Auguste Comte, el más famoso positivista francés del siglo xix, tuvo fieles discípulos que aceptaron el pensamiento de su maestro como un todo, incluida su religión de la humanidad. El más destacado entre ellos fue Pierre Lafitte (1832-1906), que llegó a ser profesor en el Collége de France en 1892 y fue reconocido como su mentor por el Comité Positivista de Londres, fundado en 1881 y cuyo presidente fue J. H. Bridges (1832-1906).[221] Hubo, sin embargo, filósofos que aceptaron el positivismo como teoría epistemológica, pero se sirvieron poco de él como culto religioso y estimaron que las ideas políticas de Comte y su interpretación teleológica de la historia humana se apartaban del espíritu genuino del positivismo. Un representante eminente de esta manera de pensar fue Émile Littré (1801-1881).
Littré estudió durante algún tiempo medicina; [222] pero por lo que es más conocido es por su diccionario de la lengua francesa.[223] En 1863, a su candidatura para que le eligiesen miembro de la Academia francesa, se opuso vehementemente Dupanloup, obispo de Orléans, que era ya miembro de la misma; pero en 1871 Littré fue, por fin, elegido. Aquel mismo año llegó a ser diputado, y en 1875 recibió el nombramiento de senador vitalicio. Lo que aquí nos importa es su pensamiento filosófico.
Cuando llegó a leer Littré el Curso de filosofía positiva de Comte, había abandonado ya las creencias teológicas y rechazado la metafísica. El Curso le proporcionó algo positivo y definido a lo que atenerse. “Fue en 1840 cuando llegué a conocer al señor Comte. Un amigo común me prestó su sistema de filosofía positiva; al saber Comte que yo estaba leyendo el libro, me envió un ejemplar. [...] Su obra me conquistó. [...] A partir de entonces me convertí en un discípulo de la filosofía positiva, y tal he permanecido, sin otros cambios que los que me ha impuesto el creciente esfuerzo por efectuar, en medio de las demás tareas obligatorias, las correcciones y ampliaciones que dicha filosofía admite.”[224] En 1845 reimprimió Littré varios de sus artículos reuniéndolos en forma de libro, intitulado De la philosophie positive (De la filosofía positiva).
En 1852 Littré rompió con Comte; pero sus desacuerdos con el sumo sacerdote del positivismo no afectaron a su adhesión al enfoque filosófico expuesto en el Curso. Y en 1863 publicó Auguste Comte et la philosophie positive (Augusto Comte y la filosofía positiva), libro en el que defendía calurosamente lo que consideraba que eran las ideas principales y válidas de Comte, aunque criticando algunos puntos de los que disentía. Más adelante, en 1874, escribió un prefacio[225] para la segunda edición del Curso de Comte, y en 1866 procuró defender a Comte contra J. S. Mill. En 1873 publicó Littré La science au point de vue philosophique (La ciencia desde el punto de vista filosófico), incluyendo varios artículos que habían aparecido en la Revue de philosophie positive. En 1879 sacó una segunda edición de su Conservation, re’volution et positivisme (Conservación, revolución y positivismo), en la que revisaba algunas de las ideas que había expresado en la primera edición de la obra (1852).
En opinión de Littré, Comte había venido a llenar un vacío. Por una parte, el entendimiento humano busca una visión general o universal, y esto era precisamente lo que proporcionaba la metafísica. Pero la dificultad consistía en que el metafísico desarrollaba sus teorías a priori, y a estas teorías les faltaba una sólida base empírica. Por otra parte, a las ciencias particulares, en su proponer hipótesis empíricamente comprobables, no podía menos de faltarles la generalidad que caracterizaba a la metafísica. En otras palabras, el descrédito de la metafísica dejaba un hueco que sólo podría llenarse mediante la creación de una nueva filosofía. Y fue Comte quien vino a satisfacer esta necesidad. “El señor Comte es el fundador de la filosofía positiva.”[226] Saint-Simon no había poseído los necesarios conocimientos científicos. Es más, al tratar de reducir las fuerzas de la naturaleza a una fuerza última, a la gravedad, había vuelto a caer en los defectos de la mentalidad metafísica.[227] En cambio, Comte ha construido lo que nadie antes que él había construido: “la filosofía de las seis ciencias fundamentales”,[228] y ha hecho ver las relaciones entre ellas. “Discutiendo la interconexión de las ciencias y su sistema jerárquico (Comte) descubrió al mismo tiempo la filoso-fía positiva.” [229] Comte mostró también cómo y por qué las ciencias se fueron desarrollando históricamente, en su determinado orden, desde las matemáticas hasta la sociología. Los metafísicos podrán reprochar a otros filósofos el haber descuidado la consideración del hombre, del. sujeto del conocimiento; pero tal reproche no afecta a Comte, que estableció la ciencia del hombre, a saber, la sociología, sobre una base sólida. Más aún, excluyendo todas las cuestiones “absolutas”[230] y dando a la filosofía una fírme base científica, capacitó por fin Comte a la filosofía para dirigir “a las inteligencias en la investigación, a los hombres en su conducta y a las sociedades en su desarrollo”.[231] La teología y la metafísica trataban de hacer esto, pero como planteaban cuestiones que trascendían el saber humano, hubieron de ser. ineficaces.
La filosofía positiva, sostiene Littré, considera que el mundo consta de materia y de fuerzas inmanentes a la materia. “Fuera de estos dos términos, materia y fuerza, la ciencia positiva nada sabe.”[232] No conocemos ni el origen ni la esencia de la materia. A la filosofía positiva no le conciernen absolutos ni tampoco el conocimiento de las cosas en sí mismas. Le interesa simplemente la realidad en cuanto accesible al humano conocimiento. Por lo tanto, si pretende que los fenómenos pueden explicarse en términos de materia y de fuerzas a ésta inmanentes, tal posición no equivale a la de un materialismo dogmático, que pretende decirnos, por ejemplo, lo que es la materia en sí misma o “explicarnos” el desarrollo de la vida o el del pensamiento. Si la filosofía positiva muestra que la psicología presupone la biología y ésta presupone las otras ciencias, renuncia claramente a formular preguntas sobre la causa última de la vida o sobre qué sea el pensamiento en sí mismo, aparte de nuestro conocimiento científico de él.
Pero aunque Littré se afane por distinguir entre positivismo y materialismo, no está del todo claro que lo consiga, Según dejamos dicho más arriba, mantiene que la filosofía positiva no reconoce nada fuera de la materia y de las fuerzas a ella inmanentes. Cierto que esta tesis la expresa en términos de aserción sobre el conocimiento científico, y no sobre la realidad última o sobre lo que sea “realmente real”. Al mismo tiempo, Littré le reprocha a J. S. Mill que deje como cuestión abierta la existencia de una realidad sobrenatural; y le critica a Herbert Spencer que trate de reconciliar la ciencia y la religión mediante su doctrina del Incognoscible. Parecen discernibles en la mente de Littré dos líneas de pensamiento: Hay en él, por un lado, la tendencia a sostener que la filosofía positiva se abstiene simplemente de plantear cuestiones acerca de realidades cuya existencia no pueda ser verificada por la experiencia sensible. En tal caso, no hay ninguna razón por la que esas cuestiones no deban dejarse abiertas, por más que se las considere imposibles de responder.[233] Por otro lado, hay también en él una tendencia a considerar como carentes de sentido los asertos sobre presuntas realidades que trascienden la esfera de lo científicamente verificable. En este caso, naturalmente, no tiene sentido preguntar si tales realidades existen o no existen; las cuestiones no pueden entonces considerarse como cuestiones abiertas, y la crítica de Littré a Mill resulta comprensible.
Pero aunque Littré estaba y siguió estando siempre sustancialmente de acuerdo con las ideas expresadas por Comte en su Curso de filosofía positiva, creía que en sus últimos escritos Comte se había desviado un tanto del enfoque positivista. Por ejemplo, Littré no utilizaba el “método subjetivo”, en el que las necesidades humanas constituyen el principio sintetizador[234] tal como lo defendiera Comte en su Sistema de política positiva y en el único volumen completo de la Síntesis subjetiva. Por “método subjetivo” entendía Littré un proceso de razonamiento que, partiendo de premisas afirmadas a priori, llegaba a conclusiones cuya única garantía era su formal conexión lógica con las premisas. En su opinión, éste era el método seguido en la metafísica, y no tenía cabida en la filosofía positiva. Lo que Comte había hecho era introducir una confusión entre el método subjetivo tal como lo siguen los metafísicos y el método deductivo desarrollado en la era científica. El método deductivo, en este segundo sentido, “está sujeto a la doble condición de haber adquirido experimentalmente los puntos de partida y haber verificado experimentalmente las conclusiones”.[235] Reintroduciendo el método subjetivo, que se interesa por la conexión lógica entre las ideas o proposiciones sin prestar ninguna atención real a la verificación empírica, Comte “se dejó ganar por la Edad Media”.[236]
Entre los puntos particulares criticados por Littré están la identificación por Comte de las matemáticas con la lógica y su subordinación de la mente al corazón o al aspecto afectivo del hombre. Una cosa es insistir en la colaboración del sentimiento en la actividad humana, y otra muy distinta sugerir, como lo hace Comte, que el corazón deba dominar a la inteligencia o imponerle sus dictados. Esta sugerencia, insiste Littré, es totalmente incompatible con la mentalidad positivista. En cuanto a la religión de la humanidad, Littré no está nada dispuesto a convenir con Comte en la necesidad de la religión como distinta de la teología. “En mi opinión, Comte hizo una deducción legítima al atribuir a la filosofía positiva de la que es autor un papel equivalente al de las religiones.”[237] O sea, si entendemos por religión una concepción general del mundo, la concepción positivista del mundo puede, en efecto, describirse como una religión. Sin embargo, Comte va mucho más allá de esto. Pues postula un ser colectivo, la humanidad, y lo propone como objeto de culto. El amor a la humanidad es, ciertamente, un sentimiento noble y admirable; pero “no se justifica el seleccionar para la adoración ya sea a la humanidad ya cualquier otra fracción del conjunto o del mismo gran todo”.[238] Lo que en realidad le pasa a Comte es que reincide en la mentalidad teológica. Y “de todo esto es responsable el método subjetivo”.[239]
Respecto a la ética o moral, Littré reprocha a Comte el haber añadido la moral a la lista de las ciencias como un séptimo miembro. Fue un error, pues “la moral no pertenece en modo alguno, como pertenecen las seis ciencias, al orden objetivo”.[240] Resulta bastante curioso que Littré añada, prácticamente a continuación, que es necesaria una ciencia de la moral.[241] La aparente contradicción quedaría eliminada si nos diéramos por satisfechos interpretando que Littré le negaba a Comte que una ética normativa pudiera ser una ciencia o tener un puesto en la filosofía positiva y, a la vez, mantuviera él mismo que era necesario un estudio puramente descriptivo de los fenómenos éticos o del comportamiento moral del hombre. Porque en otro sitio dice que “la observación de los fenómenos del orden moral, en cuanto revelados por la psicología o por la historia y la economía política”,[242] sirve de fundamento para el conocimiento científico de la naturaleza humana. Pero se refiere también al progreso humano, concibiéndolo, en términos positivistas, como “fuente de profundas convicciones, obligatorias para la conciencia”.[243]
Cabe concluir razonablemente que Littré no elaboró sus ideas acerca de la ética de un modo claro y consistente. Pero es bastante obvio que su general desacuerdo con los últimos escritos de Comte lo basa en que éstos muestran graves desvíos de la convicción positivista de que el único conocimiento auténtico del mundo o del hombre es el conocimiento empíricamente verificado. O quizá sea más exacto decir que, en opinión de Littré, acabó Comte introduciendo en la filosofía positiva ideas que no tenían legítima cabida en ellas y creó así un estado de confusión. Por lo cual era necesario volver al positivismo puro, del que el mismo Comte había sido el gran exponente.
La convicción de que la ciencia experimental es la única fuente de conocimiento sobre el mundo la compartió el célebre fisiólogo francés Claude Bernard (1813-1878), que fue profesor de fisiología en la Sorbona y de medicina en el Colegio de Francia. Su obra más conocida es la Introduction à l’étude de la médecine expérimental. (Introducción al estudio de la medicina experimenta.), publicada por él en 1865. Tres años después pasó a formar parte de la Academia francesa, y en 1869 fue nombrado senador.
Tal vez parezca del todo inapropiado mencionar a Claude Bernard en un capítulo dedicado al positivismo. Pues no sólo fue él quien dijo que el mejor de todos los sistemas filosóficos es no tener ninguno, sino que condenó también explícitamente a la filosofía positivista por ser un sistema.[244] El deseaba hacer más científica la medicina, y, para lograrlo mejor, emprendió una investigación sobre la naturaleza del método científico. No trataba de crear un sistema filosófico, ni de defender ninguno de los ya existentes. Insistía en que el método experimental era el único que podía proporcionar conocimientos objetivos de la realidad. De hecho, habló de “verdades subjetivas” como absolutas, pero era refiriéndose a las matemáticas, cuyas verdades son formales, es decir, independientes de lo que sucede en el mundo.
Bernard entiende como método experimental la construcción de hipótesis verificables o comprobables empíricamente, un método objetivo que elimine, en la medida de lo posible, la influencia de factores subjetivos tales como el deseo de que sea X más bien que Y lo que ocurra. Los teólogos y los metafísicos pretendían que sus construcciones ideales inverificadas representaban la verdad absoluta o definitiva. Pero las hipótesis inverificables no representan conocimiento. El conocimiento positivo del mundo, que es conocimiento de las leyes de los fenómenos, sólo puede obtenerse siguiendo el método científico. Y éste da resultados que son provisionales, es decir, en principio revisables.
Cierto que Bernard sostiene que hay un “principio absoluto de la ciencia”,[245] el principio del determinismo, según el cual todo conjunto dado de condiciones (que conjuntamente constituyen una “causa”) produce infaliblemente un determinado fenómeno o efecto. Pero lo que pretende decir Bernard es que este principio es “absoluto” simplemente en el sentido de que es un supuesto necesario en el quehacer científico. El investigador supone necesariamente que hay en el mundo un orden causal regular. Este principio no es “absoluto” en el sentido de que sea una verdad metafísica a priori o un dogma filosófico. Tampoco equivale, dice Bernard, al fatalismo. Nuestro autor escribe a veces como si el principio del determinismo fuese, de hecho, una verdad absoluta conocida a priori. Pero aunque sea discernible alguna inconsistencia en sus diversas declaraciones, su postura oficial, por decirlo así, es que el determinismo en cuestión es metodológico, vale decir, inherente al enfoque científico del mundo, y no una doctrina filosófica.
Hemos visto que Bernard rehúsa el reconocer que la teología y la metafísica sean fuentes de conocimiento de la realidad. Aquí su actitud es claramente positivista. Al mismo tiempo, respecto a las que a veces se califica como cuestiones últimas, tampoco quiere eliminarlas a base de decir que carecen de significado o que no deben formularse. Y aunque en materia de religión no era creyente, insistió en dejar un lugar para la creencia junto al del conocimiento. No había que confundirlos, pero algún tipo de creencia le es connatural al hombre, y la creencia religiosa es perfectamente compatible con la integridad científica, siempre que se reconozca que los artículos de fe no son hipótesis empíricamente verificadas. En consecuencia, Bernard critica la doctrina de Comte de los tres estadios. Las creencias teológicas y metafísicas no pueden, en rigor, ser consideradas simplemente como estadios pretéritos del pensamiento humano. Hay cuestiones importantes para el hombre que trascienden el alcance de la ciencia y, por lo mismo, se salen del campo en que es posible el conocimiento; pero la creencia en ciertas respuestas es legítima, con tal que no se las proponga como verdades seguras acerca de la realidad ni se intente imponerlas a otros. Si se pregunta, pues, si Bernard fue o no fue positivista, tenemos que hacer una distinción. Su idea de lo que constituía el conocimiento positivo de la realidad estaba en la misma línea de las concepciones de Comte. Podemos muy bien decir que el enfoque de Bernard era positivista. Pero también rechazó el positivismo como sistema filosófico dogmático, sin tener, por lo demás, ningún deseo de sustituirlo por cualquier otro sistema filosófico. Ciertamente todo aquel que escriba, como lo hizo Bernard, sobre el conocimiento humano, sus alcances y limitaciones, se verá obligado a hacer afirmaciones filosóficas o que tengan implicaciones filosóficas. Pero Bernard procuró no caer en la tentación de exponer una filosofía en nombre de la ciencia. De ahí que insistiese en que su principio del determinismo no debía considerarse como dogma filosófico. Además, aun sosteniendo que el organismo funciona en virtud de sus elementos fisicoquímicos, admitía también que el fisiólogo debe ver el organismo viviente como una unidad individual cuyo desarrollo es dirigido por una “idea creatriz” o “fuerza vital”.[246] Esto quizá suene a contradicción. Pero lo cierto es que Bernard procuró sinceramente, con éxito o sin él -—eso es ya otra cosa—, evitar todo aserto filosófico sobre si hay o no en el organismo un principio vital. Su punto de vista era que, aunque los físicos y los químicos deben describir el organismo sólo en términos fisicoquímicos, el fisiólogo no puede dejar de reconocer el hecho de que el organismo funciona como una unidad viviente y no meramente como una colección de distintos elementos químicos, En definitiva, Bernard trataba de distinguir entre el pensar acerca del organismo de un modo determinado y el hacer una afirmación metafísica sobre entelequias.
Joseph Ernest Renan (1823-1892) es conocido sobre todo por su famosa obra La vie de Jésus (Vida de Jesús, 1863), En 1862 fue nombrado profesor de hebreo en el Colegio de Francia,[247] y sus dos publicaciones principales fueron su Histoire des origines du christianism. (Historia de los orígenes del cristianism., 1863-1883) y su Histoire du peuple d’Israe. [Historia del pueblo de Israe., 1887-1893). Escribió también varios trabajos sobre las lenguas semíticas y realizó versiones al francés, con introducciones críticas, de algunos libros del Antiguo Testamento. Acaso parezca, por tanto, que no es muy oportuno mencionar a este personaje en una historia de la filosofía. Pero aunque no fue un filósofo profesional y distó mucho de ser un pensador consistente,[248] publicó sin embargo algunos escritos filosóficos, tales como L’avenir de la Scienc. (El futuro de la cienci., redactado en 1848-1849, aunque no se publicó hasta 1890), Essais de mor ale et de critiqu. (Ensayos de moral y de crític., 1859) y Dialogues et fragments philosophique. (Diálogos y fragmentos filosófico., 1876). Su pensamiento filosófico fue una curiosa amalgama de positivismo y religiosidad, que terminó en escepticismo, lo que aquí nos interesa es su relación -con el positivismo.
Al salirse Renán del seminario de Saint-Sulpice, en 1845, trabó amistad con Marcelin Pierre Eugéne Berthelot (1827-1907), que llegaría a ser profesor de química orgánica en el Colegio de Francia y después ministro de educación. Como Comte, creía Berthelot en el triunfo del conocimiento científico sobre la teología y la metafísica. Y Renán, que había perdido la fe en lo sobrenatural (es decir, en la existencia de un Dios trascendente y personal), compartía hasta cierto punto esta creencia en el conocimiento científico. En sus Memorias de infancia y juventud, hace saber que desde los primeros meses de 1846 “la clara visión científica de un universo en el que no hay acción perceptible de una líbre voluntad superior a la del hombre”[249] vino a ser para Berthelot y para él mismo una base inamovible. De parecido modo, en el prefacio a la 13.ª edición (1866) de su Vida de Jesús, afirmaba Renán haber rechazado lo sobrenatural por la misma razón por la que rechazaba la creencia en los centauros, a saber, porque nunca habían sido vistos. En otras palabras, el conocimiento de la realidad se obtiene mediante la observación y la verificación de hipótesis empíricas. Esta misma opinión la expresó en El futuro de la ciencia. Pero la visión científica del mundo no significaba simplemente para Renán la visión del científico natural. Recalcó (sin que le hubiera de costar mucho, dados sus propios intereses intelectuales) el importante papel que desempeñan la historia y la filología. Sin embargo, insistió también en que el conocimiento positivo de la realidad ha de tener una base experimental. De ahí que el hombre ilustrado no pueda creer en Dios. “Un ser que no se revela a sí mismo a través de ninguna acción es, para la ciencia, un ser inexistente.”[250]
Si esto fuese todo, sabríamos a qué atenernos. Pero esto dista mucho de ser todo lo que Renan dice. Rechaza la idea de que un Dios personal intervenga en la historia: nunca se ha podido probar que se hayan dado intervenciones divinas; y sucesos que a las pasadas generaciones les parecían actos divinos han sido explicados de otros modos. Ahora bien, negar la Deidad trascendente y personal no es abrazar el ateísmo. Desde un punto de vista, Dios es la totalidad de la existencia en desarrollo, el ser divino que se está haciendo, un Dios in fieri. Desde otro punto de vista, Dios, considerado como perfecto y eterno, existe solamente en el orden ideal como el fin ideal de todo el proceso del desarrollo. “Lo que revela al verdadero Dios es el sentimiento moral. Si la humanidad fuese tan sólo inteligente, sería atea; pero las principales razas han hallado en sí mismas un instinto divino. El deber, la devoción, el sacrificio, cosas de las que la historia está llena, son inexplicables sin Dios.”[251] A fin de cuentas, todas las afirmaciones acerca de Dios son simplemente simbólicas. Mas no por eso deja de revelarse lo divino a la conciencia moral. “Amar a Dios, conocer a Dios, es amar lo que es bello y bueno, conocer lo que es verdadero.”[252]
Dar razón precisa del concepto de Dios que tiene Renán es, probablemente, algo que excede la capacidad humana. Podemos advertir en él, en cierta medida, la influencia general del idealismo alemán. Pero está más en la base la propia religiosidad de Renan o su sentimiento religioso, que se expresa de diversos modos no siempre consistentes entre sí y que le incapacita por completo para ser un positivista al estilo de Littré. Evidentemente, no hay razón ninguna por la que un positivista no haya de tener ideales morales. Y si desea interpretar la religión como cuestión de sentimientos o del corazón[253] y la creencia religiosa como expresión de una emoción y no de conocimiento, puede muy bien combinar la religión con una teoría positivista del conocimiento. En cambio, si introduce la idea del Absoluto, como lo hace Renán en su carta a Berthelot de agosto de 1863,[254] ya se ve que rebasa los límites de lo que razonablemente pueda describirse como positivismo sin privar a este término de un significado definido.
Habida cuenta de lo que queda dicho hasta aquí, no sorprenderá mucho hallar que la actitud de Renan para con la metafísica es una actitud compleja. En un ensayo sobre la metafísica y su futuro, escrito en respuesta a una obra de Étienne Vacherot[255] intitulada La métaphisique et la Science (La metafísica y la ciencia, 2 volúmenes, 1858), insistía Renan en que el hombre tenía el poder y el derecho de “elevarse por encima de los hechos”[256] y especular acerca del universo. Pero aclaraba también que, para él, semejante especulación era afín a la poesía o, inclusive, al soñar. Lo que negaba era, no el derecho de entregarse a la especulación metafísica, sino la visión de la metafísica como la ciencia primera y fundamental “que contenga los principios de todas las otras, una ciencia que pueda sola ella de por sí y mediante razonamientos abstractos conducirnos hasta la verdad acerca de Dios, el mundo y el hombre”.[257] Pues “todo cuanto sabemos, lo sabemos por el estudio de la naturaleza o de la historia”,[258]
Con tal que no se entienda que el positivismo implica la pretensión de que todas las cuestiones metafísicas carecen de sentido o significado, esta visión de la metafísica es sin duda compatible con la tesis positivista de que todo auténtico conocimiento de la realidad nos viene a través dé las ciencias. Y tal vez lo sea también lo que dice Renan de que, negando él la metafísica como ciencia “progresiva”, en el sentido de que pueda aumentar nuestro saber, no por eso la rechaza si se la considera como ciencia “de lo eterno”.[259] Pues a lo que él se refiere aquí no es a una realidad eterna, sino más bien a un análisis de los conceptos. Rn su opinión, la lógica, las matemáticas puras y la metafísica no nos dicen nada acerca de la realidad (acerca de lo que sucede de hecho), sino que sólo analizan lo que uno ya sabe. Ciertamente, el igualar la metafísica al análisis conceptual no es lo mismo que el asimilarla a la poesía o a los sueños. Pues en el primer caso se la puede calificar razonablemente de científica, mientras que en el segundo no se la puede calificar así. Claro que Renan tal vez replicara que la palabra “metafísica” puede tener ambos sentidos, y que él no rechaza ninguno de ellos. Dicho de otro modo, que la metafísica puede ser una ciencia siempre que se la mire simplemente como análisis conceptual. Pero, en cambio, si hace profesión de tratar de realidades existentes, tales como Dios, que trasciendan las esferas de la ciencia natural y de la historia, entonces ni es ni puede ser una ciencia. Se tiene derecho a especular, pero tal especulación no aumenta más nuestro conocimiento de la realidad que lo que lo aumentan la poesía y el soñar.
Dadas estas dos visiones de la metafísica, se nos hace un tanto desconcertante el que Renan diga también que la filosofía es “el resultado general de todas las ciencias”.[260] De suyo, esta afirmación podría entenderse en un sentido comteano. Pero Renán añade que “filosofar es conocer el universo”[261] y que “el estudio de la naturaleza y de la humanidad es, pues, el todo de la filosofía”.[262] Cierto que emplea la palabra “filosofía” y no la palabra “metafísica”. Pero la filosofía considerada como “la ciencia del todo”[263] es, ya se entiende, uno de los significados no raramente adscritos a la “metafísica”. En otras palabras, la filosofía como resultado general de todas las ciencias tiende a significar “metafísica”, aunque no queda, ni mucho menos, claro cuál es con exactitud el estatuto que atribuye Renán a la filosofía.
Obviamente Renan estaba convencido de que el saber positivo acerca del mundo sólo podía obtenerse por medio de las ciencias naturales y de investigaciones históricas y filológicas. Dicho de otra manera, la ciencia, en un sentido amplio del término,[264] había venido a sustituir a la teología y a la metafísica como ciencia de información sobre la realidad existente. En opinión de Renan, la creencia en el Dios personal y trascendente de la fe judeocristiana había quedado privada de toda base racional por el desarrollo de la ciencia. Es decir, tal creencia era incapaz de ser confirmada experimentalmente. En cuanto a la metafísica, ya se la considerase como especulación acerca de problemas científicamente irresolubles o como una forma de análisis conceptual, no podía aumentar el conocimiento del hombre acerca de lo que ocurre realmente en el mundo. Así pues, en un aspecto de su pensamiento, Renan estaba claramente del lado de los positivistas. Pero, al mismo tiempo, era incapaz de desechar la convicción de que, mediante su conciencia moral y su reconocimiento de ideales, el hombre entraba, en algún sentido real, dentro de una esfera que trascendía la de la ciencia empírica. Ni podía librarse tampoco de la convicción de que había, de hecho, una realidad divina, por más que todos los intentos de describirla y definirla fuesen sólo simbólicos y estuviesen expuestos a críticas.[265] Es evidente que deseaba combinar un enfoque religioso con los elementos positivistas de su pensamiento. Pero no fue un pensador lo suficientemente sistemático como para lograr una síntesis coherente y consistente. Mas aún, apenas le fue posible armonizar en modo alguno todas sus varias creencias, o por lo menos no en las formas en que las expresó. Difícilmente se podría conciliar, por ejemplo, la opinión de que se requiere la verificación experimental o empírica para justificar el aserto de que existe algo, con la siguiente pretensión: “La naturaleza no es más que una apariencia; el hombre es tan sólo un fenómeno. Hay el eterno fondo (fond), hay la substancia infinita, el absoluto, el ideal [...], existe [...] el que “.[266] La verificación empírica, en cualquier sentido ordinario, de la existencia del absoluto parece excluida. Nada tiene, pues, de sorprendente que en los últimos años de su vida manifestase Renan una marcada tendencia al escepticismo en el campo religioso. No podemos conocer el infinito, ni siquiera si hay o no un infinito, ni tampoco podemos establecer si hay o no valores objetivos absolutos. Verdad es que podemos actuar como si hubiese valores objetivos y como si existiese un Dios. Pero tales cuestiones quedan fuera del alcance de cualquier conocimiento positivo. Pretender, por tanto, que Renán abandonó el positivismo sería inexacto, aunque es evidente que el positivismo no le satisfacía.
Como el pensamiento de Renan, también el de Hippolyte-Adolphe Taine (1828-1893) contiene diferentes elementos. A ninguno de los dos pensadores se le puede calificar adecuadamente de positivista. Pero mientras el rasgo más notorio de todo el pensamiento de Renan es su intento de revisar la religión de tal manera que pueda compaginársela con sus ideas positivistas, en el caso de Taine la característica principal de su pensamiento es su tentativa de combinar las convicciones positivistas con una marcada inclinación a la metafísica, a cuyo estudio le estimuló su lectura de Spinoza y Hegel. Por lo demás, siendo así que ni los intereses de Renan ni los de Taine se limitan al área de la filosofía, sus principales actividades extra filosóficas difieren bastante. Renan, como ya lo hemos dicho, es bien conocido por sus obras sobre la historia del pueblo de Israel y sobre los orígenes del cristianismo, mientras que Taine es célebre por su obra psicológica. Escribió también sobre arte, historia de la literatura y el desarrollo de la moderna sociedad francesa. Pero en ambos hombres influyó la visión positivista. A Taine le atrajo la filosofía desde muy temprana edad; pero por la época en que él estudiaba en la École Normale de París, los estudios filosóficos estaban más o menos dominados por el pensamiento de Victor Cousin, con el que Taine simpatizaba poco. Durante algún tiempo se dedicó a la enseñanza en las escuelas y a la literatura. En 1853 publicó su Essai sur les fables de La Fontain. (Ensayo sobre las fábulas de La Fontain.) y en 1856 un Essai sur Tite Liv. (Ensayo sobre Tito Livi.). A estos escritos les siguieron los Essais de critique et d’histoir. (Ensayos de crítica y de histori., 1858) y la obra en cuatro volúmenes Histoire de la littérature anglaise (Historia de la literatura inglesa).[267] En el campo filosófico publicó Taine Les philosophes franfais du dix-neuvième siècle (Los filósofos franceses del siglo XIX) en 1857. Pero sus ideas filosóficas hallaron también expresión en los prefacios que puso a sus otros escritos.
En 1864 obtuvo Taine una cátedra en la Ecole des Beaux Arts, y su Philosophie de l’ar. (1865)[268] fue el resultado de sus lecciones de estética. En 1870 publicó su obra en dos volúmenes titulada De l’intelligenc.,[269] Tenía el plan de componer otra obra sobre la voluntad, pero estaba demasiado ocupado con su obra en cinco volúmenes Les origines de la France contemporain. (Los orígenes de la Francia contemporáne., 1875-1893) en la que trataba del antiguo régimen, de la Revolución y del posterior desarrollo de la sociedad francesa. Otro volumen de ensayos críticos e históricos apareció en 1894. Taine publicó también varios libros de viajes.
Había sido educado Taine como cristiano, pero a la edad de 15 años perdió la fe. Sin embargo, ni la duda ni el escepticismo eran de su agrado. Buscaba un saber que fuese cierto, y aspiraba a lograr un conocimiento comprensivo de la totalidad La ciencia, desenvuelta mediante la verificación empírica de las hipótesis, le parecía ser el único camino para adquirir un conocimiento seguro acerca del mundo. Creía a la vez que la continuación de una concepción metafísica del mundo, de una visión de la totalidad como sistema necesario, no sólo era una empresa legítima sino también imprescindible. Y su problema fue siempre el de cómo combinar su convicción de que en el mundo sólo había eventos o fenómenos y relaciones entre ellos con su otra convicción de que era posible una metafísica que rebasara los resultados de las ciencias particulares y lograra una síntesis. Cronológicamente, la atracción que sintió hacia las filosofías de Spinoza y Hegel precedió al desarrollo de sus ideas positivistas. Pero el suyo no fue un positivismo que al entrar en escena expulsase a la metafísica. Taine reafirmó su confianza en la metafísica y se esforzó por conciliar en su pensamiento las dos tendencias. Que lo consiguiera, y hasta si hubiera sido posible que lo consiguiese,[270] es discutible. Pero de lo que no cabe duda es de que trató de conseguirlo.
Las líneas generales de su intento son puestas en claro por el propio Taine en su obra sobre los filósofos franceses del siglo XIX,[271] en su estudio sobre John Stuart Mill (Le positivisme anglais. Etude sur Stuart Mill, 1864) y en su historia de la literatura inglesa. Los empiristas ingleses, en opinión de Taine, ven el mundo como una colección de hechos. Se interesan, sin duda, por las relaciones entre los fenómenos o hechos; pero estas relaciones son, para ellos, puramente contingentes. Según Mill, que representa la culminación de una línea de pensamiento que parte de Francis Bacon, la relación causal es simplemente una relación de secuencia regular entre los hechos. A decir verdad, “la ley que atribuye una causa a cada suceso no tiene para él más base, ni más valor, ni más apoyo que una experiencia. [...] Simplemente, reúne y fusiona una suma de observaciones”.[272] Limitándose así a contar con la sola experiencia y sus datos inmediatos, Mill “ha descrito la mente inglesa cuando creía estar describiendo la mente humana”.[273] En cambio, los idealistas metafísicos alemanes han tenido la visión de la totalidad: han visto el universo como la expresión de unas causas y leyes últimas, como un sistema necesario y no como una colección de hechos o de fenómenos relacionados entre sí de manera puramente contingente. Al mismo tiempo, dejándose llevar del entusiasmo que esa visión de la totalidad les producía, han despreciado las limitaciones de la mente humana y han tratado de proceder de un modo puramente apriórico. Han pretendido reconstruir el mundo de la experiencia valiéndose del pensamiento puro.[274] De hecho, han construido imponentes edificios que en la actualidad se están ya arruinando. Hay, pues, que seguir un camino intermedio, combinando lo que de verdadero y valioso encierran el empirismo inglés y la metafísica alemana. El logro de esta síntesis le está reservado a la mentalidad francesa. “Si hay un sitio entre las dos naciones, ese sitio es el nuestro.”[275] La mentalidad francesa está llamada a corregir los defectos del positivismo inglés y de la metafísica alemana, a sintetizar esas visiones corregidas, “a expresarlas en un estilo que entiendan todos y a convertirlas así en la mentalidad universal”,[276] Los ingleses son excelentes en descubrir hechos, los alemanes en construir teorías. Es necesario que el hecho y la teoría los junten los franceses y, a ser posible, el propio Taine.
La idea de combinar el empirismo inglés con el idealismo alemán, á Mill con Hegel, le arredraría a más de uno. Taine, por el contrario, no se contenta con proponer un ideal que a muchos les ha de parecer, sin duda, irrealizable y acaso hasta demencial, sino que indica lo que a su entender es la base para construir semejante síntesis, a saber, el poder de abstracción de que está dotado el hombre. Sólo que el uso que hace Taine de la palabra “abstracción” requiere alguna explicación.
En primer lugar, Taine no la usa en el sentido de que tengamos derecho alguno a suponer que los términos abstractos se refieren a unas entidades abstractas correspondientes. Al contrario, él reprocha, no sólo a Cousin y a los eclécticos sino también a Spinoza y a Hegel, que hayan hecho, precisamente, esa suposición. Vocablos como “substancia”, “fuerza” y “poder” son modos convenientes de agrupar fenómenos similares; pero pensar, por ejemplo, que la palabra “fuerza”, significa una entidad abstracta es dejarse engañar por el lenguaje. “No creo que haya substancias, sino sólo sistemas de hechos. La idea de substancia la considero una ilusión psicológica. Las substancias, la fuerza y todos los seres metafísicos de los modernos me parecen una reliquia de las entidades escolásticas. Pienso que en el mundo no hay nada más que hechos y leyes, es decir, sucesos y relaciones entre sucesos; y lo mismo que usted reconozco yo que todo conocimiento consiste en primer lugar en conectar o en añadir hechos.”[277] En su obra sobre la inteligencia insiste Taine en que no hay entidades que correspondan a palabras tales como “facultad”, “potencia”, “yo”. La psicología es el estudio de hechos, y en el yo o ego no hallamos más hechos que “la serie de sucesos”,[278] reducibles todos ellos a sensaciones. Hasta los mismos positivistas han sido culpables de cosificar términos abstractos. Un ejemplo señalado de esto lo proporciona la teoría de Herbert Spencer sobre el Incognoscible, considerado como Fuerza absoluta.[279]
En esta línea de pensamiento, si se la mira por separado, Taine va tan lejos como lo pudiera desear cualquier empirista. “Estoy convencido de que no hay ni espíritus ni cuerpos, sino simplemente grupos de movimientos presentes o posibles y grupos de pensamientos presentes o posibles.”[280] Y es interesante observar la insistencia de Taine en el seductor poder del lenguaje, que induce a los filósofos a postular unas entidades tan irreales que “se desvanecen en cuanto se examina con detenimiento el significado de las palabras”.[281] Su empirismo se patentiza también en su rechazo del método apriórico de Spinoza, método que lo único que puede hacer es revelar posibilidades ideales. Todo conocimiento de la realidad existente debe basarse en la experiencia y ser un resultado de ésta.
Así pues, Taine no entiende por abstracción la formación de términos o conceptos abstractos que erróneamente se piensa que representan entidades abstractas, Pero ¿qué es lo que entiende por ella? La define como “el poder de aislar los elementos factuales y de considerarlos por separado”,[282] supone, por tanto, que lo dado en la experiencia es complejo y es analizable en sus elementos constitutivos, los cuales pueden ser considerados por separado, o sea, en abstracto. La manera obvia de entender esto es en términos de análisis reductivo, como el que practicó Condillac en el siglo XVIII o practica Bertrand Russell en el XX. El análisis (décomposition), se nos dice, nos da la naturaleza o esencia de lo analizado. Pero Taine cree que entre los elementos constitutivos que forman “el interior de un ser”[283] pueden encontrarse causas, fuerzas y leyes. “Estas no son un nuevo hecho añadido al primero; son una porción de él, un extracto; están contenidas en los hechos, no son otra cosa que los hechos mismos.”[284] Por ejemplo, la prueba de la afirmación de que Antonio es mortal no consiste en argüir partiendo de la premisa “todos los hombres mueren” (que, como mantuvo Mill, es cuestionable), ni en apelar al hecho de que no sabemos de ningún ser humano que llegada su hora no haya muerto, sino más bien en mostrar que “la mortalidad es inseparable de la cualidad de ser hombre”,[285] por cuanto que el cuerpo humano es un compuesto químico inestable. Para averiguar si Antonio morirá o no, no hay que multiplicar ejemplos de hombres que han muerto. Lo que hace falta es la abstracción que nos capacite para formular una ley. Cada espécimen individual contiene la causa de la mortalidad humana; pero, naturalmente, ha de ser aislado por la inteligencia, puesto aparte o extraído de la complejidad de los fenómenos y formulado de una manera abstracta. Probar un hecho, como decía Aristóteles, es mostrar su causa. Esta causa está incluida en el hecho. Y una vez la hemos abstraído, podemos argüir “de lo abstracto a lo concreto, es decir, de la causa al efecto”.[286] Pero aún podemos pasar adelante: podemos efectuar la operación del análisis sobre grupos o conjuntos de leyes y, al menos en principio, llegar así hasta los más primitivos y fundamentales elementos del universo. Hay unos “elementos simples de los que se deriva la mayoría de las leyes generales, y de éstas se derivan las leyes particulares, y de estas leyes los hechos que observamos”.[287] Si tales elementos simples o inanalizables pueden ser conocidos, la metafísica es posible. Pues la metafísica es la investigación de las causas primeras. Y, según Taine, las causas primeras son cognoscibles, puesto que están ejemplificadas por doquier en todos los hechos. No es como si hubiéramos de trascender el mundo para conocer su causa o causas primeras. Estas están presentes y operan por doquier; y todo lo que ha de hacer la inteligencia humana es entresacarlas o abstraerías.
Dada su insistencia en que las causas últimas de los hechos empíricos están contenidas en los hechos mismos y, por lo tanto, en la experiencia, puede pensar Taine que él corrige y amplía el empirismo inglés, y no que lo contradice lisa y llanamente. En cuanto a él se le alcanza, la metafísica se halla en real continuidad con la ciencia, aunque tiene un mayor grado de generalidad. Es evidente, empero, que Taine parte del supuesto de que el universo es un sistema racional u ordenado conforme a una ley. Nada tan ajeno a su pensamiento como el concebir que las leyes sean meras ficciones mentales convenientes para la práctica. Da por supuesto “que hay una razón para cada cosa, que todo hecho tiene su ley; que todo compuesto es reducible a elementos simples; que todo efecto implica causas (facteurs); que toda la cualidad y toda existencia debe ser deducible de algún término superior y anterior”.[288] Supone también que la causa y el efecto son, en realidad, una misma cosa bajo dos “apariencias”. Evidentemente estos dos supuestos no provienen del empirismo, sino de la influencia que en la mentalidad de Taine ejercieron Spinoza y Hegel. Cuando apunta a una última causa, a un “axioma eterno” y a una “fórmula creadora”,[289] está claramente hablando bajo el influjo de una visión metafísica de la totalidad concebida como sistema necesario que exhibe de innumerables modos la actividad creadora de una causa última (aunque puramente inmanente).
Cierto que, según hemos notado ya, Taine critica a los idealistas alemanes el haber tratado de deducir a priori “casos particulares” como el sistema planetario y las leyes de la física y la química. Pero no parece que se oponga a la idea de la deducibilidad en cuanto tal, es decir a la deducibilidad por principio, sino más bien al supuesto de que la mente humana sea capaz de llevar a cabo la deducción, aun cuando haya averiguado las leyes primigenias o causas últimas. Esto es, que entre las leyes primigenias y una particular ejemplificación en el mundo, tal como aparece dado en la experiencia, hay una serie infinita, entrecruzada, digámoslo así, por innumerables influencias causales de cooperación o de contrarresto. Y la mente humana es demasiado limitada como para que pueda captar el plan de todo el conjunto del universo, Pero si Taine admite, como parece admitir, la deducibilidad en principio, esta admisión expresa obviamente una visión general del universo que le viene no del empirismo sino de Spinoza y de Hegel. Tal visión abarca no sólo el universo físico sino también la historia humana. Para Taine, la historia no podrá llegar a ser en sentido propio una ciencia mientras no se hayan “abstraído” de los hechos o datos históricos sus causas y leyes.[290]
Hablar de “visión” metafísica tal vez parezca simplemente un caso de empleo de la jerga filosófica que estuvo de moda hace algunos años entre quienes, sin decidirse a tachar de una vez los sistemas metafísicos como puros sinsentidos, tampoco daban por buena la pretensión de la metafísica de ser capaz de aumentar nuestro conocimiento positivo de la realidad. No obstante, el término “visión” es especialmente oportuno tratándose de Taine. Pues él nunca desarrolló un sistema metafísico. Por lo que más se le conoce es por su contribución a la psicología empírica. En psicopatología trató de demostrar que pueden disociarse los elementos constitutivos de lo que prima facie es un estado o fenómeno simple, y se valió también de la neurofisiología para poner al descubierto el mecanismo que subyace a los fenómenos mentales. En general, dio un poderqso impulso a aquel desarrollo de la psicología que en Francia fue asociado a nombres como los de Théodule Armand Ribot (1859-1916), Alfred Binet (1857-1911) y Pierre Janet (1859-1947). En los campos de la historia literaria, artística y sociopolítica es conocido Taine por su hipótesis de la influencia que en la formación de la naturaleza humana han ejercido los tres factores de la raza, el ambiente y la época y por su insistencia, al tratar de los orígenes de la Francia contemporánea, en los efectos de la excesiva centralización tal como se manifestó de diferentes modos en el antiguo régimen, en la República y bajo el Imperio. Pero a lo largo de toda su obra tuvo Taine, como él mismo lo expresó, “una cierta idea de las causas”,[291] idea que no era la de los empiristas. A su parecer, los espiritualistas eclécticos como Cousin, ponían las causas fuera de los efectos y la causa última fuera del mundo. Los positivistas, por su parte, desterraban de la ciencia a la causalidad.[292] La idea que de la causalidad se hacía Taine estaba inspirada evidentemente en una visión general del universo como sistema racional y determinístico. Esta visión no pasó de ser eso, una visión, en el sentido de que, aunque él considerase que su idea de la causalidad requería y posibilitaba una metafísica, nunca se preocupó de desarrollar una sistema metafísico que hiciera comprender las “causas primeras” y su operar en el universo. En lo que sí insistió fue en la posibilidad y en la necesidad de tal sistema. Y por mucho que pudiese hablar, y hablara de hecho, al estilo de los empiristas, del método científico de “abstracción, hipótesis, verificación”[293] para la averiguación de las causas, está bastante claro que él entendía por “causa” algo más que lo que suelen entender el empirista o el positivista.
Auguste Comte dio un poderoso impulso al desenvolvimiento de la sociología, un impulso que fructificaría durante las últimas décadas del siglo XIX. Reconocerlo así no equivale ciertamente a pretender que todos los sociólogos franceses, como por ejemplo Durkheim, fueran devotos discípulos del sumo sacerdote del positivismo. Pero al insistir en la irreductibilidad de cada una de sus ciencias básicas a la ciencia o ciencias particulares que aquélla presuponía dentro del orden jerárquico de todas, y al subrayar la naturaleza de la sociología como estudio científico de los fenómenos sociales, Comte puso la sociología sobre el tapete. Verdad es que los comienzos de la sociología pueden rastrearse con anterioridad a Comte, llegando por ejemplo hasta Montesquieu y Condorcet, para no hablar de Saint-Simon, el inmediato predecesor de Comte. Pero el que éste fuese el primero que presentó la sociología como una ciencia especial, con carácter propio, justificó que Durkheim le tuviera por padre o fundador de esta ciencia,[294] a pesar de que el propio Durkheim no aceptaba la ley de los tres estadios y criticó el enfoque dado por Comte a la sociología.
Émile Durkheim (1858-1917) estudió en París en la Escuela Normal Superior y después enseñó filosofía en varios centros. En 1887 inició sus clases en la Universidad de Bordeaux, donde en 1896 se le encargaría de la cátedra de ciencia social. Dos años después, fundó L’année sociologiqu., periódico del que llegó a ser director. En 1902 se trasladó a París, donde fue nombrado profesor de pedagogía en 1906 y luego, en 1913, de educación y sociología. En 1893 publicó De la división du travail socia. (De la división del trabajo socia.)[295] y en 1895 Les regles de la méthode sociologiqu. (Las reglas del método sociológic.).[296] Otros escritos suyos son Le suicid. (El suicidi.)[297] y Les formes élémentaires de l. vie religieus. (Las formas elementales de la vida religios.),[298] que aparecieron respectivamente en 1897 y 1912. Se publicaron postumos otros escritos, que recogen ideas expresadas en sus clases, entre ellos: Sociologie et philosophi.,[299] L’e’ducation moral.[300] y Leçons de sociologie: physique des moeurs et du droi..[301] Estas obras aparecieron respectivamente en 1924, 1925 y 1950.
La sociología era, para Durkheim, el estudio, basado empíricamente, de lo que él describía como fenómenos sociales o hechos sociales. Hecho social quería decir para él un rasgo general de una sociedad dada en una determinada fase de su desarrollo, rasgo o modo general de actuar que podía considerarse que ejercía un apremio o constricción sobre los individuos.[302] Lo que hace posible que la sociología sea una ciencia es que en toda sociedad dada ha de haber “unos fenómenos que no existirían si esa sociedad no existiese y que son lo que son tan sólo porque esa sociedad está constituida del modo como lo está”.[303] Y al sociólogo le compete estudiar estos fenómenos sociales con la misma objetividad con que el físico estudia los fenómenos físicos. La generalización debe ser resultado de una clara perfección de los fenómenos o hechos sociales y de sus interrelaciones. No deberá preceder a tal perfección o constituir un esquema interpretativo a priori, pues en tal caso el sociólogo estudiaría, no los hechos sociales en sí mismos, sino sus ideas acerca de ellos.
Desde un punto de vista filosófico es difícil distinguir con claridad entre un hecho y la idea que uno tiene de ese hecho. Pues es imposible estudiar algo sin concebirlo de algún modo. Pero se entiende sin mayor dificultad a qué tipo de procedimiento se opone Durkheim. Por ejemplo, mientras otorga crédito a Auguste Comte cuando dice éste que los fenómenos sociales son realidades objetivas pertenecientes al mundo de la naturaleza, y que, por lo mismo, se los puede estudiar científicamente, le reprocha en cambio que abordase la sociología con una teoría filosófica preconcebida según la cual la historia es un continuo proceso de perfeccionamiento de la naturaleza humana. En su sociología encuentra Comte todo lo que desea encontrar, a saber, lo que encaja en su teoría filosófica. De esta suerte, lo que estudia Comte no son tanto los hechos como sus ideas acerca de los hechos. Semejantemente, Herbert Spencer se dedicó no tanto a estudiar los hechos sociales en sí y por sí mismos como a demostrar que corroboran y verifican su hipótesis evolutiva general. Durkheim opina que Spencer hizo sociología como filósofo, para probar una teoría, y sin dejar que los hechos sociales hablaran por sí mismos. Hemos visto, líneas atrás, que Durkheim relaciona un hecho social con una sociedad dada. También recalcó mucho la pluralidad de las sociedades humanas, cada una de las cuales ha de ser estudiada ante todo en sí misma. Aquí vio él una diferencia entre Comte y Spencer. Comte suponía que había una sola sociedad humana que se iba desarrollando a través de estadios sucesivos, cada uno de los cuales tenía que ver con, y en cierto sentido dependía de, el correspondiente estadio del progreso intelectual del hombre. Su filosofía de la historia le hacía ser miope respecto a las cuestiones particulares que surgen del estudio detallado de las diferentes sociedades dadas. Además, al incorporar Comte la sociología a un sistema filosófico, la condenaba en realidad a no hacer ningún progreso en manos de sus discípulos. Para que el desarrollo fuera posible, había que arrojar por la borda la ley de los tres estadios.[304] En cambio, en el caso de Herbert Spencer, la situación es bastante diferente. Pues él reconocía la pluralidad de sociedades y trató de clasificarlas según sus tipos. Más aún, discernió que por debajo del nivel del pensamiento y la razón actúan oscuras fuerzas, y evitó el exagerado énfasis con que ensalzaba Comte el progreso científico del hombre. Sin embargo, en sus Principies of Sociolog. (Principios de sociologí.) empezaba Spencer dando una definición de la sociedad que era una expresión de su propio concepto a priori más bien que el resultado de un estudio meticuloso de los datos o hechos relevantes.[305]
Estos hechos sociales son, para Durkheim, sui generis. Al sociólogo le toca estudiarlos tal como los halla y no reducirlos a ningún otro tipo de hechos. Cuando se está empezando a desarrollar una nueva ciencia, hay que tomar modelos de las ciencias desarrolladas ya existentes. Pero una nueva ciencia sólo llega a serlo en la medida en que logra independizarse. Lo cual quiere decir tener su propia materia de investigación y sus propios conceptos formados a base de reflexionar sobre esa materia. Durkheim no es, pues, reduccionista. Al mismo tiempo cree que para que la sociología progrese realmente, como las ciencias desarrolladas antes que ella, ha de emanciparse de la filosofía. Lo cual no quiere decir simplemente liberarse de la subordinación a un sistema filosófico como el de Comte. Significa también que el sociólogo no deberá dejarse enredar en disputas filosóficas, tales como las entabladas entre los deterministas y los defensores de la voluntad libre. A la sociología le basta con que se aplique el principio de causalidad a los fenómenos sociales, y ello considerándolo como postulado empírico y no como verdad necesaria a priori.[306] Cabe discutir que sea, de hecho, posible evitar todos los presupuestos filosóficos, según lo supone Durkheim. Pero él, desde luego, no dice que los filósofos hayan de abstenerse de discutir temas como el de la voluntad libre, si desean discutirlos. Lo que dice es que al sociólogo no le es necesario hacerlo, y que el desarrollo de la sociología requiere que, de hecho, el sociólogo se abstenga de tal discusión.
La materia propia de la sociología es lo que Durkheim llama fenómenos sociales o hechos sociales. Ya hicimos referencia más arriba a su idea de que los hechos sociales ejercen una constricción sobre el individuo, Entre los hechos sociales en este sentido se incluyen, por ejemplo, la moral y la religión de una sociedad dada. El empleo del término “constricción” no tiene pues por qué implicar coerción en el sentido de uso de la fuerza. En el proceso de crianza y formación del niño se empieza a introducir a éste en un conjunto de valoraciones que más que de él mismo provienen de la sociedad a la que pertenece, y puede decirse que su mente es “constreñida” por el código moral de su sociedad. Aun cuando se rebele contra el código, éste sigue ahí, por así decirlo, como aquello contra lo que el niño se rebela y que, así, rige su reacción. No es muy difícil entender esta manera de pensar. Pero Durkheim habla de fenómenos sociales tales como la moral y la religión diciendo que son expresiones de la conciencia social o colectiva y del espíritu o mentalidad común. Y sobre esto conviene decir algo, pues el empleo de un término como “conciencia colectiva” puede mal entenderse con facilidad.
En su ensayo sobre Las representaciones individuales y las colectiva. acusa Durkheim a la sociología individualista de que trata de explicar el todo reduciéndolo a sus partes.[307] Y en otro sitio dice que “es el todo el que, en una gran proporción, produce la parte”.[308] Si aisláramos estos pasajes y los consideráramos sólo en sí mismos, sería natural concluir que, según Durkheim, la conciencia colectiva era una especie de substancia universal de la que procederían las conciencias individuales de un modo análogo a aquel en que decían los neoplatónicos que la pluralidad emana del Uno. Sólo que, después, resultaría algo desconcertante encontrarnos con que Durkheim afirma que las partes no pueden derivarse del conjunto. “Pues el conjunto no es nada sin las partes que lo forman.”[309]
El término “conciencia colectiva” se presta a equívocos y es, por lo tanto, desafortunado. Pero lo que Durkheim trata de decir está, sin embargo, bastante claro. Cuando habla de una conciencia colectiva o de un espíritu o una mentalidad común, no está postulando una substancia que exista aparte de las mentes individuales. Ninguna sociedad existe aparte de los individuos que la componen; y el sistema de las creencias y de los juicios de valor de una sociedad ha nacido, digámoslo así, por medio de las mentes individuales. Pero ha nacido mediante ellas en la medida en que ellas han llegado a participar de algo que no está confinado a ningún conjunto determinado de individuos, sino que persiste como una realidad social. Los individuos tienen sus propias experiencias sensoriales, sus propios gustos, y así sucesivamente. Pero cuando el individuo aprende a hablar, viene a participar, a través del lenguaje, en todo un sistema de categorías, creencias y juicios de valor, en lo que llama Durkheim una “conciencia social”. Podemos, pues, distinguir entre las “representaciones” individuales y las colectivas, entre lo que le es peculiar a un individuo en cuanto tal y lo que él debe a, o toma de, la sociedad a la que pertenece. En tanto en cuanto estas “representaciones” colectivas afectan a la conciencia individual, podemos hablar de las partes como derivadas del todo o explicadas por éste. O sea, que tiene sentido hablar de la “mentalidad” social como afectando causalmente a la mentalidad del individuo, afectándola, por así decirlo, desde fuera. Según Durkheim, es participando en la civilización, en la totalidad de los “bienes intelectuales y morales”,[310] como el hombre se hace específicamente humano. En este sentido, el todo o conjunto no es nada sin las partes que lo constituyen. Los hechos o fenómenos sociales, que para Durkheim constituyen los datos de la reflexión del sociólogo, son instituciones sociales de diversos tipos, producidas por el hombre en sociedad y que, una vez constituidas, afectan causalmente a la conciencia individual. Por ejemplo, la manera de ver el mundo un hindú no depende sólo de sus propias experiencias sensoriales, sino que contribuyen a formarla también la religión de su sociedad y las instituciones que están conectadas con ella. Pero esa religión no podría existir como realidad social si no hubiese hindúes.
La constricción ejercida por las “representaciones colectivas” o por la conciencia colectiva puede verse claramente, según Durkheim, en el campo de la moral. Hay, sin duda, hechos morales; pero existen sólo en un contexto social. “Si desapareciese toda vida social, desaparecería también con ella la vida moral. [...] La moralidad, en todas sus formas, sólo se la encuentra en sociedad. Nunca varía sino en relación con las condiciones sociales.”[311] La moralidad, dicho con otras palabras, no tiene su origen en el individuo considerado precisamente en cuanto tal. Se origina en la sociedad y es un fenómeno social; pero tiene por objeto al individuo. Así, en el sentido de obligación, por ejemplo, es la voz de la sociedad que habla. Es la sociedad la que impone reglas obligatorias de conducta, cuyo carácter obligatorio se marca mediante la fijación de sanciones a quienes infrinjan tales reglas. Al individuo en cuanto tal la voz de la sociedad, hablando en el sentido de obligación, le viene, por así decirlo, desde fuera. Y es esta relación de externalidad (del todo que funciona como una realidad social respecto a la parte) lo que posibilita que a la voz de la conciencia se la considere la voz de Dios. Sin embargo, para Durkheim, la religión es fundamentalmente la expresión de un “ideal colectivo”;[312] y Dios es una hipostatización de la conciencia colectiva. Indudablemente, respecto a la conciencia individual, los preceptos morales y el sentido de la obligación de obedecerlos tienen un carácter a priori, imponiéndose, digámoslo así, desde fuera. Pero la voz de Dios que habla a través de la conciencia de la persona de mentalidad religiosa y la Razón Práctica de Kant son en realidad, simplemente, la voz de la sociedad; y el sentido de obligación se deriva de la participación del individuo en la conciencia colectiva. Si paramos mientes tan sólo en la conciencia individual considerada puramente en cuanto tal, la sociedad habla desde fuera. Pero también habla desde dentro, ya que el individuo es miembro de la sociedad y participa de la conciencia o del espíritu común.
Evidentemente la sociedad está ejerciendo una constante presión sobre los individuos de muy diversas maneras. Pero aunque es indiscutible regla de conducta, que emana de la conciencia social, la de que debemos “hacer realidad en nosotros los rasgos esenciales del tipo colectivo”,[313] a mucha gente le agrada pensar que hay un vía media entre la conducta enteramente antisocial y la plena adaptación a un tipo común, y también que la sociedad se enriquece mediante el desarrollo de la personalidad individual. Además, muchos suelen ver con buenos ojos los casos en que el individuo pueda protestar justificablemente contra la voz de la sociedad en nombre de un ideal más alto. Y ¿cómo se realizaría, si no, el progreso moral?
Al insistir Durkheim en que la moral es un fenómeno social, no ve desde luego que esta teoría entraña el conformismo social en un sentido que excluiría el desarrollo de la personalidad individual. Él cree que con el desarrollo de la civilización el tipo de ideal colectivo se va haciendo más abstracto y admite así un grado mucho mayor de variedad dentro del esquema de lo que es requerido por la sociedad. En una sociedad primitiva los rasgos esenciales del tipo colectivo están definidos de un modo muy concreto: del hombre se espera que actúe conforme a un definido patrón tradicional de comportamiento; y lo mismo pasa con la mujer. En cambio, en las sociedades más avanzadas, las semejanzas que se exigen entre los miembros de la sociedad son menores que en los más homogéneos clanes y tribus de los primitivos. Y si el tipo colectivo o ideal llega a ser el de la humanidad en general, éste es tan abstracto y general que no supone trabas para el desarrollo de la personalidad del individuo. La amplitud de la libertad personal tiende, pues, a ir en aumento según va siendo más avanzada la sociedad. Al mismo tiempo, si una moderna sociedad industrial no impone de hecho todas las obligaciones impuestas por una tribu primitiva, esto no quita que en cualquier caso sea la sociedad la que impone la obligación.
Hay que tener en cuenta que “sociedad” no significa necesariamente, para Durkheim, sólo el Estado o la sociedad política, o por lo menos no como fuente completamente adecuada de un código ético. Por ejemplo, en la sociedad moderna el ser humano pasa gran parte de su vida en un mundo industrial y comercial en el que faltan regulaciones éticas. De ahí que en las sociedades económicamente avanzadas, en las que alcanza un alto grado de desarrollo la especialización o división del trabajo, haya necesidad de lo que llama Durkheim una “ética ocupacional”. “La diversidad de funciones trae consigo inevitablemente una diversificación de la moral.”[314] Pero en todos los casos el individuo en cuanto tal está sometido a la presión social para actuar o no actuar de determinados modos.
Apenas necesita decirse que lo que intenta Durkheim es convertir la ética en una ciencia empírica, que trata de los hechos o fenómenos sociales de un tipo particular. En su opinión, tanto los utilitaristas como los kantianos reconstruían la moral según pensaban ellos que debía ser o deseaban que fuese, en vez de observar cuidadosamente lo que es. Según Durkheim, si nos atenemos a los hechos, vemos que la presión o constricción social ejercida por la conciencia colectiva sobre el individuo es el principal constitutivo de la moral. Sin embargo, aunque recalca que es erróneo el enfoque de los utilitaristas y de los kantianos, es decir, su intento de hallar un principio básico de la moral y proceder después deductivamente, también él se esfuerza por mostrar que su propia teoría ética contiene en sí los elementos de verdad que contenían las teorías que combate. Por ejemplo, de hecho, la moral sirve a propósitos prácticos dentro del entramado de la sociedad. Y su utilidad es susceptible de examen y cálculo. Al mismo tiempo, la principal característica de la conciencia moral es el sentido de obligación, que se siente como un “imperativo categórico”. La regla, impuesta por la sociedad, ha de ser obedecida simplemente porque es una regla.[315] Podemos hallar así un puesto para la idea kantiana del deber por el deber, aunque también podemos hallarlo para el concepto utilitarista de lo que es útil para la sociedad. La moral existe porque la sociedad la necesita; pero adopta la forma de la voz de la sociedad, que exige obediencia porque es la voz de la sociedad.
Un comentario obvio es el de que, mientras la idea kantiana del imperativo categórico emanante de la razón práctica proporciona una base para criticar los códigos morales existentes, la teoría de Durkheim no proporciona tal base. Si las reglas morales son relativas a las sociedades dadas, expresando la conciencia colectiva de una sociedad determinada, y si la obligación moral significa que el individuo está obligado a obedecer a la voz de la sociedad, ¿cómo podrá nunca justificarse al individuo que ponga en cuestión el código moral o los juicios de valor propios de la sociedad a la que pertenezca? ¿No se sigue de ahí que deba condenarse a los reformadores morales como a elementos subversivos? Y, si esto no, ¿cómo podemos identificar razonablemente la moral con los códigos morales de las diversas sociedades? Pues el reformador apela, contra tal código, a algo que le parece superior o más universal.
Durkheim sabe, naturalmente, que se le pueden hacer estas objeciones. Comprende que se le puede acusar de sostener que el individuo debe aceptar pasivamente los dictados de la sociedad, sean éstos cuales fueren, sin tener nunca derecho a rebelarse.[316] Y como no desea extremar hasta tal punto su demanda de conformismo social, recurre a la idea de utilidad para encontrar una respuesta. “Ningún hecho relativo a la vida —y los hechos morales lo son— puede durar si no es de alguna utilidad, si no responde a alguna necesidad.”[317] Una regla, que en tiempos cumplió una función social útil, puede perder su utilidad a medida que la sociedad cambia y se desenvuelve. Los individuos que de ello se percatan se justifican atendiendo, en general, al hecho. Verdaderamente, no puede tratarse tan sólo de una regla de conducta particular. Es probable que se estén produciendo cambios sociales a tal escala que llegue a constituir una nueva moral lo que, exigido por esos cambios, empieza a hacer su aparición. Si entonces el conjunto de la sociedad persiste en aferrarse al orden de moralidad tradicional y ya pasado de moda, los que entienden el proceso de desarrollo y sus necesidades hacen bien al oponerse a los viejos dictados de la sociedad. “No estamos, por consiguiente, obligados a someternos a la fuerza de la opinión moral. En ciertos casos es, incluso, conveniente que nos rebelemos contra ella. [...] El mejor modo de hacerlo tal vez sea oponernos a esas ideas no sólo en teoría, sino también con la acción.”[318]
Esta línea de respuesta podrá calificarse de ingeniosa, pero no de muy adecuada. Si es la sociedad la que impone la obligación, cabe presumir que sea obligatorio obedecer las órdenes que dicte cualquier sociedad dada. Pero si, como admite Durkheim, puede haber situaciones en las que los individuos cuestionen justificadamente los dictados de la sociedad, o incluso se rebelen contra ellos, requiérese algún criterio moral que no sea la voz de la sociedad. Tal vez se diga que el reformador moral apela de la voz factual de la sociedad, según toma cuerpo en las fórmulas tradicionales, a la voz “real” de la sociedad. Pero ¿cuál es el criterio para discernir la voz “real” de la sociedad, lo que la sociedad debería pedir a diferencia de lo que pide de hecho? Si tal criterio fuese la utilidad, los intereses auténticos de una sociedad, habría que adoptar el utilitarismo. Y entonces el problema sería cómo establecer un criterio para averiguar los auténticos intereses de una sociedad. Refiriéndose a la posibilidad de que una sociedad moderna perdiese de vista los derechos del individuo, sugiere Durkheim que a la sociedad podría recordársele que el negar los derechos del individuo sería negar “los más esenciales intereses de la sociedad misma”.[319] Seguramente diría él que, con esto, se refiere sólo a los intereses de la moderna sociedad europea tal como se ha desarrollado de hecho, y no, pongamos por caso, a un clan primitivo muy cerrado. Sin embargo, aun en este caso se estaría apelando de la voz factual de la sociedad a la que creyese uno que debería ser su voz. Y difícilmente se comprenderá cómo puedan incluirse juicios normativos de esta especie en un estudio puramente descriptivo de los fenómenos morales.
Lo mismo que la moral, la religión es también, para Durkheim, esencialmente un fenómeno social. Afirma en un pasaje que “una religión es un sistema unificado de creencias y prácticas relativas a cosas sagradas, es decir, a cosas puestas aparte y vedadas, creencias y prácticas que unen en una única comunidad moral, llamada Iglesia, a todos aquellos que se adhieren a ellas”.[320] Cuando Durkheim insiste en que “no encontramos una sola religión sin una Iglesia”[321] y en que “la religión es inseparable de la idea de una Iglesia”,[322] no quiere decir simplemente una Iglesia cristiana. Quiere decir una comunidad de personas que representan lo sagrado y su relación con lo profano del mismo modo, y que traducen estas creencias e ideas en una práctica común. Es obvio que en las diferentes religiones hay diversas creencias y diversos símbolos. Pero “hay que ‘saber llegar, bajo el símbolo, hasta la realidad que representa y que le da su significación”.[323] Después nos encontramos con que la religión es “la forma primaria de la conciencia colectiva”.[324] Y con que “en la divinidad sólo veo yo la sociedad transfigurada y expresada simbólicamente”.[325]
Según Durkheim, en las sociedades primitivas o subdesarrolladas la moral era esencialmente religiosa, en el sentido de que los más importantes y numerosos deberes del hombre eran los que éste tenía respecto a sus dioses.[326] Con el transcurso del tiempo, la moral se ha ido separando progresivamente de la creencia religiosa, en parte gracias al influjo del cristianismo con su insistencia en el amor entre los seres humanos. El ámbito de lo sagrado ha disminuido, y ha avanzado el proceso de la secularización. La religión “tiende a abarcar un sector cada vez más pequeño de la vida social”.[327] Al mismo tiempo, en un sentido la religión persistirá siempre. Porque la sociedad necesita siempre representarse “los sentimientos colectivos y las ideas colectivas que constituyan su unidad y su personalidad”.[328] Pero si surge una nueva fe, no podemos prever qué símbolos empleará para expresarse.
Es desde luego a la luz de su teoría sobre la naturaleza esencialmente social de la religión como hemos de entender la tesis de Durkheim de que “en realidad, no hay religiones falsas. Todas son verdaderas a su modo; todas responden, aunque de maneras distintas, a las condiciones dadas de la existencia humana”.[329] Claro está que Durkheim con esto no pretende dar a entender que todas las creencias religiosas, si se las considera como afirmaciones acerca de la realidad, sean igualmente verdaderas. Lo que quiere decir es que las diferentes religiones expresan todas, cada una a su modo, una realidad social. Podrá calificarse a una religión como superior a otra si, por ejemplo, es “más rica en ideas y sentimientos” y si encierra “más conceptos en menos sensaciones e imágenes”.[330] Pero de ninguna religión puede decirse con propiedad que sea simplemente falsa. Pues hasta los más bárbaros ritos y los mitos más fantásticos “traducen alguna necesidad humana, algún aspecto de la vida, individual o social”.[331] Lo que no es lo mismo que decir que una religión sea verdadera en la medida que se pruebe su utilidad. Es verdadera en tanto en cuanto expresa o representa, a su propio modo, una realidad social.
Salta a la vista que Durkheim considera la religión con un enfoque meramente sociológico y externo. Más aún, supone que para establecer los rasgos esenciales de la religión hemos de examinar una religión primitiva o elemental.
Y esta suposición ofrece blanco a la crítica, independientemente del hecho de que algunas de las teorías de Durkheim sobre los orígenes de la religión son muy discutibles. Pues a menos que supongamos desde el comienzo que la religión es esencialmente un fenómeno primitivo, ¿por qué no habría de manifestarse mejor su naturaleza en el curso de su desarrollo que en sus orígenes? Durkheim podría argüir, por descontado, que en la sociedad primitiva desempeñaba la religión un papel mucho más importante en la vida social que el que hoy desempeña y que, siendo como es un fenómeno en recesión, lo único razonable es buscar sus rasgos esenciales en un período en el que era fuerza viva. Pero esta manera de argumentar, aunque razonable hasta cierto punto, parece presuponer una determinada idea de la religión, la que tiene de ella Durkheim, que la representa como la expresión de la conciencia colectiva. Es más, así como en su tratamiento de la moral sólo presta atención Durkheim a lo que Bergson llama moral “cerrada”, así al tratar de la religión atiende solamente a lo que llama Bergson religión “estática”. Pero este tema será mejor dejarlo para el capítulo que dedicamos a la correspondiente filosofía de Bergson.
Aunque Durkheim reconoció que se podían distinguir sucesivas mentalidades y concepciones, no hizo entre las mentalidades primitivas y las posteriores una dicotomía tan marcada como para excluir una teoría del desarrollo y la transformación de las anteriores en las subsiguientes. Para él, por ejemplo, la categoría de la causalidad se habría desarrollado y empleado primero en un contexto y una concepción esencialmente religiosos y sólo con posterioridad se habría ido destacando de aquella trama. Fue Lucien Lévy-Bruhl (1857-1939) quien expuso la teoría de que la mentalidad de los pueblos primitivos era de carácter prelógico.[332] Mantuvo, por ejemplo, que la mente primitiva no reconocía la vigencia del principio de no-contradicción, sino que funcionaba de acuerdo con una idea implícita de “participación”, en virtud de la cual una cosa podía ser la que era y ser a la vez otra cosa distinta de ella misma. “La mentalidad primitiva considera y siente simultáneamente que todos los seres y objetos son homogéneos, es decir, los ve todos como participando en la misma naturaleza esencial o en el mismo conjunto de cualidades.”[333] Además, la mente primitiva era indiferente a la verificación empírica. Atribuía a las cosas cualidades y poderes no verificables en modo alguno por la experiencia. En fin, para Lévy-Bruhl había una neta distinción entre la mentalidad primitiva, que él tenía por esencialmente religiosa y hasta mística, y la mentalidad lógica y científica. Por lo menos si se la consideraba en su estado puro, esto es, en el hombre primitivo, y no tal como pueda sobrevivir en coexistencia con otra mentalidad más reciente, aquélla difería en especie de la última.
Hoy suele admitirse generalmente que Durkheim tuvo razón al criticar esta dicotomía y la caracterización que hacía Lévy-Bruhl de la mentalidad primitiva como “prelógica”. En muchos aspectos el mundo del hombre primitivo era, sin duda, muy diferente del nuestro, y el primitivo tenía muchas creencias que nosotros no compartimos. Pero de esto no se sigue que su lógica natural fuese enteramente distinta de la nuestra, según Lévy-Bruhl sostuvo en un principio.
En 1903 publicó Lévy-Bruhl La morale et la Science des moeur..[334] Aspiraba, como Durkheim, a contribuir al desarrollo de la ciencia de la moral, que era para él algo que había que distinguir cuidadosamente de la moral misma. La moral es un hecho social y no necesita que ningún filósofo la traiga al ser. Pero el filósofo puede examinar este hecho social. Y al hacerlo, encuentra que se trata de hechos más bien que de un hecho. Es decir, en toda sociedad hay un conjunto de reglas morales, un código ético, relativo a esa sociedad. El sistema teórico y abstracto que elabora un filósofo se parece tan poco a los fenómenos éticos reales como poco se parece la abstracta religión filosófica a las religiones históricas de la humanidad. Si un filósofo elabora un sistema ético abstracto y lo llama “ética natural”, la ética del hombre en cuanto tal, éste es un nombre erróneo. “La idea de una ‘ética natural’ debe ceder el puesto a la idea de que todas las éticas existentes son naturales.”[335] Lo que hemos de hacer ante todo es establecer los datos históricos en el campo de la moral. Solamente entonces, a base del conocimiento positivo así ganado, sería posible trazar algunas líneas orientadoras para el futuro. Pero el resultado de esto sería un arte de base empírica más bien que un sistema abstracto o ideal de ética tal como lo concibieron algunos filósofos del pasado.
La tarea de recoger datos históricos apenas le compete al filósofo en cuanto tal. Y puede decirse que la tarea de ver qué uso práctico se haga del conocimiento logrado de este modo es de la competencia del sociólogo. Cabría, por lo tanto, sugerir que si Lévy-Bruhl rechazó, como lo hizo, la idea de elaborar un sistema ético abstracto, hubiera hecho muy bien, si deseaba actuar como filósofo, concentrando sus esfuerzos en el análisis de los conceptos y del lenguaje de la ética. Hasta cierto punto, tanto él como Durkheim proporcionaban tales análisis. Pero estos análisis consistían, de hecho, en dar una interpretación naturalista de los términos éticos. Lévy-Bruhl ocupó una cátedra de filosofía, pero fue primordialmente antropólogo y sociólogo.