Capítulo III
EL ECLECTICISMO

1. Significado de este término.

Maine de Biran se inspiró en diversas fuentes. Tenía plena conciencia de ello, y por algún tiempo defendió en cierto modo lo que llamaba la prudencia del eclecticismo. Ahora bien, cuando se hace referencia a los eclécticos en la filosofía francesa durante la primera mitad del siglo xix, se alude ante todo a Royer-Collard y a Cousin, más que a Maine de Biran. Verdad es que de Biran era amigo de Royer-Collard y que Cousin publicó una edición de sus escritos. También es verdad que a Royer-Collard y a Cousin puede considerárseles representativos del movimiento espiritualista cuyo iniciador en la filosofía francesa posterior a la Revolución fue de Biran. Pero la influencia de éste sólo llegaría a ser muy notoria bastante más tarde, en los campos de la psicología y de la fenomenología, mientras que Cousin desarrolló una filosofía explícitamente ecléctica, que constituyó durante algún tiempo una especie de sistema académico oficial y luego fue en seguida olvidada. Cousin disfrutó en vida de una fama incomparablemente mayor que la que nunca había tenido de Biran; pero su prestigio declinaba ya cuando el de De Biran empezó a ir en aumento. Y mientras que a Royer-Collard y a Cousin se les conoce específicamente por su eclecticismo, Maine de Biran es conocido por su reflexión sobre la conciencia humana.

Dar una definición precisa del eclecticismo no es tarea fácil. El término, en su raíz, tiene una significación suficientemente clara. Se deriva de un verbo griego (eklegei.) que quiere decir “escoger” o “elegir” algo. Y, en general, filósofos eclécticos son aquellos que seleccionan o eligen entre las doctrinas de diferentes escuelas o sistemas las que a ellos les parecen bien y las combinan. El presupuesto de un proceder así es, obviamente, que cada sistema filosófico expresa, o es probable que exprese, alguna verdad o varias verdades, o algún aspecto de la realidad, o alguna perspectiva o manera de ver el mundo o la vida humana que es menester que sea tomada en cuenta en una síntesis que pretenda abarcarlo todo.[96] Pero las implicaciones de semejante presuposición pueden ser o no ser comprendidas íntegramente. En un extremo están los filósofos que, careciendo de la fuerza del pensamiento original, creador, adoptan como táctica un sincretismo: se dedican a combinar o yuxtaponer doctrinas lógicamente compatibles (a su parecer, al menos), tomándolas de diferentes escuelas o tradiciones, pero sin tener una idea muy clara de los criterios que se están siguiendo y sin lograr, por lo tanto, dar al conjunto resultante una unidad orgánica. A tales filósofos es a los que les corresponde propiamente el apelativo de “eclécticos”. En el otro extremo están aquellos filósofos que, como Aristóteles y Hegel, ven el desarrollo histórico de la filosofía como el proceso por el que el pensamiento filosófico más cabalmente puesto al día y más adecuado a su época, o sea, su propio sistema de filosofía, cobra ser, subsumiendo en sí todas las intuiciones de los pensadores pretéritos. Calificar a tales filósofos de eclécticos sería desacertado. El que un filósofo beba su inspiración en varias fuentes no le convierte sin más en un ecléctico. Y si sólo por eso se le llama también ecléctico, el significado del término resultará tan amplio que su utilidad será ya escasa. Probablemente convendrá más reservarlo para designar a aquellos filósofos que combinan o yuxtaponen sin ton ni son doctrinas tomadas de diversas fuentes, sin crear con ellas una unidad doctrinal orgánica. Porque si un filósofo consigue esto último a base de juntar consistentemente principios fundamentales e ideas profundas, habrá construido un sistema reconocible, que es algo más que una colección de doctrinas yuxtapuestas.

Claro que puede haber casos discutibles. Por ejemplo, el de quien escogiendo de varios sistemas los elementos que en su opinión poseyeran valor de verdad pensase haberlos fusionado debidamente y haberles dado unidad orgánica, en tanto que sus críticos podrían estar convencidos de que su pretensión era injustificada y de que él no era más que un ecléctico. En tal caso, los críticos estarían dando al término “eclecticismo” el sentido que proponíamos líneas arriba como el más apropiado. Cousin, por su parte, se proclamó ecléctico y trató después de distinguir entre el eclecticismo según él lo entendía y la mera yuxtaposición de ideas tomadas de sistemas diferentes. Pero aunque él intentó crear un sistema unificado, sus pretensiones de haberlo conseguido han sido objeto de persistentes críticas.

Se ha dicho con frecuencia que el eclecticismo francés representaba, o por lo menos estaba muy vinculado a, una actitud política. Esto no es simplemente expresión de la general tendencia a interpretar los movimientos filosóficos con categorías políticas. Aquí hay algo más. Los dirigentes del eclecticismo actuaron y se comprometieron en política. Creían deseable una constitución que combinara todos los elementos valiosos de la monarquía, la aristocracia y la democracia. En otras palabras, eran partidarios de la monarquía constitucional. Por un lado se oponían no sólo a cualquier afán de retorno de la monarquía absoluta sino también al gobierno de Napoleón como emperador. Por otro lado, eran opuestos a quienes pensaban que la Revolución no había ido hasta donde debiera y que hacía falta renovarla y ampliarla. Se ha dicho de ellos que fueron los representantes de un espíritu de compromiso burgués. Ellos mismos estaban persuadidos de que su teoría política era la expresión de un sano eclecticismo, de una capacidad para discernir los elementos valiosos que hay en sistemas contrapuestos y para combinarlos de modo que formaran una estructura sociopolítica viable.

En la esfera religiosa su actitud era similar: se oponían al materialismo, al ateísmo y al sensismo dé Condillac. Al mismo tiempo, mientras creían en la libertad religiosa y no deseaban ver a la Iglesia sometida a persecución, ciertamente no admitían la pretensión de la Iglesia de ser ella la única guardiana de la verdad en las esferas religiosa y moral; ni simpatizaban nada con la idea de un sistema educativo eclesiásticamente inspirado y controlado. Trataban de promover una religión de base filosófica, que existiese junto a la religión oficialmente organizada y colaborase con ésta en los asuntos importantes, pero sin estar sujeta a la autoridad eclesiástica, y cuyo destino sería acaso sustituir al catolicismo tal como entonces se lo conocía.

En fin, que mientras los tradicionalistas como de Maistre soñaban con la vuelta de una monarquía fuerte y predicaban el ultramontanismo, y mientras los teóricos sociales que después mencionaremos pedían la extensión de la Revolución,[97] los eclécticos trataban de orientar el rumbo por en medio de esos dos extremos, proponiendo que se combinaran los diferentes elementos valiosos de las posiciones en conflicto. Hasta qué punto las actitudes políticas influían en las tesis filosóficas y hasta qué otro las ideas filosóficas ejercían alguna influencia en las convicciones políticas queda abierto, como es obvio, a la discusión. En todo caso, no es cuestión que pueda ser resuelta puramente en abstracto, sino considerando con detenimiento a cada pensador. Pero lo que parece claro es que lo que se llamó el eclecticismo expresaba una actitud que se manifestaba fuera del ámbito de la filosofía académica.

2. Royer-Collard.

Paul Royer-Collard (1763-1845) nació en Sompuis, en el departamento del Marne. En 1792 fue miembro de la Commune de París y en 1797 formó parte del Consejo de los Quinientos. Aunque no tenía mucha formación filosófica, llegó a ser profesor de filosofía en la Sorbona en 1811 y conservó el puesto hasta 1814. No veía con buenos ojos a Napoleón; pero el emperador encomió mucho la lección inaugural en que Royer-Collard atacó a Condillac. En el sentir de Napoleón, el pensamiento de Royer-Collard sería un instrumento aprovechable para desbaratar y derrotar a los ideólogos. Vencido definitivamente el emperador, fue Royer-Collard diputado por el Marne y se convirtió en uno de los mentores de los llamados “doctrinarios”, que creían que sus teorías políticas podían deducirse de principios puramente racionales.

Aparte de una lección inaugural de su curso sobre historia de la filosofía, sólo poseemos de Royer-Collard algunos fragmentos filosóficos que fueron recogidos por Jouffroy. Por lo que más se le conoce es porque introdujo en Francia la filosofía del sentido común de Thomas Reid.[98] En 1768 se había publicado en Amsterdam una traducción del Inquiry de Reíd al francés, pero recibió escasa atención. Royer-Collard introdujo a sus oyentes a la comprensión de aquella obra y después añadió algunas ideas de su propia cosecha, aunque el blanco principal de sus críticas era Condillac, en tanto que Reid se había dedicado a combatir el escepticismo de Hume.

La réplica de Reid a Hume no estaba muy bien concebida que digamos. Pero una de las distinciones que hacía era entre las ideas simples de Locke y las impresiones de Hume por un lado y la percepción por otro. Para Reid, aquellas ideas-impresiones no eran los datos positivos en que se basa el conocimiento, sino, más bien, postulados a los que se llegaba a través de un análisis de lo que realmente se da en la experiencia, que es la percepción. La percepción implica siempre un juicio o creencia natural, por ejemplo sobre la existencia de la cosa percibida. Si nos empeñamos en tomar por punto de partida impresiones subjetivas, permaneceremos encerrados en la esfera del subjetivismo. En cambio, la percepción trae ya consigo un juicio acerca de la realidad exterior. Este juicio no necesita ninguna demostración[99] y es connatural a toda la humanidad, de modo que es uno de los principios “de sentido común”.

Royer-Collard, en su ataque al sensismo de Condillac, utiliza la distinción de Reid. El desacierto lo inició Descartes al tomar por punto de partida el ego encerrado en sí y tratar de probar después la existencia real de los objetos físicos y de las demás personas. Pero Condillac completó el desarrollo del “idealismo” al reducirlo todo a las fugaces sensaciones, que son por naturaleza subjetivas. Basándose en sus premisas, fue incapaz de explicar nuestra facultad de juzgar, la cual manifiesta de un modo palmario la actividad de la mente. En la percepción va envuelto el juicio, pues quien percibe juzga de manera natural, espontánea, que hay un yo permanente y que actúa como causa, y juzga también que el objeto de la percepción dirigida hacia fuera del percipiente existe en realidad. “Sensaciones” significa, para Royer-Collard, los sentimientos de placer y de dolor. Son, claramente, experiencias subjetivas. En cambio, la percepción nos da objetos que existen independientemente de la sensación. El escéptico teorizante podrá mantener sus dudas acerca de la existencia de un yo o sujeto permanente y de los objetos físicos, reduciéndolo todo a la sensación; pero él, lo mismo que cualquier otro, actúa conforme a los juicios primitivos y naturales de que hay un yo causalmente activo y permanente y de que hay objetos físicos realmente existentes. Tales juicios pertenecen al dominio del sentido común y constituyen la base para toda operación ulterior de la razón, la cual puede desarrollar la ciencia inductiva y puede argüir hasta llegar a la existencia de Dios como última causa. No hay necesidad de ninguna autoridad sobrenatural que le revele al hombre los principios fundamentales de la religión y la moralidad. El sentido común y la razón son guías suficientes. Dicho de otra forma, rechazar el sensismo de Condillac no supone recurrir al tradicionalismo o a una Iglesia autoritaria. Hay una vía intermedia.

El pensamiento de Royer-Collard tiene algún interés en cuanto que asocia un seguir el camino intermedio en filosofía con el seguirlo en política. A juzgar, sin embargo, por los fragmentos filosóficos que nos quedan, sus teorías requerirían una clarificación que no acaban de recibir. Por ejemplo, opina Royer-Collard que el yo y su actividad causal son datos inmediatos de la conciencia o de la percepción interna. Así, en el fenómeno de la atención deliberada, yo me estoy percatando inmediatamente de mí mismo como agente causal. Podríamos esperar, por tanto, que nuestro pensador opinara también que tenemos conocimiento intuitivo de la existencia de los objetos percibidos y constancia inmediata de que en el mundo se dan relaciones causales. Pero sólo se nos dice que cada sensación es un “signo natural”[100] que, de un modo misterioso, sugiere no sólo la idea de un existente exterior a nosotros, sino también la irresistible persuasión de su realidad. Asimismo Royer-Collard supone que nuestro percatarnos del propio yo como agente causal nos induce inevitablemente a hallar actividad causal (no voluntaria) en el mundo externo. Como han hecho notar los críticos, Hume admitió explícitamente que hay en nosotros una tendencia natural, y, en la práctica, irresistible, a creer que, independientemente de nuestras impresiones o percepciones, existen en la realidad cuerpos. Él podría, pues, muy bien haber dicho que esta creencia era de sentido común. Pero aunque Hume pensaba que la validez de la creencia no era demostrable, inquirió de todos modos su génesis, mientras que a Royer-Collard se le hacen ingratas tales cuestiones y deja en dudas a su auditorio precisamente acerca de lo que está sosteniendo. Lo que está bastante claro es que rechaza la reducción del ego y del mundo externo a sensaciones y la tentativa de reconstruirlos a partir de tal base. También queda claro que insiste en la idea de que la percepción es distinta de la sensación y es un medio de superar el subjetivismo. Pero su manera de tratar el modo en que la percepción confirma la existencia del mundo externo resulta ambigua. Parece como que quiera dar lugar a una inferencia inductiva que lleve a una conclusión cuya verdad sea no sólo probable sino cierta, Pero este punto no lo ha desarrollado.

3. Cousin.

Victor Cousin (1792-1867) pertenecía a una familia de pobres artesanos avecindada en París. Cuéntase que en 1803, cuando andaba jugueteando por el arroyo, intervino en ayuda de un alumno del Lycée Charlemagne al que perseguía una pandilla de pilletes, y que, en agradecimiento, la madre de aquel muchacho decidió proveer a la educación de Cousin.[101] En el Lycée Charlemagne obtuvo Cousin todos los premios, y al terminar allí ingresó en la Ecole Nórmale. Inmediatamente de haber acabado los estudios se le nombró profesor ayudante de griego, cuando tenía veinte años. En 1815 dio clases en la Sorbona, sustituyendo a Royer-Collard, sobre la filosofía escocesa del sentido común. En la Escuela Normal había asistido a conferencias de Laromiguière[102] y de Royer-Collard; pero sus conocimientos de filosofía eran aún, por entonces, muy limitados. También lo eran, en este campo, los del mismo Royer-Collard.

Cousin se aplicó entonces a aprender algo sobre Kant, cuya doctrina pronto dominó... al menos en su propia opinión, ya que no en la de la posteridad. En 1817 fue a Alemania para conocer a los filósofos poskantianos. En esta visita se entrevistó con Hegel, y en otra que hizo en 1818 llegó a conocer a Schelling y a Jacobi. En una tercera visita a Alemania, en 1824, Cousin tuvo la oportunidad de ampliar sus conocimientos de la filosofía alemana mientras estaba en la cárcel, apresado por la policía prusiana, que sospechó que fuese un conspirador.

En 1820 fue cerrada la Escuela Normal y Cousin perdió su cátedra. Entonces se dedicó a editar las obras de Descartes y de Proclo y empezó a traducir a Platón. En 1828 se le restituyó la cátedra y, con la subida al trono de Luis Felipe, llegó por fin su gran ocasión: en 1830 era consejero de Estado, en 1832 miembro del Consejo Real y director de la Escuela Normal, en 1833 par de Francia y en 1840 ministro de Instrucción Pública. Durante sus años de gloria fue, en todos conceptos, no sólo el filósofo oficial de Francia sino también un verdadero dictador que pretendió someter a su “régimen” filosófico a todos los pensadores franceses y excluyó del claustro docente de la Sorbona a cuantos él desaprobaba, por ejemplo a Comte y a Renouvier. Pero la revolución de 1848 puso fin a la dictadura filosófica de Cousin, quien hubo de retirarse a la vida privada. Cuando tomó el poder Luis Napoleón, Cousin fue tratado como profesor emérito y recibió una pensión.

A la teoría sensista de Condillac y sus afines la llamó Cousin “sensualismo”. De ahí el título de su obra: La Philosophie sensualiste au XVIII siècl. (La filosofía sensualista en el siglo XVII., 1819). Entre otros escritos suyos mencionaremos los Fragments philosophique. (1826); Du vrai, du beau et du bie. (1837) (traducción española: De la verdad, de la belleza y del bie., Valencia 1837; aunque la traducción exacta del título sería, mejor: De lo verdadero, de lo bello y del bie.); Cours de l’histoire de la philosophie modern., 5 volúmenes (1841) y Étude. sur Pasca. (1842).

Cousin estaba convencido de que el siglo XIX necesitaba el eclecticismo. Lo necesitaba en la esfera política, en el sentido de que monarquía, aristocracia y democracia deberían funcionar como elementos complementarios en la constitución. En la esfera filosófica había llegado el tiempo oportuno para seguir sistemáticamente una orientación ecléctica, para fusionar los elementos valiosos contenidos en los diferente sistemas. El hombre mismo es un ser compuesto, y así como en el hombre es de desear que se armonicen e integren las distintas facultades y actividades, así también en la filosofía necesitamos una integración de las diferentes ideas, cada una de las cuales se presta a ser recalcada al máximo por uno u otro de los sistemas.

Según Cousin, la reflexión sobre la historia de la filosofía revela que hay cuatro tipos básicos de sistemas que son “los elementos fundamentales de toda filosofía”: [103] en primer lugar, el “sensualismo”, la filosofía “que confía exclusivamente en los sentidos”;[104] viene luego el idealismo, que halla la realidad en el ámbito del pensamiento; en tercer lugar está la filosofía del sentido común; y en cuarto lugar el misticismo, que volviéndose de espaldas a los sentidos se refugia en la interioridad. Cada uno de estos sistemas o tipos de sistema contiene algo de verdad, pero ninguno de ellos abarca la verdad toda o es únicamente verdadero. Así, por ejemplo, la filosofía de la sensación debe de expresar, obviamente, alguna verdad, puesto que la sensibilidad es un aspecto real del hombre. No es, sin embargo, el hombre entero. Por consiguiente, respecto a los tipos de sistema básicos habremos de tener cuidado de “no rechazar ninguno, ni dejarnos engañar tampoco por ninguno de ellos”.[105] Hemos de combinar los elementos verdaderos: hacerlo así es practicar el eclecticismo.

Cousin presenta el eclecticismo como la culminación de un proceso histórico. “La filosofía de un siglo resulta de todos los elementos de que se compone ese siglo.”[106] Es decir, que la filosofía es el producto de los complejos factores que componen una civilización, aunque, una vez surgida, cobra vida propia y puede ejercer influencia. El nuevo espíritu que surgió, según Cousin, al final de la Edad Media tomó primero la forma de un ataque contra el poder medieval predominante, la Iglesia, y por lo tanto apareció como una revolución religiosa.

Vino después una revolución política: “La revolución inglesa es el gran acontecimiento de finales del siglo XVIII”.[107] Ambas revoluciones expresaron el espíritu de libertad, que se manifestó después en la ciencia y en la filosofía del siglo XVIII. El espíritu de libertad de los libertinos y de los librepensadores llevó de hecho a los excesos de la Revolución francesa; pero seguidamente se dio una expresión equilibrada del mismo en un sistema político en el que se combinan los elementos de la monarquía, la aristocracia y la democracia, vale decir, en la monarquía constitucional. Está claro que la filosofía que requiere el siglo XIX es un eclecticismo que combine la independencia de la Iglesia con el rechazo del materialismo y del ateísmo. En fin, se necesita un espiritualismo ecléctico, que trascienda la filosofía de la sensación que profesó el siglo xviii y no caiga otra vez en la servil o pupilar sumisión al dogma eclesiástico.

Sería incómoda para Cousin la indicación de que se le escapa el hecho evidente de que esta especie de interpretación suya del desarrollo histórico está presuponiendo ya una filosofía, una postura definida en cuanto a los criterios de verdad y falsedad. Por mucho que nos hable, cuando a él le conviene, como si fuera un observador imparcial que juzgase la filosofía desde una tierra de nadie, lo cierto es que también admite, a veces explícitamente, que no podemos separar la verdad del error en los sistemas filosóficos sin unos criterios resultantes de la previa reflexión filosófica, y que por eso el eclecticismo “asume un sistema, parte desde un sistema”.[108]

El rechazo por Cousin del sensismo de Condillac no incluye en modo alguno un rechazo del método de observación y experimentación en filosofía, ni el de tomar por punto de partida la psicología. En su opinión, Condillac hizo un uso deficiente de la observación. Según lo vio Laromiguière, la observación nos ofrece fenómenos, tales como el de la atención activa, que son irreducibles a impresiones pasivamente recibidas. Y Maine de Biran aclaró algo, por medio de la observación, el papel activo del sujeto percipiente. Si Condillac estuvo en lo cierto al afirmar la existencia y la importancia de la sensibilidad humana, no lo estuvo menos de Biran al afirmar la existencia y la importancia de la volición, de la actividad voluntaria. Pero nosotros —insiste Cousin— nos servimos de la observación para ulteriores averiguaciones. Pues ella nos revela la facultad de la razón, que no es reducible ni a la sensación ni a la voluntad y que ve la verdad necesaria de ciertos principios básicos, tales como el principio de causalidad, que son implícitamente reconocidos por el sentido común. Por consiguiente, la psicología revela la presencia en el hombre de tres facultades, a saber: sensibilidad, voluntad y razón. Y los problemas filosóficos se reparten, por correspondencia a ellas, en tres grupos, versando respectivamente sobre lo bello, lo bueno y lo verdadero.

Para desarrollar una filosofía de la realidad hemos de salir, por descontado, de la esfera puramente psicológica. Y lo que nos capacita para hacerlo es la facultad de la razón. Pues con ayuda de los principios de sustancia y de causalidad podemos referir los fenómenos internos del esfuerzo voluntario al propio yo y las impresiones que recibimos pasivamente a un mundo externo o naturaleza. Estas dos realidades, el yo y lo no-yo, se limitan una a otra, como sostenía Fichte, y no pueden constituir la realidad ultima. Ambas deben atribuirse a la actividad creadora de Dios. Así, la razón nos capacita para emerger de la esfera subjetiva y desarrollar una ontología en la que el yo y lo no-yo se ven como referidos a la actividad causal de Dios.

Los tradicionalistas recalcaban la impotencia de la razón humana en las esferas metafísica y religiosa cuando funciona con independencia de la revelación. La Iglesia católica se pronunció en contra de esta tesis, por lo cual podría parecer que hubiese dado por buena la metafísica de Cousin. Pero ésta venía a ser un camino intermedio entre el catolicismo por un lado y el ateísmo y el agnosticismo del siglo xviii por otro. Compréndese, pues, que sus enfoques y opiniones no fuesen del todo aceptables para quienes creían que pertenecer al seno de la Iglesia era la única alternativa viable y propia frente a la infidelidad. Añádase que a Cousin se le acusó de panteísmo sobre la base de que representaba el mundo como una actualización necesaria de la vida divina. Es decir, que pensaba que Dios se manifiesta de un modo necesario en el mundo físico y en las conciencias finitas. En su opinión, el mundo le era tan necesario a Dios como Dios lo es para el mundo; y hablaba de Dios como si éste volviera sobre sí en la conciencia humana.[109] Cousin negó que tales modos de hablar entrañaran panteísmo; pero a semejante negativa le dieron poco valor unos críticos que estaban convencidos de que la filosofía tiende de suyo a la irreligiosidad. El aconsejaba, por cierto, a los filósofos que evitasen hablar de religión, entendiendo por ésta ante todo el catolicismo; pero hablaba de Dios, y a sus religiosos críticos les parecía que su forma de hablar no era conforme a lo que ellos creían ser la religión verdadera, sino que les confirmaba en sus sospechas contra la filosofía.

Como exponente de una vía media, de una política de compromiso, Cousin fue naturalmente criticado por los dos flancos. Su metafísica no era aceptable ni para los materialistas y los ateos, ni para los tradicionalistas. Sus teorías políticas no satisfacían ni a los republicanos y socialistoides, ni a los autoritarios realistas. Sus críticos más académicos le han objetado que la transición que hace de la psicología a la ontología no se justifica. En particular, Cousin no explica claramente cómo unos principios de validez universal y necesaria, aptos para fundar una ontología y una metafísica, puedan derivarse de la inspección de los datos de la conciencia. Afirma que “como fuere el método de un filósofo, tal será su sistema”, y que “la adopción de un método decide el destino de una filosofía”.[110] Aquellos críticos que tachan de incoherente el eclecticismo de Cousin es probable que convengan con él en esto, aunque añadiendo que, en su caso, brillaba por su ausencia un método bien definido.

Sin embargo, aunque al pensamiento de Cousin se le ha solido criticar en un tono de condescendiente suficiencia y hasta de desprecio, es indiscutible que supuso una notable aportación al desarrollo de la filosofía académica en Francia, especialmente quizás en el campo de la historia de la filosofía. Su tesis de que había verdad en todos los sistemas incitaba naturalmente a estudiarlos; y él dio ejemplo con sus escritos de historiador. Es demasiado fácil y simplista describirle como a un personaje que dio expresión teórica al reinado de Luís-Felipe. Es también innegable que dejó marcada su impronta en la filosofía universitaria de Francia.

4. Joujfroy.

Uno de los discípulos de Cousin fue Théodore Simon Jouffroy (1796-1842). Ingresó en 1814 en la Escuela Normal y, finalizados sus estudios, se quedó allí de ayudante hasta que, en 1833, fue nombrado profesor de filosofía antigua en el Colegio de Francia.[111] Desde 1833 fue también diputado en la Cámara. Entre sus escritos destacan dos series de ensayos filosóficos (Mélanges philosophique., 1833, y Nouveaux mélanges philosophique., 1842) y dos cursos, uno sobre la ley natural (Cours de droit nature., 2 vols., 1834-1842) y otro sobre estética (Cours d’esthétiqu., 1843). El segundo de estos cursos, publicado póstumamente, consiste en notas de sus lecciones tomadas por un oyente.

Respecto a la filosofía, o por lo menos a los sistemas filosóficos, manifiesta Jouffroy un marcado escepticismo. En 1813 cayó en la cuenta de que había perdido su fe cristiana. Es decir, se encontró con que las respuestas de los dogmas cristianos a los problemas sobre la vida y el destino humanos no eran ya válidas para él. En su sentir, la filosofía sustituiría, o al menos podría, andando el tiempo, sustituir a los dogmas cristianos para resolver unas cuestiones a las que no se podía seguir respondiendo con los autoritarios dictados de una religión que pretende contar con la revelación divina.[112] En esta materia Jouffroy era más expeditivo y tajante que Cousin, el cual, pensara lo que pensase, tendió siempre a recomendar la coexistencia de la filosofía con la religión y no a sustituir ésta por aquélla.[113] Pero aunque Jouffroy continuaba estando convencido de que cada individuo tenía, de hecho, una vocación, una tarea por realizar en la vida, no creía que nadie pudiese saber con certeza cuál era su vocación, ni tampoco que la filosofía, tal como existía, pudiese proporcionar respuestas definidas a problemas de este tipo. En su opinión, los sistemas filosóficos reflejaban los lincamientos, las ideas, las circunstancias y las necesidades históricas y sociales de sus respectivas épocas. Dicho de otro modo, los sistemas expresan verdades relativas, no absolutas. Lo mismo que la religión, pueden tener un valor pragmático; pero el sistema filosófico definitivo es un remoto ideal, no una realidad actual.

Combinaba Jouffroy su parcial escepticismo respecto a los sistemas filosóficos con la creencia de que hay unos principios de sentido común que son anteriores a la filosofía explícita y expresan la sabiduría colectiva de la raza humana. Royer-Collard y Cousin despertaron en él el interés por la filosofía escocesa del sentido común, interés que dio por fruto su traducción al francés de los Outlines of Moral Philosophy de Dugald Stewart[114] y de las obras de Reid. Reflexionando sobre la filosofía escocesa, llegó Jouffroy a la conclusión de que hay unos principios de sentido común que poseen un grado de verdad y de certeza del que no disfrutan las teorías filosóficas de los individuos.[115] Claro que estas teorías no pueden ser simples productos individuales, si las filosofías expresan el espíritu de sus épocas. Pero los principios del sentido común representan algo más permanente, la sabiduría colectiva de la humanidad o de la raza humana, a la que puede apelarse para contrarrestar la unilateralidad de un sistema filosófico. Por ejemplo, un filósofo expone un sistema materialista, en tanto que otro filósofo considera que la única realidad es el espíritu. Pues bien, el sentido común reconoce que existen ambas cosas, materia y espíritu. Por consiguiente, cabe presumir que una filosofía adecuada o universalmente verdadera habrá de ser una explicación de sentido común que se base en la sabiduría de la humanidad, más bien que en las ideas, opiniones, circunstancias y necesidades de una determinada sociedad particular.

Son bastante obvias, desde luego, las objeciones que se le pueden hacer a una distinción tan neta entre las opiniones y teorías individuales por un lado y la sabiduría colectiva de la humanidad por el otro. Así, por ejemplo, se dice que el sentido común se expresa en unas proposiciones verdaderas y evidentes por sí mismas que están en la base de la lógica y de la ética. Pero la verdad de tales principios es captada por las mentes individuales. Y en sus reflexiones psicológicas, al tratar de las facultades humanas, de su desarrollo y cooperación, Jouffroy ciertamente describe la razón como capaz de aprehender la verdad. Tal vez en cierta medida la tensión entre el individualismo y lo que, a falta de mejor término, podríamos llamar colectivismo, se superase representando al ser humano plenamente desarrollado como partícipe del sentir o sabiduría común. Pero esa tensión se sigue dando en el pensamiento de Jouffroy. Así, su manera de entender el sentido común como expresión de la solidaridad humana podía esperarse, según lo han indicado los historiadores, que influyera en sus ideas políticas orientándolas hacia el socialismo, mientras que, de hecho, él habló ocasionalmente de la sociedad como de una mera colección de individuos. Sin embargo, tal vez Jouffroy mantuviese que la integración de lo común y lo individual es un ideal hacia el que la humanidad va avanzando. En el caso de la filosofía, de todos modos, creía él que la divergencia entre los sistemas unilaterales y el sentido común llegaría por fin alguna vez a superarse. Y parece haber pensado también que el nacionalismo iba en camino de dar paso al internacionalismo como expresión de la fraternidad humana.

Hemos visto que Cousin trataba de fundamentar la ontología en la psicología. Jouffroy no le siguió en esto, sino que insistió en que la psicología debía quedar suelta de la metafísica y debía estudiarse con el mismo desapego científico con que se estudia la física. Al mismo tiempo, recalcó la distinción entre la psicología y las ciencias de la naturaleza.[116] Cuando el físico observa una serie o un conjunto de fenómenos, no se pregunta simultáneamente por la causa o las causas de los mismos. Requiérese un ulterior inquirir. En cambio, en la observación íntima o percepción, la causa, es decir, el propio yo, es un dato. Esto tal vez parezca una incursión en la metafísica; sin embargo, diríase que Jouffroy, más bien que a un alma sustancial, se está refiriendo, de un modo que recuerda el de Maine de Biran, al yo que se percata de sí mismo en la conciencia o apercepción.

En sus disertaciones sobre la ley natural dedicó largamente Jouffroy su atención a los temas éticos. El bien y el mal son en cierto sentido relativos. Pues cada hombre tiene su propia vocación en la vida, su cometido particular; y son buenas aquellas acciones que contribuyen al cumplimiento de esta vocación o tarea, y malas las que no se compadecen con tal cumplimiento. Cabe sostener, por tanto, que el bien y el mal son relativos a la autorrealizadón del individuo humano. Mas esto no es todo lo que aquí puede decirse. Subyacentes a cualesquiera códigos y sistemas legales están los principios básicos que pertenecen al sentido común. Además parece que Jouffroy considera que todas las vocaciones individuales contribuyen al desenvolvimiento de un común orden moral. Y si un ideal moral unificado no puede realizarse plenamente en esta vida, quizá sea cierto que habrá de realizarse en otra.