Apenas es necesario decir que, en una u otra forma, la filosofía moral ha sido un rasgo prominente del pensamiento francés desde la época del Renacimiento. Aun el mismo Descartes, cuyo nombre va asociado ante todo con la metodología, la metafísica y la consideración del mundo como una máquina, insistió en el valor práctico de la filosofía y planeó coronarla con una ciencia de la ética. En el siglo XVIII, los filósofos de la Ilustración trataron de hacer que la ética se sostuviera por sí misma, es decir, aparte de la teología y la metafísica. En el siglo XIX los temas éticos ocuparon un lugar muy destacado en los escritos de positivistas como Durkheim, espiritualistas como Guyau y Bergson[793] y pensadores que, como Renouvier, siguieron la orientación neocriticista. Pero, a pesar de esta tradición de pensamiento ético, la filosofía de los valores entró a escena en Francia relativamente tarde si se tiene en cuenta cuándo había aparecido en Alemania. Y entre los franceses tropezó al principio con algunas suspicacias y resistencias. Evidentemente, la concepción del bien y de los fines deseables era ya bastante familiar, y los filósofos se habían ocupado de los ideales morales tanto como de la verdad y de la belleza. En un sentido, la discusión ética incluyó siempre un tratamiento de los valores. Pero también es cierto que los filósofos franceses de la moral habían tendido a centrar su atención en los fenómenos éticos tomándolos como un punto de partida empírico o dado para la reflexión; y se albergaban algunas dudas acerca de la utilidad del análisis abstracto de los valores, especialmente en cuanto que este tipo de lenguaje sugería la idea de unas esencias subsistentes “fuera de este mundo”. Además, la filosofía explícita de los valores tal como la practicaban Max Scheler y Nicolai Hartman estaba en conexión con la fenomenología, que se desarrolló en Alemania y al principio tuvo escasa acogida en Francia.[794] Había también, desde luego, la discusión de los valores por Nietzsche, Pero durante bastante tiempo en Francia se le consideró a Nietzsche más como poeta que como filósofo.
Desde un punto de vista fenomenológico puede sostenerse razonablemente que los valores son reconocidos o descubiertos. Piénsese, por ejemplo, en el caso de quien juzga que el amor es un valor, algo valioso, que ha de ser estimado, mientras que, por el contrario, el odio no es nada de esto. Muy bien puede decirse que la actitud de tal persona es una actitud de reconocimiento o visión del amor como un valor y del odio como un disvalor o antivalor. Sea cual fuere su teoría de los valores, cabe argüir que, en cuanto entra en juego su conciencia inmediata, el amor se impone a su mente como un valor. De manera parecida, desde el punto de vista fenomenológico es razonable hablar de reconocimiento o descubrimiento al referirse a la verdad y a la belleza consideradas como valores. En otras palabras, nuestra experiencia de los valores da fundamento o base a la concepción de los valores como objetivos y trascendentes, esto es, no dependientes tan sólo de la elección que de ellos haga cada uno de nosotros. Ha de haber lugar, sin duda, para diferentes y hasta incompatibles juicios de valor, Pero siempre cabe que nos refiramos, como algunos fenomenólogos lo han hecho, a la posibilidad de una ceguera para los valores y de que se den varios grados de penetración intuitiva en el campo de los valores. Y estas ideas son aplicables a las sociedades y a los individuos. Ahora bien, desde un punto de vista ontológico o metafísico, parece absurdo, por lo menos a la mayoría de la gente, concebir los valores como existentes en algún etéreo mundo que les sea propio. Claro está que la palabra “existir” podemos sustituirla con la de “subsistir”, pero es harto dudoso que este cambio verbal mejore realmente la situación. Si deseamos, pues, afirmar la objetividad de los valores, y si al mismo tiempo no queremos hacer nuestra la opinión de que universales como el amor, la verdad o la belleza puedan existir o “subsistir” en un platónico mundo suyo propio, tendremos que optar por una de estas dos posturas; O considerar los valores como unas cualidades objetivas que se añaden a otras cualidades de las cosas y de las acciones, o tratar de elaborar alguna metafísica general que nos permita hablar de la objetividad de los valores sin comprometernos por ello a admitir que exista ningún mundo de esencias universales subsistentes.
Quizá parezca mucho más sencillo negar en redondo la objetividad de los valores, si se entiende que esta objetividad implica que los valores tienen un estatuto ontológico propio, ya como sustancias etéreas, ya como cualidades objetivas de cosas, personas, acciones. Es decir, quizá parezca mucho más sencillo, y también más sensato, echar todo el peso sobre el juicio de valor o acto de evaluación y mantener, por ejemplo, que cuando se afirma que la belleza es un valor lo único que se expresa es el acto de atribuir valor a cosas o a personas bellas. En otros términos, podemos mantener que somos los seres humanos quienes creamos los valores mediante nuestros actos de evaluación o atribución de valor, Que los valores dependen de la voluntad y de la libre elección humanas y a éstas han de referirse.
Si adoptamos esta línea de pensamiento, tenemos que explicar de alguna manera la impresión o el sentimiento de que los valores los reconocemos o descubrimos. Pues este sentimiento parece ser un dato de la conciencia. Podemos tratar de explicarlo refiriéndolo al influjo de la conciencia colectiva, según la concibió Durkheim, sobre la conciencia individual. O, si preferimos hablar sólo en términos de individuos, podríamos adoptar una línea de pensamiento representada por Sartre y considerar los distintos juicios de valor de los individuos como determinados por un projet original o un ideal operativo básico.
Dejando aparte, por el momento, no sólo el existencialismo de Sartre, del que más adelante nos ocuparemos, sino también a quienes han tratado de fundamentar metafísicamente los valores, prestemos atención primero a Raymond Polín, filósofo que ha discutido varias teorías y posiciones axiológicas para acabar inclinándose él mismo del lado antiobjetivista.
Raymond Polin nació en 1910. Después de estudiar en la Escuela Normal y obtener el doctorado en letras, enseñó filosofía primero en varios liceos, como el Liceo Condorcet de París, y luego fue profesor de ética en la Universidad de Lille. En 1961 pasó a enseñar en la Sorbona. Entre sus publicaciones citaremos La création des valeur. (La creación de los valore., 1944), La compréhension des valeur. (La comprensión de los valore., 1945), Du laid, du mal, du fau. (Sobre lo feo, el mal y lo falt., 1948) y Ethique et politiqu. (Ética y polític., 1968). Polin ha publicado también obras sobre Hobbes y Locke.[795]
La fenomenología —afirma Polín— parece brindar el “método más adecuado al estudio de los valores”,[796] pues, para la conciencia que los piensa o concibe, los valores coinciden con su significado (signification). Polin se propone seguir dos etapas: La primera será una reducción fenomenológica que dé acceso a la conciencia axiológica pura (a la conciencia del valor) con miras a definir la esencia de los valores, y la segunda, un movimiento de liberación, es decir, que libere a la mente tanto de la presión ejercida por los valores recibidos como de la influencia de todas las teorías del valor existentes. En otras palabras, quiere abordar la cuestión de un modo nuevo y sin prejuicios. La mente ha de ponerse en posición neutral respecto a cualquier jerarquía de valores determinada y respecto a todas las teorías existentes. Ha de prescindir de toda autoridad, incluida la de la sociedad.
Como Polin se refiere con frecuencia a “los valores”, es decir, dado que emplea este término, acaso se tienda a concluir que para él hay un reino de esencias que poseen algún tipo de existencia propia o a las que se ha de suponer un fundamento ontológico o metafísico. Por cierto que el subtítulo de su obra sobre la creación de los valores es: Recherches sur le fondement de l’objectivité axiologiqu. (Investigaciones sobre el fundamento de la objetividad axiológic.). Sin embargo, ya hemos hecho notar que, según él, un valor coincide con su significación para la conciencia que lo piensa. Tiene, por lo tanto, objetividad intencional en el sentido de que es una realidad el acto de pensar o concebir un valor-significación. Pero el valor no existe, en realidad, como objeto “exterior al aquí”, independientemente del sujeto que lo piensa. En cuanto a encontrar un fundamento para los valores distinto del acto de la evaluación, ya se ve que tendría que ser diferente de los valores mismos (si hubiera de servirles de base) y, al mismo tiempo, tendría que estar en relación inteligible y necesaria con los valores que fundara. Pero, ¿cómo puede haber una relación necesaria entre un valor y lo que no es valor? O, para expresarlo de un modo diferente y más familiar, ¿cómo un enunciado factual puede implicar un juicio de valor?
De hecho, la manera como habla Polin de los valores es algo equívoca. Lo que a él le interesa en realidad es el acto de evaluación, por el que se constituyen los valores, Y opina que la evaluación no puede entenderse aparte del concepto de acción humana. La “búsqueda fenomenológica de la esencia de los valores” es vana y fútil, a no ser que constituya la introducción a una filosofía de la acción.”[797] La acción humana presupone y expresa la evaluación, que es un acto del sujeto libre. Este, el sujeto libre, rebasa o trasciende lo empíricamente dado, creando sus propios valores con vistas a la acción. Los valores creados tienen, desde luego, cierta exterioridad, en el sentido de que son los objetos de una conciencia intencional y teleológica. Pero es un error pensar que haya una realidad axiológica o un reino de valores aparte de la conciencia que los crea. La única realidad dada es la realidad empírica; pero ésta es evaluada en relación a la acción. El fundamento de los valores es el autotrascenderse del sujeto creador. Y ésta es la única base que los valores tienen o requieren.
Así pues, según Polin los valores no son objetos reales “exteriores al aquí” y como en espera de ser conocidos. Por el contrario, hay una irreductible distinción entre el conocimiento de cosas, en el que la conciencia “no ética” es absorbida en el objeto, y la conciencia axiológica, que trasciende lo dado y crea lo “irreal”. En otras palabras, no debemos confundir verdad y valor. “La verdad no es un valor”,[798] y no deberíamos hablar de la verdad de los valores. En cambio, sí que hay una verdad de la acción. Esto es, mientras que la verdad teórica se alcanza por la conformidad del pensamiento con la realidad, la verdad en la acción se logra al conformarse la realidad (la obra) creada por esa acción “con el proyecto y la intención axiológicos”.[799] Conocemos un hecho cuando nuestro pensamiento es conforme a un estado de cosas objetivo. En cambio, dentro de la esfera de la acción, la verdad consiste en la conformidad entre lo que hacemos o llevamos a cabo y nuestra intención valorante. Y no es esto todo lo que hay que decir. Pues mediante su acción el hombre no sólo crea su obra, sino que se crea también a sí mismo. “Por eso es por lo que la verdad de la acción abarca la totalidad de la obra y a su creador. Tal verdad es, a la vez, la obra y el hombre que realiza ésta.”[800]
Con su insistencia en que es el hombre quien crea libremente los valores se mantiene Polin en la línea del pensamiento nietzscheano. Y en éste y en algunos otros aspectos, como en su opinión de que mediante el proceso de la evaluación y la acción se crea el hombre a sí mismo, es obvio que se acerca a Sartre. Pero ¿qué es lo que hace Polin —podemos preguntar— con el aspecto social de la moralidad? A su parecer, “la acción es social por su esencia, por su objeto y por sus condiciones; es inconcebible sin la presencia del otro”.[801] Esto significa que los valores, como expresión de una voluntad creadora, tienden a convertirse en norma; y las normas, en tanto universalizables, son esencialmente sociales. Más aún, mientras que los valores (las evaluaciones) son personales y no pueden ser impuestos, las normas sí que pueden ser impuestas por otros. En una sociedad, por ejemplo, un grupo puede aceptar ciertas normas y tratar de imponer por la fuerza su aceptación a algunos de sus miembros o a otros grupos. Entonces las normas se convierten en valores anquilosados, estáticos, y pueden aceptarse sólo servilmente o porque la gente busca ante todo una mínima seguridad o no se atreve a tomar decisiones personales, las cuales son siempre aventuradas, puesto que significan ir más allá de lo dado, trascender la experiencia. Por otra parte, los valores pueden presentarse también no como normas constrictivas, reglas o mandamientos, sino como atrayentes llamadas. A su creador los valores pueden parecerle ideales o fines atractivos, y lo mismo les pueden parecer a los demás. “El mandamiento es sustituido por una llamada.”[802] Con lo que el creador “debe su dominio sobre los otros simplemente a la influencia de los valores que él crea”.[803] En esta línea de pensamiento quizá pueda verse algo así como una variante del tema bergsoniano de la moral cerrada y la moral abierta.
En su análisis de las “actitudes axiológicas” empieza Polin examinando lo que él describe como la actitud contemplativa: aquella en que el sujeto concibe la trascendencia no en la forma de acción humana creadora sino en la de un “ser estático dado: el trascendente”.[804] Los valores son concebidos no como entidades “irreales” que sólo se realizan mediante la acción humana sino como realidades que existen independientemente del hombre. Admite Polin que, así concebidos, los valores pueden proporcionar un “modelo de una actividad humana perfecta”,[805] pero, como objetos de contemplación, opina que “no dan origen a ninguna acción eficaz”,[806] Un valor no es, digamos, un momento en el proceso o ciclo total de la acción humana, sino más bien un objeto de contemplación separado que existe o, si se prefiere, subsiste independientemente de la conciencia humana.
Polín no comparte, por supuesto, esta actitud axiológica. Y es probable que a la mayoría de nosotros se nos haría difícil aceptar una teoría que postulara la existencia de un mundo de valores-esencias subsistentes, aceptar que hubiese en realidad unos universales subsistentes además de las cosas individuales y concretas. Al mismo tiempo cabe sostener, como ya queda anotado, que desde el punto de vista fenomenológico se da, en efecto, la experiencia del reconocer o descubrir valores. O sea, que hay una experiencia que parece exigir el empleo de tales términos. Y aun cuando se decida evitar la implicación literal de un término como “descubrimiento”, a saber, la implicación de que haya una realidad preexistente que espere a ser descubierta, toda teoría de los valores que pretenda ser adecuada deberá atender en cualquier caso al tipo de experiencia que propicia el uso de términos potencialmente des orientador es. Por eso es muy comprensible que a algunos filósofos no les contente ninguna teoría que interprete los valores simplemente como libres creaciones del sujeto individual, y aunque en algunos casos suponga retroceder un poco en el orden cronológico, conviene que consideremos aquí brevemente las posiciones de dos o tres filósofos franceses que han intentado engarzar una teoría de los valores en una metafísica general.
Un nombre que viene en seguida a las mientes en conexión con esto es el de René Le Senne (1882-1954). Discípulo de Hamelin en la Escuela Normal, Le Senne enseñó en los liceos de Chambéry y Marsella, y después en París, llegando a ser profesor de filosofía moral en la Sorbona en 1942. Junto con su amigo Louis Lavelle, fundó y editó la serie intitulada Philosophie de l’espri. (Filosofía del espírit.), publicada en París por Aubier. Entre sus obras mencionaremos su Introduction à la philosophi. (Introducción a la filosofí., 1925, edición revisada y aumentada en 1939), su tesis doctoral titulada Le devoir (El debe., 1930, segunda edición 1950), Obstacle et valeu. (Obstáculo y valo., 1934), un tratado general de ética (Traité de mor ale géneral., 1942), una obra sobre caracterología (Traite de caractérologi., 1945), La destinée personnell. (El destino persona., 1951), y la obra publicada póstumamente con el título de La découverte de Die. (El descubrimiento de Dio., 1955).
En un ensayo titulado La philosophie de l’espri.,[807] dice Le Senne que seguir el desarrollo de la filosofía francesa desde Descartes hasta Hamelin, o incluso hasta Bergson, es comprender la fecundidad del cartesianismo.[808] Desde cierto punto de vista, esta afirmación quizá parezca rara. ¿No hay en efecto, podemos preguntar, una diferencia muy grande entre el racionalismo de Descartes, con su modelo matemático del razonar y su apelación a las ideas claras y distintas, y el apelar de Bergson a la intuición y su filosofía de la duración y del impulso vital? Pero ni que decir tiene que Le Serme se da muy bien cuenta de estas diferencias. Al referirse a la continuidad entre el pensamiento de Descartes por un lado y los movimientos espiritualista e idealista de la filosofía francesa del siglo XIX por otro, no está pensando en el modelo matemático de Descartes ni en que éste pensaba que el mundo material era una máquina, sino en el énfasis con que insistió en el yo pensante y activo y en la relación que afirmó que se da entre el yo y Dios. O sea, que en lo que Le Senne está pensando es en los elementos del cartesianismo que se conservaron y desarrollaron en la línea de pensamiento que se inició con Maine de Biran pero que fueron amenazados por el positivismo en sus diversas formas y por ciertos aspectos de la civilización tecnológica. Es obvio que Le Senne hace un juicio de valor sobre lo que constituye la auténtica filosofía. Y un rasgo característico de la auténtica filosofía es, en su opinión, que trasciende la actitud empirista inicial del sentido común, actitud que “lleva al realismo y hasta al materialismo”,[809] y descubre el yo como aquello que piensa el mundo objetivo y es consciente de sí. Sin embargo, en esta línea de pensamiento se da una dialéctica o un diálogo entre el intelectualismo o racionalismo idealista por una parte y, por otra, la oposición a que se reduzca la existencia al pensamiento. Como contrarrestando a Descartes, Pascal y Malebranche combinan en su filosofía las demandas del cartesianismo con la inspiración agustiniana. De Condillac proviene Biran, pero éste reacciona contra aquél. A comienzos de nuestro siglo se continúa el diálogo entre Hamelin y Bergson.[810] Estos dos filósofos “han mantenido con la misma fidelidad el ideal de un conocimiento que busca la razón o la única e indivisible fuente de todo lo que es y es pensado”.[811] En cuanto al existencialismo francés, Le Senne halla, según era de esperar, una gran diferencia entre la filosofía de orientación religiosa y “optimista” de pensadores como Marcel y el existencialismo “negativo” y “pesimista” de Sartre.[812]
Como podía esperarse de un filósofo influido por Hamelin, en el pensamiento de Le Senne hay evidentes elementos idealistas. Afirma, por ejemplo, que “la célebre fórmula de Berkeley, Esse est percipi vel perciper. (Ser es ser percibido o percibi.), es falsa sólo en cuanto que abarca poco. Percibir, pensar abstractamente, sentir, querer, amar, tener presentimientos, disgustarse, y así sucesiva e inacabablemente, de modo que no se omita ninguna experiencia del espíritu, eso es la realidad y el total de la realidad”.[813] Pero Le Senne añade una nota para explicar que, aunque él niega que la materia sea en sí misma una cosa, en el sentido de que exista independientemente de todo espíritu, no quiere decir con ello que la materia no tenga ninguna realidad. Existe sólo en relación al espíritu, pero en esta relación la materia es real y funciona “a veces como obstáculo, a veces como soporte, respecto a la acción y a la contemplación”.[814] En otras palabras, la materia existe sólo en relación al espíritu, y respecto al espíritu humano puede funcionar o como un estorbo o como una ayuda para el cumplimiento de la vocación espiritual.
La pregunta surge espontánea: ¿Qué entiende Le Senne por espíritu? Empecemos por el espíritu humano. “Cuando afirmo que yo soy un espíritu, quiero decir que me distingo a mí mismo de las cosas por la conciencia que tengo correlativamente de ellas y de mí, que las múltiples determinaciones y cualidades con que yo decoro el espacio y el tiempo me son accesibles solamente en razón de una envoltura cuyo centro soy yo.”[815] Ahora bien, esta envoltura es una síntesis activa. “Diré, pues, del espíritu, tal como lo capto en mí, que es una dinámica unidad de vinculación (liaison), en el más amplio sentido de este término, a tenor de la cual el distinguir y el excluir siguen siendo todavía unir.”[816] Pero lo que yo capto en mí, según Le Senne, no es más que un reflejo finito del espíritu en sí, definible como “la unidad operativa de una relación actuante (une relation en exercic.), interior a sí, entre sí mismo como Espíritu infinito y la multitud de los espíritus finitos”.[817] Dicho con otras palabras, el Espíritu absoluto es uno y muchos. Puede concebírselo como “la relación entre sí como uno y, por lo tanto, como ilimitado, y él mismo como muchos; o sea, resumiendo, como la unión de Dios [...] y la conciencia finita”.[818] Al distinguirse del no-yo y de los otros yos, el espíritu finito experimenta límites y obstáculos. No puede lograr una síntesis omnicomprensiva. Esta sólo es realizada en el Espíritu infinito y a través de él, que es al mismo tiempo distinto del espíritu finito e inmanente a éste e inseparable de él. El espíritu, en el sentido más general, es la relación entre los dos términos, Dios y el yo finito.
En esta filosofía del espíritu parece haber cierta tensión entre el idealismo absoluto y el teísmo que, sin duda, Le Senne acepta. Sea lo que fuere de ello, su metafísica espiritualista forma el ambiente para su teoría de los valores. Le Senne ve el espíritu humano como orientado al valor. “Aquello que es digno de ser buscado, es lo que todo el mundo llama valor.”[819] Esta afirmación de que el valor es aquello que es digno de ser buscado, indica que, para Le Senne, el valor no es simplemente una creación de la voluntad humana. Por otra parte, un valor que no fuese valioso para nadie no sería valor. “Aunque no existe por el sujeto, es para el sujeto.”[820] El reconocimiento del valor une a las personas, y “sólo para ellas puede tener significado el valor”.[821] De lo cual no se sigue, naturalmente, que todo el mundo haga los mismos juicios de valor, ni que todos los seres humanos tengan la misma escala de valores. A una persona podrá parecerle que el más importante es el valor estético de la belleza, mientras que a otra le parecerá el más importante el valor moral o el de la verdad. Pero la búsqueda del valor desempeña un papel central en la constitución de la personalidad, y a los seres humanos les une un común reconocimiento de los valores. Eso es obvio, por ejemplo, en lo que atañe a la verdad y al amor. Tal reconocimiento implica la trascendencia de los valores, en el sentido de que éstos no dependen simplemente de la decisión arbitraria del hombre; pero son para el hombre, en el sentido de que no son valores sino a condición de que el hombre pueda apropiárselos, por decirlo así, en la experiencia y realizarlos en la vida.
Le Senne admite, pues, que hay una pluralidad de valores. El valor moral, que él conecta con la idea del obrar según el deber o la obligación moral, no es el único valor. La verdad, la belleza y el amor, son también valores. Imaginemos, por ejemplo, a una madre que realizara con respecto a su hijo las acciones que suele inspirar el amor pero obrase así sola y exclusivamente por un sentido de obligación moral, “Sería una madre moral; pero sería falso decir que amaba a su hijo.”[822] Porque en el amor entra necesariamente el corazón. Ningún valor puede ser identificado con una cosa particular. El valor estético de la belleza, por ejemplo, no es identificable con esta o aquella realidad empírica de las que decimos que son bellas. Sin embargo, esto no quita que haya distintos valores, irreductibles unos a otros o a un determinado valor “cardinal” tal como el valor moral o la verdad o la belleza,
Aunque positivos, los valores tienen también un aspecto negativo. Un valor particular existe solamente en oposición a un correlativo no-valor. Así el amor se opone al odio; la valentía sólo tiene significado en oposición a la cobardía; la verdad es correlativa a la falsedad; y así sucesivamente. Además, un valor particular puede excluir a otro, de modo que ha de darse preferencia al uno o al otro. Le Senne no trata, empero, de unificar los valores en términos de una jerarquía sistemáticamente graduada de valores particulares.[823] Busca el principio de la unidad en el valor absoluto, “uno e infinito”.[824] Todos los valores particulares son para él relativos y fenoménicos. Son las maneras de aparecerse a la conciencia humana o de mediarse para nosotros el valor puro o absoluto. Este, el valor absoluto, no es el miembro supremo de una jerarquía. Trasciende y a la vez fundamenta todos los valores particulares. Los cuales constituyen para nosotros los fenómenos o apariencias del Absoluto, que, siendo su fuente, es también inmanente a ellos.[825] El destino o la vocación del hombre es 11 una exploración orientada hacia el valor que es idéntico al absoluto”.[826] El hombre experimenta el valor “en una situación histórica dada”;[827] pero puede trascender esa situación determinada y concebir el valor abstractamente. También puede trascender los valores particulares dirigiéndose hada el valor absoluto; pero a éste sólo lo descubre a través de sus apariencias, de modo que el valor es esencialmente “una unificación relacional entre su fuerza, que es independiente del yo, y el yo”.[828] Realizando valores particulares tales como la verdad o el amor, logra el hombre en su vida la personalidad auténtica y participa del valor absoluto, en tanto que éste se halla en el meollo esencial de todo valor relativo.
En un pasaje afirma Le Senne que “el valor es el conocimiento del Absoluto”.[829] En otro sitio dice que el Absoluto es en sí mismo valor puro e infinito. Y como el valor infinito ha de contener de un modo eminente el valor de la personalidad, al Absoluto “debe llamársele Dios”,[830] De ahí que Le Senne pueda poner al capítulo VIII de su Introducción a la filosofía el título de “El Valor o Dios”, dando por supuesto que los dos términos son sinónimos. Queda abierto a la discusión si estos varios modos de hablar son o no armonizables. Ya hemos apuntado, en efecto, la afirmación hecha por Le Senne de que un valor que estuviese completamente cerrado en sí, sin poder ser un valor para nadie, no sería un genuino valor. Compréndese pues que, si habla de valor, inclusive del valor absoluto, lo haga en los términos de una relación. Pero esta manera de hablar parece que cuadra mejor con la visión del Absoluto mismo como relacional, como comprendiendo los dos términos correlativos del Espíritu infinito y del espíritu finito, y no con la teoría de la trascendencia divina que también defiende Le Senne.
La teoría del valor ideada por Le Senne nos trae a las mientes el platonismo, por lo menos si estamos dispuestos a identificar el Bien absoluto de la República con la Belleza en sí del Simposio y con el Uno del Parménides, consistiendo entonces la diferencia en que el valor absoluto de Le Senne se identifica además con el Dios personal de la religión cristiana. Y a no ser que nos inclinemos a desechar toda metafísica como carente de sentido, es de suponer que podemos hacernos alguna idea de lo que Le Senne quiere decir. Sostiene, por ejemplo, que hay una trascendente Realidad divina que se revela no sólo en el mundo físico según éste es experimentado por el hombre, sino también en el mundo axiológico o mundo de los valores, el cual constituye uno de los elementos de que consta la experiencia. Pero aunque la teoría de los valores de Le Senne es, sin duda, religiosamente edificante, y aunque podamos formarnos una idea general de su significado, son muchas las preguntas a las que no se da en ella respuestas muy claras. Por ejemplo, ¿cómo analizaría Le Senne el juicio de valor? Pues está claro que no aceptaría un análisis que lo interpretara simplemente como la expresión de los sentimientos o actitudes emotivas o deseos del hombre. Ya que, a su parecer, el valor no es ni simplemente psicológico ni simplemente metafísico, sino psicometafísico.[831] Es posible que sostuviera algo así como que el afirmar que una cosa es bella equivale a decir que participa de la Belleza y, por consiguiente, que refleja el Absoluto de un modo limitado y finito. Pero la metafísica de la participación es de suyo cuestionable, como Platón lo sabía muy bien.
En la filosofía francesa reciente hay, por supuesto, otros intentos de integrar una teoría de los valores en una visión general del mundo. Mencionemos, por ejemplo, a Raymond Ruyer,[832] cuya obra La consciente et le corps (La conciencia y el cuerpo, 1937) significó un abandono de su anterior enfoque mecanicista y el desarrollo de una teoría según la cual todo ser manifiesta una actividad teleológica. Es decir, la subjetividad o la conciencia se halla presente en todos los seres, aunque sólo a cierto nivel emerge la distinción entre sujeto y objeto. En todo ser, pues, su actividad en la esfera espacio-temporal[833] va dirigida a un fin, aunque sólo al nivel del hombre se da verdadera conciencia de valores pertenecientes a un reino axiológico que trasciende el espacio y el tiempo. El significado de la actividad de un ser no puede entenderse sin referencia al reino de los valores; pero sólo al nivel del hombre surge tal entendimiento reflexivo.
Ruyer ha dedicado estudios especiales a la teoría de los valores: Le monde des valeur. (El mundo de los valore., 1948) y Philosophie de la valeu. (Filosofía del valo., 1952). Trata de unificar el mundo fenoménico del espacio y el tiempo y el mundo de la subjetividad y de los valores en la idea de Dios, concebido como la fuente ultima de toda la actividad que se produce en el mundo y como la perfecta unidad cualitativa de todos los valores, como su punto de convergencia.
La filosofía de Ruyer es, en cierta medida, una revivificación de algunas directrices del pensamiento de Leibniz. Pasando a ocuparnos de Jean Pucelle, profesor de la Universidad de Poitiers,[834] nos encontramos con un enfoque de la temática de los valores que parece representar a la vez una reacción contra la teoría existencialista de los valores como creación del individuo[835] y un deseo de evitar toda teoría objetivista que postule unos valores como entidades existentes aparte, independientemente de la conciencia. Además, a Pucelle le interesa integrar los conceptos de valor y de norma, en vez de separarlos tajantemente a la manera de quienes tienden a considerar las normas como obstáculos estáticos que impiden la libertad. Cierto que las normas pertenecen a la esfera jurídica, y que si la conducta humana estuviese dictada sólo por normas y reglas, degeneraría en legalismo. Pero también es verdad que las normas resultan del reconocimiento de valores y sirven de condición o matriz para el ejercicio de la libertad creadora.
Reconoce Pucelle que podemos distinguir entre el juicio de hecho y el juicio de valor. Pero insiste en que “solamente por abstracción se los distingue .[836] Es decir, en su opinión, ningún juicio factual concreto está enteramente libre de elementos evaluativos. El origen del juicio de valor lo ve en la relación sujeto-objeto, en el sentido de que presupone tanto el deseo del objeto como un distanciamiento (détachemen.) del yo respecto al objeto, con lo que lo realmente deseado se transforma en lo deseable. Y esta transición del deseo sentido al juicio de valor, en la que, por así decirlo, el yo se aleja del objeto, deja libre el campo para la evaluación. Los valores ideales se elevan sobre la base de la intersubjetividad. El reconocimiento del valor del amor, por ejemplo, presupone que hay amor real entre las personas. El valor ideal está claro que no es una cosa que exista aparte; pero es objetivado para la conciencia en el juicio de valor. Tenemos que evitar los extremos del subjetivismo puro por un lado y de un objetivismo cosificador por otro, y hemos de reconocer que los valores son relaciónales. “La verdad es una relación privilegiada entre unos términos para, por lo menos, una inteligencia”,[837] aunque podemos ir más lejos y sostener que la verdad sólo tiene significación en el contexto de la intersubjetividad. En opinión de Pucelle, “las relaciones intersubjetivas son la fuente de todos los valores”,[838] Amplía esta idea para acoger “la llamada de Dios y la respuesta del hombre”[839] en la tradición ética judeocristiana. Insiste también en que la axiología se ha de basar en una ontología, e introduce la idea de la presencia del Ser y del consentimiento del hombre al Ser. Aquí parece acercarse a Le Senne, viendo el fundamento último de los valores en una relación “teándrica”. Por ejemplo, por ser el valor una relación entre el Ser y los seres es por lo que toda existencia tiene valor. Y al hecho de que la presencia del Ser pueda ser buscada o desconocida o ignorada por el hombre es a lo que se debe que nuestro campo de visión evaluativa resulte a veces tan reducido y cerrado,
A algunos filósofos no les gusta que se escriba con mayúscula la palabra “Ser” ni que se hable de la presencia del Ser y del consentimiento al Ser.[840] Pero, dejando esto aparte, podría preguntarse si, dado como interpreta Pucelle ya de entrada el juicio de valor, le es luego realmente necesario buscar un fundamento metafísico de los valores. ¿O es que en su caso se trata, no tanto de sentirse obligado a buscar un fundamento fuera del mundo de las personas humanas en sus recíprocas relaciones y en las que las vinculan con su entorno, cuanto de hacer que el reconocimiento de los valores encaje en una preexistente visión religiosa del mundo? Quizá pudiera responderse que la reflexión sobre una experiencia de los valores sugiere, de suyo, el complemento o el marco de una metafísica religiosa, a no ser que se rechace tal marco por otros motivos. Pero aquí no podemos prolongar la discusión de estas cuestiones.
La obra de Pucelle de la que acabamos de citar algunos pasajes está dedicada a la memoria de Louis Lavelle y René Le Senne, cofundadores y editores de la serie titulada La filosofía del espíritu. Acerca de Le Senne como filósofo de los valores ya hemos dicho algo. Consideraremos ahora brevemente la metafísica de Lavelle.
Louis Lavelle (1883-1951) fue discípulo, en Lyon, de Arthur Hannequin (1856-1905), autor de una conocida tesis sobre la hipótesis atómica[841] en la que mantuvo que la ciencia sólo conoce lo que ella crea y en la que apeló a la metafísica para superar el agnosticismo implícito en las concepciones científicas de inspiración kantiana y para descubrir la naturaleza de la realidad. Posteriormente Lavelle fue influido por los escritos de Hamelin. A decir verdad, en su propio pensamiento combinó numerosas influencias. La más destacada de todas fue la de la tradición espiritualista francesa; pero Lavelle estuvo también abierto a los problemas planteados por los existencialistas, aunque trató de resolverlos de otra manera que los filósofos afines a Sartre. En 1932 se le confió a Lavelle una cátedra de filosofía en la Sorbona, Desde 1941 era profesor del Colegio de Francia. Fue un escritor muy fecundo.[842]
En cierto sentido, Lavelle retorna a Descartes y construye su metafísica sobre la base del Cogito, ergo sum, sobre la conciencia del yo. La conciencia es un acto, y por este acto me doy yo el ser. Es decir, el acto de conciencia es la génesis del yo. No se trata de que por la conciencia venga yo a contemplar un yo que está ya ahí. Se trata, más bien, de alumbrar al yo en la conciencia y por la conciencia, en oposición al no-yo. Dicho con otras palabras: el yo se capta a sí mismo como actividad, una actividad que ante todo se crea a sí. Esto quizá suene a absurdo. ¿Cómo —preguntaremos— puede el yo traerse a sí mismo al ser? Sin embargo, Lavelle insiste en que no podemos distinguir entre un yo: que da conciencia y un yo al que la conciencia le es dada. El ser y el actuar son aquí idénticos. Esta identidad, que revela la naturaleza del ser, se descubre, pues, en la autoconciencia. Y de ello se sigue que el enfoque apropiado de la metafísica es el que se hace a través de la subjetividad, o sea, reflexionando sobre el yo como actividad más bien que mediante la reflexión sobre la multiplicidad de los fenómenos que el yo opone a sí mismo bajo la forma de la exterioridad. Hemos de recogernos, de volvernos hacia dentro, como si dijéramos, más bien que hacia afuera, cuando el “hacia afuera” se refiere al mundo externo. “La metafísica se basa en una experiencia privilegiada, cual es la del acto que me hace a mí ser.”[843]
En el acto de conciencia empiezo yo a ser consciente de que soy. Pero ciertamente no soy yo la plenitud del ser. “El Ser rebasa al yo y, al mismo tiempo, lo sostiene.”[844] No hay ni puede haber realidad alguna, ni Dios, ni objetos externos fuera del Ser. El Ser es el todo del que yo participo. La palabra Ser, con mayúscula, sugiere de suyo la idea de un Uno parmenídeo, y el hecho de que Lavelle, en De l’êtr., insista en el carácter universal y unívoco del Ser, tiende a apoyar esta idea. Pero ya hemos visto que en De l’act. arguye que en la autoconciencia yo capto el ser como acto, que es la “interioridad del ser”. Así que el Ser con mayúscula, el Todo del que yo derivo mi existencia y en el que yo participo, tiene que ser Acto puro e infinito. “El Ser no existe frente a mí como un objeto inmóvil que yo trate de alcanzar. Está en mí por la operación que me hace a mí darme el ser.”[845] El Ser es Acto infinito, Espíritu infinito; pero es a la vez la causa inmanente de todos los yos finitos, dándoles el acto por el que ellos se constituyen. En cuanto al no-yo, a la realidad externa del mundo, ha de ser, en última instancia, correlativa al Acto puro como Yo infinito. Pero el mundo viene a ser para mí, mi mundo surge sólo en correlación conmigo como sujeto activo. Cierto que yo me hallo en un mundo, el cual es para mí algo dado. Él es, en verdad, la condición para que haya una pluralidad de yos. El yo viene al ser sólo en correlación con un mundo al que el yo da sentido a base de sus ideas, sus valoraciones y su actividad; pero decir esto es decir que, al darme el acto por el que yo vengo a ser un yo, un sujeto personal, el Acto puro me da también el mundo como un dato. En otras palabras, para Lavelle el mundo ha de ser correlativo a un yo activo, a una conciencia personal. No hay mundo alguno que sea independiente de toda conciencia, pero de ello no se sigue que el mundo sea mera fantasmagoría. Es, a la vez, la condición para la pluralidad de sujetos conscientes finitos, el campo de la actividad de éstos y el instrumento de mediación entre las conciencias, y, por lo tanto, la base de la sociedad humana. Es también el “intervalo” entre el Acto puro y el acto participado. Trascendiendo los límites y los obstáculos interpuestos por el mundo es como la persona humana cumple su destino o vocación y tiende a realizar al nivel de la conciencia su unidad con el Acto infinito.
A cualquier lector que conozca bien el idealismo alemán le llamarán probablemente la atención las semejanzas que se advierten entre muchas de las cosas que dice Lavelle y la filosofía de Fichte. Por ejemplo, las teorías de Fichte sobre el yo puro o absoluto como actividad, sobre la posición del yo limitada por el no-yo, sobre el mundo como campo e instrumento de la vocación moral del hombre y sobre el mundo como la aparición a nosotros del Ser absoluto, están todas presentes de una forma u otra en el pensamiento de Lavelle. Pero esto no significa que Lavelle tomara sin más sus ideas del idealismo alemán. La cuestión es que se notan ciertas similitudes, sin que por eso afirmemos una influencia directa.
Ya hemos mencionado que en De l’étr. recalca Lavelle el carácter universal y unívoco del Ser. Esta opinión la repite en De l’act.. “Decir que el Ser es universal y unívoco equivale a decir que todos nosotros formamos parte del mismo Todo y que es el mismo Todo el que nos da el mismo ser que a él le pertenece y fuera del cual nada hay.”[846] Esta combinación de la teoría del Ser como unívoco, ya se le considere en sí mismo o en sus creaciones, con la terminología del todo y de las partes sugiere, obviamente, un panteísmo monista. Pero Lavelle se sirve de la doctrina de la univocidad del concepto del Ser para apoyar la conclusión de que el Absoluto no sólo es la fuente de la existencia personal, sino que él mismo es también personal, es una persona “a la que se la debe distinguir de todas las demás personas”.[847] En otras palabras, Lavelle no tiene la intención de echar simplemente por la borda el teísmo. Desea mantener que a Dios, considerado en Sí mismo, no le disminuye en modo alguno la creación de seres personales finitos y del mundo. Para sostener esta tesis recurre a una teoría de la participación. “La participación me obliga, pues, a admitir que hay a la vez homogeneidad y heterogeneidad no sólo entre lo participante y el participado, sino también entre el participado y lo participable.”[848] Y considera que esta teoría de la participación implica una distinción entre Acto y Ser, es decir, entre el Acto divino y la totalidad del Ser. “La totalidad es la unidad misma del Acto en cuanto única e indivisible fuente de todos los modos particulares, que parecen estar siempre contenidos eminentemente y, digámoslo así, como por vía de exceso, en el impulso mismo (élan) que los produce y en el que todos los seres participan conforme a su poder.” [849] En otras palabras, la totalidad del Ser no es algo acabado, perfecto, estático, sino que es un proceso creativo de totalización por el que se expresa el Acto puro, venero y causa inmanente de todos los seres finitos, pero, al mismo tiempo, distinguible de ellos.
La filosofía de Lavelle es indudablemente un ejemplo de la tendencia, que se suele dar en la metafísica de orientación religiosa, a desembarazarse del teísmo pintoresco o imaginativo, de la concepción de un Dios “fuera” o “por encima de este mundo”, pero sin caer tampoco en el spinozismo o en un monismo que excluya el concepto de un Dios personal. Esta tendencia a un panenteísmo con miras a evitar los dos extremos es perfectamente comprensible. Pero establecer una teoría así de una manera satisfactoriamente consistente y coherente es muy difícil. Ferdinand Alquié,[850] terrible adversario del monismo en todas sus formas y de la objetivación del Ser, tal vez cometa injusticia al interpretar a Lavelle en sentido monista. Pero Lavelle habla ciertamente del Ser como de la totalidad, aun cuando conciba el todo más bien a la manera de Hegel que a la de. Parménides. Y aunque trata de salvar la situación desde un punto de vista teísta, haciendo una distinción entre el Acto puro y la totalidad del Ser, considerando al primero como la profundidad o interioridad creativa del segundo, evidentemente se puede discutir si sus diversos asertos son, de hecho, compatibles. Cabe apelar, desde luego, a que el lenguaje se revela forzosamente inadecuado en cuanto tratamos de hablar del Absoluto y de la relación de los seres particulares al Absoluto. Pero podría replicarse que, en tal caso, lo mejor sería guardar silencio. En efecto, según Alquié, el Ser en cuanto tal es inaccesible para nosotros. Pues aunque funda todo lo dado en la experiencia, él mismo no puede ser un dato.
Si bien en la filosofía del espíritu representada por Le Senne y Lavelle hay una fuerte dosis de metafísica, hay también un énfasis muy marcado sobre la idea del destino o la vocación de la persona humana. Efectivamente, Le Senne publicó un libro intitulado La destinée personell. y Lavelle otro con el título de Le moi et son desti.. Además, Lavelle, según hemos visto, empieza por el acto que, en su opinión, trae al ser a la persona humana. Por otra parte, es bien sabido que aquellos filósofos a los que les ha sido puesta en general la etiqueta de existencialistas se han interesado también por la persona. Así, Marcel habla mucho de las relaciones personales, y Sartre ha insistido enormemente en la libertad creadora del hombre. También los tomistas, como Jacques Maritain, han acentuado los elementos personalistas que contiene su propio pensamiento. Remontándonos algo más en el tiempo, Renouvier, que influyó en William James, tituló su última obra Le personnalism.. Dicho con otras palabras, el insistir en la naturaleza y en el valor de la persona humana y en que el cómo se conciba la persona humana importa mucho para nuestra interpretación general de la realidad, no ha sido algo que lo haya hecho sólo alguna escuela o algún grupo aislado en la filosofía francesa reciente. El personalismo tiene sus raíces en la tradición espiritualista del pensamiento filosófico francés. Y el que últimamente haya insistido éste tan de continuo en la temática de la persona puede relacionarse con una común reacción contra las tendencias intelectuales y sociopolíticas que parecen tratar al hombre simplemente como objeto de estudio científico o reducirle a sus funciones dentro de la esfera económica o de la totalidad política y social. En algunos casos, como ocurre con Le Senne y Lavelle y también con pensadores tan diferentes como Marcel y Maritain, se da además una fuerte motivación religiosa. A la persona humana se la ve como orientada por naturaleza a una meta o un fin supraempíricos.
Pero al hablar del personalismo en la reciente filosofía francesa lo más probable es que se haga referencia ante todo al pensamiento de Emmanuel Mounier (1905-1950), editor de Esprit, y al de algunos otros escritores tales como Denis de Rougemont, protestante suizo, y Maurice Nédoncelle, sacerdote francés. Es en este sentido restringido del término como entenderemos el personalismo en esta sección. Y quede bien claro que la restricción no debe interpretarse como un dar por supuesto que los escritores aquí mencionados sean los únicos filósofos franceses que han expresado ideas característicamente personalistas. La verdad es, más bien, que Mounier desarrolló una campaña específica en apoyo del personalismo en cuanto tal, mientras que las ideas personalistas de otros pensadores forman frecuentemente parte, aun cuando sea una parte importante, de una filosofía a la que se ha puesto otro cartel, ya se trate de la filosofía del espíritu, o del existencialismo, o del tomismo.
Emmanuel Mounier nació en Grenoble y estudió filosofía primero en su ciudad natal y después en París. Fue influido por los escritos de Charles Péguy (1873-1914), y en 1931 publicó en colaboración un libro sobre el pensamiento de Péguy.[851] Fue también influido por el famoso filósofo ruso Nicolai Berdiaeff (1874-1948), que se había establecido en París en 1924. Mounier enseñó filosofía en institutos durante algunos años, y en 1932 se encargó de editar la recién fundada revista Esprit que se siguió publicando hasta 1941, año en que fue eliminada por el gobierno de Vichy.[852] Después de la guerra, Mounier reavivó Esprit como órgano del personalismo.
En 1935 publicó Mounier Révolution personnaliste et communautaire (Revolución personalista y comunitaria), en 1936 una obra intitulada De la propriété capitaliste à la propriété humain. (De la propiedad capitalista a la propiedad human.) y un manifiesto personalista: Manifeste au service du personnalism.. En algunos círculos católicos empezó a reputársele de bastante inclinado al marxismo. En 1946 publicó una introducción a las filosofías existencialistas (Introduction aux existentialisme.) y una obra sobre el carácter: Traité du caractèr.. Entre otros escritos suyos de la posguerra mencionaremos: Qu’est-ce que le personnalisme. (¿Qué es el personalismo., 1947) y Le personnalism. (El personalism., 1950).
Al comienzo de su obra sobre las filosofías existencialistas, Mounier hace notar que, hablando en términos muy generales, podría describirse el existencialismo como “una reacción de la filosofía del hombre contra los excesos de la filosofía de las ideas y de la filosofía de las cosas”.[853] Por “filosofía de las ideas” entiende él en este contexto el tipo de filosofar que se concentra sobre los conceptos universales abstractos y se dedica a la clasificación a base de categorías cada vez más comprensivas, hasta el punto de que a los seres particulares y concretos se los relega a un puesto subordinado y solamente se los considera objetos dignos de la reflexión filosófica en la medida en que se los pueda subsumir bajo ideas universales y privar de su singularidad y, en el caso del hombre, también de la libertad. Esta línea de pensamiento, que se inició en la antigua Grecia, alcanzaría su culminación en el idealismo absoluto de Hegel, al menos tal como lo interpretó Kierkegaard. Por “filosofía de las cosas” entiende Mounier el tipo de pensamiento filosófico que, asemejándose a la ciencia natural, sólo considera al. hombre “objetivamente”, como un objeto entre los demás objetos del universo físico. Mounier reconoce que el racionalismo por un lado y el positivismo por otro han cometido “excesos”. Pero, en su opinión, la reacción existencialista, especialmente en su forma atea, ha sido también culpable de exageración. En líneas generales, el personalismo es para él afín al existencialismo, puesto que expresa una reacción contra sistemas tales como los de Spinoza y Hegel por una parte y el positivismo, el materialismo y el conductismo por otra. Pero también ve en el existencialismo “una tendencia dual al solipsismo y al pesimismo, que lo separa radicalmente del personalismo según nosotros lo entendemos”.[854]
El personalismo, insiste Mounier, “no es un sistema”.[855] Pues su afirmación central es la existencia de personas libres y creativas y así introduce “un principio de impredictibilidad”[856] que impide la sistematización definitiva. Por “un sistema” entiende evidentemente Mounier una filosofía que trate de comprender todos los eventos, incluidas las acciones humanas, como implicaciones necesarias de ciertos primeros principios, o como efectos necesarios de unas causas ultimas. El “sistema” excluye en las personas humanas toda libertad creativa. Pero decir que el personalismo no es un sistema no es lo mismo que decir que no es una filosofía y que no pueda ser expresado en términos de ideas, o que es sencillamente una actitud del espíritu. Hay tal cosa como un universo personalista, visto desde el punto de mira del hombre en cuanto persona libre y creadora; y hay tal cosa como una filosofía personalista. Más exactamente, puede haber diferentes filosofías personalistas. Pues puede haber un personalismo agnóstico, mientras que el personalismo de Mounier es religioso y cristiano. Pero no se las podría describir apropiadamente como filosofías personalistas si no tuvieran en común alguna idea básica. Y esta idea es también una llamada a la acción. Mounier mismo fue siempre un luchador que estuvo continuamente en campaña. En el prefacio a su Traité du caractér. afirma explícitamente que su ciencia es una “ciencia combativa”.[857] En lo de ser un luchador se parece Mounier a Bertrand Russell. Pero mientras que Russell distinguía tajantemente entre su actividad de luchador propagandista y su papel como filósofo profesional, Mounier consideraba que sus convicciones filosóficas, por su naturaleza misma, tenían que expresarse en la esfera de la acción.
En su visión del hombre, el personalismo de Mounier es naturalmente opuesto al materialismo y a la reducción del ser humano a un mero objeto material más complicado. Pero se opone también tanto a cualquier forma de idealismo que reduzca la materia, incluido el cuerpo humano, a una mera reflexión del espíritu o a una apariencia, como al paralelismo psico-físico. El hombre no es simplemente un objeto material; pero de aquí no se sigue tampoco que sea espíritu puro ni que se le pueda dividir con nitidez en dos sustancias o en dos series de experiencias. El hombre es “enteramente cuerpo y enteramente espíritu”,[858] y la existencia subjetiva y la existencia corporal pertenecen a la misma experiencia. La existencia del hombre es existencia corporeizada; el hombre pertenece a la naturaleza. Pero también puede trascender la naturaleza, en el sentido de que puede irla dominando o sometiendo progresivamente. Este dominio de la naturaleza cabe desde luego entenderlo sólo en términos de explotación.
En cambio, para el personalista, la naturaleza le brinda al hombre la oportunidad de realizar plenamente su propia vocación moral y espiritual y de humanizar o personalizar el mundo. “La relación de la persona con la naturaleza no es puramente extrínseca, sino que es una dialéctica de intercambio y de ascensión.”[859] El personalismo es, así, interpretable como una reafirmación que el hombre hace de sí mismo contra la tiranía de la naturaleza, representada ésta en el plano intelectual por el materialismo. Y se le puede también entender como una reafirmación que la persona hace de su propia libertad creativa contra cualquier totalitarismo que quiera reducir al ser humano a una mera célula en el organismo social o pretenda identificarle exclusivamente con su función económica. Mas de aquí no se sigue en modo alguno que el personalismo y el individualismo sean una misma cosa. El individuo, en el sentido peyorativo en que los personalistas tienden a emplear este término, es el hombre egocéntrico, el hombre5* atomístico y aislado, aparte por completo de la sociedad. El término significa también el hombre carente de todo sentido de vocación moral. Así, Denis de Rougemont describe al individuo como a “un hombre sin destino, un hombre sin vocación o razón para existir, un hombre del que el mundo nada pide”.[860] El individuo es el hombre que se tiene a sí mismo por el centro absoluto, Para Mounier, este egocentrismo representa una degeneración o un desvío grave de la idea de persona. “La primera condición del personalismo es la descentralización del hombre”,[861] que él pueda darse a los demás y estar a disposición de ellos, en comunicación o comunión con ellos. La persona existe sólo en una relación social, como un miembro del “nosotros”. Solamente como miembro de una comunidad de personas tiene el hombre vocación moral. De Rougemont interpreta la idea de la vocación de un modo francamente cristiano. La persona y la vocación son posibles “tan sólo en ese acto único de obediencia al mandamiento de Dios que se llama el amor al prójimo. [...] Acto, presencia y entrega, estas tres palabras definen a la persona, pero también lo que Jesucristo nos manda ser: el prójimo”.[862] No menos cristiano se muestra Mounier en sus líneas directrices.[863] Sin embargo, él hace -una declaración más general y “suficiente” del punto de vísta personalista cuando dice “que la importancia de toda persona es tal que es irremplazable en la posición que ocupa en el mundo de las personas”.[864] En otras palabras, todo ser humano, hombre o mujer, tiene su vocación en la vida, en la respuesta a unos valores reconocidos; pero esta vocación presupone el mundo de las personas y de las relaciones interpersonales. Si prescindimos del aspecto religioso de la vocación (respuesta a la llamada divina), la vocación del hombre, el ejercicio de su libertad creativa en la realización de los valores, es su única contribución, por así decirlo, a la construcción del mundo de las personas y a la humanización o personalización del mundo.
En su Manifiesto, que apareció en Esprit en octubre de 1936, aun manteniendo Mounier que no podría darse ninguna definición estricta del concepto de persona, proponía como de pasada la siguiente definición o descripción: “Una persona es un ser espiritual constituido como tal por una a modo de subsistencia y de independencia en el ser; que mantiene esta subsistencia mediante su adhesión a una jerarquía de valores libremente adoptados, asimilados y vividos, con una autoentrega responsable y una constante conversión; que unifica así toda su actividad en la libertad y, más aún, desarrolla mediante actos creadores su única vocación propia”. El concepto de conversión constante parece ser que equivale más o menos a la idea kierkegaardiana de repetición y a la idea marceliana de fidelidad o plenitud de fe. En cuanto a la autoentrega, al comprometerse responsable, Mounier consideraba que el personalismo tenía implicaciones en los planos social y político, y ya hemos hecho notar que lo veía no como un simple ejercicio de comprensión teórica, sino también como una llamada a la acción.
Dejamos dicho más arriba que al personalismo se lo puede considerar como una reacción contra el colectivismo o el totalitarismo. Mas esta forma de representarlo es unilateral e inadecuada, como el mismo Mounier no tarda en indicarlo. Ciertamente el personalismo es opuesto a la reducción de la persona humana a mera célula del organismo social y a que se pretenda subordinar por completo el hombre al Estado. “El Estado ha de ser para el hombre, no el hombre para el Estado.”[865] En el totalitarismo no se tiene en cuenta el valor de la persona. De hecho, la “persona” es reducida al “individuo”, aun cuando a éste se le considere análogo a lo que es la célula en un todo orgánico. Pero de aquí no se sigue ni mucho menos que Mounier esté dispuesto a defender la democracia burguesa y capitalista. No se trata simplemente de que los flagrantes abusos puedan ser y hasta cierto punto hayan sido superados dentro del sistema capitalista. Según Mounier, en el desarrollo del capitalismo hay factores que señalan y exigen la transición al socialismo. Es muy fácil y bonito proponer unos planes idealistas según los cuales la autoridad política y toda coerción se suprimirían en favor de las relaciones personales. El anarquismo quizá sea ideal, pero también es irreal. Pues no entiende que los vínculos que unen entre sí a las personas en cuanto personas han de hallar expresión en unas estructuras y una autoridad políticas. El personalismo aspira a lograr una reorganización social que cumpla los requisitos de la vida económica tal como ésta se ha desarrollado, pero que, al mismo tiempo, esté basada en el reconocimiento de la naturaleza y los derechos de la persona humana. Hay aspectos importantes en los que el capitalismo es inhumano, pero también lo es el totalitarismo. Y el anarquismo no soluciona nada. En suma, el personalismo pide que repensemos nuestras estructuras sociales y políticas para ver de conseguir el desarrollo de un socialismo personalizado.
Mounier, naturalmente, no se limita a enunciar simples generalidades. Pero aquí no podemos discutir sus sugerencias más concretas. Baste con indicar que él se da perfecta cuenta de los intentos que puede haber de explotar el personalismo (la defensa de la persona) en pro de los intereses de “la más cerrada forma de conservación social”[866] o en servicio de la democracia burguesa. Insiste él en que es inadecuado contentarse con emplear palabras como “persona” y “comunidad”. Si no queremos que se embote el filo revolucionario del personalismo, debemos hablar también de “el final de la sociedad burguesa de Occidente, la introducción de estructuras socialistas, el papel de iniciativa del proletariado”.[867] Al mismo tiempo, Mounier es muy consciente de que en todas las sociedades, políticas o religiosas, se da la tendencia a transformarse en sociedades o grupos cerrados, obstaculizando con ello el avance hacía la unificación de la humanidad exigida por la naturaleza que, pese a Sartre, los seres humanos tenemos en común. Es más, aunque en su análisis del capitalismo Mounier tiende a pensar de un modo parecido al de Marx, no considera, por supuesto, que la vocación o el destino del hombre sea simplemente realizable en una sociedad terrena, por muy ideal que se la conciba. Su fe cristiana está siempre presente. Pero él no quiere utilizarla como una excusa para la pasividad o para el descuido de las tareas que es menester realizar en la esfera sociopolítica. Y si hubiera vivido más, probablemente habría simpatizado con los intentos de entablar un diálogo entre cristianos y marxistas sobre los temas del hombre y el humanismo.
En Maurice Nédoncelle encontramos una actitud mucho más contemplativa. El personalismo adopta la forma de una fenomenología y una metafísica de la persona, prestándose especial atención a la estructura básica de la conciencia humana tal como es expresada en la relación yo-tú (la conciencia del yo o ego es inseparable de la conciencia del otro) y en su referencia y significación religiosas.[868] Pero aunque su visión del hombre está básicamente de acuerdo con la de Mounier, ha manifestado Nédoncelle sus dudas al hablar de las implicaciones políticas y sociales del personalismo. Admite que, en general, el personalismo tiene implicaciones sociales. Por ejemplo, cualquier forma de organización social que niegue los derechos de la persona en cuanto persona o que minusvalore a la persona es, por lo mismo y en su tanto, incompatible con el enfoque personalista. Pero Nédoncelle no acepta que el personalismo pueda ser utilizado legítimamente en apoyo de “ningún partido”,[869] y se muestra un tanto pesimista, basándose para ello en buenas razones, respecto a las esperanzas de que los problemas sociales y políticos puedan solucionarse con la revolución o por la rápida realización de algún plan ideal. Lo prudente es “no esperar demasiado de la vida colectiva”.[870] En opinión de Nédoncelle, “es quizás en la filosofía religiosa donde el personalismo ha tenido más considerables repercusiones”.[871] Evidentemente, su actitud difiere algo de la de Mounier.[872]