Uno de los más sorprendentes fenómenos de estos últimos años ha sido la amplísima difusión que ha alcanzado el interés por el pensamiento de un sacerdote jesuita, Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955). Este interés es sorprendente en el sentido de que, aunque ha habido eminentes astrónomos y científicos jesuitas, no suele esperarse de esta procedencia una visión del mundo lo bastante original y destacada como para ganarse la atención no sólo de lectores pertenecientes a las distintas tradiciones cristianas sino también de gentes que no profesan creencias religiosas en el sentido ordinario del término. Verdad es que Teilhard de Chardin no logró que sus superiores eclesiásticos le permitieran publicar los escritos a los que su nombre principalmente se asocia. Pero sería absurdo atribuir su fama a las dificultades que experimentó en lo tocante a la publicación. El interés suscitado por los escritos que han aparecido después de su muerte se debe al contenido de su visión del mundo. Supone ésta un enfoque evolucionista del mundo y del hombre, enfoque adoptado no reticentemente ni a la defensiva, sino entusiásticamente, de modo que, con amplísimas miras, llega a formar una consmovisión que es no sólo metafísica sino también cristológica. Esta mezcla de teoría científica y especulación filosófica con temas cristianos compréndese que les resulte poco grata, por diversas razones, a un buen número de científicos, filósofos y teólogos, sobre todo tal vez porque el conjunto es presentado como una persuasiva visión del mundo y no en la forma de conclusiones que se deduzcan de argumentos estrictamente razonados. En cambio, una visión del mundo de esta clase, que sintetiza en sí la ciencia, una metafísica del universo y la fe cristiana y es al mismo tiempo acentuadamente optimista, viene a ser precisamente lo que muchos habían buscado y esperado sin encontrarlo en ninguna otra parte. Y ha podido serles atractiva hasta a quienes, como a Sir Julian Huxley, se sienten incapaces de recorrer todo el camino con Teilhard de Chardin. El nuevo estilo de la apologética teilhardiana podrá no ser tan convincente cuando se lo examina despacio y a la luz de la fría razón analítica; pero no cabe duda de que acude a una necesidad que se estaba haciendo sentir,
Teilhard de Chardin nació en la Auvernia, no lejos de Clermont-Ferrand. Educado en un colegio de los jesuitas, ingresó en el noviciado de la Compañía de Jesús en 1898. Ordenado sacerdote en 1911, sirvió durante la Primera Guerra Mundial en el cuerpo médico del ejército francés. Interesado por la geología desde muy joven, se entusiasmó por los estudios paleontológicos mientras ejercía el magisterio en un colegio jesuítico de El Cairo, antes de comenzar sus estudios teológicos en Ore Place junto a Hastings;[873] y en 1908 publicó un artículo sobre los estratos eocénicos de la región de Minieh (L’éocène des environs de Minie.). Después de la guerra estudió Teilhard ciencias naturales en la Sorbona, y en 1922 defendió con éxito su tesis doctoral, que versaba sobre los mamíferos del eoceno inferior en Francia y sus estratos. En 1923-1924 estuvo trabajando Teilhard en China con un equipo de paleontólogos. Por esta época tenía ya formada su idea de la cosmogénesis, es decir, su visión del mundo como dinámico proceso evolutivo en el que se diluye cualquier dualismo de materia y espíritu.[874] La materia no es simplemente lo opuesto del espíritu, sino que el espíritu emerge de la materia, y el movimiento del mundo va orientado hacia el ulterior desarrollo del espíritu.[875] Para Teilhard, el hombre vino naturalmente a ocupar un puesto central en el movimiento evolutivo; y la profunda fe cristiana que desde joven tenía nuestro sabio jesuita le llevó a concebir la noción del Cristo cósmico, que situaba la evolución en un marco cristocéntrico.
En 1920 Teilhard había empezado a enseñar en el Instituto Católico de París, y allí volvió después de su primera visita a China. Pero a consecuencia de algunos excursos que hizo fuera del campo de la ciencia, tales como los intentos de armonizar la doctrina del pecado original con su visión evolucionista, sus superiores religiosos le pidieron que dejara París y que se limitara a escribir de cuestiones científicas. De 1926 a 1927 estuvo en China, y después, tras un breve interludio en Francia, marchó a Etiopía y desde allí de nuevo a China, donde continuó sus investigaciones geológicas y paleontológicas. Aparte de varias visitas a Francia, América, Inglaterra, la India y algunos otros países orientales, permaneció en China hasta 1946. En 1926 escribió Le milieu divi.,[876] meditación religiosa en la que se patentiza el carácter cristocéntrico de su cosmovisión, mientras que Le phénoméne humai.[877] fue comenzado en 1938 y terminado en 1940. Pero sus obras principales, no pertenecientes estrictamente al campo científico, no se le permitía publicarlas. De hecho, en 1947 se le mandó que se abstuviera de filosofar.
De 1946 a 1951 Teilhard estuvo en París. En 1948 se le ofreció una cátedra en el Colegio de Francia, como sucesor del Abbé Breuil; pero sus superiores religiosos le ordenaron que rehusara la oferta. Sin embargo, en 1947 había sido elegido miembro de la Academia de Ciencias, y en 1950 fue miembro electo del Instituto de Francia. En 1951 partió Teilhard de Francia para visitar Sudáfrica, después de lo cual marchó a Nueva York, donde permaneció hasta su muerte, excepto para hacer una segunda visita al Africa bajo los auspicios de la Fundación Wenner Gren así como varios viajes por los Estados Unidos y una visita a Francia en 1954. Murió de un ataque al corazón el Domingo de Pascua de 1955. Siguiendo el consejo de otro jesuita francés amigo suyo, había dejado en manos seguras los manuscritos de sus obras inéditas, cuya publicación se inició el año mismo de su muerte.
Decir que Teilhard de Chardin toma por punto de partida el mundo tal como lo representa la teoría científica y que introduce lo que considera ser la visión científica del mundo en las esferas de la especulación metafísica y de la creencia religiosa es, sin duda, verdad; pero es una verdad parcial y puede ser desorientador. Pues desde el comienzo se le presenta a Teilhard el mundo como la totalidad de la que nosotros somos miembros y como algo que tiene valor. Cabe preguntar, desde luego, qué es lo que se quiere decir precisamente al asegurar que el mundo tiene valor; y es difícil hallar una respuesta que satisfaga a un filósofo analítico. Pero no cabe duda de que, para Teilhard, el mundo no es simplemente un sistema complejo de fenómenos relacionados entre sí, un sistema que exista casualmente, sino que es más bien la totalidad que tiene valor y significación. En el primer supuesto el mundo se presenta en la experiencia como un complejo de diversos tipos de fenómenos. Desde un punto de vista la ciencia reduce las cosas de la experiencia a unos centros de energía más pequeños, como en la teoría atómica; pero, al mismo tiempo, pone de manifiesto sus interrelaciones y las muestra como unificadas por la transformación de la energía y como constituyendo una complicada red, un sistema. El mundo no es, pues, simplemente una colección, sino una totalidad, un todo. Además, esta totalidad no es estática, sino que se va desarrollando. Para Teilhard, la evolución no es sólo una teoría sobre el origen de las especies vivientes, una teoría biológica, sino que es una concepción que se aplica al mundo entero, al universo como un todo. La ciencia natural presupone evidentemente la conciencia. Pues sin conciencia no podría haber ciencia. Pero la ciencia ha tendido a prescindir lo más posible de la conciencia y a concentrarse en lo cuantitativo y mensurable, de suerte que la esfera de la mente, la conciencia, el espíritu, aparece como algo sobreañadido al mundo material, o sea, como un epifenómeno. Para Teilhard, la vida y la conciencia están potencialmente ahí, en la materia, desde el principio. Como lo viera Leibniz, no hay nada que no posea un aspecto psíquico, una fuerza, por así decirlo, íntima. El mundo aparece así como una totalidad, un todo, que se va desarrollando hacia un fin, una actualización cada vez mayor del espíritu. Los seres humanos son miembros de un todo orgánico evolutivo, el universo, que posee valor espiritual y aparece como una manifestación de lo divino, Según Teilhard, la humanidad se ha convertido espontáneamente “a una especie de religión del mundo”.[878] Y por eso puede decir él que cree en la materia o que cree en el mundo, significando obviamente tal creencia mucho más que un creer que existen la materia o el mundo.
Claro está que Teilhard no se conforma con presentarnos esta visión del mundo sumamente general y esquemática. En la energía distingue, por ejemplo, dos componentes: la energía tangencial, que liga a cada elemento o partícula con los demás del mismo grado de complejidad que hay en el universo, y la energía radial, que lleva al elemento o la partícula a una complejidad o “continuidad”, o “conciencia”, cada vez mayores. Arguye también que si redujéramos lo que él describe como “la trama primigenia del universo” a un polvillo de partículas, en ese estadio “prevital” el “interior” de las cosas coincidiría punto por punto con su “exterior”, con su aspecto o vigor externo, de modo que una ciencia mecanicista de la materia no queda excluida por la opinión de que todos los elementos del universo tienen su aspecto interno o vital.[879] Desde el punto de vista externo, sólo con la emergencia de la célula empieza a existir la biosfera o esfera de la vida, y Teilhard opta por la hipótesis de que la génesis de la vida sobre la tierra fue un acontecimiento único y, una vez que se produjo, irrepetible. En otras palabras, la aparición de la vida es un momento de un proceso evolutivo que avanza hacia una meta. Teilhard sabe muy bien que muchos y aun la mayoría de los científicos suelen negar, o no suelen ver motivos para afirmar, que el proceso de la evolución en general, o el de la vida en particular, se dirija hacia alguna meta. Pero él está convencido de que puede rastrear en la historia natural de los seres vivos un movimiento hacia la emergencia de la conciencia y del pensamiento. Al aparecer la conciencia y el pensamiento ha nacido ya la noosfera, que todavía está en embrión, pero va avanzando, a través de la personalización, hacia un foco hiperpersonal de unión que Teilhard llama el “Punto Omega”, la unión de lo personal y lo colectivo a base de pensamiento y amor. Indicios de esta convergencia hacia el Punto Omega se han de ver, por ejemplo, en la creciente unificación intelectual de la humanidad, cual se da en la ciencia, y en las presiones que actualmente se están ejerciendo para lograr la unificación social.
Son bastantes los autores que han notado el parecido entre el pensamiento de Teilhard de Chardin y la filosofía de Hegel. Cuando Teilhard dice, por ejemplo, que el hombre es la evolución haciéndose consciente de sí[880] y propone el concepto de la noosfera, la esfera del pensamiento y del conocimiento universal, que existe no como una entidad separada sino en y por las conciencias individuales, unificándolas y formando un uno-en-muchos, nos viene a las mientes la doctrina hegeliana del auto des envolvimiento del Espíritu. Claro que Hegel mismo vivió antes que Darwin y no consideró que la hipótesis evolucionista, con su idea de la sucesión temporal, fuese relevante para la dialéctica de su filosofía de la naturaleza. En lo que atañe a la evolución biológica, es obvio que Teilhard está mucho más cerca de Bergson que de Hegel. Además Teilhard veía en Hegel al mantenedor de una dialéctica lógico-apriórica que difería mucho de su propio concepto, científicamente basado, de la evolución. Mas esto no altera el hecho de que la idea general teilhardiana de que el mundo o el universo se desenvuelve llegando a la autoconciencia en y a través de la mente humana, que la noosfera presupone la biosfera y ésta, a su vez, presupone un estadio que hace posible una física mecanicista, tenga un parecido sorprendente con la manera como concibe Hegel el autorrealizarse del Espíritu. Los contextos históricos de los dos filósofos son, por supuesto, diferentes. Al hegelianismo se le ha de ver en el contexto del desarrollo del idealismo alemán poskantiano, contexto que, evidentemente, no es el del pensamiento de Teilhard de Chardin. Pero el grado de la diferencia que advirtamos entre estas dos líneas de pensamiento dependerá hasta cierto punto de cómo interpretemos a Hegel. Si entendemos que éste postula la preexistencia, digámoslo así, de una Idea lógica que se autorrealiza por necesidad dialéctica en la historia cósmica y humana, acentuaremos probablemente la diferencia entre el enfoque de Hegel y el de Teilhard, partiendo este segundo, como parte, de la ciencia empírica. En cambio, si creemos que a Hegel se le ha presentado injustamente como menospreciador de la ciencia empírica, y si tenemos en cuenta que para ambos pensadores el proceso de la “cosmogénesis” es un proceso teleológico, dirigido hacia un fin, lo más probable es que recalquemos las semejanzas entre ellos. Por descontado que entre las líneas generales del pensamiento de dos filósofos puede haber similitudes sin que haya habido ninguna apropiación; cabe perfectamente negar que X tomara algo de Y y afirmar a la vez la existencia de semejanzas entre sus líneas de pensamiento.
Pero aun cuando haya ciertas similitudes entre el pensamiento de Teilhard de Chardin y la filosofía de Hegel, es esencial añadir que a Teilhard realmente no le interesa desarrollar un sistema metafísico.[881] En su calidad de cristiano creyente, lo que le importa, y mucho, es mostrar que el cristianismo no se ha vuelto tan enteco ni es algo ya tan anticuado que resulte incapaz de satisfacer las necesidades de la conciencia mundana del hombre moderno. Lo que desea es integrar su interpretación de la evolución cósmica con sus creencias cristianas o, mejor aún, probar que la fe cristiana puede admitir y enriquecer una visión del mundo lograda por lo que él describe como “fenomenología”, una interpretación reflexiva del significado del hombre tal como aparece éste a sí mismo en su experiencia y en el conocimiento científico.[882] Algunos admiradores de Teilhard tienden a ver los temas específicamente cristianos de su pensamiento como un suplemento o extra, como la expresión de una fe personal que ellos se sienten incapaces de compartir. Sin embargo, aunque Teilhard es consciente de que, al introducir la creencia en la encarnación y en la función cósmica de Cristo, está yendo “más allá del plano de la fenomenología”,[883] su cristocentrismo es para él un elemento integral de su total visión del mundo, de la visión que trata de comunicar en sus escritos tomados como un todo.
La manera de pensar de Teilhard era desde luego opuesta no sólo a cualquier dualismo que separe tajantemente la materia de la mente o el espíritu, sino también a toda dicotomía que divida la realidad en dos esferas, la natural y la sobrenatural, aparte la una de la otra o relacionadas de tal modo que la sobrenatural se superponga simplemente a la natural. Prevalecía tanto en su mente la idea de la unidad orgánica del universo evolutivo convergiendo hacia el hombre y de la conciencia y todos los conocimientos humanos como la autorreflexión del mundo en y a través del hombre como parte de la totalidad, que algunos de los pasajes en que alabó o ensalzó líricamente al universo les produjeron a algunos lectores la impresión de que para él el universo mismo fuese divino y, por lo tanto, Teilhard negase la trascendencia de Dios. Ahora bien, sin negar su sentimiento de reverencia para con el mundo material, al que consideraba preñado de espíritu y en creadora evolución hacia una meta, lo cierto es que Teilhard insistió en que al origen y centro unificador del proceso entero “debe concebírsele como preexistente y trascendente”.[884] Además, como cristiano, creía que Dios se había encarnado en Cristo, y pensaba que Cristo resucitado era el centro y sería la consumación del movimiento evolutivo universal hacia el Punto Omega. Estaba convencido de que Cristo iría uniendo progresivamente a todos los hombres en el amor, y a la luz de su creencia cristiana veía el Punto Omega como aquel en el que, según las palabras de San Pablo, Dios se hará “todo en todas las cosas”.[885] Para Teilhard, “la evolución ha venido a infundir nueva sangre, por así decirlo, en las perspectivas y aspiraciones del cristianismo. ¿No está, a su vez, predestinada la fe cristiana, no se está preparando para salvar e incluso sustituir a la evolución?”[886] En el más amplio sentido del término, la evolución viene a ser un proceso no sólo de “hominización” sino también de divinización en y a través de Cristo resucitado.
Esta visión optimista del proceso cósmico constituye una forma de apologética, no como la antigua a base de argumentos ideados como soportes o refuerzos extrínsecos a un acto de fe en las verdades reveladas, sino más bien en cuanto que Teilhard espera hacer comprender lo que él comprende: la importancia del cristianismo para una auténtica visión evolucionaria del mundo y el significado que se confiere al proceso de la evolución concibiéndolo dentro del margo de la creencia cristiana. En cierto modo, la visión del mundo teilhardiana renueva la antigua idea de la “emanación” a partir de Dios y el retorno a Dios. Pero en esta visión el retorno no es un individual volverle la espalda a un mundo ajeno y buscar la unión extática con el Uno, como en Plotino “el remontarse del solo al Solo”. El mismo proceso evolutivo es también el proceso de retorno, y a los individuos se los ve haciéndose un uno-en-muchos en Cristo y por medio de él. Nietzsche no quiso admitir que el hombre, tal como existía, fuese el punto cumbre de la evolución, y proclamó la idea del Superhombre, una forma más alta de hombre.[887] Teilhard concibe que el hombre alcanza una forma superior de existencia por ir siguiendo las líneas de la evolución, que convergen hada el punto en el que la persona, sin dejar de ser tal, se une con todas las demás personas en un todo que es mayor que el hombre mismo. Y ese punto resulta ser lo que podríamos quizá denominar la “Cristosfera”. Considerando las cosas con cierto enfoque, parece como si el universo se interiorizase, como si fuese tomando cada vez más la forma de la autorreflexión (a través del hombre) en la noosfera. A la luz, de la fe cristiana este proceso es visto como un proceso de Cristogénesis, o sea, de la formación del Cristo total, como Cristo en su cuerpo místico.
Naturalmente que es bastante fácil poner objeciones a esta visión del mundo teilhardiana. Se le puede objetar, por ejemplo, que aunque la teoría de la evolución la acepten hoy prácticamente todos los científicos, no pasa con todo de ser una hipótesis, y que en cualquier caso la hipótesis científica es insuficiente para sostener el peso del edificio que Teilhard levanta sobre ella. Puede asimismo objetarse que hay que distinguir entre la hipótesis científica de la evolución y la optimista idea del progreso por la que opta Teilhard y que está claramente conectada con sus creencias religiosas. Y también cabe hacer la objeción de que al esbozar su optimista visión del mundo Teilhard dedica poca atención al lado negativo, a las realidades del mal y del sufrimiento y a la posibilidad de la ruina y del fracaso. Lamentan algunos que Teilhard entremezcle la ciencia con la metafísica y con la fe cristiana, y que presente como conclusiones científicas ideas que más bien son fruto de la libre especulación metafísica o que dependen de sus personales convicciones religiosas. En general, puede objetársele, y así se ha hecho a menudo, que nos presenta impresiones vagas y conceptos no muy claramente definidos. El conjunto de su obra puede decirse que es una mezcolanza de ciencia, poesía y fe religiosa que sólo impresiona a quienes no son capaces de, o no quieren, respetar los ideales de precisión del pensamiento y claridad del lenguaje. La visión del mundo teilhardiana parecería, pues, en el mejor de los casos, elevadora y esperanzadoramente poética, y, en el peor, una mayúscula superchería que pretende introducir, so capa de ciencia, una manera de ver las cosas que, en realidad, nada tiene de científica.
Habría que ser un fervoroso discípulo para asegurar que tales objeciones carecen por completo de fundamento. Sin embargo, como expresión de la mentalidad de un hombre que era a la vez un científico y un cristiano convencido y que trataba, no sólo de conciliar, sino más bien de integrar lo que él consideraba una visión científica del mundo con una fe cristocéntrica, la versión teilhardiana de la realidad tiene indudable importancia y es de una grandeza que tiende a hacer que, en comparación, resulten pedantes o irrelevantes las objeciones. Podría decirse que fue un visionario o un adivino que presentó en amplios y a veces imprecisos y ambiguos diseños un programa profético, valga la expresión, un programa que otros están llamados a estudiar en detalle, a aclararlo, a darle mayor rigor y precisión y a defenderlo con sólidos argumentos. Ciertamente es posible que, haciendo objeto de un tratamiento de este tipo la vida y la potencia de Teilhard, se logre extraer de ellas una original visión del mundo.[888] Hegel destaca muy por encima de los hegelianos, Nietzsche muy por encima de los nietzschea-nos. La audacia con que Teilhard hizo extensivo el concepto de la evolución a una visión del mundo profundamente religiosa, no mediante meras añadiduras o superposiciones, sino a través de un proceso de ampliación que le permitió incluir las dimensiones discernibles en una visión integradora y comprensiva, puede servir de programa inspirador de ulteriores reflexiones. Algunos han pensado que la hipótesis científica de la evolución es irreconciliable con la ortodoxia cristiana. Otros la juzgan reconciliable, pero con ciertas reservas. A Teilhard no le importa en realidad la “reconciliación”, a no ser cuando otros con sus críticas le mueven hacia ella. El concepto de la evolución lo toma como el enfoque con que el hombre moderno ha de ver el mundo para entenderlo bien. Y Teilhard intenta poner de manifiesto que este modo de ver el mundo se amplía, o puede ampliarse, para tomar la forma de una visión cristocéntrica del mundo y de la existencia humana. Al hacerlo así se confía a la suerte, en el sentido de que las teorías científicas en que basa su visión del mundo son, en principio, revisables desde el punto de vista lógico. Pero sería un error pensar que él pretenda que la fe religiosa depende lógicamente de la verdad de determinadas hipótesis científicas. Lo que a él le interesa es hacer comprender que el matrimonio, digámoslo así, de la concepción evolucionista con el credo cristiano da por fruto una visión general del mundo en la que el cristianismo no figura ni como algo cerril y anticuado ni como despreciador de este mundo y exclusivo aspirante a otro, sino como una fe afirmadora también de este mundo y como la religión para el presente y para el futuro del hombre. Dícese a veces que no tiene ya vigencia alguna la idea de que la ciencia y la religión son incompatibles. Porque, con escasas excepciones, los cristianos no interpretan hoy los textos de la Biblia de manera que les haga romper con la ciencia. Pero, aun cuando no haya ninguna incompatibilidad lógica entre la religión y la ciencia, es obvio que puede haber divergentes mentalidades o enfoques. Por ejemplo, la creencia en Dios puede parecer no ya lógicamente incompatible con la ciencia, pero sí superflua e irrelevante. Teilhard, con su firme confianza en el valor de la teoría y el conocimiento científico y su profunda fe religiosa, trata de patentizar sus interrelaciones en una visión unitaria.
En Gabriel Marcel encontramos un tipo muy diferente de pensador. Teilhard de Chardin insistió mucho, sin duda, en el tema del hombre, pero dentro del contexto del proceso general de la cosmogénesis: fijos los ojos en el mundo, en el universo. Gabriel Marcel explora un mundo muy distinto; pero sería erróneo decir que el objeto de su interés es un mundo interior o íntimo, pues esto sugiereautoconcentración o introspección, siendo así que lo que constituye un dato central para la reflexión de Marcel son las relaciones inter personal es. La ciencia apenas figura en su pensamiento. Mientras que Teilhard proclama con entusiasmo su fe en la ciencia,[889] es mucho más probable que a Marcel le oigamos afirmar su fe en el valor y en la importancia de las relaciones personales. Una comparación entre Teilhard y pensadores como Hegel, Bergson y White-head puede tener por lo menos sentido. En cambio, en el caso de Marcel más que semejanzas con ellos habría que notar radicales diferencias.[890] Por otra parte, aunque Teilhard es frecuentemente vago e impreciso en sus declaraciones, se puede decir, a grandes líneas, qué es “lo que sostiene”; el pensamiento de Marcel es por el contrario tan elusivo que preguntar cuáles son sus “doctrinas” equivale casi a una invitación al silencio o a que se conteste que esa pregunta no debe ser hecha, pues parte de un falso supuesto.
Gabriel Marcel ha sido a menudo clasificado (por Sartre entre otros muchos) como existencialista católico. Pero, dado que él mismo rechazó esta etiqueta, lo mejor será desecharla.[891] Es bastante natural, sin duda, buscar alguna etiqueta clasificatoria, pero lo cierto es que no hay ninguna que a Marcel le vaya bien del todo. A veces se le ha descrito como empirista. Sin embargo, aunque él ciertamente basa sus reflexiones en la experiencia y no pretende deducir un sistema de ideas a priori, el término “empirismo” tiene demasiadas asociaciones con el reductivo análisis de Hume y otros como para que no resulte de lo más desorientador aplicarlo al pensamiento de Marcel. Asimismo, aunque éste hace mucho uso de lo que podríamos llamar análisis fenomenológicos, no por ello es discípulo de Husserl, como en realidad tampoco lo es de ningún otro. Marcel ha seguido su propio camino, y no se le puede tratar como a miembro de una determinada escuela. No obstante, él mismo nos dice que en cierta ocasión un alumno sugirió que su filosofía era una especie de neosocratismo. Y, reflexionando, Marcel llegó a la conclusión de que así es como con menos inexactitud podría designarse su pensamiento, siempre y cuando no se entendiese que su actitud cuestionante o interrogadora implicara escepticismo.[892]
Marcel nació en París en 1889. Su padre, un católico que se había vuelto agnóstico, fue durante algún tiempo ministro de Francia en Suecia y después director de la Biblioteca Nacional y de los Museos Nacionales. Su madre, descendiente de judíos, murió cuando Gabriel era todavía muy niño; fue, pues, educado por su tía, conversa al protestantismo [893] y mujer de fuertes convicciones éticas. A la edad de ocho años pasó Marcel un año con su padre en Estocolmo, y poco después de su regreso a París fue enviado al Liceo Carnot. Fue un alumno brillante, pero odiaba el sistema educativo al que se veía sometido y buscó refugio en la música y en el mundo de la imaginación. Empezó así a componer algo de música y a escribir piezas de teatro desde su primera adolescencia. Terminados sus estudios en el liceo, ingresó en la Sorbona, y en 1910 obtuvo la agrégation en filosofía. Atraído durante un tiempo por el idealismo, especialmente por el pensamiento de Schelling, no tardó en volverse contra él. Fichte le irritaba, y de Hegel desconfiaba, aunque admirándole. Sintió un profundo respeto por F. H. Bradley, y mucho después habría de publicar un libro sobre Josiah Royce. Pero le pareció que el idealismo tenía poco que ver con la existencia concreta; y la primera parte de su Diario metafísico, expresión de sus críticas de los modos de pensar idealistas, estaba influida aún por los puntos de vista del idealismo. Las experiencias que acopió sirviendo en la Cruz Roja durante la Primera Guerra Mundial[894] le confirmaron en su convencimiento de que la filosofía abstracta es algo que queda muy aparte de la existencia humana concreta. Marcel enseñó durante algunos años filosofía en varios liceos; pero la mayor parte de su vida se la ganó trabajando por libre con la pluma, publicando obras filosóficas y piezas de teatro y siendo crítico literario, teatral y de música. En 1948 recibió el Gran Premio de Literatura de la Academia Francesa, en 1956 el Premio Goethe y en 1958 el Gran Premio Nacional de Letras. En 1949-1950 dio Marcel en Aberdeen el curso de Conferencias Gifford. Fue miembro electo del Instituto de Francia. Murió en 1973.
Si entendemos por sistema filosófico una filosofía que se desarrolla mediante un proceso deductivo desde un punto de partida que se considera cierto, no hay un sistema de Gabriel Marcel. Ni quiere él que lo haya en tal sentido. Lo que él hace es desarrollar una serie de “enfoques concretos”. Estos son, eso sí, convergentes, en el sentido de que no son incompatibles entre sí y de que se puede considerar que contribuyen a una interpretación general de la experiencia humana. Pero supondría una gran equivocación pensar que Marcel espera que estos “enfoques concretos” vayan a proporcionarle una serie de resultados o conclusiones o soluciones a problemas, que al exponerse en conjunto constituyan un bloque de bien probadas tesis. Para emplear una de sus analogías,[895] si un químico inventa un producto, éste puede luego, supongámoslo, ser comprado por cualquiera en una tienda. Una vez fabricado, el producto puede ser vendido y comprado sin referencia alguna a los medios por los que fue descubierto o inventado. En este sentido, el resultado es separable de los medios por los que se lo obtuvo. Mas, según Marcel, no es esto ciertamente lo que ocurre en la filosofía. Aquí el resultado, si cabe emplear la palabra, es inseparable del proceso de busca o investigación que condujo hasta él. Naturalmente que la busca se ha de comenzar en algún punto, con algún malestar, o alguna exigencia o situación que dé origen al investigar, al buscar. Pero una exploración filosófica es, para Marcel, algo intensamente personal, y, por ende, no podemos separar simplemente el resultado de la exploración y ponerlo aparte como si fuese una verdad impersonal. Se lo puede, sí, comunicar; pero lo que realmente importa en el proceso del genuino filosofar es la participación. Y si se objeta que, entonces, la filosofía implica un continuo empezar de nuevo y que así no puede haber nunca un conjunto de resultados probados o verificados que sirvan de fundamento para la ulterior reflexión, Marcel responde que “este perpetuo recomenzar [...] es un rasgo inevitable de toda labor genuinamente filosófica”.[896]
En el filosofar de Marcel hay, por descontado, temas que se repiten insistentemente. Y no cuesta gran cosa señalar algunos de ellos. Pero si, más que los resultados o las conclusiones, lo que sobre todo interesa es el proceso mismo de la reflexión, compréndese que cualquier intento de resumir el pensamiento de Marcel en unas cuantas sentencias corra mucho peligro de ser inadecuado e insatisfactorio. A propósito de que una vez alguien le pidió que expresara en un par de frases la esencia de su filosofía, Marcel hizo notar que tal petición era absurda y que en realidad sólo se podía responder a ella con un encogimiento de hombros.[897] No obstante, si un historiador está escribiendo acerca de la filosofía francesa de estos tiempos, difícilmente podrá dejar de reseñar las principales ideas de uno de los más conocidos pensadores. Así como también habrá de conformarse con que sus notas sean inadecuadas.
Hay, con todo, un punto que debe aclararse de antemano. Ya hemos hecho referencia a la calificación de Marcel como “existencialista cristiano”. Y es bien sabido que fue un católico ferviente. Quizás alguien saque, por ello, la conclusión de que su filosofía depende de su fe católica. Pero sería un error. El Diario metafísico de Marcel fue publicado en 1927, y sus anotaciones datan de los comienzos de 1914 y llegan hasta la primavera de 1923. Se hizo católico en 1929; y es mucho más acertado decir que su conversión formó parte del desarrollo general de su pensamiento que no que su filosofía fuese un resultado de su conversión. Lo cierto es que afirmar lo segundo sería palmariamente falso. Su adhesión al catolicismo le ha confirmado, sin duda, en su convencimiento de que el filósofo debe prestar atención a ciertos temas, pero la reflexión sobre la fe religiosa es ya un rasgo prominente de la primera parte de su Diario.
En 1933 publicó Marcel una obra teatral intitulada Le monde cass. (El mundo rot.). Como postscriptum filosófico redactó un ensayo sobre “el misterio ontológico”,[898] en el que el mundo roto es descrito como el mundo funcionalizado. “El individuo tiende a parecer, a sus ojos y a los de los demás, una aglomeración de funciones.”[899] Son las funciones vitales, y también las funciones sociales, como las del consumidor, el productor, el ciudadano, el revisor de billetes, el cambista, el funcionario público retirado, y tantas y tantas otras. El hombre está, por así decirlo, fragmentado: ahora es feligrés, luego empleado, luego padre de familia... El individuo es sometido periódicamente a reconocimiento médico, como si fuese una máquina; y la muerte se interpreta como una pérdida total y definitiva. Este mundo funcionalizado es, para Marcel, un mundo vado, sin vitalidad; y en él “los dos procesos de atomización y de colectivización, lejos de excluirse el uno al otro como lo haría suponer una lógica superficial, corren parejos y son dos aspectos esencialmente inseparables del mismo proceso de des-vitalización”.[900] En semejante mundo hay, cómo no, mucho campo para los problemas, por ejemplo para los problemas tecnológicos. En cambio, hay total ceguera para lo que Marcel llama “misterios”. Porque éstos son correlativos a la persona, y en un mundo roto la persona pasa a ser el individuo fragmentado, desgarrado.
Ello nos trae a la distinción que hace Marcel, y que considera muy importante, entre problema y misterio. Admite nuestro pensador que no puede trazarse una clara línea de demarcación, pues la reflexión sobre un misterio y el intento de fijarlo o declararlo tiende a convertirlo en problema. Pero evidentemente sería fútil emplear los dos términos si no fuese posible dar siquiera alguna indicación de la diferencia de sus significados. Y nosotros debemos tratar de darla. Por fortuna, Marcel nos proporciona varios ejemplos.
Un problema, tal como usa Marcel el término, es una pregunta que puede ser respondida de un modo puramente objetivo, sin que el que interroga se inmiscuya o afecte. Sea, pongamos por caso, un problema de matemáticas: naturalmente que me puede interesar, y hasta tal vez mucho, el resolverlo; ocurre así, por ejemplo, en exámenes importantes para la obtención de una nota decisiva o de un título en una carrera. Pero al tratar de resolver el problema que me ha sido propuesto y que tengo, por así decirlo, enfrentado a mí, lo considero de una manera puramente objetiva, quedándome yo mismo fuera de sus datos: yo soy el sujeto, el problema es el objeto. Y yo no me introduzco en el objeto. Verdad es que el solucionarlo lo efectúo yo. Pero, en principio, lo podría hacer no sólo cualquier otra persona sino también una máquina. Y la solución, una vez hallada, es cosa manejable. El problema se mueve, valga la expresión, en el plano de la pura objetividad. Si se han de resolver problemas para lanzar al hombre al espacio de forma que pueda regresar sano y salvo a la tierra, es obvio que cuanto con mayor objetividad se los planteen los técnicos e investigadores, evitando al máximo los subjetivismos, tanto mejor les irá a todos.
El término “misterio” se presta a equívocos. Aquí no se emplea en el sentido en que hablan de misterios los teólogos, esto es, para referirse a verdades reveladas por Dios, que no pueden ser demostradas mediante sola la razón humana y que trascienden nuestra capacidad de comprensión. Ni significa tampoco lo incognoscible. En el ensayo al que nos remitíamos más arriba dice Marcel que misterio es “un problema que rebasa sus propios datos, invadiéndolos por decirlo así y trascendiéndose con ello a sí mismo como simple problema”.[901]
En otro sitio, en Être et avoi., viene a repetir esto y añade que “un misterio es algo en que mi propio ser está implicado y, por consiguiente, sólo es concebible como aquello en lo que pierde su significación y su inicial validez la distinción entre lo que hay en mí y lo que hay ante mí”.[902] Supóngase, por ejemplo, que pregunto “¿qué soy yo?” y respondo que soy un alma o un espíritu que tiene un cuerpo. Responder así es objetivizar mi cuerpo como algo contrapuesto a mí, algo que yo puedo tener o poseer como pudiera tener un paraguas. En tal supuesto es ya totalmente imposible reconstituir la unidad de la persona humana. Yo soy mi cuerpo. Pero evidentemente no soy identificable con mi cuerpo entendiéndolo en el sentido en que se entiende el término “cuerpo” una vez se lo ha distinguido del “alma” y se lo ha objetivizado como si fuese una cosa que yo pudiese observar, digamos, desde fuera. Para aprehender la unidad de la persona humana he de retornar a la experiencia vivida de la unidad, que precede a la separación mental o división en esos dos datos o factores. En otras palabras, si me divido a mí mismo en un alma y un cuerpo, objetivándolos y tomándolos así como datos de un problema por resolver, luego, por más que trate de juntarlos de nuevo, nunca lo lograré ya. Mi unidad solamente puedo captarla desde dentro. Se ha de intentar explorar al nivel de la reflexión segunda “ese masivo, indistinto sentido de la existencia total de uno”[903] que es presupuesto por el dualismo producido por la reflexión primaria.
Acabamos de aludir a la reflexión primaria y secundaria. Esta distinción quizá pueda aclararse así: Juan y María se quieren. Los dos piensan mucho el uno en el otro, pero no piensan —supongámoslo— en el amor en abstracto, ni se plantean problemas acerca de él. Hay simplemente la unidad concreta o comunión en el mutuo amor que une a Juan y María. Supongamos ahora que Juan se pone a pensar apartándose, por así decirlo, un poco de la real experiencia o actividad del amor, que lo objetiviza y lo considera como un objeto o fenómeno puesto ante sí y pregunta: “¿qué es el amor?” Quizá trate de analizar el amor resolviéndolo en elementos constitutivos; o bien lo interprete como alguna otra cosa, en términos, por ejemplo, de voluntad de poder. Este proceso analítico es un caso de reflexión primera, y al amor se lo considera en ella como el planteamiento de un problema por resolver, el problema de la naturaleza del amor, que se resuelve mediante algún tipo de análisis reductivo. Sigamos suponiendo que Juan llega a comprender cuánto dista semejante análisis de la experiencia real del amar o del amor como viva comunión entre personas. Vuelve entonces a la real entrega mutua del amor, a vivir la comunión o unidad que había sido presupuesta por la reflexión primera, y trata de captarla reflexionando nuevamente, pero ahora como desde dentro, viendo en el amor una vivencia de relación personal. He aquí un ejemplo de reflexión segunda.
Bradley —recuérdese— postulaba una originaria experiencia de la unidad de la realidad, del Uno, al nivel del sentimiento o de la inmediatez, una unidad que la reflexión analítica rompe en fragmentos pero que la metafísica trata de restaurar, de recuperar al nivel del pensamiento. Marcel no es, por supuesto, un idealista absoluto; sin embargo, su intento de captar en la reflexión lo que primero estuvo presente en el sentimiento, al nivel de la inmediatez, y luego es distorsionado o roto por el pensar analítico, constituye un rasgo básico de su filosofía, lo mismo que de la de Bradley. Así, mi relación con mi cuerpo, relación que es sui generis e irreductible, es experimentada al nivel del “sentimiento”. En la reflexión primera la unidad de este sentimiento experiencial es rota por el pensamiento analítico. Lo que en sí es irreductible es sometido a un análisis reductivo y, por lo tanto, es distorsionado. De lo cual no se sigue en modo alguno que la reflexión primera carezca de valor. Puede servir para fines prácticos.[904] Pero si se quiere aprehender la relación sui generis entre mí mismo y mi cuerpo hay que volver al sentimiento experiencia originario, mediante la segunda reflexión.
La idea general de recobrar a un nivel más alto una unidad perdida es comprensible. Se parece bastante a la idea del recobrar la inocencia primitiva a un nivel superior, que presupone su pérdida y su recuperación.[905] Sin embargo, el cumplimiento del proyecto presenta alguna dificultad. Pues no parece sino que la reflexión o mediación no puede combinarse con la inmediatez, y que ésta ha de ser necesariamente transformada por aquélla. En otras palabras, ¿no es ilusoria, no es un sueño la “reflexión segunda”? Dijérase que Juan, o está envuelto en la inmediatez del amar, o tiene que desempeñar el papel de espectador y objetivizar el amor considerándolo como un objeto de reflexión. Pero lo que no puede es combinar las dos actitudes a un nivel superior, por mucho que se figure que lo hace.
No se le escapa a Marcel esta dificultad. Admite que es fácil qué la reflexión segunda degenere en reflexión primera. Al mismo tiempo, considera él la reflexión segunda como una exploración del significado metafísico de la experiencia. Por ejemplo, ve el amor como un acto de trascendencia por parte de la persona humana y como una participación en el Ser. E inquiere: ¿qué me revela esta experiencia de mí mismo como persona humana, que es también experiencia del Ser? El uso que hace Marcel del término “Ser” resulta un tanto chocante. Insiste en que al Ser no se le puede convertir en un objeto, en algo captable, digamos, directamente o por intuición. Sólo puede aludirse a él indirectamente. Sin embargo, está claro que Marcel ve en las relaciones personales tales como el amor y en experiencias como la esperanza unas claves para comprender la naturaleza de la realidad que no se encuentran en el ámbito del objetivizante pensamiento científico. Juan ama a María, pero ésta ha muerto, y la ciencia no proporciona ninguna seguridad de que María siga existiendo ni de que vuelva a reunirse jamás con Juan.[906] En cambio, para el amor y para la esperanza en la unión sigue habiendo un “nosotros”, una comunión que permite a Juan trascender el nivel de la evidencia empírica y confiar en que María continúa existiendo y en que en el futuro los dos volverán a reunirse. Desde el punto de vista del sentido común, este acto de trascendencia es simplemente un hacerse ilusiones. Para Marcel está basado en una presencia misteriosa, que es una participación en el Ser. Al nivel de la primera reflexión un objeto no puede ser descrito como presente a mí si no es localizable, según determinados criterios, en el espacio y en el tiempo. Al nivel de la intersubjetividad y de la comunión personal, otra persona puede serme presente, inclusive después de su muerte corporal, como un “tú”. La unión se ha roto en el plano físico. Pero en el plano metafísico persiste en virtud de “la fidelidad creadora”, que es “la activa perpetuación de la presencia”.[907]
Ni que decir tiene que Marcel no está dispuesto a considerar a Dios como un objeto cuya existencia se afirme cual conclusión resolutoria de un problema. La fe no es cuestión de creer que, sino de creer en\ y para Marcel, como para Kierkegaard,[908] Dios es el Tú absoluto.[909] Pero hay diversos modos de orientarse hacia Dios. Es decir, son varios los enfoques concretos hacia la “Presencia absoluta”: el hombre puede abrirse a esta Presencia, a Dios, mediante las relaciones intersubjetivas, tales como el amor y la fidelidad creadora, que son sostenidos por Dios y hacia él apuntan; o puede también encontrar a Dios en el culto y en la plegaria, invocándole y respondiendo a su llamamiento. Los diversos modos no son, por supuesto, mutuamente exclusivos. Son caminos para llegar a experimentar la divina Presencia. Cuando trata de las relaciones personales da Marcel mucha importancia al concepto de “disponibilidad” (disponibilite): si estoy disponible para el otro, supero mi egoísmo; y el otro se me hace presente en el plano de la intersubjetividad. Si no estoy disponible o abierto a la otra persona, si me cierro respecto a ella, esa persona, hombre o mujer, no está presente a mí, excepto quizás en un sentido puramente físico. También es posible que yo me cierre a Dios y que le niegue, rehusando invocarle. Esto depende, según Marcel, de una opción, de un acto de la voluntad.
Para algunos lectores Marcel es, indudablemente, un autor desconcertante. En ciertos aspectos su pensamiento produce la impresión dé ser de lo más realista, muy propio para andar por la tierra. Así, por ejemplo, con él no hay por qué comenzar por un yo encerrado en sí mismo y tener que probar luego la existencia del mundo externo y de otros yos. El hombre es esencialmente “encarnado”, corpóreo, está en el mundo, se halla en una situación. Y su autoconcienciarse aumenta correlativamente a su percatarse de los otros hombres. Sin embargo, a muchos lectores Marcel les va resultando progresivamente elusivo. Nos encontramos, en efecto, con que emplea términos tan corrientes como “tener”, “presencia”, “amor”, “esperanza”, “testimonio” y se pone a indagar su significado. Y entonces esperamos que haga, ya que no ejercicios de análisis lingüístico, sí en todo caso análisis fenomenológicos. Pero sus análisis van a parar a lo que parece ser una forma peculiarmente chocante de metafísica, ante la cual podemos quedarnos sin saber no sólo si hemos entendido en realidad lo que se ha dicho, sino también si, de hecho, se ha dicho algo que sea inteligible. Compréndese, por ello que haya quienes se sientan tentados a considerar la filosofía de Marcel como una especie de poesía o como unas meditaciones personalísimas y no como lo que comúnmente se suele tener por filosofía.
Que el pensamiento de Marcel es difícil de captar y también personalísímo apenas puede negarse. Sus juicios de valor se revelan suficientemente claros. Pero es importante caer en la cuenta de que él no trata de explorar lo que trasciende toda la experiencia humana, sino que lo que pretende es poner de manifiesto o llamar la atención sobre el significado metafísico que se oculta en lo familiar, sobre los indicadores de lo eterno que hay, tal como las ve, en las relaciones interpersonales, a las que atribuye un gran valor positivo, y sobre una presencia que lo invade y unifica todo. Su filosofía gira en torno a las relaciones personales y a la relación con Dios. Esto, sin duda, nos dice ya mucho de Marcel. Pero si su filosofar no tuviese para nosotros otro sentido que el de ser una indicación de lo que él personalmente más valora en la vida, Marcel comentaría que es obvio que nuestra manera de enfocar las cosas está tan condicionada por este “mundo roto” que somos incapaces de discernir las dimensiones metafísicas de la experiencia o, por lo menos, se nos hace extremadamente difícil discernirlas. Heidegger ha escrito acerca de Hölderlin. Marcel ha escrito sobre Rilke como testigo de lo espiritual.[910] Conoce la creciente oposición de Rilke al cristianismo y la menciona, Pero ve al poeta como abierto y perceptivo respecto a las dimensiones de nuestro ser y del mundo que permanecen ocultas a tantos ojos. Y nosotros podemos considerar los ensayos en “reflexión segunda” de Marcel como unos intentos de facilitarnos la percepción de esas dimensiones.
Teilhard de Chardin y Gabriel Marcel son dos pensadores cristianos. Pero entre ellos hay patentes diferencias. Teilhard centra su atención en la evolución del universo. Para él no hay nada que carezca por completo de vida. La materia rebosa vida y espíritu, surgiendo éste en el hombre y desarrollándose hacia una conciencia hiperpersonal. Todo el proceso es teleológico, orientado hacia el Punto Omega, en el que el mundo alcanzará su plenitud al unirse la humanidad entera en el Cristo cósmico. La ciencia moderna y nuestra civilización tecnológica están preparando el camino a una conciencia superior en la que el hombre, tal como actualmente lo conocemos, será superado. En resumidas cuentas, la visión del mundo teilhardiana es plenamente optimista.
Gabriel Marcel no nos habla del universo en el sentido teilhardiano del término. También él insiste, como Teilhard, en la situación del hombre, que es ser en el mundo; pero el mundo en que centra su atención no es el mundo de la materia cambiante: al hablar del hombre como de un viajero,, advierte que no se referirá a nada que tenga que ver con la evolución.[911] Es decir, la evolución es del todo irrelevante para su “reflexión segunda” y para su exploración de “misterios”, El acto trascendente es, para Marcel, un entrar en comunión con las otras personas y con Dios, no el movimiento de la biosfera a la noosfera y por fin al Punto Omega. La atención se dirige, digámoslo paradójicamente, al más allá interior, al revelador significado y a las dimensiones metafísicas de las relaciones que en cualquier tiempo son posibles entre las personas reales. Marcel muestra una gran sensibilidad para apreciar las relaciones que unen entre sí a los seres humanos; en cambio, casi no nos le podemos imaginar entonando un himno al mundo o al universo por el estilo del de Teilhard. Y mientras que a algunos lectores de éste se les ha hecho difícil distinguir entre el mundo y Dios, tal impresión sería poco menos que imposible en el caso de Marcel, para quien Dios es el Tú absoluto. Por lo demás, aunque sería desacertado calificar a Marcel de pesimista, él es muy consciente de la precariedad de lo que él valora y de lo fácil que es que tenga lugar la despersonalización. Ver a las otras personas como objetos y tratarlas como tales es cosa bastante frecuente tanto en las relaciones privadas como en un contexto social más amplio. Para Marcel, nuestro mundo está “esencialmente roto”,[912] y en nuestra civilización moderna parece advertir él una creciente des personalización, En cualquier caso la idea de que inevitablemente el mundo marcha cada vez mejor no es ciertamente suya. El 1947 discutió con Teilhard la cuestión de hasta qué punto la organización material de la humanidad lleva al hombre a la madurez espiritual. Y mientras Teilhard mantuvo naturalmente una opinión optimista, Marcel se mostró escéptico. La colectivización y el ingente desarrollo tecnológico de nuestra sociedad le parecían expresiones de un espíritu prometeico que rechaza a Dios. Marcel cree firmemente en el triunfo escatológico de la bondad, y admite que, con base religiosa, es decir, a la luz de la fe, se puede mantener una actitud optimista. Pero está convencido de que la invocación y el rechazo han sido siempre dos posibilidades para el hombre y lo seguirán siendo. Y piensa que el dogma del progreso es “un postulado completamente arbitrario”.[913] Dicho de otro modo, mientras es muy razonable considerar que Teilhard intente ganarse para el cristianismo las visiones hegeliana y marxista de la historia (o interpretar el cristianismo de modo que se las asimile y las trascienda), Marcel no quiere tener que ver nada con un enfoque que, en su opinión, enturbia la libertad humana, olvida, en términos teológicos, los efectos de la Caída y se desentiende en realidad del mal y del sufrimiento.
Claro que no deben exagerarse las diferencias entre las concepciones de los dos pensadores. Por ejemplo, la posición de Marcel no entraña rechazo de la hipótesis científica de la evolución, hipótesis que se sostiene o se viene abajo según sea fuerte o débil la evidencia empírica. Considera la teoría científica en cuestión como irrelevante para la filosofía tal como él concibe ésta, y a lo que se opone es a que se abuse de una hipótesis científica convirtiéndola en una visión metafísica del mundo que además incluya una doctrina del progreso gratuita a su entender. Ni tampoco es cuestión de sugerir que a aquellas relaciones personales en las que ve Marcel la expresión de la auténtica personalidad humana no les diese Teilhard valor ninguno. En su vida privada tuvo éste en gran estima tales relaciones; y el movimiento de la cosmogénesis era para él, en un sentido real, un movimiento de la exterioridad a la interioridad, hacía la plena actualización del espíritu.
Al mismo tiempo, las perspectivas de uno y otro difieren claramente, aun dentro de su común orientación religiosa. Y apelan a distintos tipos de mentalidad. Esto es palmario en sus respectivas actitudes para con pensadores tan notables como Marx y Bergson. Ni Teilhard ni Marcel son marxistas; y sus respectivas evaluaciones del marxismo son comprensiblemente diferentes. En cuanto a Bergson, es natural que se tenga a Teilhard por un continuador de las líneas generales de su pensamiento. Y si bien Marcel rinde tributo a la distinción bergsoniana entre lo “cerrado” y lo “abierto”, luego da a la idea de “apertura” una aplicación adecuada a su propio enfoque y a sus intereses. Si mentalmente asociamos a Teilhard con Bergson, a Marcel le asociamos con pensadores como Kierkegaard y Jaspers, aunque sus ideas no se derivan de las del primero y con respecto a la filosofía del segundo abrigaba muchas reservas. Lo que une a Teilhard y Marcel es su fe cristiana y su preocupación por el hombre. Sólo que, mientras Teilhard tiene una opinión optimista sobre el futuro del hombre,[914] viéndolo a la luz de su filosofía de la evolución, Marcel es mucho más consciente, como lo era Pascal, de lo ambiguo, frágil y precario de la condición humana.