hace Ravaisson entre la actividad de la inteligencia analítica por un lado y, por otro, el captar intuitivamente el movimiento de la vida parece una anticipación de temas que serán centrales en la filosofía de Bergson.

3. J. Lacheliery los fundamentos de la inducción.

Aunque Ravaisson no fue nunca profesor en París, no por eso dejó de ejercer considerable influencia. Fue él quien adivinó la capacidad filosófica de Jules Lachelier (1832-1918), cuando era éste alumno de la Escuela Normal, y quien hizo cuanto pudo por promocionarle en su carrera. Durante sus años de profesor en la École Normale (1864-1875) Lachelier mismo habría de ejercer un poderoso estímulo sobre las mentes de los estudiantes de filosofía. No fue, empero, un escritor fecundo. En 1871 publicó una obra sobre la inducción, Du fondement de l’inductio. (Del fundamento de la inducció.) que era su tesis francesa para el doctorado, mientras que la tesis latina versó sobre el silogismo.[415] Publicó también unos cuantos ensayos, los más conocidos de los cuales son el que trata de psicología y metafísica (Psychologye et métaphysiqu., 1885) y el que se ocupa de la apuesta de Pascal (Notes sur le pari de Pasca., 1901). Pero sus Obras, en las que se incluyen sus intervenciones en las sesiones de la Sociedad Francesa de Filosofía y anotaciones para diversos artículos del Vocabulaire de Laland., forman sólo dos modestos volúmenes.[416] Cuando Lachelier se retiró de la Escuela Normal, en 1875, fue nombrado inspector de la Academia de París; y en 1879 llegó a ser inspector general de educación pública. En 1896 se le eligió miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas.

Habría muchos motivos para examinar el pensamiento de Lachelier en el capítulo dedicado al neocriticismo y al idealismo. Pues en su obra principal, la dedicada a la inducción, enfoca el tema de un modo kantiano, inquiriendo cuáles son las condiciones necesarias de nuestra experiencia del mundo. Y sobre esta base traza una filosofía idealista que hace de él un predecesor de Hamelin. Al mismo tiempo, hay en su pensamiento elementos que influyeron algo en la corriente espiritualista; y aunque Bergson no fue, de hecho, alumno de Lachelier, leyó de estudiante la obra sobre la inducción y tenía a su autor por maestro suyo. Además, Lachelier se refería a su propio pensamiento como a una forma de esplritualismo,

Por inducción entiende Lachelier “la operación mediante la cual pasamos del conocimiento de los hechos al conocimiento de las: leyes que los rigen”.[417] Nadie duda de que este proceso tiene lugar en la ciencia. Pero da origen a un problema; por una parte, la experiencia nos proporciona sólo cierto número de casos observados de conexiones prácticas entre fenómenos; mas no nos dice que hayan de estar conectados así siempre. Por otra parte, en el razonamiento inductivo no dudamos en sacar una conclusión universal, aplicable a conexiones futuras no observadas; y, según Lachelier, esto implica que confiamos en que en la naturaleza impera la necesidad, No pretende sostener Lachelier que en la práctica la inducción sea siempre correcta. “De hecho, la inducción está siempre sujeta a error.”[418] Pero la revisibilidad de las leyes científicas no altera el hecho de que nuestros intentos de formularlas tienen por base y expresan una confianza en que hay conexiones necesarias que se han de hallar. Y se plantea la cuestión de si esta confianza puede justificarse teóricamente. O, como lo dice Lachelier, ¿en virtud de qué principio añadimos nosotros a los datos de la experiencia los elementos de la universalidad y la necesidad?

En primer lugar, la inducción implica que los fenómenos están organiza-ley de la causalidad eficiente. Pero el principio de causalidad no proporciona de ser lo de otro modo, los fenómenos sólo son inteligibles si están sometidos a la ley de la causalidad eficiente. Pero el principio de causalidad no proporciona de por sí una base suficiente para la inducción. Pues el razonamiento inductivo no sólo presupone series de fenómenos mecánicamente relacionados, sino también complejos y recurrentes grupos de fenómenos que funcionen como unos todos, siendo cada todo de tal índole que determine la existencia de las partes. A un todo de este tipo es lo que nosotros llamamos una causa final. El concepto de leyes de la naturaleza, “a excepción de un corto número de leyes elementales, parece basarse, pues, en dos principios distintos: uno en virtud del cual los fenómenos forman series en las que la existencia del (miembro) precedente determina la del siguiente; otro en virtud del cual estas series forman a su vez sistemas, en los que la idea del todo determina la existencia de las partes”.[419] Para decirlo sucintamente: “la posibilidad de la inducción estriba en el doble principio de las causas eficientes y de las causas finales”.[420]

Pero una cosa es asegurar que el razonamiento inductivo estriba en cierto principio (o, más exactamente, en dos principios), y otra cosa validar o justificar este principio. Lachelier no está dispuesto a seguir a la escuela escocesa y a Royer-Collard en la apelación al sentido común; ni tampoco quiere conformarse con sostener simplemente que el principio es una verdad evidente de por sí e indemostrable. Pero aunque elogia a J. S. Mill por haber tratado de justificar la inducción, no cree que su tentativa tuviera éxito, ni que pudiese siquiera tenerlo, dadas las premisas empiristas de Mill. Además, comprende que, si se ofrece una solución simplemente en términos de que la mente humana, por exigirlo su propia naturaleza o estructura, impone sus categorías o conceptos a priori sobre fenómenos que son meras apariencias de cosas-en-sí, cabe preguntar si el resultado de tal imposición puede propiamente ser descrito como conocimiento. Dicho de otro modo, Lachelier desea mostrar que los principios de la causalidad eficiente y de las causas finales no son simple y solamente a priori en un sentido subjetivo, sino que rigen tanto al pensamiento como al objeto del pensamiento. Esto supone el hacer ver no tan sólo que, en general, “las condiciones de la existencia de los fenómenos son las mismas condiciones que la posibilidad del pensamiento”,[421] sino también, en particular, que los dos principios en que estriba la inducción son condiciones de la posibilidad del pensamiento.

Respecto al primer principio, el de causalidad eficiente, Lachelier trata de mostrar que la vinculación serial de los fenómenos por medio de relaciones causales es implicada necesariamente por la unidad del mundo, la cual es ella misma una condición de la posibilidad del pensamiento. Su línea argumental es algo difícil de seguir; pero avanza por estos carriles: El pensamiento no sería posible sin la existencia de un sujeto que se distingue a sí mismo de cada sensación y que permanece uno a pesar de la diversidad de las sensaciones, simultáneas y sucesivas. Sin embargo, aquí surge un problema: Por una parte, el conocer no consiste en la actividad de un sujeto encerrado en sí mismo y separado de sus sensaciones o exterior a ellas. Lachelier trata de solucionar este problema buscando la requerida unidad en las relaciones entre las sensaciones, considerando al sujeto o yo no como algo aparte y por encima de sus sensaciones, sino más bien como la “forma” de las diversas sensaciones. Pero las relaciones naturales entre nuestras sensaciones no pueden diferir de las relaciones entre los correspondientes fenómenos. “La cuestión de saber cómo todas nuestras sensaciones se unen en un único pensamiento es, pues, precisamente la misma que la de saber cómo todos los fenómenos componen un único universo.”[422] Para Lachelier, en cualquier caso, una condición para que los fenómenos constituyan un mundo es que estén causalmente relacionados. La mera sucesión pondría a los fenómenos en el espacio y en el tiempo; pero para que haya un vínculo real entre los fenómenos es necesaria la relación causal. Por consiguiente, así como las cosas sólo existen para nosotros en tanto en cuanto son objetos de nuestro pensamiento, la condición para que los fenómenos formen un mundo es la misma condición de la unidad del pensamiento, a saber, el principio de causalidad eficiente.

Este punto de vista sólo nos da lo que Lachelier llama “una especie de materialismo idealista”.[423] El mundo que este materialismo presenta es un mundo en relación al pensamiento; pero es un mundo de causalidad mecánica, del reino de la necesidad. Para completar el cuadro hemos de considerar el segundo principio de la inducción, es decir, la causalidad final. La inducción, según Lachelier, presupone algo más que series de fenómenos discretos mecánicamente relacionados. Presupone también complejos y recurrentes grupos de fenómenos que funcionan como unos todos. Y no podemos dar cuenta de estos todos, que existen a varios niveles, sin introducir la idea regulativa de la finalidad inmanente. El ejemplo más obvio del tipo de cosa en que piensa Lachelier es, desde luego, el organismo vivo, en cuyo caso la “razón” del complejo fenómeno total se halla en él mismo, en una causa final inmanente que gobierna el comportamiento de las partes. Pero no sólo está pensando Lachelier en los organismos vivos. Tiene también en su mente todos los complicados grupos de fenómenos que funcionan como unidades, A decir verdad, él ve todo fenómeno como la manifestación de una fuerza que expresa una tendencia espontánea hacia un fin. Más aún, es esta idea de fuerza la que explica la variante intensidad de nuestras sensaciones y la que está en la base de nuestro convencimiento de que el mundo no es reducible a nuestras sensaciones consideradas como algo puramente subjetivo. La causalidad final tal vez sea una idea regulativa, pero se la requiere para la inducción, la cual presupone un mundo inteligible, un mundo penetrable por el pensamiento y que revele así en su seno el funcionamiento del pensar inconsciente tal como se le ve en el desarrollo de las recurrentes unidades que funcionan como todos. No se trata de que la causalidad final sustituya simplemente o anule a la causalidad mecánica. Esta forma una base para aquélla. Pero en cuanto introducimos la idea de la causalidad final como penetrando el mundo de la causalidad mecánica y subordinándoselo, cambia nuestra concepción del mundo. El idealismo materialista (o el materialismo idealista, como lo llama Lachelier) se ha transformado en un “realismo espiritualista, para el que todo ser es una fuerza, y cada fuerza un pensamiento que tiende a una conciencia de sí cada vez más completa”.[424]

El concepto de realismo espiritualista está desarrollado en el ensayo sobre psicología y metafísica. Se dice allí que la psicología tiene por campo “la conciencia sensible” (la conscience sensible), mientras que la metafísica se describe como “la ciencia del pensamiento en sí mismo, de la luz mental en su fuente”.[425] Esto quizá dé la impresión de que para Lachelier la metafísica es, en realidad, parte de la psicología; pues ¿cómo podemos excluir de la psicología el estudio del pensamiento? Pero Lachelier no quiere decir que el psicólogo deba atender sólo en su estudio a la sensación, la percepción y el sentimiento, sin referirse para nada al pensamiento o a la voluntad.[426] Lo que pretende es recalcar que a la psicología le concierne el pensamiento en tanto en cuanto éste llega a ser un dato de la conciencia, un factor objetivable, por ejemplo, en la percepción. Asimismo, la psicología ha de interesarse por la voluntad en la medida en que ésta se manifiesta en la vida perceptual y afectiva del hombre. A la filosofía o metafísica le concierne el pensamiento mismo, el pensamiento puro, que es también libertad pura, el pensamiento que opera inconscientemente en la naturaleza, a sucesivos niveles, y que llega a pensarse a sí mismo en el hombre y mediante el hombre. La metafísica equivale, pues, a lo que Lachelier llama en otra parte un realismo espiritual más profundo. En los comentarios que hizo para el Vocabulario de Lalande, sobre el término “espiritualismo” observó que toda doctrina que reconozca la independencia y la primacía del espíritu en el sentido de pensamiento consciente, o que considere que el espíritu está por encima de la “naturaleza” y es irreducible a presiones físicas, se puede calificar de espiritualista. A continuación pasa a sostener que hay un espiritualismo más profundo, que consiste en buscar en el espíritu la explicación de la naturaleza y en creer que el pensamiento que opera inconscientemente en la naturaleza es el mismo que el pensamiento que se hace consciente en el hombre. “Este segundo espiritualismo es el que era, a mi parecer, el de Ravaisson.”[427] Evidentemente, este “segundo espiritualismo” es la metafísica tal y como Lachelier entiende el término. El pensamiento del que habla Lachelier es, a las claras, el pensamiento absoluto, el pensamiento que “pone a priori las condiciones de toda existencia”.[428] Y bien pudiéramos sentirnos inclinados a comentar que la palabra “idealismo” sería aquí más apropiada que la de “realismo”. Sino que por “idealismo” tiende Lachelier a entender idealismo subjetivo, en el sentido de la teoría según la cual el mundo consiste en mis representaciones actuales y posibles. A una filosofía que reconoce una pluralidad de sujetos y para la que mi “mundo” se ha convertido en “el mundo” se la puede llamar realismo. Al mismo tiempo, Lachelier recalca que, en la medida en que diferentes sujetos alcanzan una verdad universal, este pensamiento ha de ser considerado como uno, como la manifestación del pensamiento que opera inconscientemente en la naturaleza y conscientemente en el hombre, y a esta manera de ver las cosas suele llamársela generalmente idealismo objetivo. Lachelier afirma, de hecho, que el objeto del pensamiento es distinto del pensamiento mismo, y que “el pensamiento no podría producirlo (al objeto) fuera de sí mismo”.[429] Pero añade que esto ocurre porque el pensamiento no es lo que debería ser, a saber, intuitivo en un sentido que hiciera al objeto inmanente al pensamiento, de suerte que los dos fuesen uno. Presumiblemente, lo que está diciendo es que el pensar humano no puede coincidir por entero con el pensamiento absoluto y, debido a ello, mantiene un resto de visión realista, aun cuando reconozca que el mundo todo es la automanifestación del pensamiento o espíritu absoluto.

Aprueba Lachelier la definición que dio Aristóteles de la filosofía primera o metafísica como la ciencia del ser en cuanto ser; pero él la interpreta en el sentido de la ciencia del pensamiento en sí mismo y en las cosas. Y como quiera que ese pensamiento es la única realidad última o el único ser que, según hemos visto, opera inconscientemente en la naturaleza y llega a hacerse autoconsciente en el hombre y mediante el hombre, Lachelier está enteramente dispuesto a admitir que “la filosofía pura es esencialmente panteísta”.[430] Pero luego pasa a decir que puede creerse en una realidad divina trascendente al mundo. Y al final de sus disquisiciones sobre la apuesta pascaliana observa que “la más sublime cuestión de la filosofía, aunque quizá sea más religiosa que filosófica, es la de la transición del absoluto formal al absoluto real y viviente, de la idea de Dios a Dios”.[431] Esta transición es el tránsito de la filosofía a la religión. Al final de su ensayo sobre la inducción afirma Lachelier que el realismo espiritual, tal como él lo ha presentado, es “independiente de toda religión”,[432] aunque la subordinación del mecanismo a la finalidad prepara el camino para un acto de fe moral que trasciende los límites de la naturaleza y del pensamiento. Por “pensamiento” en este contexto entiende, sin duda, la filosofía. La religión va más allá no sólo de la ciencia sino también de la filosofía. Y aunque Brunschvicg nos diga que Lachelier fue un católico practicante,[433] por su discusión con Durkheim se ve con claridad que, para él, la religión no tiene ninguna relación intrínseca a un grupo, sino que es “un esfuerzo interior y, por consiguiente, solitario”.[434] Desde el punto de vista histórico está justificada la protesta de Durkheim contra ese concepto un tanto menguado de la religión. Pero lo que es evidente es que Lachelier estaba convencido de que la religión es, en esencia, el acto de fe del individuo por el que el Absoluto abstracto de la filosofía llega a convertirse en el Dios viviente.

4. Boutrouxy la contingencia.

Uno de los discípulos de Lachelier en la Ecole Normale fue Émile Boutroux (1845-1921). Terminados sus estudios en París, Boutroux enseñó durante algún tiempo en un liceo de Caen; pero después de doctorarse obtuvo un puesto en la docencia universitaria, primero en Montpellier y luego en Nancy. De 1877 a 1886 dio clases en la Ecole Normale de París, y de 1886 a 1902 ocupó una cátedra de filosofía en la Sorbona. Su obra más conocida es su tesis doctoral La contingence des lois de la natur. (La contingencia de las leyes de la naturalez.),[435] que fue publicada en 1874, tres años después de la obra de La-chelier sobre la inducción. Las ideas que Boutroux expresaba en su tesis fueron desarrolladas por él en una obra, que publicó en 1895, titulada De l’idée de loi naturelle dans la science et la philosophie contemporaine..[436] Entre otros escritos suyos se destacan La science et la religion dans la philosophie contemporain.,[437] que apareció en 1908, y, en el terreno histórico, Etudes d’histoire de la philosophi.,[438] La colección de ensayos publicada póstumamente con el título La nature et l’espri. (1926) incluye el programa para las Conferencias Gifford que dio Boutroux sobre Naturaleza y espíritu en Glasgow durante los cursos 1903-1904 y 1904-1905.

En el prefacio a la traducción inglesa de su obra La contingence des lois de la natur. dice Boutroux que, a su parecer, hay tres tipos principales de sistemas filosóficos: “el idealista, el materialista y el dualista o paralelista”.[439] Los tres tienen un rasgo en común, el de presentar las leyes de la naturaleza como necesarias. En los sistemas filosóficos racionalistas la mente trata de reconstruir la realidad mediante una deducción lógica de su estructura, de la que toma lo que considera que son proposiciones verdaderas y evidentes de por sí. Cuando la mente, abandonando este sueño, se vuelve hacia los fenómenos conocidos a través de la percepción sensible con miras a establecer las leyes de los mismos, introduce la idea de necesidad lógica en la de ley natural y describe el mundo como “una infinita variedad de hechos unidos entre sí por vínculos necesarios e inmutables”.[440] Pero entonces se plantea la cuestión de si el concepto de relación necesaria está, de hecho, ejemplificado en las relaciones que se dan entre los fenómenos; y lo que Boutroux se propone es probar que las leyes naturales son contingentes y constituyen las “bases que nos capacitan de continuo para ascender a una vida superior”.[441]

Comienza inquiriendo Boutroux muy atinadamente qué se ha de entender en este contexto por relación necesaria. Ya se ve que la necesidad absoluta, es decir, la necesidad que elimina todas las condiciones y es reducible al principio de identidad (A = A), puede ser dejada de lado. Porque las leyes de la naturaleza no son simples tautologías. La que aquí nos importa no es la necesidad absoluta, sino la necesidad relativa, “la existencia de una relación necesaria entre dos cosas”.[442] En otras palabras, al inquirir sobre la supuesta necesidad de las leyes de la naturaleza, no estamos buscando una verdad puramente analítica, sino unas proposiciones sintéticas necesariamente verdaderas. Mas aquí hemos de hacer de nuevo una distinción: Si las leyes de la naturaleza son proposiciones sintéticas necesariamente verdaderas, no pueden ser proposiciones a posteriori; pues la experiencia puede revelarnos relaciones constantes, pero por sí misma no nos revela necesidad ninguna ni puede revelárnosla. Por eso, lo que aquí tratamos de averiguar es si a las leyes de la naturaleza puede llamárselas propiamente proposiciones sintéticas a priori. Si lo son, entonces han de afirmar relaciones causales necesarias.[443] La cuestión, pues, se reduce a esto: ¿Hay síntesis causales a priori?

Se habrá notado que la terminología que emplea Boutroux se basa en la de Kant, y que no niega que el principio de causalidad pueda mantenerse como necesariamente verdadero. Pero a la vez sostiene que no es en este sentido en el que, de hecho, se usa el principio en las ciencias. “En realidad, cuando la palabra ‘causa’ es empleada científicamente significa ‘condición inmediata’.”[444] Para los propósitos científicos, es decir, para la formulación de leyes, es plenamente suficiente que “existan relaciones relativamente invariables entre los fenómenos”.[445] No se requiere la idea de necesidad. Dicho de otro modo, el principio de causalidad, tal como es empleado de hecho por la ciencia, se deriva de la experiencia, no es impuesto a priori por la mente. Es una expresión muy general y abstracta de las relaciones observadas; y nosotros no observamos la necesidad, aunque podemos naturalmente observar secuencias regulares. Desde luego, si nos limitamos a atender sola y simplemente a la cantidad, a los aspectos mensurables de los fenómenos, quizá sea conforme con la experiencia la afirmación de una equivalencia absoluta entre causa y efecto. Pero, de hecho, nos encontramos con que se dan cambios cualitativos, con que hay una heterogeneidad cualitativa que excluye la posibilidad de mostrar que la causa (la condición inmediata) contiene necesariamente todo lo que se requiere para la producción del efecto.

Y si el efecto puede ser desproporcionado a la causa desde el punto de vista cualitativo, síguese de aquí que “en ninguna parte del mundo real y concreto cabe aplicar estrictamente el principio de causalidad”.[446] Al científico podrá servirle, sin duda, como máxima práctica. Pero el desarrollo de las ciencias mismas sugiere que las leyes de la naturaleza no expresan objetivamente relaciones necesarias y que no son irreformables o irrevisables en principio. Nuestras leyes científicas nos capacitan para habérnoslas con éxito con una realidad cambiante. Sería absurdo dudar de su utilidad. Pero no son definitivas.

En su siguiente obra, De l’idée de loi naturell., llevó Boutroux adelante la cuestión. Hay en la matemática pura relaciones necesarias, dependientes de ciertos postulados. Pero la matemática pura es una ciencia formal. Por descontado que una ciencia natural como la astronomía hace uso de las matemáticas y no podría haber avanzado sin ellas. A decir verdad, en ciertas ciencias se ve bastante claro el intento de adaptar, por así decirlo, la naturaleza a las matemáticas y de formular las relaciones entre los fenómenos de un modo matemático. Pero siempre queda un hiato entre la naturaleza tal como existe y las matemáticas, y este hiato resulta más manifiesto a medida que volvemos la atención de la esfera inorgánica a la de la vida. El científico tiene derecho a subrayar la conexión entre los fenómenos biológicos e incluso los mentales, por una parte, y los procesos físico-químicos por otra. Pero si se supone que las leyes que rigen la evolución biológica son reducibles a las leyes más generales de la física y la química, entonces se hace imposible explicar la aparición de lo nuevo. Pese a su admitida utilidad, todas las leyes naturales no son sino compromisos, aproximaciones a una ecuación entre la realidad y las matemáticas, y cuanto más pasamos de las muy generales leyes de la física a las esferas de la biología, la psicología y la sociología, más clara se va haciendo esta característica de mera aproximación. Pues hemos de dar cabida a la creatividad y a la emergencia de las novedades. En lo que a esto respecta, no es cierto ni aun al nivel puramente físico que no haya variabilidad, que no haya ningún quebranto o brecha del determinismo. :

Hoy día la idea de que la estructura de la realidad pueda deducirse a priori partiendo de unas proposiciones básicas indemostrables pero evidentes de por sí, difícilmente la tendría nadie por actual o de moda. Y en tanto que no sería razonable pretender que hay universal consenso acerca del uso propio del término “ley de la naturaleza” o sobre el estatuto lógico de las leyes científicas, es en cualquier caso opinión bastante común la de que las leyes científicas son generalizaciones descriptivas con fuerza predictiva y que son proposiciones sintéticas y, por lo tanto, contingentes. Es más, todos conocemos la tesis, basada en el principio de incertidumbre de Heisenberg, según la cual se ha probado que, al nivel subatómico, el determinismo universal es falso. Seguramente no todo el mundo admitiría que todas las proposiciones que son informativas acerca de la realidad son contingentes.[447] Ni todo el mundo estaría de acuerdo en que el determinismo universal ha sido refutado por los hechos. Pero aquí lo relevante es que mucho de lo que dice Boutroux acerca de la contingencia de las leyes de la naturaleza representa unas líneas de pensamiento que hoy día son bastante comunes. A este respecto, su anti-reduccionismo y su tesis de que hay especies o niveles de ser cualitativamente diferentes no nos resultan extraños. Claro que el hablar de niveles más bajos y más altos de ser parece invitar al comentario de que se están haciendo juicios de valor. Pero cuando Boutroux mantiene que la ciencia adopta la forma de las ciencias y que no podemos reducir todas las demás ciencias a la física matemática, la mayoría de la gente suele estar de acuerdo con él.

Sin embargo, Boutroux no se ocupa de la filosofía de la ciencia simplemente por ella misma. Cuando, por ejemplo, insiste en el carácter contingente de las leyes de la naturaleza y mantiene que no son reducibles a ninguna verdad absolutamente necesaria ni se derivan tampoco de ninguna, no se está dedicando simplemente a investigar el estatuto lógico de las leyes científicas. Desde luego que está haciendo tal investigación, pero también está ilustrando lo que son para él las limitaciones de la ciencia con miras a probar que queda campo para una metafísica religiosa que satisfaga la demanda racional de una concepción del mundo unificada y armónica. En el programa para las Conferencias Gifford hace notar que “en líneas generales, la ciencia es un sistema de símbolos cuyo cometido es proporcionarnos una representación conveniente y utilizable de realidades que no podemos conocer de un modo directo. Ahora bien, la existencia y las propiedades de esos símbolos solamente se pueden explicar en términos de la actividad original del espíritu”.[448] De manera parecida, en Ciencia y religión afirma Boutroux que la ciencia, lejos de ser algo estampado por las cosas sobre una inteligencia pasiva, es “un conjunto (ensembl.) de símbolos imaginados por la mente para interpretar las cosas por medio de nociones preexistentes [...]”.[449] En su estado desarrollado, la ciencia no presupone una metafísica;[450] pero sí que presupone la actividad creadora de la mente o el espíritu o la razón. La vida del espíritu toma la forma de razón científica, pero ésta no es la única forma que toma. La vida del espíritu es algo mucho más amplio, que incluye la moral, el arte y la religión. Así pues, el desarrollo del uso científico de la razón, que “trata de sistematizar las cosas desde un punto de mira impersonal”,[451] no excluye una “sistematización subjetiva”[452] basada en el concepto del valor de la persona y en la reflexión sobre la vida del espíritu en sus varias formas, reflexión que produce su propia expresión simbólica.

Como Boutroux fue alumno de Lachelier, no es sorprendente que hallemos en sus ideas acerca de las limitaciones de la ciencia cierto grado de influencia kantiana. Pero su opinión de la metafísica parece tener alguna afinidad con la de Maine de Biran. Por ejemplo, aunque desde luego admite la psicología como ciencia, sugiere que “es muy posible fijar unas fronteras reales entre la psicología y la metafísica”.[453] De parecido modo dice que “para que la metafísica sea legítima y fructífera, ha de proceder no de fuera a dentro sino de dentro a fuera”.[454] Con esto no pretende dar a entender que la metafísica, “actividad original del espíritu”,[455] sea ciencia, ya psicología u otra cualquiera, transformada en metafísica. Pues una ciencia que trate de convertirse en metafísica es infiel a su propia naturaleza y a sus fines. Lo que quiere decir Boutroux es que la metafísica es reflexión del espíritu sobre su propia vida, la cual es considerada en la psicología desde un punto de vista científico, pero rebasa, valga la expresión, los límites puestos por este punto de vista.

En su concepción general del universo, ve Boutroux el mundo como una serie de niveles de ser. Ningún nivel más alto es deducible de otro nivel inferior: hay la emergencia de la novedad, de la diferencia cualitativa. Al mismo tiempo, la heterogeneidad y la discontinuidad no son los únicos rasgos del mundo. Hay también continuidad. Pues podemos ver en marcha un creador proceso teleo-lógico, un esfuerzo de ascensión hacia un ideal. Y así Boutroux no mantiene una distinción rígida entre los niveles inanimado y animado. Hay espontaneidad incluso al nivel de la llamada “materia muerta”. Más aún, en un estilo que recuerda el de Ravaisson, sugiere Boutroux que “el instinto animal, la vida, las fuerzas físicas y mecánicas son, por decirlo así, hábitos que han ido penetrando cada vez más hondamente en la espontaneidad del ser. De ahí que estos hábitos hayan llegado a hacerse casi invencibles. Vistos desde fuera, aparecen como leyes necesarias”.[456] Al nivel humano hallamos el amor consciente y la prosecución del ideal, un amor que es a la vez como el tirón o la atracción que ejerce el ideal divino, el cual manifiesta de este modo su existencia. La religión, “una síntesis —o, más bien, una unión estrecha y espiritual— del instinto y del intelecto”,[457] ofrece al hombre “una vida más rica y más profunda”[458] que la vida del mero instinto, o rutina, o imitación, y que la vida del entendimiento abstracto. Lo que importa no es tanto conciliar la ciencia y la religión, consideradas como conjuntos de teorías o doctrinas, cuanto reconciliar a los espíritus científicos con los espíritus religiosos. Pues aun en el caso de que logremos probar que las doctrinas religiosas no contradicen a las leyes o hipótesis científicas, puede que esto no borre la impresión de que el espíritu científico y el religioso son, de suyo, irreconciliables y han de estar siempre en conflicto. Sin embargo, la razón es capaz de esforzarse por unir a los dos y de obtener de su unión un ser más rico y más armonioso que el de cada uno de ellos tomado aparte.[459] Esta unión sigue siendo una meta ideal; pero podemos ver que la vida religiosa, que en su forma intensa es siempre misticismo, tiene un valor positivo, porque se la encuentra “en el fondo de todos los grandes movimientos religiosos, morales, políticos y sociales de la humanidad”.[460]

Bergson estudió durante algún tiempo en la Escuela Normal de París cuando Boutroux enseñaba en sus aulas. Y la obra de éste sobre La contingencia de las leyes de la naturalez. ejerció ciertamente algún influjo en aquél, aunque respecto al grado de tal influjo convendría no exagerar. En cualquier caso, está claro que Bergson llevó adelante y desarrolló algunas de las ideas de Boutroux, si bien no es forzoso .concluir que, de hecho, las tomara directamente de esta fuente.

5. A. Fouillée sobre las idées-forces.

Boutroux fue, a las claras, un decidido adversario no, por supuesto, de la ciencia, sino del cientismo y del naturalismo positivista. Cuando paramos mientes en Alfred Fouillée (1838-1912), que enseñó en la parisina École Normale de 1872 a 1875,[461] le hallamos adoptando una actitud más ecléctica y procurando armonizar las ideas válidas y verdaderas que pudiera haber en la línea del pensamiento positivista y naturalista con las tradiciones del idealismo y del espiritualismo. Las conclusiones a que llegó Fouillée le sitúan definitivamente dentro del movimiento espiritualista; pero su intención fue lograr una conciliación de diferentes corrientes de pensamiento.

No obstante esta actitud ecuménica, que recuerda aquello de Leibniz de que todos los sistemas eran verdaderos en lo que afirmaban y erróneos en lo que negaban, Fouillée fue propenso a la polémica. En particular combatió la filosofía de la evolución según la presentaba Herbert Spencer y la teoría epifenoménica de la conciencia defendida por T. H. Huxley.[462] Fouillée no combatía la idea misma de la evolución. Al contrario, la aceptaba. A lo que se oponía era al intento de Spencer de explicar el movimiento evolutivo en términos puramente mecanicísticos, lo cual le parecía a él un planteamiento del asunto muy limitado y parcial. Pues la concepción mecanicista del mundo era, en opinión de Fouillée, una construcción humana; y el concepto de fuerza en el que Spencer ponía tanto énfasis no era más que una proyección de la interior experiencia humana del esfuerzo y la actividad volicionales. En cuanto a la teoría epifenomenista de la conciencia, era irreconciliable con el poder activo de la mente y con el hecho evidente de su capacidad para iniciar el movimiento y la acción. No era necesario seguir a los idealistas, en lo de tener al pensamiento por la única realidad, para comprender que en el proceso de la evolución había que tomar en cuenta a la conciencia como efectivo factor contribuyente. Factor que era sui generis e irreducible a procesos físicos.

En defensa y explicación de su insistencia sobre la efectiva actividad causal de la conciencia propuso Fouillée la teoría que va especialmente asociada a su nombre, esto es, la teoría de lo que él llamó la idée-force o el pensamiento-fuerza.

Toda idea[463] es una tendencia a la acción o a iniciar una acción.[464] Tiende a la autorrealización o autoconcretización y es, por lo tanto, una causa. Aun cuando es ella misma la causada, es también una causa que puede iniciar movimiento y, mediante la acción física, afectar al mundo externo. Así no se nos plantea el problema de encontrar un vínculo adicional entre el mundo de las ideas y el mundo de los objetos físicos. Pues la idea es ya ella misma un nexo, un vínculo, en el sentido de que tiene tendencia activa a autorrealizarse. Es un error considerar las ideas simplemente como representaciones o reflejos de las cosas externas. Pues tienen un aspecto creativo. Y siendo como son, por descontado, fenómenos mentales, decir que ejercen una fuerza causal equivale a decir que la mente ejerce actividad causal. En cuyo caso no puede tratarse de un mero epifenómeno, pasivamente dependiente de la organización de los procesos físicos.

En su obra sobre la libertad y el determinismo (La liberté et le déterminism., 1872) utiliza Fouillée su teoría de las idées-forces en un intento de lograr la conciliación entre los partidarios de la libertad y los deterministas. Al principio produce la impresión de que se alía con los deterministas, pues somete a crítica las opiniones de defensores de la libertad humana tales como Cournot, Renouvier y Lachelier. Rechaza la libertad de indiferencia reputándola de noción errónea, se resiste a asociar la libertad con la idea del azar, desaprueba la tesis de Renouvier de que el determinismo implica la pasividad del ser humano y se muestra de acuerdo con Taine al poner en cuestión la teoría de que el determinismo priva a los valores morales de toda significación. En opinión de Fouillée, el determinismo no implica necesariamente que, porque algo es todo lo que puede ser, sea “por ello mismo todo lo que debiera ser”.[465]

Pero aunque Fouillée no está dispuesto a atacar de frente al determinismo como solía hacerlo característicamente la corriente del pensamiento espiritualista, indica que hasta los deterministas han de dar cabida a la idea de libertad.

Y a continuación arguye que, aunque puede ofrecerse una explicación psicológica de la idea de libertad, esta idea es una idée-force y, por tanto, tiende a realizarse. La idea de libertad es, ciertamente, eficaz en la vida, y. cuanto mayor fuerza cobra más libres somos. En otras palabras, aun cuando la génesis de la idée-force pueda explicarse determinísticamente, una vez se ha formado ejerce un poder directivo, una actividad causal. Es obvio que podría objetársele a Fouillée que reconcilia el determinismo con el libertarismo mediante el simple expediente de igualar la libertad con la idea o el sentimiento de libertad. Verdaderamente habla como si fuesen una misma cosa. Pero lo que quizá quiera decir es que cuando actuamos con conciencia de libertad, por ejemplo al esforzarnos por hacer realidad los ideales morales, nuestros actos expresan nuestras personalidades como seres humanos, y que éste y no otro es el significado real de la libertad. Con la idea de libertad actuamos de un modo especial, y no cabe duda de que tal acción puede ser efectiva.

Fouillé desarrolló su teoría de las idées-forces en obras como L’évolutionisme des idées-forces (El evolucionismo de las ideas-fuerza, 1890), La psychologie des idées-forces (La psicología de las ideas-fuerza, dos volúmenes, 1893) y La mor ale des idées-forces (La moral de las ideas-fuerza, 1908). El último de los libros citados mereció una alabanza de Bergson, seguramente porque en él sostenía Fouil-lée que la conciencia de la existencia propia es inseparable de la conciencia de la existencia de los demás, y que la atribución de valor a uno mismo implica la atribución de valor a las otras personas. La teoría ética de Fouillée se caracterizaba por el convencimiento de que los ideales tienen un poder de atracción, especialmente los del amor y la fraternidad entre los hombres, así como por la confianza en que iría en aumento una conciencia interpersonal con ideales comunes como principio de acción.

Una nota interesante es la de que Fouillée pretendía haberse anticipado a Bergson (y a Nietzsche) en cuanto al sostener que el movimiento es real. Opinaba que los psicólogos asociacionistas, por ejemplo, engañados por el artificio del lenguaje, habían roto el movimiento y lo habían distribuido en sucesivas paradas o estaciones discretas, comparables a fotografías instantáneas de las olas.[466] En la terminología de Fouillée, esos tales conservaban los términos pero omitían las relaciones, con lo cual no podían captar la corriente de la vida, cuyo sentimiento lo tenemos, pongamos por caso, en las experiencias de goce, de sufrimiento y de deseo. Pero aunque Fouillée estaba dispuesto a hablar de captación o conciencia de la duración, no lo estaba a admitir la teoría de Bergson de una intuición de la duración pura. En carta a Augustin Guyau hacía notar que, en su opinión, la duración pura era un concepto límite y no un objeto de intuición.

6. Ni. J. Guyau y la filosofía de la vida.

Este Augustin Guyau era hijo del hijastro de Fouillée, Marie Jean Guyau (1854-1888), que fue profesor en el Lycée Condorcet durante un breve período, cuando Bergson era alumno de aquella escuela. Según se ve por las fechas, la vida de M. J. Guyau fue breve, pero él supo sacar tiempo para escribir una serie de obras notables. Las dos primeras fueron La morale d’Epicure et ses rapports aves les doctrines contemporaines (La moral de Epicuro y sus relaciones con las doctrinas contemporánea.) y La morale anglaise contemporaine (La moral inglesa contemporáne.), publicadas respectivamente en 1878 y 1879. Escribió también sobre estética, Problémes de Vesthétique contemporain. (Problemas de la estética contemporáne., 1884) y el libro publicado postumo (1889) con el título L’art au point de vue sociologiqu. (El arte desde el punto de vista sociológic.). Pero por lo que más se le conoce es por su Esquisse d’une morale sans obligation ni sanctio.[467] y por L’irréligión de l’aveni..[468] Publicados respectivamente en 1885 y 1887, estos libros fueron conocidos y estimados por Nietzsche. Éducation et hérédit.[469] se publicó póstuma en 1889 y La genèse de l’idée de temp. (La génesis de la idea de tiemp.) apareció en 1890 y fue revisada por Bergson.[470]

Hasta cierto punto, M. J. Guyau concuerda con la teoría de su padrastro sobre las idées-forces. El pensamiento está dirigido a la acción, y es mediante la acción como se resuelven, en parte aunque no por completo, “los problemas que origina el pensamiento abstracto”.[471] Pero la relación del pensamiento a la acción expresa algo más profundo y más universal, a saber, el creativo movimiento de la vida. Claro que esta noción no debe entenderse en un sentido teísta. El trasfondo de la filosofía de Guyau estaba constituido por el concepto de un universo envolvente, sin doctrina ninguna de una causa sobrenatural o de un creador del universo. Consideraba, empero, la evolución como el proceso por el que la vida llega al ser y en el que su creadora actividad va produciendo sucesivamente formas superiores. La conciencia es sólo “un punto luminoso en la gran esfera oscura de la vida”.[472] La conciencia presupone la acción intuitiva que expresa una infraconscíente voluntad de vivir. Así que, si entendemos por “ideas” las que se tienen al nivel de la conciencia, su relación con la acción es la forma adoptada a un nivel particular por el dinamismo de la vida, es su actividad creativa. “La vida es fecundidad”;[473] pero no tiene otro fin que su propio mantenimiento y su intensificación. La insistencia bergsoniana en el devenir, la vida y el élan vital se hallan ya presentes en el pensamiento de Guyau, pero sin aquella creencia en un Dios creador que habría de llegar a ser, por lo menos eventualmente, un rasgo notorio de la filosofía de Bergson.

Guyau desarrolla su teoría ética en los términos de su concepción de la vida. Le parece que los intentos de proporcionar una firme base teórica a la moral han sido infructuosos. Esa base necesaria no podemos encontrarla, sin más, en el abstracto concepto de obligación. Pues este concepto por sí mismo poco puede servirnos de guía. Además, hay quienes se han sentido en la obligación moral de seguir líneas de conducta que en cualquier caso las consideramos inmorales o irracionales. Pero si la moral de tipo kantiano no nos va a orientar, tampoco lo harán el hedonismo ni el utilitarismo. Es sin duda un hecho de experiencia que los seres humanos tienden a efectuar las actividades que les han sido gratas y a evitar las que les han resultado penosas. Pero una tendencia o urgencia mucho más fundamental es la de la vida a expandirse e intensificarse, tendencia que opera no sólo al nivel consciente sino también al infraconsciente e instintivo. “El fin que en realidad determina toda acción consciente es también la causa que produce toda acción inconsciente: es la vida misma[...].”[474] La vida, que por su misma naturaleza pugna por conservarse, insensificarge y expandirse, es la causa y el fin de toda acción, instintiva o consciente. Y la ética debería interesarse por los medios de la intensificación y autoexpansión de la vida.

La expansión de la vida la interpreta Guyau ampliamente en términos sociales. Vale decir, el ideal moral ha de hallarse en la cooperación humana, en el altruismo, en el amor y la fraternidad, no en el autoaislamiento y el egoísmo. Ser tan social como pueda uno serlo es el auténtico imperativo moral. Cierto que la idea de la intensificación y expansión de la vida, tomada en sí misma, puede parecer que autoriza, y de hecho autoriza, acciones que, según los patrones de la moral convencional, se consideran inmorales. Mas, para Guyau, un importante factor del progreso humano es la búsqueda de la verdad y el fomento del avance intelectual, y en su opinión el desarrollo intelectual tiende a inhibir la conducta puramente instintiva y animalesca. Pero la prosecución de la verdad habría de ir pareja a la prosecución del bien, especialmente en la forma de la fraternidad humana, y también a la prosecución de la belleza. Cabe añadir que los placeres que acompañan a las actividades superiores del hombre son precisamente aquellos que pueden disfrutarse en común. Por ejemplo, el deleite que a mí me produce una obra de arte no le priva a ninguna otra persona de un goce similar.

No sólo la moral, sino también la religión es interpretada por Guyau en términos del concepto de vida. La religión, como fenómeno histórico, tuvo un carácter ampliamente social, y la idea de Dios fue una proyección de la conciencia y la vida sociales del hombre. A medida que se desarrolló la conciencia moral, cambió en el hombre el concepto de Dios, que pasó de déspota caprichoso a amante Padre. Pero la religión estaba por doquier claramente vinculada a la vida social del hombre, siendo expresión de ella y contribuyendo a su mantenimiento. Aquí conviene advertir que, aunque Guyau considera como mítica la idea de Dios, el título de su libro L’irréligion de l’avenir es algo desorientador. Por “religión” entiende él ante todo la aceptación de dogmas inverificables impuestos por organizaciones religiosas. Una religión significa para él un sistema religioso organizado. Opina que la religión, entendida en este sentido, está desapareciendo y debería desaparecer del todo, por cuanto que inhibe la intensificación y expansión de la vida, por ejemplo de la vida intelectual. Pero no prevé que desaparezca el sentimiento religioso, ni tampoco el idealismo ético, que fue un rasgo característico de las religiones superiores. A este respecto, Guyau no propugna la erradicación de todas las creencias religiosas en el sentido ordinario. El intento de destruir toda fe religiosa es para él tan desatentado y fanático como el de imponer tales creencias. Aunque el idealismo ético es de suyo suficiente, lo más probable es que en el futuro haya gentes, como las hubo en el pasado, con unas creencias religiosas definidas. Si esas creencias fueren la expresión espontánea, por así decirlo, de las personalidades de quienes las aceptan, y si se toman como hipótesis que al creyente le parezcan razonables, habrá que darlas por buenas, con tal que no se intente imponerlas a los demás. En otras palabras, la religión del futuro será una cuestión puramente personal, algo distinto de la transformación de la “religión” en valores éticos libremente aceptados y comúnmente reconocidos.

A Guyau se le ha comparado con Nietzsche. También se le ha calificado de positivista. En cuanto a lo primero, es evidente que hay alguna afinidad entre los dos filósofos, pues ambos exponen una filosofía de la intensificación de la vida y de la pujanza vital. Pero es igualmente obvio que entre uno y otro hay diferencias importantes: la insistencia de Guyau en la solidaridad y fraternidad humana es marcadamente diferente de la insistencia de Nietzsche en el rango y la diversificación. En cuanto al positivismo, en el pensamiento de Guyau hay, sin duda, rasgos positivistas y naturalistas; pero lo que pasa a ocupar el centro de la escena es su idealismo ético. De todos modos, aunque desde algunos puntos de vista quizá parezca extraño incluir a Guyau entre los representantes del movimiento “espiritualista”, lo cierto es que tiene en común con ellos una firme confianza en la libertad humana y en la emergencia de lo nuevo dentro del proceso evolutivo; y a su filosofía de la vida le corresponde claramente este puesto en la línea de pensamiento cuyo exponente más conocido es Bergson.[475]