Capítulo XVI
EL EXISTENCIALISMO DE SARTRE (I)

1. Vida y escritos.

En su popular disertación El existencialismo es un humanismo informa Sartre a su público de que hay dos clases de existencialismo, el cristiano y el ateo. Como representantes del existencialismo cristiano menciona a “Jaspers y a Gabriel Marcel, de confesión católica”,[915] y como representantes del ateo a Heidegger y a sí mismo. Lo cierto es que Karl Jaspers no era católico y, por lo demás, vino a preferir que a su filosofía se la designara de otro modo que como “filosofía de la existencia” (Existenzphilosophi.). Gabriel Marcel sí que fue católico; pero, según lo hemos hecho ya notar, repudió eventualmente la etiqueta de “existencialista”. En cuanto a Heidegger, declaró de modo explícito no tener nada en común con Sartre; y aunque ciertamente no fuera cristiano, tampoco le agradaba que se le considerase ateo. Así pues, aunque los libros sobre el existencialismo suelen ocuparse de todos estos filósofos que nombra Sartre, y a menudo también de otros, en lo que concierne a la decidida aceptación del cartel de “existencialista” parece ser que hemos de quedarnos únicamente con el propio Sartre, que se ha presentado como tal y ha expuesto lo que él juzga que es la doctrina esencial del existencialismo.

Tal vez resulte, por tanto, un poco desconcertante oír a Sartre decirnos, en años más recientes, que el marxismo es la única filosofía viva de nuestro tiempo. Pero de ello no se sigue que Sartre haya vuelto la espalda definitivamente al existencialismo y se haya convertido al marxismo. Como se explicará en el capítulo siguiente, lo que propugna es una fusión de los dos, un rejuvenecimiento del anquilosado marxismo mediante una inyección de existencialismo. El presente capítulo lo dedicaremos a exponer el existencialismo de Sartre en cuanto tal, según lo desarrolló en El ser y la nada y en otros escritos anteriores a su entrega a la tarea de fusionar sistemáticamente el existencialismo y el marxismo.

En el mundo de la filosofía hay también modas, y éstas cambian, y la del existencialismo ha pasado ya: actualmente ha dejado de estar en boga. Por otra parte, como Sartre ha publicado un número considerable de novelas y piezas de teatro que han hecho famoso su nombre entre mucha gente no muy inclinada a leer obras filosóficas, nada tiene de extraño que se tienda a verle como a un literato más bien que como a un grave filósofo. Hasta se ha dicho a veces, aunque sin razón, que todas sus ideas filosóficas las toma de otros pensadores, especialmente de algunos alemanes. Y su prolongado “flirtear” con el marxismo, que culmina en su intento de combinarlo con el existencialismo, quizás haya contribuido a aumentar esta impresión. Pero aunque tal vez a Sartre le sobrestimaran como filósofo sus fervientes admiradores de antaño, también cabe que se le infraestime. El hecho de que sea novelista, dramaturgo y polémico defensor de causas político-sociales no quiere decir que no sea, al mismo tiempo, un pensador serio y capaz. Podrá habérsele visto escribir en los cafés parisinos, pero esto no quita que sea, como lo es ciertamente, un hombre inteligentísimo, ni que su filosofía tenga importancia, por más qué ya no esté tan de moda entre los franceses como lo estuvo hace algún tiempo. El que aquí nos concierne es el Sartre filósofo, no el dramaturgo ni el novelista.

Jean-Paul Sartre nació en París en 1905.[916] Hizo sus estudios superiores en la Escuela Normal, de 1924 a 1928. Tras obtener la agrégation de filosofía enseñó filosofía en liceos en Le Havre, Laon y por último en París. De 1933 a 1935 siguió cursos de especialización primero en Berlín y después en la: Universidad de Friburgo, terminados los cuales pasó a enseñar en el Lycée Condorcet de París. En 1939 se incorporó al ejército francés y en 1940 fue hecho prisionero. Liberado en 1941, volvió a enseñar filosofía y participó también activamente en el movimiento de la Resistencia. Sartre no ha ocupado nunca una cátedra universitaria.

A escribir había empezado ya antes de la guerra. En 1936 publicó un ensayo sobre el ego[917] y una obra sobre la imaginación,[918] y en 1938 su famosa novela La náuse..[919] En 1939 dio a las prensas una obra sobre las emociones, Esquisse d’une théorie des émotion.,[920] y varios relatos recogidos bajo el título de Le mu..[921] Durante la guerra, en 1940, publicó Sartre un segundo libro sobre la imaginación, L’imaginaire: psychologie phénoménologique de l’imaginatio. (Lo imaginario: psicología fenomenológica de la imaginació.),[922] y su más famoso escrito filosófico: L’être et le néant: essai d’une ontologie phénoménologiqu. (El ser y la nada: ensayo de una ontología fenomenológic.) apareció en 1943.[923] Su obra de teatro Les mouche. (Las mosca.)[924] fue representada el mismo año. Los dos primeros volúmenes de su novela Les chemins de la liberté (Los caminos de la liberta.) vieron la luz en 1945,[925] como también la conocidísima pieza teatral Huis clos.[926] Otras dos obras escénicas aparecieron en 1946, el año en que publicó Sartre la disertación que mencionamos más arriba[927] y también sus Réflexions sur la question juiv..[928]

En años subsiguientes ha ido publicando Sartre un número considerable de obras de teatro, y en 1947, 1948, 1949 y 1964 han aparecido unas series de ensayos suyos reunidos bajo el título de Situation..[929]

Sartre fue uno de los fundadores, en 1945, de la revista Les temps moderne., y varios de sus escritos han visto la luz en ella, por ejemplo sus artículos de 1952 sobre el comunismo. Su tentativa de combinar el existencialismo con el marxismo dio por fruto, en 1960, el primer volumen de la Critique de la raison dialectiqu. (Crítica de la razón dialéctic.).[930] Sartre ha publicado también una introducción a las obras de Jean Genet, Saint Genet: comédien et marty..[931]

2. Conciencia prerreflexiva y conciencia reflexiva; el imaginar y la conciencia emotiva.

En uno de sus ensayos hace notar Sartre que los franceses llevan tres siglos viviendo de la “libertad cartesiana”, es decir, con una idea cartesiana, intelectualista, de la naturaleza de la libertad.[932] Sea lo que fuere de ello, no parece muy exagerado asegurar que la sombra de Descartes se extiende por toda la filosofía francesa, si no en el sentido de que todos los filósofos franceses hayan de ser cartesianos, sí en el de que en muchos casos su filosofar personal comienza por un proceso de reflexión en el que se toman posiciones a favor o en contra de las ideas del más prominente filósofo francés. Esta clase de influencia se da desde luego en Sartre. Pero también ha sido muy influido por Hegel, Husserl y Heidegger. Y hay que reconocer que no es más discípulo de cualquiera de estos filósofos alemanes que lo que pueda serlo de Descartes o de los sucesores de éste. La influencia de Heidegger, por ejemplo, es bastante clara en El ser y la nada, aun cuando Sartre critica aquí a menudo al pensador alemán, y éste, a su vez, no ha querido que se le asocie al existencialismo sartriano. Desde un punto de vista académico,[933] Sartre ha desarrollado su pensamiento, en parte, reflexionando sobre los métodos y las ideas de Descartes, Hegel, Husserl y Heidegger, mientras que, en cambio, el empirismo británico apenas lo tiene en cuenta,[934] y el materialismo, al menos en sus versiones no marxistas, no es una filosofía que parezca decirle gran cosa.

La influencia del trasfondo constituido por el cartesianismo y la fenomenología se hace sentir no sólo en el ensayo de Sartre de 1936 sobre el ego, sino también en sus obras sobre la imaginación y la emoción, así como en la atención que presta a la conciencia en la introducción a El ser y la nada. Al mismo tiempo, Sartre pone en claro las diferencias entre su posición y las de Descartes y Husserl. Para Sartre el dato básico es lo que llama él la conciencia prerreflexiva, el mero percatamos, por ejemplo, de esta mesa, ese libro o aquel árbol. Descartes, en su Cogito, ergo sum, no comienza con la conciencia prerreflexiva sino con la conciencia reflexiva, que expresa un acto por el que el yo se constituye como objeto. Y así se enreda en el problema de cómo pasar de ese yo autoencerrado, objeto de la conciencia, a una legítima afirmación de la existencia de objetos externos y de otros yos, de otras personas. Este problema no se plantea si vamos, más allá de la conciencia reflexiva, a la conciencia prerreflexiva, la cual es “trascendente”, en el sentido de que pone su objeto como trascendiéndola, como aquello hacia lo que ella apunta.[935] “Toda conciencia, según lo ha mostrado Husserl, es conciencia de algo. Esto significa que no hay conciencia que no sea la posición de un objeto trascendente, o, si se prefiere, que la conciencia no tiene ningún ‘contenido’.”[936] Supóngase, por ejemplo, que soy consciente de esta mesa. La mesa no está en mi conciencia como un contenido. Y al “intencionarla” yo la pongo como trascendente y no como inmanente a mi conciencia. Por lo tanto, el recurso de Husserl de meter entre paréntesis la existencia y tratar todos los objetos de la conciencia como puramente inmanentes a ella, suspendiendo por principio cualquier juicio acerca de su referencia objetiva, es, en este caso, desaconsejable. En cuanto concierne a la percepción, el objeto de la conciencia se pone como trascendente y como existente. Al percibir yo esta mesa, es la mesa misma, y no una representación mental de ella, el objeto del acto intencional; y es puesta como existiendo. Sartre, pues, sigue a Heidegger en el rechazar la pretensión de Husserl de que la epokhé o puesta entre paréntesis de la existencia es esencial para la fenomenología.[937]

Sartre no quiere decir, ni mucho menos, que nunca nos equivocamos acerca de la naturaleza del objeto. Supóngase, por ejemplo, que a la media luz del crepúsculo creo ver a un hombre en el bosque donde en realidad sólo hay el tronco de un árbol. Es evidente que he cometido un error. Pero éste no consiste en que haya confundido yo una cosa real, cual es el tronco de un árbol, con un contenido mental, con la representación psíquica de un hombre, que fuese el contenido de la conciencia. Yo percibí un objeto, poniéndolo como trascendente; pero entendí mal o interpreté mal su naturaleza. Es decir, hice un juicio erróneo sobre un objeto real.

¿Qué ocurre entonces con las imágenes y la imaginación? La imaginación es una forma de la conciencia, es intencional. Tiene sus propias características: “Toda conciencia pone su objeto, pero cada una hace esto a su propio modo”.[938] La percepción pone su objeto como existente; pero la conciencia imaginante, expresión de la libertad de la mente, puede funcionar de varias maneras. Por ejemplo, puede poner su objeto como no-existente. Sin embargo, lo que más le interesa a Sartre defender es que, así como la percepción “intenciona” un objeto puesto como trascendente y no un contenido mental que haga las veces del objeto extramental, así también la conciencia imaginante “intenciona” un objeto que no es la imagen en cuanto tal imagen. Naturalmente que uno puede reflexionar sobre la conciencia imaginante directa y decir, sin cuidarse de que sea o no apropiado: “Tengo una imagen”. Pero en la misma conciencia imaginante directa no es la imagen el objeto intencional, sino una relación entre la conciencia y su objeto. Como más fácilmente se entiende lo que Sartre quiere decir es suponiendo el caso de que a un amigo mío, llamémosle Pedro, me lo imagine presente cuando en realidad está ausente. El objeto de mi conciencia es Pedro mismo, el Pedro real; pero yo me lo imagino como presente, siendo mi imagen o representación de él tan sólo un medio de relacionarme yo mismo ahora con Pedro o de hacérmele presente. Claro está que la reflexión puede distinguir entre la imagen y la realidad; pero la actual conciencia imaginante directa intenciona o tiene por objeto suyo a Pedro mismo. Es “la conciencia imaginativa de Pedro”.[939] Cabe objetar que una interpretación así resulta bien en casos como el de este ejemplo, pero es difícilmente aplicable a otros en los que la conciencia imaginante crea libremente un irreal anti-mundo o, como dice Sartre, objetos fantásticos que representan un escape del mundo real, una negación de éste.[940] En tales casos la conciencia ¿no intenciona la imagen o las imágenes? Para Sartre es en todo caso la conciencia reflexiva la que, mediante la reflexión, constituye la imagen como tal. Para la conciencia imaginante actual la imagen es el modo de poner ella como no existente un objeto irreal. La conciencia imaginante no pone la imagen como imagen (esto lo hace la reflexión); la conciencia imaginante pone objetos irreales. Sartre está dispuesto a decir que este “mundo” irreal existe “como irreal, como inactivo”;[941] ahora bien, lo que se pone como inexistente es obvio que “existe” sólo en tanto que puesto. Si examinamos una obra de ficción, vemos que su irreal mundo “existe” sólo por, y en, el acto del ponerlo; pero en la conciencia actual o directa la atención se dirige a ese mundo, a los dichos y hechos de las personas imaginadas, no a las imágenes en cuanto imágenes, es decir, en cuanto entidades psíquicas o de la mente.[942]

En su libro sobre las emociones insiste Sartre en la intencionalidad de la conciencia emocional o emotiva. “La conciencia emocional es primeramente conciencia del mundo.”[943] Como la conciencia imaginante, tiene también sus propias características. Por ejemplo, el modo emotivo de aprehender el mundo es “una transformación del mundo”,[944] la sustitución, aunque no desde luego una sustitución efectiva, del mundo de la causalidad determinista por un mundo mágico. Pero es siempre intencional. El hombre que tiene miedo lo tiene de algo o de alguien. Otros tal vez, piensen que no hay ningún fundamento objetivo para su miedo. Y acaso ese mismo hombre, reflexionando después, diga que “al fin y al cabo, no había nada de qué tener miedo”. Pero, si sintió auténtico miedo, su conciencia afectiva o emotiva directa aprehendió ciertamente a alguien o algo, aun cuando vagamente concebido. “La emoción es una determinada manera de aprehender el mundo”;[945] y el que a las cosas y a las personas se les pueda revestir con cualidades que no poseen, o el que atribuyamos una significación maligna a la expresión o a las palabras o acciones de una persona, no altera este hecho. La proyección de significancia emotiva sobre una cosa o sobre una persona implica claramente el intencionalizar esa cosa o esa persona como objeto de conciencia. En L’imaginair. recalca Sartre este punto básico. Sentir odio a Pablo es “la conciencia de Pablo como odioso”;[946] no es conciencia del odio, pues esto pertenece a la conciencia reflexiva. El tema de la emoción se trata también en varias secciones de El ser y la nad..

Hemos visto que Sartre insiste en distinguir entre la conciencia prerreflexiva y la conciencia reflexiva. Amar a Pedro, por ejemplo, no es el mismo acto que pensar que amo a Pedro. En el primer caso el objeto intencional es el mismo Pedro, mientras que en el segundo el objeto intencional es yo-amando-a-Pedro. Plantéase, pues, la cuestión de si Sartre confina o no la autoconciencia al nivel de la reflexión, de suerte que, en el supuesto afirmativo, considere que la conciencia prerreflexiva o directa no va acompañada de autoconciencia. Para responder a esta cuestión podemos volver al ensayo de 1936 sobre la trascendencia del ego.

En este ensayo afirma Sartre que “el modo de existencia de la conciencia es ser consciente de sí misma”.[947] Y, si tomamos esta afirmación tal como suena, parece seguirse que la autoconciencia pertenece a la conciencia prerreflexiva. Pero Sartre añade inmediatamente que la conciencia es conciencia de sí en tanto en cuanto es conciencia de un objeto trascendente. En el caso de la conciencia prerreflexiva esto quiere decir que mi conciencia de, por ejemplo, una mesa va inseparablemente acompañada de la conciencia de sí (es y tiene que ser, por así decirlo, conciencia consciente), pero la “autoconciencia” que es un rasgo esencial de la conciencia prerreflexiva es, en la jerga de Sartre, no-posicional o no-tética respecto al yo. Quizás otro ejemplo aporte más claridad: Supongamos que estoy absorto en la contemplación de una esplendorosa puesta de sol. Mi conciencia está enteramente dirigida hacia el objeto intencional; en esta conciencia no hay cabida alguna para el ego, para mi yo. En el sentido ordinario del término no hay, pues, autoconciencia, ya que el ego no es puesto como objeto. El ponerse del ego acaece al nivel de la reflexión. Al nivel de la conciencia prerreflexiva sólo se pone como objeto la puesta del sol. Cuando convierto la conciencia de la puesta del sol en objeto intencional, entonces es puesto el ego. O sea, entonces surge “mi yo” como objeto para la conciencia (reflexiva).

Así pues, para la fenomenología el dato básico es, según Sartre, la conciencia prerreflexiva, en la que no aparece el ego de la conciencia reflexiva. Pero, naturalmente, no podemos pensar o hablar de la conciencia prerreflexiva sin objetivarla, sin convertirla en un objeto intencional. Y en esta conciencia reflexiva el yo y el mundo son puestos como correlativos el uno al otro. El ego es ese “yo mismo”, que se pone como la unidad a la que se atribuyen todos mis estados de conciencia, mi experiencia y mis acciones y también como el sujeto de la conciencia, como en “yo mismo imaginando a Pedro” o “yo mismo amando a María”. El mundo es puesto como la unidad ideal de todos los objetos de la conciencia. Queda excluido o suprimido el yo trascendental de Husserl; y Sartre piensa que así puede él evitar el incurrir, como Husserl, en idealismo.[948] Este planteamiento le permite también evitar el problema que es para Descartes el tener que probar la existencia del mundo externo. Para la conciencia reflexiva el yo y el mundo surgen en correlación, como el sujeto en relación a su objeto trascendente, Aislar al sujeto y tratarlo como si fuese un dato aparte es cometer un error. No hemos de inferir el mundo a partir del yo, ni tampoco el yo a partir del mundo: los dos se dan juntos, en correlación.

Todo esto quizá parezca muy ajeno a cuanto solemos asociar con el existencialismo. Pero a Sartre le proporciona una base realista: el yo en relación a su objeto trascendente. Por otro lado, aunque el yo no es creado por su objeto, como tampoco el objeto es creado por el yo (pues los dos se ponen a la vez en correlación), el yo es algo derivado, que sólo le consta a la conciencia reflexiva, o sea, a la conciencia que reflexiona sobre la conciencia prerreflexiva. El yo emerge o es hecho aparecer, sacándole del trasfondo de la conciencia inmediata o directa, como un polo de la conciencia. Así se abre camino Sartre para analizar el yo como algo derivado y fugaz. Más aún, poniéndose el yo como el punto unificador y la fuente de todas las experiencias propias, de todos los estados y acciones del hombre, le es posible a éste tratar de ocultarse a sí mismo la ilimitada libertad o espontaneidad de la conciencia y refugiarse en la idea de un yo estable que asegure una regularidad de la conducta. Temeroso de la libertad sin límites, el hombre procurará eludir su responsabilidad atribuyendo sus acciones a la determinante causalidad del pasado precipitada, por así decirlo, en el ego. Y, al hacerlo así, procede “de mala fe”, tema en el que a Sartre le gusta insistir.

Donde mejor pueden examinarse estas ideas es en el contexto del análisis que hace Sartre del sujeto autoconsciente y del ser en El ser y la nad.. Un análisis ciertamente complicado. Pero, ya que a Sartre se le conoce tanto como dramaturgo y novelista, conviene aclarar que como filósofo es serio y sistemático y no un simple aficionado. Sin que esto signifiqué tampoco que haya creado un sistema como el de Spinoza, con la matemática por modelo. La filosofía existencia-lista sartriana puede verse como el desarrollo sistemático de unas cuantas ideas básicas de su autor. No es, ciertamente, una mera yuxtaposición de apuntes impresionistas.

3. Ser fenoménico y ser en-sí.

Como queda dicho, la conciencia es, según Sartre, conciencia de algo, de algo distinto de sí misma y, en este sentido, trascendente. El objeto trascendente aparece a, o para, la conciencia, y, así, puede ser descrito como fenómeno. Pero sería equivocado interpretar esta descripción como si significara que el objeto fenoménico es la apariencia de una subyacente realidad o esencia que no aparece. La mesa de la que ahora soy yo consciente o me percato mientras estoy sentado ante ella no es la apariencia de un oculto noúmenon o de una realidad distinta de ella. “El ser fenoménico se manifiesta él mismo, manifiesta su esencia tanto como su existencia.”[949] Por otra parte, es obvio que la mesa es más que lo que aparece ante mí aquí y ahora en un determinado acto de percatación o conciencia. Pues bien, si no hay tal cosa como una realidad oculta o inaparente de la que la mesa fenoménica sea la apariencia, y si al mismo tiempo no puede identificarse simplemente la mesa con una apariencia o manifestación individual, habrá de identificársela con la serie de sus manifestaciones. Pero a la serie de sus posibles manifestaciones o apariencias no podemos nosotros asignarle un número finito. Dicho de otro modo, aun cuando rechacemos el dualismo de apariencia y realidad e identifiquemos una cosa con la totalidad de sus apariencias, no podemos contentarnos con declarar, con Berkeley, que ser es ser percibido. “El ser de lo que aparece no existe sólo en tanto en cuanto que aparece”.[950] Rebasa el conocimiento que nosotros tenemos de él y es, por ende, transfenoménico. Y así, según Sartre, queda abierto el camino para inquirir por el ser transfenoménico del fenómeno.

Si preguntamos qué es en sí mismo el ser, tal como se revela a la conciencia, la respuesta de Sartre nos trae a las mientes la filosofía de Parménides: “El ser es. El ser es en sí. El ser es lo que es”.[951] El ser es opaco, macizo: es simplemente, Como fundamento del existente, no puede ser negado. Estas observaciones, en sí mismas, quizá resulten un poco desconcertantes. Consideremos, en cambio, una mesa: está ahí, aparte de las demás cosas, como mesa que es y no como otra cosa alguna, como apta para tal fin y no para tal otro, y así sucesivamente. Pero a la conciencia se le aparece como una mesa precisamente porque los seres humanos le dan un significado, un sentido, la intencionan de un determinado modo. Es decir, la conciencia hace que eso aparezca como una mesa. Si decido colocar sobre ella mis libros y papeles o poner sobre ella comida, es obvio que aparece ante todo como una mesa, un instrumento para cumplir ciertos fines. En otras circunstancias podría aparecérsele a la conciencia (o, más bien, ser hecha aparecer por la conciencia) ante todo como madera para el fuego, o como parapeto u objeto sólido apto para taparme con él y defenderme de un ataque, o como objeto bello o feo. Tiene un determinado sentido o significado en su relación a la conciencia. De lo cual no se sigue, empero, que la conciencia cree el objeto. Este, indudablemente, es o existe. Y es lo que es. Pero adquiere un significado instrumental, que viene a constituirlo como desde su trasfondo en tal cosa y no en tal otra, solamente en relación a la conciencia. En general, el mundo, considerado como un sistema de cosas interrelacionadas con significación instrumental, es hecho aparecer por y para la conciencia. En su teoría del conferir sentido a las cosas en términos de perspectivas y fines, Sartre se inspira en Martin Heidegger. Y al desarrollar su teoría acerca de cómo se hace esto cuestiona la dialéctica hegeliana del ser y del no-ser. Para Sartre el ser en-sí es lógicamente anterior al no-ser y no se le puede identificar con éste; pero la mesa, por ejemplo, es constituida como mesa mediante una negación. Es una mesa y no cualquier otra cosa. Toda diferenciación dentro del ser es debida a la conciencia, que hace que algo aparezca diferenciándolo de su trasfondo y, en este sentido, negando el trasfondo. Y lo mismo se diga de las relaciones espaciales y temporales: una cosa aparece como “cercana” o “lejana” respecto a una conciencia que compara y relaciona. Parecidamente, es para la conciencia para la que este evento aparece como ocurriendo “después de” aquel otro evento. Asimismo, la distinción aristotélica entre potencia y acto sólo se produce por y para la conciencia. Es en relación a la conciencia, por ejemplo, el que la mesa sea potencialmente madera para el fuego. Aparte de la conciencia, no es más que lo que es.

En fin, para la conciencia aparece el mundo como un sistema inteligible de cosas distintas e interrelacionadas. Si abstraemos todo lo que es debido a la actividad de la conciencia en el hacer que aparezca el mundo, nos queda sólo el ser-en-sí (Ven-so., lo en sí), opaco, macizo, indiferenciado, el nebuloso trasfondo, por así decirlo, fuera del cual es hecho aparecer el mundo. Ese ser-en-sí, nos asegura Sartre, ultima y simplemente es. “Sin razón, sin causa y sin necesidad”: es.[952] De lo cual no se sigue que el ser sea causa de sí mismo (causa sui). Pues ésta es una noción sin sentido. El ser simplemente es. Y así el ser es gratuito o “de más” (ide tro.), como dice Sartre en su novela La náusea.[953] En esta obra Roquentin, sentado en el jardín público de Bounville, tiene la impresión de que es totalmente gratuito o superfluo el ser de las cosas que le rodean y el suyo mismo: que no hay razón ninguna para su ser. “Existir es simplemente estar ahí.”[954] En sí mismo el ser es contingente, y esta contingencia no es un “aspecto externo”, en el sentido de que se la pueda pasar por alto explicándola por referencia a un ser necesario. El ser no es derivable ni reducible. Simplemente es. La contingencia es “el absoluto mismo y, por lo tanto, perfectamente gratuito”.[955] “Increado, sin razón de ser, sin relación a ningún otro ser, el ser-en-sí es gratuito por toda la eternidad.”[956]

Desde luego que está bastante claro que hay distintos puntos de vista y que las cosas pueden parecerles diferentes a las diversas personas, Y cabe que hagamos con algún sentido la afirmación de que es la conciencia la que hace que las cosas aparezcan de determinados modos o bajo ciertos aspectos. Para el montañero o para el que quiera serlo la montaña aparece como poseedora de ciertas características, mientras que para cualquier otro individuo que no tenga la intención o no esté tratando ya de escalarla sino que la esté contemplando estéticamente desde lejos esa misma montaña presentará, sin duda, otras características. Y si uno desea decir que cada conciencia hace que el objeto aparezca de cierto modo o con determinados aspectos a base de negar otros aspectos o de relegarlos a un impreciso trasfondo, esta forma de hablar resulta comprensible, aunque un tanto rebuscada. Asimismo, en la medida en que los seres humanos tienen intereses y propósitos comunes, las cosas aparecen a sus ojos de maneras similares. No es absurdo decir que los seres humanos conferimos significados a las cosas, especialmente si el significado es instrumental. Pero Sartre lleva este pensamiento más allá del límite hasta el que mucha gente estaría dispuesta a acompañarle. Por ejemplo, ya hemos hecho notar que, en su opinión, las distinciones entre cosas son debidas a la conciencia, puesto que son debidas al acto de distinguir (a la negación, dicho en terminología sartriana, al acto de negar que esto sea aquello). Evidentemente en un sentido esto es cierto: en el de que sin conciencia no se puede distinguir. Pero, al mismo tiempo, serían seguramente mayoría quienes estarían dispuestos a sostener que nuestra mente no tiene por qué señalar forzosamente distinciones en lo que carezca de ellas, y puede, en cambio, reconocer las distinciones que sean objetivas, Y si Sartre no está de acuerdo en esto, resulta difícil evitar la impresión de que si él procura estirar la línea de su pensamiento cuanto le sea posible con tal de no incurrir en lo que él mismo suele tachar de idealismo, procede así para presentar el ser-en-sí del modo como lo presenta. No es que vayamos a negar que pueda darse efectivamente el tipo de impresión o experiencia que figura tener Roquentin en los jardines de Bouville. Pero de ello no se sigue, ni mucho menos, que Sartre pueda sacar legítimamente, de una impresión como esa, las conclusiones ontológicas que de hecho saca. Cierto que en El ser y la nada arguye que el preguntar por qué hay ser es un preguntar sin sentido, pues presupone ya el ser.[957] Pero al decir esto es obvio que no puede estarse refiriendo a los seres, puesto que antes había dicho que es la conciencia la que hace que los seres aparezcan como tales, como distintos. Presumiblemente lo que quiere decir es que carece de sentido el preguntar por qué hay ser, puesto que el ser, el existir, ha declarado él que está de trop: “de más”. Podría haber suscitado dificultades respecto a las presuposiciones que implica el uso de la palabra “por qué”, Pero lo que en realidad hace es desaprobar la pregunta de “por qué hay ser” achacando que ya presupone el ser. Y no se ve nada claro cómo pueda desaprobarse con tal fundamento la pregunta, a menos que el ser en cuestión se entienda en el sentido del ser transfenomenal y último, es decir, como el Absoluto. Lo cierto es que Sartre arguye contra otras doctrinas. Más adelante diremos algo sobre su crítica del teísmo. Pero su propia postura parece ser el resultado de un pensar aparte o abstraer de todo en el objeto que él considera que es debido a la conciencia y después declarar que el resto es el Absoluto, l’en-soi opaco y, en sí mismo, ininteligible.

4. El ser para-sí.

El concepto del “en-sí” (l’en-so.) es uno de los dos conceptos clave de El ser y la nada. El otro concepto clave es el de la conciencia, “el para-sí” (le pour-so.). Y no tiene por qué sorprender que la mayor parte de la obra esté dedicada a este segundo tema. Porque si el ser-en-sí es opaco, macizo, idéntico a sí mismo, obviamente poco es lo que acerca de él puede decirse. Además, como existencialista, Sartre se interesa ante todo por el hombre o, según prefiere expresarlo, por la realidad humana. Insiste en la libertad humana, que es esencial para su filosofía; y su teoría de la libertad está basada en su análisis del “para-sí”.

Una vez más, toda conciencia es conciencia de algo. ¿De qué? Del ser tal como éste aparece. Por lo tanto, parece seguirse que la conciencia ha de ser distinta del ser, es decir no-ser, y que ha de surgir mediante una negación o anulación del ser-en-sí. Sartre es explícito a este respecto. El ser-en-sí es denso, macizo, pleno. El en-sí no alberga a la nada. La conciencia es aquello por lo que se introduce la negación, anulación o “neantización”. Por su naturaleza misma la conciencia entraña o es distanciamiento o separación respecto al ser, aunque si se pregunta qué es lo que la separa del ser, la respuesta no puede ser otra que “nada”. Pues no hay ninguna entidad que intervenga para separarla. La conciencia es de suyo no-ser, y su actividad, según Sartre, es un proceso de nihilización, de “neantización”. Cuando yo me percato de este trozo de papel, me distancio del mismo, niego que yo sea el papel; y hago que el papel aparezca, que se destaque de su trasfondo, negando que sea cualquier otra cosa, anulando, nihilizando los demás fenómenos. “El ser por el que la nada se introduce en el mundo es un ser en el que, en su propia entidad, se cuestiona la nada de su ser; el ser por el que la nada entra en el mundo ha de ser su propia nada.”[958] “El hombre es el ser por el que la nada viene al mundo.”[959]

Evidentemente el lenguaje empleado por Sartre se presta a muchas objeciones. Dice Sartre que la conciencia es su propia nada; pero también se refiere a la conciencia como a un ser que es en verdad existente, puesto que la describe como ejerciendo la actividad a ella atribuida. No se hace muy difícil comprender qué quiere decir Sartre al asignar a la conciencia un proceso de nihilización. Si en una galería fijo mi atención en un determinado cuadro, relego los demás a un impreciso trasfondo. Pero con el mismo o mayor derecho podría recalcarse la actividad positiva que implica el acto intencional.[960] En cambio, si supongo que el ser es en sí lo que Sartre dice que es, y si al ser se le hace aparecer como el objeto de la conciencia, entonces puede que la conciencia del ser haya de entrañar la distanciación o separación de que él habla, y en este sentido implique el no-ser. Si ponemos objeciones al lenguaje, y bien podemos ponérselas, haríamos mejor examinando las premisas que conducen a su empleo.

¿Cómo surge la conciencia? Cuesta trabajo entender cómo el ser-en-sí, suponiendo que sea según Sartre lo describe, pueda dar origen a cosa alguna, ni siquiera a su propia negación. E igualmente difícil se hace, si no más, comprender cómo pueda la conciencia autooriginarse, cual causa sui. En cuanto al yo-sujeto, éste surge, como hemos visto, no al nivel de la conciencia prerreflexiva sino al de la conciencia reflexiva. Viene al ser mediante la reflexión de la conciencia sobre sí misma, y es hecho aparecer así como objeto. En este caso no hay ningún yo trascendental que pueda dar origen a la conciencia. Pero es un hecho indudable que la conciencia ha surgido. Y Sartre la presenta figuradamente como surgiendo a través de una fisura o grieta que se produce en el ser, de un rompimiento cuyo resultado es la distanciación esencial a la conciencia.

Me parece a mí que en realidad no es nada clara la explicación del origen de la conciencia que nos ofrece Sartre. Sin embargo, admitiendo que surja al producirse una fisura o un hueco en el ser-en-sí, habrá de salir de un modo u otro fuera del ser, aunque sea mediante un proceso de negación, y será, por tanto, algo derivado. Según hemos visto, Sartre excluye la cuestión de “¿por qué hay ser?” Pero en cambio pregunta “¿por qué hay conciencia?” Cierto que relega las hipótesis explicativas a la esfera de la “metafísica” y dice que la “ontología” fenomenológica no puede responder a esta cuestión. Pero se aventura a sugerir que “todo ocurre como si el en-sí, en un proyecto de fundarse, se transformara en el para-sí”.[961] Cómo pueda tener el en-sí tal proyecto, no queda muy claro. Pero la imagen es la del Absoluto, ser-en-sí, sufriendo un proceso o realizando un acto de autodesgarramiento por el que se origina la conciencia. Es como si el ser-en-sí tratara de tomar la forma de conciencia sin dejar de seguir siendo en-sí. Mas esta aspiración no puede ser nunca satisfecha. Porque la conciencia existe sólo mediante una continua separación o distanciación del ser, una continua secreción de la nada que la separa de su objeto. El ser-en-sí y la conciencia no pueden estar unidos en uno. Sólo pueden unirse por el recaer del para-sí en el en-sí y su dejar de ser para-sí. La conciencia solamente existe por un proceso de negación o “neantización”. Es una relación al ser, pero es distinta del ser. Surgiendo del ser-en-sí por un proceso de autodesgarramiento en el ser, hace que aparezcan los seres (un mundo).

5. La libertad del ser para-sí.

El ser-en-sí, macizo, opaco y sin conciencia, obviamente no es libre. En cambio, el para-sí, como separado del ser (aunque por la nada), no puede ser determinado por el ser; se escapa de la determinación del ser-en-sí y es esencialmente libre. La libertad, según Sartre, no es una propiedad de la naturaleza o esencia humana. Pertenece a la estructura del ser consciente. “Lo que llamamos libertad es, pues, imposible distinguirlo del ser de la ‘realidad humana’.”[962] Es que, en contraste con los demás entes, el hombre primero existe y después hace su esencia. “La libertad humana precede a la esencia del hombre y la hace posible.”[963] He aquí, nos dice Sartre, la creencia común a todos los existencialistas: que “la existencia precede a la esencia”.[964] El hombre es el no-ya-hecho. El se hace a sí mismo. Su carrera no está predeterminada: no avanza, por decirlo así, por un par de raíles de los que no pueda salirse. El se hace a sí mismo, no desde luego en el sentido de que se cree a sí mismo de la nada, sino en el de que lo que llegue a ser depende de sí, de su propia elección.

No hace falta sostener una teoría de esencias ocultas, aparte o dentro de las cosas, para encontrarle dificultades a esta concepción de que la existencia del hombre precede a su esencia. En su conferencia sobre el existencialismo y el humanismo expone Sartre que, en su opinión, no hay ningún Dios que cree al hombre ateniéndose a una idea de la naturaleza humana, de suerte que cada ser humano sea un espécimen de la esencia humana. Muy bien, es obvio que todos los ateos estarían de acuerdo en esto. Pero lo que aquí nos atañe es el hombre mismo, y no si fue o no fue creado por Dios. Prescindiendo en absoluto de la relación del hombre con Dios, Sartre mantiene que en el hombre la existencia precede a la esencia. ¿Qué existe, pues, en el primer instante? Presumiblemente la respuesta será que una realidad capaz de hacerse a sí misma, de definir su propia esencia. Ahora bien, esa “realidad” ¿no tiene otras características que la libertad? El que haya o no una naturaleza o esencia humana que sea fija, inmutable, estática, no plástica, es otra cuestión. Pero eso de suponer que no haya naturaleza humana en algún sentido, distinguible al menos de las naturalezas de los leones o de las rosas, resulta muy difícil. Hasta tomando a la letra lo que dice Sartre está claro que los seres humanos tienen una cierta esencia o naturaleza común, a saber, que son los seres que llegarán a ser lo que ellos mismos se hagan. A fin de cuentas, Sartre puede hablar de la “realidad humana” o de los seres humanos con el convencimiento de que la gente sabrá de qué está hablando. Ahora que, en realidad, no es preciso que nos molestemos mucho en tomar en un sentido literal las declaraciones de Sartre, pues está bastante claro que lo que él propugna por encima de todo es que el hombre es enteramente libre, que sus acciones resultan todas ellas de su libre elección y que lo que llega a ser depende íntegramente de sí mismo.

En seguida se echa de ver cuán inverosímil es esto. Sartre no está, naturalmente, hablando de actos reflejos, pues a éstos no se los puede contar como acciones humanas en el sentido propio. Pero aun cuando restrinjamos nuestra atención a actos que puedan atribuirse al para-sí, a la conciencia, la pretensión de que somos total o absolutamente libres parecerá, sin duda, del todo incompatible con los hechos. Aunque no recurramos para nada a la teoría determinista, cabe que aseguremos que nuestra libertad está limitada por toda clase de factores internos y externos. ¿O es que no es limitante, ya que no determinante, la influencia de los factores fisiológicos y psicológicos, del medio ambiente, de la crianza, de la educación y de una presión social que es ejercida de continuo y por doquier sin que lo advirtamos reflexivamente? Y aunque rechacemos el determinismo y admitamos la libertad, ¿no hemos de reconocer que las personas tienden a actuar de acuerdo con sus caracteres y que a menudo creemos poder predecir cómo actuarán o reaccionarán en determinadas circunstancias? Verdad es que a veces actúa la gente de maneras inesperadas. Pero entonces ¿no tendemos a sacar la conclusión de que a esos que así actúan no íes conocíamos en realidad tan bien como pensábamos, y que de haberlos conocido mejor habríamos hecho predicciones más certeras? La tesis de que el ser humano es total o absolutamente libre está, sin duda alguna, en desacuerdo con los hechos de la experiencia y con nuestros modos ordinarios de hablar y de pensar.

Apenas es menester decir que Sartre conoce muy bien este tipo de objeción y tiene preparada su respuesta. Él concibe al para-sí como proyectando su propia meta ideal y esforzándose por alcanzarla. A la luz de este proyecto algunas cosas aparecen como obstáculos. Pero depende enteramente de mi elección el que aparezcan o como obstáculos que habrán de superarse, como escalones, digamos, en la senda de mi ejercicio de la libertad, o como obstáculos insuperables que obstruyan el camino. Un ejemplo sencillo, por el estilo de los que suele poner el mismo Sartre; Deseo pasar unas vacaciones en el Japón. Pero no tengo el dinero necesario y, por consiguiente, no puedo ir. Mi falta de dinero me parece un obstáculo insuperable tan sólo porque he hecho libremente el proyecto de pasar mis vacaciones en el Japón. Si libremente elijo ir más bien a Brighton, viaje para el cual sí que tengo el dinero que cuesta, mi situación financiera no me parece ya en absoluto un obstáculo, o por lo menos no uno insuperable. De otra manera; Supóngase que tengo fuertes inclinaciones a actuar de modos que son incompatibles con el ideal que he proyectado para mí y mi conducta. Soy yo mismo quien hace que estas inclinaciones aparezcan de tal o tal modo. Ellas en sí mismas constituyen un tipo de en-sí, un dato, el sentido o la importancia del cual son constituidos por mí mismo. Si me abandono completamente a ellas, es porque he elegido el considerarlas obstáculos insuperables. Y esta elección manifiesta, a su vez, que mi proyecto real, mi ideal efectivamente operativo, no es lo que yo, engañándome a mí mismo, me decía que era. El ideal realmente operativo de un hombre se revela en sus acciones. Ya puede protestar Garcin, en la obra de teatro Huis clos (A puerta cerrada), que él no fue en realidad un cobarde. Como dice Inez, es aquello que uno hace lo que revela lo que uno es, lo que uno ha elegido ser. En opinión de Sartre, el ser “vencido” por una pasión o por una emoción como el miedo, es simplemente un modo de elegir, aunque es obvio que se trata de una forma relativamente irreflexiva de reaccionar a unos estímulos determinados. Algo así puede decirse, por ejemplo, de la influencia del medio ambiente. Es la conciencia misma la que confiere sentido al entorno: a uno le parece una oportunidad, mientras que a otro viene a serle como un sumidero que le arrebata y le traga. En ambos casos no es sino el hombre el que hace que su alrededor, su entorno, se le aparezca de un cierto modo.

Por descontado que Sartre no es ciego al hecho de que con frecuencia somos incapaces de alterar los factores externos, en el sentido de cambiarlos físicamente o de alejarse uno mismo de ellos. Prácticamente hablando, tal vez no pueda yo cambiar de sitio o no pueda alterar mi situación ambiental. Y aun en el caso de que pueda hacerlo en teoría y quizá también en la práctica, he de estar necesariamente en algún lugar y rodeado de algún ambiente. Sartre asegura que el significado que estos factores tengan para mí lo elijo yo mismo, aunque no sepa o no quiera reconocerlo. Parecidamente, yo no puedo alterar el pasado en el sentido de conseguir que lo que he hecho no haya sido hecho. Si traicioné a mi patria, este hecho se ha empedernido, por así decirlo, es ya inalterable. Pertenece a mí mismo como facticidad, como algo ya hecho. Pero, según vimos, el ser-en-sí no es, para Sartre, temporal. Carece de sentido hablar del ser-en-sí como si incluyese sucesión. La temporalidad es “el modo de ser característico del ser-para-sí”.[965] O sea, que el para-sí es un perpetuo huir de lo que fue hacia lo que será, del sí mismo como algo hecho hacia el sí como algo por hacer. En la reflexión esta huida fundamenta los conceptos de pasado, presente (como presente al ser-en-sí) y futuro. Dicho con otras palabras, el yo está más allá de su pasado, que él ha hecho de sí mismo, sobrepasándolo. Si se pregunta qué separa al yo en su huida de sí mismo como ya hecho, la respuesta es: “nada”. Pero decir esto equivale a decir que el yo se niega como hecho y, así, lo sobrepasa y está más allá de ello. El yo como ya hecho recae en la condición de lo en-sí. Y un día, al morir, el para-sí se transforma enteramente en algo ya hecho y puede ser considerado de un modo puramente objetivo, digamos por el psicólogo o por el historiador. Pero mientras existe, el para-sí está por delante de sí como pasado y, por lo tanto, no puede ser determinado por sí mismo como pasado, como esencia.[966] Según hemos anotado ya, el yo no puede alterar su pasado, en el sentido de hacer que lo que sucedió no haya sucedido o que las acciones efectuadas no lo hayan sido; pero depende de su propia elección el significado que el yo dé a su pasado. De donde se sigue que toda influencia ejercida por el pasado es ejercida porque se elige que lo sea. Uno no puede ser determinado por su pasado, por uno mismo como ya hecho.

Según Sartre, pues, la libertad pertenece a la estructura misma del para-sí. En este sentido, se está “condenado” a ser libre. No podemos elegir entre ser libres o no: simplemente somos libres por el hecho mismo de que somos conciencias. Pero sí que podemos elegir el tratar de engañarnos a nosotros mismos. El hombre es totalmente libre; no puede menos de elegir y comprometerse de algún modo; y sea cual fuere el modo como se comprometa, idealmente compromete a los demás seres humanos.[967] La responsabilidad es enteramente suya. El caer en la cuenta de esta total libertad y responsabilidad va acompañado de “angustia” (angoiss.), un estado de ánimo afín al de quien hallándose al borde de un precipicio se siente a la vez atraído y repelido por el abismo. El hombre puede, pues, tratar de engañarse adoptando alguna forma de determinismo, cargando la responsabilidad sobre algo ajeno a su propia elección, ya sea Dios, o la herencia, o su formación y ambiente, o cualquier otra cosa. Pero si así lo hace, está en la mala fe. Es decir, la estructura del para-sí es tal que un hombre puede estar en un estado como de conocimiento y desconocimiento simultáneos. Radicalmente tiene conciencia de su libertad; pero puede verse a sí mismo, por ejemplo, como siendo lo que no es él (su pasado), y entonces cubre con un velo o enmascara para sí mismo la total libertad que da origen a la angustia, a esa especie de vértigo.[968]

Quizás se saque de esto la impresión de que para Sartre todas las acciones humanas son absolutamente impredecibles, como sí en la vida del hombre no hubiese patrón alguno de inteligibilidad. Sin embargo, que de ningún modo es tal cosa lo que él quiere decir se ve por lo que en su conferencia sobre el existencialismo y el humanismo nos refiere de aquel joven que, durante la Segunda Guerra Mundial, le pidió que le aconsejara si debía permanecer en Francia para cuidar a su madre, separada de su padre colaboracionista y cuyo otro hijo había sido muerto en 1940, o debía tratar de escaparse a Inglaterra para unirse a las Fuerzas Francesas Libres. Sartre rehusó el dar una respuesta. Y cuando, en la discusión que siguió a la conferencia, P. Naville dijo que el consejo debería haber sido dado, replicó Sartre no sólo que la decisión le correspondía al joven tomarla y que no se le podía dar hecha, sino también que, “por lo demás, yo sabía qué iba él a hacer, y eso es lo que hizo”.[969] A juicio de Sartre, el para-sí hace una elección original o primitiva proyectando su yo ideal, proyección que implica un conjunto de valores; y las elecciones particulares son todas informadas, digámoslo así, por esta básica proyección libre. Claro que el ideal efectivo de un hombre puede ser diferente del ideal por él profesado, del que dice que es su ideal. Pero éste se revela en sus acciones. El proyecto original puede ser cambiado, más ello requiere una conversión, un cambio radical. Como no se dé tal cambio radical, las acciones particulares de un hombre cumplen y revelan su elección o proyecto original. Así que las acciones de un hombre son libres por estar contenidas en su original elección libre; y cuanto con mayor claridad vea el observador externo revelarse en las acciones de un hombre el proyecto básico de éste, tanto más podrá el observador predecir cómo actuará ese hombre en una situación dada. Además, si alguien pide consejo a un hombre cuyas ideas y actitudes le son conocidas, es que en realidad ya ha decidido. Pues ha elegido oír lo que desea oír.

Lo que hemos dicho de la posibilidad de conversión implica, como es obvio, que individuos diferentes pueden tener proyectos diferentes, proyectos que se revelan en sus acciones. Pero subyacente a todos esos proyectos hay, según Sartre, un proyecto básico que pertenece a la estructura misma de le pour-so.. El para-sí es, según queda dicho, un huir del pasado hacia el futuro, un huir de sí mismo como algo ya hecho yendo hacia sus posibilidades, hacia el ser que será. Es, pues, un huir del ser al ser. Pero el ser que el para-sí busca y por el que se afana no es simplemente l’en-so., carente de conciencia. Puesto que el para-sí trata de conservarse. En fin, el hombre aspira al proyecto ideal de llegar a ser el en-sí-para-sí, ser y conciencia en uno. Y este ideal coincide con el concepto de Dios, ser consciente autofundado. Podemos, pues, decir que “ser hombre es tender a ser Dios; o, si se prefiere, el hombre es fundamentalmente deseo de ser Dios”.[970] “Así mi libertad es la elección de ser Dios, y todos mis actos, todos mis proyectos, traducen esta elección y la reflejan de mil y un modos, pues hay una infinidad de maneras de ser y de tener.”[971] Desafortunadamente, la idea de Dios es contradictoria. Porque la conciencia es precisamente la negación del ser. De ahí que Sartre saque la conclusión tan pesimista de que “el hombre es una pasión inútil”.[972] El para-sí aspira a la divinidad; pero recae inevitablemente en la opacidad de l’en-so.. Su huida acaba, no en la realización de su proyecto básico, sino en la muerte.

6. La conciencia de los otros.

Hasta aquí hemos prestado poca atención a la pluralidad de conciencias. No vamos a seguir a Sartre en su discusión de las teorías de otros filósofos como Hegel, Husserl y Heidegger[973] sobre nuestro conocimiento de la existencia de las demás personas. Pero hemos de decir algo, al menos, sobre su línea de pensamiento en esta cuestión. Y podemos fijarnos ante todo en su rechazo de la idea de que la existencia de otras mentes o conciencias sea inferida sin más de la observación de los cuerpos y de los movimientos de éstos. Si yo veo un cuerpo que camina por la calle e infiero que hay en él una conciencia similar a la mía, se trata de una simple conjetura por mi parte[974] Si el otro individuo está muy fuera del alcance de mi experiencia, ¿cómo probaré que lo que tomo por un ser humano no es, de hecho, un robot? Lo más que podré asegurar es que, en tanto que mi propia existencia personal es cierta (Cogito, ergo su.), la del Otro es probable. Y ésta no es una posición que Sartre considere sostenible. Él quiere hacer comprender que hay un sentido real en el que el cogit. me revela “la concreta e indubitable presencia de este o aquel Otro concreto”.[975] No busca motivos para que se crea que hay otros yos, sino razones que prueben la revelación del Otro como sujeto. Desea mostrar que yo encuentro al Otro directamente como a un sujeto que no soy yo mismo. Y esto implica el patentizar una relación entre mi conciencia y la del Otro, una relación en la que el Otro se me da no como un objeto sino como un sujeto.

Tratase, por lo tanto, no de deducir a priori la existencia de otros yos, sino de analizar fenomenológicamente la especie de experiencia en la que el Otro se me revela como sujeto. Lo que piensa Sartre sobre este particular lo veremos quizá del modo más claro resumiendo uno de los ejemplos que él mismo pone. A veces se quejan algunos de que Sartre no ofrece pruebas de lo que afirma. Pero aunque en algunos casos tales quejas estén justificadas, debería tenerse en cuenta que en un contexto como el que ahora nos atañe es “prueba” suficiente, a su juicio, el atento examen de las situaciones en las que el Otro se revela claramente como un sujeto a la conciencia de uno mismo, dentro de la propia experiencia. Si se dijere que los demás individuos son siempre objetos para uno mismo y nunca sujetos, Sartre procurará refutar este aserto poniendo ejemplos de situaciones en las que salte a la vista que es falso. Consígalo o no, su procedimiento nada tiene al parecer de reprochable, excepto a los ojos, quizá, de quienes piensen que los filósofos solamente deben afirmar lo que hayan deducido a priori partiendo de algún punto de partida indiscutible.

Imaginémonos que estoy en el pasillo de un hotel y que me agacho para mirar por el ojo de una cerradura. En esos momentos no pienso en absoluto en mí mismo: mi atención la absorbe por entero lo que está pasando dentro de la habitación. Yo estoy en un estado de conciencia prerreflexiva. De repente advierto que un empleado del hotel u otro huésped está detrás de mí y ve lo que yo hago. Inmediatamente me asalta la vergüenza. Surge el cogito, en el sentido de que cobro conciencia reflexiva de mí mismo como objeto, esto es, como objeto de otra conciencia que actúa como sujeto. El campo de conciencia del otro invade, por así decirlo, el mío, reduciéndome a un objeto. Experimento al Otro como a un sujeto consciente y libre a través de su mirada (regar d), con la que me convierte a mí en un objeto para otro. La razón por la que el sentido común opone una inquebrantable resistencia al solipsismo es que el Otro me es dado como una presencia evidente que yo no puedo derivar de mí mismo y que no puede ser puesta seriamente en duda. La conciencia del Otro no me es dada, naturalmente, en el sentido de que sea mía; pero el hecho del Otro es dado de un modo incuestionable en la reducción de mí mismo a un objeto para una trascendencia que no es la mía.

Supuesto como trata Sartre el tema del encuentro de uno mismo con el Otro, no es de extrañar que diga que “el conflicto es el sentido originario del ser-para-otro”.[976] Si la mirada del Otro me reduce a mí a un objeto, yo puedo tratar o bien de absorber la libertad del Otro dejándole a la vez intacto, o bien de reducir al Otro a un objeto. El primer proyecto puede verse en el amor, que expresa un deseo de “poseer una libertad como libertad”,[977] mientras que el segundo puede verse, por ejemplo, en la indiferencia, en el deseo sexual y, en una forma extrema, en el sadismo. Pero ambos proyectos están condenados al fracaso. Yo no puedo absorber la libertad de otra persona dejando a ésta intacta; él o ella me elude siempre, pues el otro yo trasciende necesariamente al mío, y la mirada que me reduce a objetividad renace siempre.[978] En cuanto a la reducción del Otro a un objeto, parece que pueda lograrse completamente mediante la destrucción, matándole; pero esto equivale a una frustración, pues es fracasar en el proyecto de reducir al sujeto como tal a la condición de objeto. Mientras haya otro para-sí, la reducción total es imposible; y si se la lleva a cabo del todo ya no hay un para-sí.

La preocupación de Sartre por el análisis existencial de fenómenos como el masoquismo y el sadismo produce naturalmente la impresión de que considera que el amor está condenado al fracaso, a la frustración, y de que no está dispuesto a reconocer que sea posible la genuina comunión entre personas, la conciencia del “nosotros”. Sin embargo, no pretende negar que se da, en efecto, algo así como una experiencia del “nosotros”. Por ejemplo, durante una representación teatral o en un partido de fútbol se da o puede darse lo que Sartre llama una conciencia no tética del nosotros. Es decir, aunque cada conciencia está absorta en el objeto (el espectáculo), los espectadores de un partido de final de copa, pongamos por caso, son ciertamente co-espectadores, por más que no estén reflexionando en el “nosotros” como sujeto colectivo. La conciencia no tética del nosotros se manifiesta muy a las claras cuando estallan espontáneamente los aplausos masivos y el vocerío.

En cambio, al nivel de la conciencia reflexiva insiste Sartre en que el Nos-sujeto surge en la confrontación con los Otros. Considérese, por ejemplo, la situación de una clase oprimida. Se experimenta o puede llegar a experimentarse como un Nos-objeto para los opresores, como un objeto de la mirada de un Ellos. Si después la clase oprimida adquiere conciencia de sí como clase revolucionaria, surge el Nos-sujeto, que vuelve las tornas contra los opresores transformándolos en un objeto. Puede, por consiguiente, darse perfectamente bien una conciencia-del-”nosotros” en la que un grupo se enfrenta a otro.

Pero ¿qué ocurre con la humanidad como un todo? Según Sartre, como era de esperar, la raza humana en su conjunto no puede hacerse consciente de sí como un Nos-objeto si no se postula la existencia de un ser que sea el sujeto de un mirar que abarque a todos los miembros de la raza. La humanidad sólo se convierte en un Nos-objeto en la supuesta presencia del ser que mira sin poder nunca ser mirado. “Así que el concepto límite de la humanidad (como totalidad de los Nos-objeto) y el concepto límite de Dios se implican mutuamente y son correlativos.”[979] En cuanto a la experiencia de un Nos-sujeto universal, insiste Sartre en que es algo que sólo puede darse psicológica o subjetivamente en una conciencia singular. Cabe ciertamente concebir el ideal de un Nos-sujeto que represente a la humanidad entera; pero este ideal lo concibe o una conciencia individual o bien una pluralidad de conciencias que permanecen separadas. El que se constituya realmente una totalidad intersubjetiva autoconsciente no es más que un sueño. Sartre concluye, por tanto, que “la esencia de las relaciones entre conciencias no es el Mitsein, sino el conflicto”.[980] Al para-sí le es imposible escapar de este dilema básico: o hacer del Otro un objeto, o dejar que el Otro le objetice a él mismo. Y como ninguno de estos proyectos es efectivamente realizable, no parece que pueda sostenerse que El ser y la nada proporcione un fundamento prometedor a concepciones como la teoría de Teilhard de Chardin de una conciencia hiperpersonal.

7. Ateísmo y valores.

Queda ya anotado que, según Sartre, la humanidad como un todo solamente puede convertirse en Nos-objeto si se supone la existencia de un Dios omnipotente y que todo lo vea. Y si hubiese un Dios, la humanidad podría llegar a ser un Nos-sujeto esforzándose, por ejemplo, en dominar el mundo y rechazar a Dios. Pero Sartre no cree que Dios exista. De hecho, está convencido de que no puede haber un Dios, si por “Dios” entendemos un Ser autoconsciente infinito.[981] Por eso presenta la creencia en Dios como el resultado de un hipostasiar “la mirada” (le regar.), opinión que expresa en Les mot.[982] y cuando explica, en Le sursi. (El aplazamient.), la conversión de Daniel, así como en El ser y la nada, donde Sartre se refiere a El proceso de Kafka y hace notar que “Dios es aquí tan sólo el concepto de ‘el Otro’ llevado al límite”.[983] Esta manera de explicar el origen de la idea de Dios en el hombre, tomada de por sí, dejaría abierta la posibilidad de que existiese un Dios: nada obsta, que sepamos, a que pueda haber una “mirada” omniabarcadora. Pero Sartre arguye también, como ya hemos dicho, que el concepto de Dios es en sí mismo contradictorio, puesto que trata de unir dos nociones que se excluyen recíprocamente, la del ser-en-sí (l’en-so.) y la del para-sí (le pour-so.). Y verdaderamente hay que reconocer que, si la conciencia es negación del ser-en-sí, es imposible que haya una conciencia auto-fundada y no derivada, y que entonces el concepto de l’en-soi-pour-so. es en sí mismo contradictorio.

Ni que decir tiene que la validez de esta demostración lógica del ateísmo depende de la validez del análisis que hace Sartre de sus dos conceptos básicos.

Y aquí se tropieza con una formidable dificultad. Pues cuanto más asigna él a la conciencia el papel activo de conferir significaciones o sentidos a las cosas y de constituir así un mundo inteligible, tanto menos admisible resulta que se represente a la conciencia como una negación del ser. Por descontado que al ser-en-sí se lo describe como idéntico consigo mismo en un sentido que excluye la conciencia, de suerte que el surgir de la conciencia pueda representarse como una negación del ser. Pero la validez de la pretensión de que el ser, según así se lo describe, sea el Absoluto, en tanto en cuanto haya un Absoluto, depende del ulterior supuesto de que pour-so. no sólo implica una negación o “nihilización del ser, según lo describe Sartre, sino que es también en sí mismo una negación, no-ser. Y es muy difícil ver cómo pueda sostenerse esto si la conciencia es tan activa como Sartre dice que lo es. En otras palabras, la fuerza de su demostración de que el teísmo es de suyo contradictorio parece depender de la suposición de que el ser-en-sí ha de carecer de conciencia, suposición que requiere, para que sea justificada, una prueba de que la conciencia es no-ser. Y esto no puede probarse en los términos de la suposición misma. A fin de cuentas, parece que Sartre afirme simplemente o dé por supuesto que el ser infraconsciente, despojado de toda la inteligibilidad que le confiere la conciencia, es el ser absoluto.

Sea lo que fuere de esto, ¿qué papel desempeña el ateísmo en la filosofía de Sartre? A veces dice él que da igual que Dios exista o que no. Pero lo que parece querer decir con ello es que, tanto en un caso como en otro, el hombre es libre, porque es su libertad. Pues la libertad pertenece a la estructura misma del para-sí. En Las moscas (Les mouche.), cuando Zeus dice que ha creado a Orestes libre para que pueda servirle a él (a Zeus), Orestes replica que, puesto que fue creado libre, dejó de pertenecer a Zeus y se hizo independiente, capaz, si quisiera, de desafiar al dios. En este sentido da igual, según Sartre, que Dios exista o que no exista. Pero de ningún modo se sigue de aquí que al ateísmo no le corresponda un papel importante en el existencialismo sartriano, Sartre mismo ha afirmado explícitamente que le corresponde, En su conferencia sobre el existencialismo y el humanismo declara que “el existencialismo no es más que un intento de sacar todas las conclusiones de una tesis coherentemente atea”.[984] Una conclusión que él menciona es la de que, si Dios no existe, los valores dependen enteramente del hombre y son creación suya. “Dostoievsky escribió: ‘si Dios no existiese, todo estaría permitido’. Éste es el punto de partida del existencialismo.”[985] Desde luego que Sartre podría haberse referido también a Nietzsche, para quien era inconcebible que se pudiera rechazar la creencia en Dios y seguir no obstante creyendo en valores absolutos o en una ley moral universalmente obligatoria.

La posición de Sartre se puede expresar así: El hombre es libre; y esto significa que depende del hombre lo que él haga de sí mismo. Pero el hacer algo de sí mismo le es inevitable al hombre.[986] Y lo que él hace de sí mismo supone un ideal operativo, un proyecto básico que él ha elegido libremente o planeado para sí. No hay por qué, pues, someter al hombre a una apriórica obligación moral de elegir sus valores. Pues en cualquier caso los elige. Hasta si adopta, digámoslo así, una serie de valores o de normas éticas que recibe de la sociedad, esta adopción es una elección. Esos valores se hacen suyos únicamente por su propio acto de elección. Se aplicaría esto también a la aceptación de mandamientos y prohibiciones que, según el creyente, emanan de Dios. En efecto, Dios podría castigar a un hombre por su desobediencia; pero, si el hombre es libre, depende de él mismo el aceptar o no los mandamientos divinos como normas de su ética. Desde este punto de vista cabe, pues, decir que es indiferente que exista Dios o que no. Aunque Dios existiese, el hombre tendría que seguir procurando alcanzar las metas que él mismo se hubiese fijado. Y, si no hay Dios, es obvio que no puede haber ningún plan divino preordenado; no puede haber ningún común ideal de la naturaleza humana para cuya realización mediante las acciones del hombre haya sido éste creado. El hombre es remitido enteramente a sí mismo, y no puede justificar su elección de un ideal apelando a un plan divino para la raza humana. En este sentido sí que es diferente que exista Dios o que no exista. Claro que si un hombre acepta las normas éticas que él cree haber sido promulgadas por Dios, esto quiere decir que él ha proyectado libremente su ideal como el de un hombre temeroso de Dios. Pero lo que importa es que, si realmente no hay un Dios que haya creado al hombre para algo, para que cumpla un determinado fin o alcance una meta, tampoco hay ningún orden moral dado al que pueda apelar el hombre para justificar su elección, La noción de que haya unos valores absolutos subsistiendo de por sí, sin pertenecer a una mente divina, en algún reino celestial, es totalmente inadmisible para Sartre. Cabría en lo posible que éste hubiera enfocado el asunto de un modo un tanto simplista, interpretando los “valores” simplemente en términos del acto de evaluación. Pero aun así seguiría seguramente insistiendo en que, si no hay Dios, tampoco hay posibilidad ninguna de que el hombre justifique su acto de evaluación, digamos como “racional”, apelando a un ideal divinamente determinado de naturaleza humana que sea el canon del autocumplimiento o de la autorrealización. Lo cierto es que Sartre ve al hombre como un afanarse por la realización de un proyecto existencial básico: el de llegar a ser l’en-soi-pour-so. o Dios. Pero añade que este proyecto está condenado al fracaso, a la frustración, pues el concepto de la unidad del ser-en-sí y la conciencia es un concepto de suyo contradictorio. Y en este sentido sí que supone diferencia la (necesaria) inexistencia de Dios.

No quisiera Sartre producir la impresión de estar tratando de promover la anarquía moral o una elección puramente caprichosa de valores y de normas éticas. De ahí que arguya que el elegir entre X e Y es afirmar el valor de lo que elegimos (equivale a decir, por ejemplo, que X es mejor que Y), y que “nada puede ser bueno para nosotros sin que sea bueno para todos”.[987] O, lo que es lo mismo, que al elegir uno un valor elige idealmente por todos. Si yo proyecto una cierta imagen de mí mismo según yo elijo ser, estoy proyectando una imagen ideal del hombre como tal. Si yo quiero mi propia libertad, debo querer la libertad de todos los demás hombres. En otras palabras, el juicio de valor es intrínsecamente universal, no ya en el sentido de que las demás personas hayan de aceptar necesariamente mi juicio, sino en el de que afirmar un valor es afirmarlo idealmente para todos los hombres. Con esto cree Sartre poder sostener que él no está induciendo a la elección irresponsable. Pues al elegir los valores y decidir sobre las normas éticas “yo soy responsable de mí y de todos”.[988]

La validez de la tesis de que al elegir un valor elige uno idealmente por todos los hombres quizá no sea tan clara como Sartre parece creerlo. ¿Es lógicamente inadmisible para mí el comprometerme a actuar de un modo sin pretender que cualquier otra persona que se halle en igual situación deba comprometerse del mismo modo? Puede que lo sea; pero lo apropiado sería discutirlo más. Una ética filosófica que partiese de las premisas de Sartre tendría, sin duda, que consistir en un análisis del juicio de valor y del juicio moral en cuanto tal. Es innegable que dentro del marco de referencia de sus valores personalmente elegidos podría Sartre desarrollar una moral con un contenido concreto. Y que desde ese marco puede enjuiciar las actitudes y las acciones de las demás personas. Pero su sistema de ética personalmente elegido no podía ser legítimamente presentado como una exigencia del existencialismo, es decir, no podía serlo si el existencialismo alumbra posibilidades de elección dejando a la vez enteramente a cada individuo el elegir de hecho. La verdad es que a algunos lectores les ha parecido que Sartre considera a fin de cuentas la libertad como un valor absoluto, y que de las premisas existencialistas podrían deducirse los lineamientos de un sistema ético. Más en tal caso el existencialismo necesitaría alguna revisión. Reaparecería la idea de que hay una común naturaleza humana.[989] Y quizá no tengamos por qué sorprendernos de que Sartre niegue que él considera la libertad como un valor absoluto. La libertad posibilita la creación o elección de valores, pero ella misma no es un valor. Sin embargo, difícilmente se probará que Sartre consiga hacer afirmaciones que no impliquen que el reconocimiento por el para-sí de su total libertad y la realización de esta libertad en la acción son intrínsecamente valiososos.