Hemos mencionado ya a algunos filósofos que se interesaron por la reflexión sobre las ciencias naturales. Nos hemos referido, por ejemplo, a Comte y a escritores más o menos positivistas, como Cl. Bernard y Taine, a los filósofos neocriticistas Cournot y Renouvier, y a pensadores como Ravaisson, Lachelier y Boutroux, pertenecientes al movimiento espiritualista. Ahora vamos a echar un vistazo a las ideas de unos pocos escritores que pueden ser más fácilmente presentados como filósofos de la ciencia.
Un nombre bien conocido en este grupo es el de Jules Henri Poincaré (1854-1912).[727] Nacido en Nancy, estudió ingeniería de minas; pero desde temprana edad tuvo mucho interés por las matemáticas, y en 1879 empezó a enseñar análisis matemático en Caen. Pasó en 1881 a la Universidad de París, donde dio clases de matemáticas, física y astronomía. En 1887 fue miembro electo de la Academia de Ciencias y en 1908 de la Academia Francesa. En 1902 publicó La science et l’hypothès.,[728] en 1905 La valeur de la scienc.[729] y en 1908 Science et méthod..[730] Sus Dernières pensée. (Últimos pensamiento.) aparecieron en 1912.[731]
Probablemente el rasgo más conocido de la filosofía de las matemáticas y de la ciencia de Poincaré es el elemento de convencionalismo que contiene. Al referirse, por ejemplo, a la geometría, hace notar que los axiomas geométricos no son ni intuiciones sintéticas a priori ni hechos experimentales. Son “convenciones”.[732] Y esto quiere decir que son “definiciones disfrazadas”.[733] De lo cual no se sigue —insiste Poincaré— que haya que decidir que los axiomas son puramente arbitrarios. Pues aunque nuestra elección es libre y sólo está limitada por la necesidad de evitar cualquier contradicción, es decir, por las exigencias de la consistencia lógica, también es guiada por los datos experimentales. Un sistema de geometría no es, de suyo, más verdadero que cualquier otro sistema. Pero puede ser más conveniente que otro o más idóneo para un fin específico. No hay razones convincentes para sostener que la geometría euclidiana sea más verdadera que las geometrías no euclidianas. Lo mismo se podría pretender que un fraccionamiento decimal de la moneda es más verdadero que un fraccionamiento no decimal. Ahora bien un fraccionamiento decimal sí puede ser más conveniente. Y en la mayoría de los casos, aunque no en todos, la geometría, euclidiana es el sistema más conveniente.
Tales convenciones o definiciones disfrazadas desempeñan también un papel en la ciencia física. Una proposición puede comenzar como generalización o hipótesis empírica y terminar como convención, en la medida en que ésta es lo que el físico la hace ser. Por ejemplo, “la fuerza es, por definición, igual al producto de la masa por la aceleración; este principio queda ya fuera del alcance de cualquier experimento futuro. Así también, por definición, la acción y la reacción son iguales y opuestas”.[734] La ciencia empieza con la observación y el experimento; pero, al desarrollarse la física matemática, se hace más importante el papel que desempeñan las convenciones.
Seria, con todo, un grave error pensar que, para Poincaré, la ciencia consiste por entero en convenciones entendidas como definiciones disfrazadas. A esta opinión la tacha él de nominalismo y, atribuyéndosela a Edouard Le Roy, la combate. Para Le Roy, “la ciencia consiste sólo en convenciones y únicamente a esta circunstancia debe su aparente certeza. [...] La ciencia no puede enseñarnos la verdad, sólo puede servirnos de regla para la acción”.[735] A esta teoría le objeta Poincaré que las leyes científicas no son simplemente, como las reglas de un juego, alterables por el común acuerdo de los jugadores, de tal modo que las nuevas reglas sirven tan bien como las antiguas. Por supuesto que podría construirse un conjunto de reglas que no sirvieran a su propósito por ser mutuamente incompatibles. Pero, fuera de este caso, no cabe decir con propiedad que las reglas de un juego sean verificadas o falsadas, mientras que las leyes empíricas de la ciencia son reglas de la acción en tanto en cuanto que predicen, y las predicciones son susceptibles de falsación. En otras palabras, las hipótesis empíricas no son simplemente convenciones o definiciones disfrazadas: tienen un valor cognoscitivo. Y aunque la certeza absoluta no es asequible, puesto que la generalización empírica es, en principio, siempre revisable, hay casos en los que la ciencia alcanza, por lo menos, un alto grado de probabilidad. En la física matemática las convenciones desempeñan un papel; y, como hemos visto, lo que originariamente era generalización empírica puede interpretarse de tal modo que se transforme en una definición disfrazada no susceptible de falsación, por no permitirse, digámoslo así, que sea falsable. Mas esto no altera el hecho de que la ciencia aspira a conocer las relaciones entre las cosas, y predice, y algunas de sus predicciones se verifican, aunque no definitivamente, mientras que otras resultan falsas. Por lo tanto, no puede pretenderse legítimamente que la ciencia consista toda ella en convenciones, ni que, dada la consistencia interna, todo sistema científico sirva tan bien como cualquier otro.
Poincaré emplea a veces el lenguaje de una forma que se presta a discusión. Así, cuando distingue los diferentes tipos de hipótesis, incluye entre ellos las definiciones disimuladas, que, según nos dice, se encuentran especialmente en las matemáticas y en la física matemática.[736] Y a cualquiera se le ocurre el reparo de que debería reservarse el nombre de “hipótesis” para las hipótesis empíricas que son susceptibles de falsación. Pero, prescindiendo de esto, está muy claro que, para Poincaré, las ciencias naturales pueden aumentar nuestro conocimiento, y que este aumento se logra a base de someter a prueba las generalizaciones empíricas que permiten predecir. Verdad es que considera algunas proposiciones empíricas de la ciencia natural como resolubles en un principio o convención y en una ley provisional, o sea, en una hipótesis empírica revisable en principio. Pero el mero hecho de que haga esta distinción está mostrando que, para él, la ciencia no consta simplemente de principios entendidos como convenciones o definiciones disfrazadas. Por consiguiente, el convencionalismo no es más que un elemento de su filosofía de la ciencia.
Para Poincaré, la ciencia aspira a alcanzar la verdad acerca del mundo. Estriba en presuposiciones o supuestos, a cuya base están los de la unidad y la simplicidad de la naturaleza. Vale decir, se presupone que las partes del universo están interrelacionadas de una manera análoga a como lo están unos con otros los órganos del cuerpo vivo. Y la simplicidad de la naturaleza se presupone en cualquier caso, en el sentido de que, si son posibles dos o más generalizaciones, de suerte que tengamos que elegir entre ellas, “para la elección sólo podemos guiarnos por consideraciones de simplicidad”.[737] Y aunque la ciencia estriba en presuposiciones, no por ello aspira menos a la verdad. “A mi entender, el fin es el conocimiento y los medios los constituye la acción.”[738]
Ahora bien, ¿qué es aquello que la ciencia nos capacita para conocer? Ciertamente, no las esencias de las cosas. “Cuando una teoría científica pretende decirnos qué es el calor, o qué es la electricidad, o qué es la vida, está condenada de antemano: todo lo que puede proporcionarnos es una tosca imagen.”[739] El conocimiento que obtenemos mediante la ciencia es un conocimiento de las relaciones entre las cosas. Poincaré utiliza, a veces, un lenguaje sensista y sostiene que lo que podemos conocer son las relaciones entre sensaciones.[740] Pero con esto no es que quiera mantener que no hay nada de lo que nuestras sensaciones sean el reflejo. Más sencillamente, para él la ciencia nos habla de las relaciones entre las cosas y no de las naturalezas interiores de las cosas. Por ejemplo, una teoría de la luz nos dice las relaciones que hay entre los fenómenos sensibles de la luz y no lo que la luz sea en sí misma. Sin duda, Poincaré está dispuesto a sostener que “la única realidad objetiva son las relaciones entre las cosas, de las que se deriva la armonía universal. Es indudable que estas relaciones, esta armonía, no podrían ser concebidas si no hubiese ninguna mente que las concibiera o percibiera. Pero no por eso son menos objetivas, en cuanto que son, serán y seguirán siendo comunes a todos los seres pensantes”.[741]
Quizá se haya dado la impresión de que, si bien Poincaré ciertamente no consideraba convencionales todas las leyes científicas, estimaba que las matemáticas puras dependen por entero de convenciones. Sin embargo, no era así. Pues aunque estuviera plenamente dispuesto a ver ciertos axiomas como definiciones disfrazadas, creía que las matemáticas comprendían también ciertas proposiciones sintéticas a priori, cuya verdad se discernía intuitivamente. No quería aceptar de ningún modo la opinión de que la concepción kantiana de las matemáticas hubiera simplemente caducado. Ni tampoco era Poincaré favorable a tesis como la mantenida, por ejemplo, por Bertrand Russell de que las matemáticas son reducibles a la lógica formal. Por el contrario, criticó.las “nuevas lógicas”, “la más interesante de las cuales es la del señor Russell”.[742]
En su sensismo le influyó a Poincaré el pensamiento de Ernst Mach,[743] mientras que en su concepción de la mecánica parece haberle influido Heinrich Rudolf Hertz (1857-1894).
Como hemos visto, según Poincaré la ciencia se ocupa no de la naturaleza de las cosas en sí mismas, sino de las relaciones entre las cosas tales como se nos aparecen, es decir, entre las sensaciones. Una concepción similar fue expuesta por Pierre Maurice Marie Duhem (1861-1916), físico teórico, filósofo y distinguido historiador de la ciencia. En 1886 publicó Duhem en París una obra sobre termodinámica,[744] y al año siguiente empezó a dar clases en la Facultad de Ciencias de Lille. En 1893 pasó a Rennes, y en 1895 fue destinado a ocupar una cátedra en la Universidad de Burdeos. Su publicación teórica más importante fue La théorie physique, son objet et sa structure (La teoría física, su objeto y su estructura), cuya primera edición apareció en París en 1906.[745] Duhem publicó también varias obras de historia de la ciencia,[746] la más conocida de las cuales es Le systéme du monde. Histoire des doctrines cosmologiques de Platón a Copernic (El sistema del mundo, Historia de las doctrinas cosmológicas desde Platón hasta Copérnico), en 8 volúmenes (París, 1913-1958). En opinión de Duhem, estudiar la historia de la ciencia no era sólo un lujo de eruditos, por así decirlo, algo que pudiera descuidarse sin ningún detrimento para el estudio actual de los problemas científicos. Según lo veía él, era imposible entender del todo una teoría o un concepto científico sin conocer bien sus orígenes y su desarrollo y los de los problemas para cuya resolución habían sido ideados.
Uno de los principales empeños de Duhem es el de hacer una clara separación teórica entre la física y la metafísica. Considera que al metafísico le concierne la explicación, explicar el ser, “despojar a la realidad de las apariencias que la cubren como un velo, para que pueda verse la desnuda realidad misma”.[747] Pero sólo la metafísica plantea la cuestión de si hay una realidad subyacente a las apariencias sensibles y distinta de ellas. En lo que a la física concierne, los fenómenos o apariencias sensibles son todo cuanto hay. Por eso, la física no puede aspirar a la explicación en el sentido mencionado. “Una teoría física no es una explicación. Es un sistema de proposiciones matemáticas, deducidas de un corto número de principios, que aspira a representar tan simple, completa y exactamente como sea posible un conjunto de leyes experimentales.”[748] Ahora bien, una teoría no es exclusivamente una representación de leyes experimentales: es también una clasificación de ellas. Es decir, por razonamiento deductivo muestra esas leyes como consecuencias de ciertas hipótesis o “principios” básicos. Y la prueba de una teoría, por ejemplo de una teoría de la luz, es su acuerdo o su desacuerdo con las leyes experimentales, que representan relaciones entre los fenómenos o apariencias sensibles. “El acuerdo con el experimento es el único criterio de la verdad de una teoría física.”[749] Una teoría física no explica las leyes, aunque sí las coordina sistemáticamente, Ni tampoco las leyes explican la realidad. Duhem, lo mismo que Poincaré, insiste en que lo que nosotros conocemos son relaciones entre fenómenos sensibles. Añade, con todo, que no podemos evitar el sentimiento o la convicción de que las relaciones observadas corresponden a algo que hay en las cosas además de su aparecerse a nuestra sensibilidad. Pero recalca que esto es materia de fe o creencia natural y no algo que pueda probarse en física.
Sabe muy bien Duhem que las teorías científicas permiten hacer predicciones. Podemos “sacar algunas consecuencias que no corresponden a ninguna de las leyes experimentales previamente conocidas y que representan tan sólo posibles leyes experimentales”.[750] Algunas de esas consecuencias son empíricamente comprobables. Y, si se las verifica, aumenta con ello el valor de la teoría. Pero si una predicción que representa la conclusión legítima de una teoría resulta falsa, esto manifiesta que la teoría se debe modificar, pero no que haya que abandonarla del todo. En otras palabras, si suponemos verdadera una determinada hipótesis y deducimos después que, en ese supuesto, ha de ocurrir determinado suceso en determinadas circunstancias, el hecho de que ese suceso ocurra realmente en esas circunstancias no prueba la verdad de la hipótesis. Pues la misma conclusión, a saber, la de que en determinadas circunstancias haya de ocurrir determinado suceso, podría deducirse también de otra hipótesis diferente. En cambio, si el suceso que habría de ocurrir no ocurre de hecho, esto manifiesta que la hipótesis es falsa o que necesita revisión. Por consiguiente, dejando aparte otras razones para cambiar o modificar las teorías, tales como las consideraciones de mayor simplicidad o mayor economía, podemos decir que la ciencia avanza a base de ir eliminando hipótesis más bien que a base de irlas verificando en un sentido fuerte, Una hipótesis científica puede ser definitivamente falsada y, por lo mismo, eliminada, pero nunca puede ser definitivamente probada. Ni hay ni puede haber ningún “experimento crucial” en el sentido que dio Francis Bacón a este término. Pues el físico nunca puede estar seguro de que no sea concebible alguna otra hipótesis que cubra los fenómenos en cuestión.[751] “La verdad de una teoría física no se decide echando a cara o cruz.”[752]
Aunque Duhem está de acuerdo con Poincaré en muchos puntos, se niega a admitir que haya hipótesis científicas que estén fuera del alcance de la refutación experimental y deban ser consideradas como definiciones inafectables por la comprobación empírica. Hay ciertamente hipótesis que, si se las toma por separado, no tienen “significación experimental”[753] y que, por lo tanto, no pueden ser directamente confirmadas o falsadas por la vía experimental. Pero estas hipótesis no existen, de hecho, por separado. Constituyen las fundamentaciones de teorías o de sistemas físicos muy amplios; y nunca deja de ser posible que las consecuencias del sistema tomado como un todo queden experimentalmente refutadas en tal proporción que se venga abajo el sistema entero junto con aquellas hipótesis básicas que, consideradas por separado, no pueden ser directamente refutadas.
Según Duhem, su interpretación de la física es “positivista tanto en sus conclusiones como en sus orígenes”.[754] Las teorías físicas, tal como él las ve, no tienen nada que hacer con las doctrinas metafísicas ni con los dogmas religiosos, y es un error tratar de servirse de ellas con fines apologéticos. Por ejemplo, el intento de demostrar la creación del mundo a partir de la termodinámica (de la ley de la entropía) es un intento mal orientado. Pero de aquí no se sigue, ni mucho menos, que Duhem sea positivista en el sentido de que rechace la metafísica. Lo que a él le importa es distinguir con nitidez entre la física y la metafísica, y no el condenar a ésta. Indudablemente es discutible si se puede hacer una distinción tan tajante como la que Duhem concibe. Pero evidentemente es una gran verdad que la ciencia ha desarrollado de un modo progresivo su autonomía, y también puede asegurarse que quienes han tratado de basar doctrinas metafísicas o religiosas en teorías físicas revisables no estaban bien orientados. En todo caso Duhem no es antimetafísico. En cuanto a la religión, “creo con toda mi alma en las verdades que Dios nos ha revelado y nos ha enseñado mediante su Iglesia”.[755]
Cierta afinidad con las ideas de Poincaré y Duhem salta a la vista en la filosofía de la ciencia de Gastón Milhaud (1858-1918), quien después de ser profesor de filosofía en Montpellier,[756] fue a París en 1909 para ocupar una cátedra, que entonces se creó, de historia de la filosofía en sus relaciones con las ciencias.[757] Por ejemplo, en su Essai sur les conditions et les limites de la certitude logiqu. (Ensayo sobre las condiciones y los límites de certeza lógic., 1894, segunda edición 1895), Milhaud afirma que lo que conocemos de las cosas son las sensaciones que las cosas suscitan en nosotros.[758] Al mismo tiempo está de acuerdo con Poincaré y con Duhem para subrayar la actividad de la mente en la reflexión sobre la experiencia y en el desarrollo de hipótesis científicas. No es Milhaud tan inclinado a hablar de “convenciones”; pero insiste, entre otros sitios en su obra Le rationne. (Lo raciona., 1898), en la espontaneidad de la razón humana.
En cambio, mientras Duhem ponía empeño en sostener que su idea de la ciencia era positivista, con el fin de establecer una distinción tajante entre la ciencia natural y la metafísica, Milhaud llama la atención sobre los errores del positivismo, entendiendo por éste en particular las ideas de Auguste Comte. Así, en la introducción a su obra sobre Les philosophes géomètres de la Grèc. (Los filósofos geómetras de Greci., 1900), alude a la ingenua confianza con que se propuso Comte trazar los límites precisos a los que podía llegar el conocimiento y dentro de los cuales rechazaba él de antemano toda tentativa de cambiar radicalmente las teorías científicas aceptadas, Quiso Comte “atribuir al sistema del conocimiento científico ya adquirido el poder de organizar la sociedad inmediatamente sobre unos fundamentos inquebrantables, o bien, una vez organizada ya la sociedad, prescribir la sumisión de todo a aquel o a aquellos que habrían de tener en sus manos la dirección racional de la humanidad”.[759] El dogmatismo de Comte era, pues, opuesto, no sólo al escepticismo, sino incluso al “espíritu de la libre investigación”.[760] Cierto que Comte creía en el progreso; pero concebía el progreso como un avance hacia un límite o una meta determinados, que era el punto en el que la ciencia podría constituir la base para el tipo de sociedad que él consideraba deseable. De ahí que Comte no recurra a los sueños de un progreso sin fin a que tan aficionados fueron los pensadores del siglo XVIII. En su opinión, la ciencia había llegado ya “si no al término último de su avance, por lo menos al estado de consolidación en el que no eran de prever ulteriores transformaciones radicales, en el que los conceptos fundamentales estaban definitivamente fijados, y en el que los nuevos conceptos no podrían diferir mucho de los antiguos”.[761] Pero ya se ve que a la creatividad de la mente humana no se le pueden poner unos límites así.
En sus comienzos hizo Milhaud una neta distinción entre la matemática pura, basada en el principio de no contradicción, y la ciencia empírica, pero en seguida pasó a recalcar el elemento de decisión racional que se halla presente en todas las ramas de la ciencia. Claro que, con ello, no intentaba sugerir que las hipótesis científicas sean construcciones puramente arbitrarias. A su entender, se basaban en la experiencia o eran sugeridas por ésta y se construían para satisfacer afanes de consistencia lógica y también demandas prácticas y estéticas, Pero se resistió a admitir que la- lógica o la experiencia necesitaran en rigor teorías científicas. Éstas expresan la creatividad de la mente humana, aunque la actividad creadora se guía, en la ciencia, por la decisión racional y no por el capricho. Además, nunca podemos decir que el conocimiento científico haya alcanzado su forma definitiva. No podemos excluir de antemano las transformaciones radicales. Hay, sin duda, una meta ideal, pero es una meta que se aleja de continuo, aun cuando el progreso es real. Si pensamos que el positivismo de Comte representa el tercer estadio del pensamiento humano, debemos añadir que este estadio ha de ser trascendido, porque constituye un obstáculo para la actividad creativa de la mente.[762]
Hemos visto que Duhem distinguía tajantemente entre la ciencia por un lado y la metafísica u ontología por otro. Bastante diferente fue la idea que de la naturaleza de la ciencia tuvo Emile Meyerson (1859-1933). Nacido en Lublín, de padres judíos, estudió clásicas y después química en Alemania,[763] En 1882 se estableció en París y, posteriormente, después de la Guerra de 1914-1918, se naturalizó adquiriendo la ciudadanía francesa. Nunca ocupó ningún puesto académico oficial, pero fue un pensador influyente. En 1908 publicó en París su conocido libro Identité et réalit. (Identidad y realida.)[764] y en 1921 una obra en dos volúmenes sobre la explicación en las ciencias: De l’explication dans les science.. A estas publicaciones les siguieron un libro sobre la teoría de la relatividad, La déduction relativiste (1925), una obra en 3 volúmenes sobre las formas del pensamiento, Du cheminement de la pensé. (1931), y un librito sobre la teoría de los cuantos, Réel et déterminismo dans la physique quantiqu. (Lo real y el determinismo en la física cuántic., 1933). Una colección de ensayo. (Essai.) apareció postumamente en 1936.
En primer lugar, Meyerson se opone con vigor a una concepción positivista de la ciencia que la restrinja a interesarse simplemente por la predicción y el control o la acción. Según el positivista, la ciencia formula leyes que representan las relaciones entre los fenómenos o apariencias sensibles, leyes que nos capacitan para predecir y nos sirven así para actuar y controlar los fenómenos. Por supuesto que Meyerson no quiere negar que la ciencia nos capacita de hecho para predecir y amplía nuestra área de control, pero se niega a admitir que éste sea el fin primario o el ideal operativo de la ciencia. No es exacto decir que la ciencia tiene por único fin la acción, ni que solamente la gobierna el deseo de economía en esta acción. La ciencia trata también de hacernos entender la naturaleza. Tiende, de hecho, como dice Le Roy, a la “progresiva racionalización de lo real”.[765] La ciencia se basa en el presupuesto de que la realidad es inteligible, y confía en que esta inteligibilidad se irá haciendo cada vez más manifiesta. La tendencia de nuestra mente a comprender está en la base de toda investigación y búsqueda científica. Por eso es un error seguir a Francis Bacon, Hobbes y Comte definiendo la meta de la ciencia simplemente en términos de predicción con miras a la acción. “En el fondo, la teoría positivista está basada en un palpable error psicológico.”[766]
Si la ciencia estriba en el presupuesto de que la naturaleza es inteligible e intenta descubrir este carácter suyo inteligible, no podemos mantener legítimamente que las hipótesis y teorías científicas sean simples construcciones intelectuales carentes de peso ontológico. “La ontología va a una con la ciencia misma y no puede ser separada de ella.”[767] Suena muy bien todo eso de que hay que despojar a la ciencia de ontologías y metafísicas; pero el hecho es que hasta esa misma pretensión implica una metafísica o teoría acerca del ser. En particular, la ciencia no puede prescindir del concepto de cosas o substancias. Por mucho que el positivista asegure que la ciencia sólo se ocupa de formular leyes y que el concepto de cosas o substancias que sean independientes de la mente puede ser echado por la borda, lo cierto es que la idea misma de ley, en cuanto que expresa relaciones, presupone la idea de cosas relacionadas. Y si se objeta que el concepto de cosas existentes independientemente de la conciencia pertenece a la esfera del ingenuo sentido común y debe ser abandonado si queremos ponernos al nivel de la ciencia, puede replicarse que “los seres hipotéticos de la ciencia son, en realidad, más cosas que las cosas del sentido común”.[768] Es decir, los átomos o los electrones, por ejemplo, no son objetos directos de los sentidos, no son datos sensibles. Y, por lo tanto, ejemplifican el concepto de cosa (como algo que existe independientemente de la sensación) con mayor claridad que los objetos que sentimos y percibimos al nivel del sentido común. La ciencia tiene su punto de partida en el mundo del sentido común, y cuando transforma o abandona los conceptos del sentido común, “lo que adopta es tan ontológico como lo que abandona”.[769] De acuerdo con Meyerson, quienes piensan de otro modo es porque no comprenden la naturaleza de la ciencia en su funcionamiento, en su actual realidad; y esos mismos producen teorías sobre la ciencia que están llenas de implicaciones ontológicas, de las que ellos no parecen percatarse en absoluto. La idea positivista de separar a la ciencia de toda ontología “no es apropiada ni para la ciencia de hoy ni para la que la humanidad ha conocido en cualquiera de las épocas de su desarrollo”.[770]
Se ha hecho referencia al sentido común. Una de las convicciones más firmes de Meyerson es la de que la ciencia es “sólo una prolongación del sentido común”.[771] De ordinario suponemos que nuestra percepción de los objetos es algo simple y primitivo. Si analizamos la percepción, llegamos por último a estados de conciencia o a sensaciones. Para construir una percepción a partir de los datos subjetivos primitivos, tenemos que introducir la memoria. De lo contrario, no podríamos explicar nuestra confianza en que seguiremos teniendo posibilidades de sensación. Pero en la construcción del mundo del sentido común vamos todavía más lejos. Empleamos, aunque desde luego no explícitamente o con reflexión consciente, el principio de causalidad para construir el concepto de objetos físicos permanentes. Así que el sentido común está todo él transido de ontología o metafísica. Explicamos nuestras sensaciones diciendo que son causas de las mismas los objetos físicos. Al nivel del sentido común hipostasiamos nuestras sensaciones tanto como podemos, atribuyendo, por ejemplo, olores y otras cualidades a los objetos, mientras que la ciencia transforma los objetos. Pero la ciencia tiene su punto de partida en el sentido común y prolonga nuestro uso del principio de causa. Las entidades postuladas por el científico podrán diferir de las del sentido común, pero a la física le es tan imposible como al sentido común prescindir del concepto de cosas o substancias y de la explicación causal. El concepto de ley, estableciendo relaciones entre los fenómenos, no es suficiente de por sí.
Dado este punto de vista, compréndese que insista Meyerson en que la ciencia es explicativa y no simplemente descriptiva. Por mucho que Comte y otros hayan intentado arrojar fuera de la ciencia la explicación y las teorías explicativas, la verdad es que “la existencia de la ciencia explicativa es un hecho”[772] un hecho que no puede ser pasado por alto por muy ingeniosas consideraciones que se hagan sobre aquello en que el científico se ocupa. Un fenómeno es explicado en tanto en cuanto se lo deduce de antecedentes que pueden ser descritos como la causa de ese fenómeno, o, para emplear la terminología leibniziana, como su razón suficiente, es decir, suficiente para producir el fenómeno en cuestión. “Puede definirse la causa como el punto de partida de una deducción, cuyo punto de llegada es el fenómeno.”[773] Verdad es, sigue diciendo Meyerson, que en la ciencia no hallamos en realidad deducciones que correspondan del todo a un concepto abstracto de lo que debiera ser la explicación deductiva. Pero aunque esto muestra que en la ciencia, como en otros campos, el hombre persigue un fin que trasciende su capacidad, no muestra que su búsqueda y prosecución no existan. La tendencia a explicar los fenómenos implica el presupuesto de que la realidad es inteligible o racional. El intento de entender la realidad tropieza con resistencias, bajo la forma de lo irracional, de lo que no puede hacerse plenamente inteligible. Mas esto en nada afecta al hecho innegable de que la ciencia aspira a la explicación.
Está claro que Meyerson asemeja la relación causal a la de implicación lógica. Ciertamente, ve la explicación causal como un proceso de identificación. En tanto en cuanto se explica un fenómeno deduciéndolo de sus antecedentes, se lo identifica con estos antecedentes. “El principio de causalidad es simplemente el principio de identidad aplicado a la existencia de objetos en el tiempo.”[774] Que la mente busca la persistencia a través del movimiento y del tiempo se puede ver, por ejemplo, en su formulación de principios como los de la inercia, la conservación de la materia y la conservación de la energía. Pero, llevada al límite, la demanda de explicación causal es una demanda de identificación de la causa y el efecto hasta tal punto que los dos coincidan, que el tiempo quede eliminado y nada suceda. En otras palabras, la razón anhela un mundo eleático, “un universo eternamente inmutable”,[775] un universo en el que, paradójicamente, no haya causalidad y nunca suceda nada. Como concepto límite, el mundo que satisficiera plenamente tal anhelo de identificación sería un mundo del que habrían sido eliminados los diferentes cuerpos por reducción de los mismos al espacio, o sea, a la no-entidad. Pues lo que ni actúa ni es causa de cosa alguna es como si no fuese.
Naturalmente que Meyerson no se ha despedido por completo de sus sentidos. No cree, de hecho, que la ciencia vaya a llevar nunca al acosmismo como conclusión definitiva. Ciertamente a Meyerson se le conoce como filósofo de la ciencia, pero es ante todo un epistemólogo, en cuanto que lo que le interesa es desarrollar una crítica de la razón. Quiere descubrir los principios que rigen el pensamiento humano.[776] Y para llevar a cabo esta tarea no recurre a la introspección ni a una reflexión a priori, sino a “un análisis a posteriori del pensamiento expreso”.[777] Dicho de otro modo, examina los productos del pensamiento. Y su atención se centra, principal aunque no exclusivamente, en la ciencia física. En este campo encuentra que la mente aspira a entender los fenómenos a través de la explicación causal, que el principio de causalidad, en su forma pura, por así decirlo, es el principio de entidad aplicado a objetos que están en el tiempo, y que a lo que la razón tiende a priori es, más bien, a la identificación. En su actividad, la mente se gobierna por el principio de identidad. Meyerson pasa después a mostrar qué tipo de universo satisfaría, en su opinión, este anhelo de identificación, si el mismo pudiese proceder incontrastado y sin tropezar con ninguna resistencia. De hecho, empero, no procede incontrastado, y encuentra resistencias: No podemos superar la irreversibilidad del tiempo ni la realidad del devenir o cambio. “La identidad es el eterno entramado de nuestra mente”;[778] pero la ciencia viene a estar cada vez más dominada por elementos empíricos que militan contra la voluntad de identificación. El universo, tal como nos lo presenta la ciencia, no es, pues, un universo parmenídeo. Este sigue siendo un concepto límite, un fin o proyecto innato de la mente, su tendencia a priori a la identificación, supuesto que no encuentre resistencia.
La cuestión quizá pueda expresarse de esta forma: Digan lo que dijeren los positivistas, la ciencia es explicativa. La ciencia ejemplifica un afán de entender por medio de la explicación causal, un afán que pertenece a la mente humana como tal y que se halla ya presente y es operativo al nivel del sentido común. Este enfoque presupone que la realidad es inteligible o racional. Y como, según Meyerson, la busca de explicación causal está regida por el principio de identidad, si la realidad fuese completamente racional sería un ser idéntico consigo mismo, causa de sí mismo o causa sui, Pero el ser completamente idéntico consigo mismo sería equivalente al no-ser. La ciencia no puede llegar a una causa sui. Y, en todo caso, la realidad no es enteramente irracional en el sentido mencionado. Con la ciencia moderna nos hemos ido percatando cada vez más de la irreversibilidad del tiempo y de la emergencia de novedades. La realidad, tal como es construida por la ciencia, no encaja del todo en el esquema del racionalismo. De lo cual no se sigue que la ciencia no sea explicativa. Es decir, la ciencia entraña siempre la tendencia a entender por medio de la explicación causal. Pero nunca puede hallar un lugar de reposo definitivo. “Lo irracional”, en el sentido de lo imprevisto e imprevisible, irrumpe por doquier, como en la física cuántica. El comportamiento de los seres vivos no puede deducirse simplemente de lo que sabemos del modo de proceder de los cuerpos inorgánicos. Y aun cuando lleguen a explicarse algunos fenómenos aparentemente irracionales, no hay garantía ninguna de que el científico no tenga que vérselas con otros nuevos, ni de que nuevas teorías no vayan a suplantar o a modificar profundamente las de sus predecesores. Hemos tenido un Einstein. Puede que haya otros, “Jamás seremos capaces realmente de deducir la naturaleza. [...] Siempre tendremos necesidad de nuevas experiencias y éstas originarán siempre nuevos problemas, harán estallar (éclater) —para decirlo con Duhem— nuevas contradicciones entre nuestras teorías y nuestras observaciones.”[779] El anhelo o impulso de la razón sigue siendo el mismo. “Todo el mundo, siempre y en todas las circunstancias, ha razonado y razona todavía de un modo esencialmente invariable.”[780] Pero la razón no puede alcanzar su meta ideal. Tiene que adaptarse a la realidad empírica.
Y la ciencia, tal como existe, ejemplifica la dialéctica entre el impulso de la razón, que postula el carácter completamente racional de la realidad, y los obstáculos con que constantemente tropieza.
Meyerson se interesó por los sistemas filosóficos y aplicó sus ideas, por ejemplo, a la filosofía de la naturaleza de Hegel. Trató Hegel de someter lo que él consideraba lo irracional al dominio de la razón. Y legítimamente no podemos objetar nada a su intento de entender y explicar. Pues “la razón ha .de tender a someter a su dominio todo lo que no procede de ella; tal es su función propia, ya que esto es lo que llamamos razonar. Mas aún, hemos visto, en nuestro libro precedente, que la ciencia explicativa no es otra cosa que una operación que se prosigue de acuerdo enteramente con este ideal”,[781] Sin embargo, el hecho es que a la realidad no se la puede forzar ni someter tanto como se lo figuran quienes construyen sistemas deductivos omnicomprensivos. Éstos fracasan todos inevitablemente. Y su fracaso constituye una buena prueba de que lo “irracional” no puede ser totalmente dominado por la razón deductiva.
Evidentemente, en cierto sentido Meyerson simpatiza sin reservas con el ideal matemático-deductivo del conocimiento. Es lo que, en su opinión, la razón se esfuerza por alcanzar y por lo que siempre se seguirá esforzando. Pero la naturaleza existe independientemente de nosotros, aunque sólo llegue a ser conocida mediante nuestras sensaciones, a través de las apariencias sensibles de las cosas. Nosotros no podemos reconstruir simplemente la naturaleza a base de deducción. Hemos de recurrir a la experiencia. Los caminos de la naturaleza difieren seguramente de los de la pura razón. Y esto pone límites a nuestra potencia de dominio conceptual. El filósofo que produce un sistema deductivo omniabarcador trata de someter completamente la naturaleza a las demandas de la razón. Pero la naturaleza es refractaria a ello y se toma su venganza. De ahí que la ciencia, tal como existe en realidad, haya de ser a la vez deductiva y empírica. Avanza, ciertamente, en el proceso de comprensión; pero siempre ha de estar preparada para las sorpresas y las sacudidas y dispuesta a revisar sus teorías. La razón busca y persigue una meta ideal, que es puesta por la esencia o naturaleza de la razón. Pero la llegada a esa meta límite de la aspiración es algo que se aleja incesantemente. En un sentido, la razón padece frustramiento. Pero en otro sentido no. Pues si se alcanzase del todo la meta, no habría ya ciencia.
Según Meyerson, como acabamos de ver, la razón, regida en su funcionamiento por el principio de identidad, busca un Uno parmenídeo, una causa sui en la que, superada la diversidad, se realice la perfecta identidad de la razón consigo misma. Cierto que esta meta límite nunca será alcanzada. Pues los estallidos de la novedad y de lo imprevisible impiden a la razón llegar a un reposo definitivo. Pero permanece el límite ideal, el de una explicación completa de todos los eventos o fenómenos para la identificación de su causa última. En lenguaje kantiano, este límite ideal es una idea reguladora de la razón.
Tal vez pueda verse por lo menos alguna afinidad entre la idea de Meyerson de la razón y la de André Lalande (1867-1964), editor del conocido Vocabulaire technique et critique de la philosophi..[782] En Lalande desaparecen los acentos eleáticos, pero él pone muy de realce un movimiento hacia la homogeneidad y la unificación y subraya el papel desempeñado por la razón en este movimiento tal como se da en la vida humana. En 1899 publicó una tesis con la que se oponía a la sustentada por Herbert Spencer de que el movimiento de la evolución es un movimiento diferenciador, que va de lo homogéneo a lo heterogéneo.[783] Lalande no negaba, por supuesto, que en la evolución hay un proceso de diferenciación; pero sostenía que era mucho más importante el movimiento de lo que llamaba él “disolución” o “involución”.[784] En la naturaleza este movimiento puede verse en la entropía, en la creciente inutilidad de la energía calorífera y en la tendencia hacia un equilibrio cuyo resultado sería una especie de muerte térmica.[785] En la esfera orgánica se da, sin duda, un proceso de diferenciación, un movimiento de lo homogéneo a lo heterogéneo; pero el movimiento de la vida es comparable al de un objeto lanzado al aire: la energía o el ímpetu vital acaba gastándose del todo, y los seres vivos se reducen, al fin, a materia inanimada. A largo plazo, la homogeneidad prevalece sobre la heterogeneidad, la asimilación sobre la diferenciación.
La verdad es que Herbert Spencer, en su teoría general de la evolución, dio cabida a una alternancia de diferenciación y disolución o, según diría Lalande, involución.[786] Mas, como decidido campeón de la libertad individual y resuelto adversario de la teoría orgánica del Estado,[787] Spencer no podía menos de considerar la creciente diferenciación, el auge de la heterogeneidad, como la meta deseable del desarrollo de la sociedad humana y como la señal inconfundible del progreso. Aquí Lalande se aparta de él. Porque no cree que los procesos de la naturaleza sean objetos apropiados de los juicios morales. Pero en la esfera de la vida humana le parece que el movimiento hacia la homogeneidad es deseable y es factor de progreso. En otras palabras, Lalande considera que su naturaleza y sus tendencias biológicas impelen al hombre a centrarse en sí egoístamente, a separarse de los demás seres humanos. El movimiento deseable es aquel que tienda a hacer a los hombres’ no más diferentes sino más semejantes unos a otros, y ello no en virtud de una uniformidad impuesta o que elimine nuestra libertad humana, sino más bien mediante la común participación en el reino de la razón, de la moral y del arte. El movimiento de la vida biológica es diferenciante, divisorio. En cambio, la razón tiende a unificar y a asimilar.
En la ciencia, la función unificadora de la razón es obvia. Los particulares se agrupan bajo los universales, es decir, en clases; y hay la tendencia a coordinar los fenómenos bajo leyes cada vez menores en número y más generales. En las esferas del pensamiento lógico y de la investigación científica la razón asimila en el sentido de que tiende a hacer que todo el mundo piense igual, aunque cada cual tenga diferentes sentimientos. Es obvio que el sentir puede influir en el pensar; pero la cuestión es que, en la medida en que la razón triunfa, une más que divide a los hombres. Aunque parezca que, cuantas más aplicaciones técnicas tiene la ciencia, más se van identificando los individuos con las funciones que desempeñan, hasta hacerse miembros de un organismo social, según Lalande el aumento de la técnica sirve para liberar al individuo. Es innegable que en la sociedad moderna los hombres y las mujeres tienden a hacerse cada vez más semejantes y que se produce una cierta uniformidad; pero en este mismo proceso se liberan de antiguas tiranías, como la de la familia patriarcal, y el auge de la especialización deja libre a la gente para disfrutar de los valores culturales comunes, por ejemplo, los estéticos. La tendencia asimiladora de la sociedad moderna, con el hundimiento de las viejas jerarquizaciones, es, al mismo tiempo, un proceso de liberación del individuo. El hombre se hace libre para participar más plenamente en su común herencia cultural.
Sabido es que algunos escritores han visto en el desarrollo de la sociedad moderna un proceso de nivelación que tiende a producir una uniforme mediocridad dañosa para la personalidad individual, mientras que otros han encomiado la identificación, según ellos la interpretan, del individuo con su función social. El aumento de la homogeneidad puede interpretarse como equivalente al crecimiento del que Nietzsche llamó el “Monstruo del Frío” o como algo que lleva en la dirección de una sociedad totalitaria. Lalande propone un punto de vista diferente, viendo a la sociedad moderna como potencialmente liberadora del individuo en cuanto que le enriquece introduciéndole al común mundo cultural de la razón y del arte. Las urgencias biológicas son divisorias; la razón, la moral y la estética son factores unificantes. No tiene, pues, por qué sorprender que en una obra sobre La raison et les norme. (La razón y las norma.), publicada en 1948, criticase Lalande a los fenomenólogos y a los existencialistas. Por ejemplo, mientras que los fenomenólogos insistían en que los conceptos de espacio y tiempo se originan en la experiencia del individuo como ser que está en el mundo, Lalande subrayaba el espacio y el tiempo comunes de los matemáticos y de los físicos, en los que veía la obra unificadora de la razón.
Lalande escribió específicamente sobre la filosofía de la ciencia. En 1893 publicó la primera de las numerosas ediciones de su Lectures sur la philosophie des science. (Lecturas sobre la filosofía de las ciencia.) y en 1929 Les théories de l’induction et de l’experimentatio. (Las teorías de la inducción y de la experimentació.). Pero su pensamiento abarcaba mucho más que lo que corrientemente pudiera presentarse como filosofía de la ciencia. Pues lo que le importaba era poner de realce el movimiento de “involución” y el papel desempeñado en el mismo por la que él llamó “razón constituyente”. La ciencia es un campo en el que la razón unifica. Pero hay otro campo, el de la moral, en el que la razón es capaz de promover el acuerdo y producir una ética seglar o laica. En general, la razón fomenta el mutuo entendimiento y la cooperación entre los seres humanos. Los esfuerzos con que se dedicó Lalande a editar y reeditar su Vocabulair. tenían por base este supuesto.
Meyerson y Brunschvicg recalcaron ambos el impulso a la unificación que en la ciencia se manifiesta. Tal actitud era bastante natural, no sólo porque armonizaba bien con las exigencias de su filosofía en general, sino también porque la unificación de los fenómenos constituye claramente un aspecto real de la ciencia. No es necesario hablar de la identificación ni seguir a Meyerson en su introducción de temas parmenídeos para ver que, cuando la mente se enfrenta con una pluralidad de fenómenos, la unificación conceptual constituye un aspecto real del entender. El dominio conceptual no puede obtenerse sin la unificación. O, más bien, él mismo es un proceso de unificación. A la vez, es posible recalcar el pluralismo que hay en la ciencia, sus elementos de discontinuidad y la pluralidad de las teorías. Brunschvicg, según vimos, prestaba atención a este aspecto. Pero una cosa es hallar cabida para los hechos dentro del marco de una filosofía idealista que enaltezca la naturaleza del espíritu o la mente como una unidad, y otra muy distinta subrayar y encomiar aquellos aspeaos de la historia de la ciencia que no armonizan tan fácilmente con la idea general de que la razón va imponiendo de modo progresivo su propia unidad y homogeneidad a los fenómenos.
El énfasis con que insistió en la pluralidad y la discontinuidad fue característico de la filosofía de la ciencia de Gaston Bachelard (1884-1962). Después de haber estado empleado en el servicio postal, se licenció en matemáticas y en ciencias y, a continuación, enseñó física y química en su ciudad natal, Bar-sur-Aube. En 1930 obtuvo el puesto de profesor de filosofía en la Universidad de Dijon,[788] y diez años después pasó a París a enseñar historia y filosofía de la ciencia. Publicó numerosas obras: en 1928, un Essai sur la connaissance approché. (Ensayo sobre el conocimiento aproximativ.), en 1932 Le pluralisme cohérent de la chimie modern. (El pluralismo coherente de la química modern.), en 1933 Les intuitions atomistique. (Las intuiciones atomista.), en 1937 La continuité et la multiplicité temporelle. (La continuidad y la multiplicidad temporale.) y L’expérience de l’espace dans la physique contemporain. (La experiencia del espacio en la física contemporánea), en 1938 La formation de l’esprit scientifiqu. (La formación del espíritu científic.), en 1940 La philosophie du no. (La filosofía del n.), en 1949 Le rationalisme appliqu. (El racionalismo aplicad.), en 1951 L’activité rationaliste de la physique contemporain. (La actividad racionalista de la física contemporáne.) y en 1953 Le matérialisme rationne. (El materialismo raciona.). Bachelard se interesó también por la relación entre las actividades de la mente en la ciencia y en la imaginación poética. En este campo publicó algunas obras como La psychoanalyse du fe. (Psicoanálisis del fueg., 1938), L’eau et les rêve. (El agua y los sueño., 1942), L’air et les songe. (El aire y los sueño., 1943), La terre et les rêveries de la volont. (La tierra y las ensoñaciones de la volunta., 1948), La poétique dé l’espac. (La poética del espaci., 1957) y La flamme d’une chandell. (La llama de una candel., 1961).
En opinión de Bachelard, lo que los existencialistas dicen acerca del absurdo o carencia de sentido del mundo es una exageración ilegítima. Cierto que las hipótesis y teorías científicas son creación de nuestra mente; pero a la ciencia le es necesaria la comprobación empírica o experimental, y el hecho innegable de que en el desarrollo del conocimiento científico se combinan y complementan la razón y la experiencia no permite sostener que el mundo sea de suyo completamente ininteligible y que la inteligibilidad no sea más que una imposición mental. Ahora bien, considerando la naturaleza y el curso de este combinarse la razón y la experiencia, vemos que no se puede decir propiamente que el progreso científico sea un continuo avance en el que la razón no haga más que ir ampliando el coherente sistema del saber ya adquirido. Algunos filósofos se dan por satisfechos con sentar unos primeros principios e interpretar luego la realidad como ejemplificación o cumplimiento de los mismos, encerrándola así en el marco de unas concepciones previas. Al material que no encaje bien en ese marco tales pensadores podrán considerarlo siempre poco significativo o ilustrador de la naturaleza contingente, y hasta irracional, de lo dado. Su filosofía no pasa de ser “una filosofía del filósofo”[789] y tiene poco que ver con la ciencia. ‘En el aumento del conocimiento científico es un rasgo esencial la discontinuidad. Nuevas experiencias nos fuerzan a decir “no” a viejas teorías, y el modelo de interpretación que se queda viejo lo hemos de sustituir con otro nuevo. Incluso puede que tengamos que cambiar conceptos o principios que hasta entonces habían parecido básicos. La mentalidad genuinamente científica es una mentalidad abierta. Nunca pretenderá, por ejemplo, rechazar la mecánica cuántica y su reconocimiento de algún grado de indeterminismo simplemente porque no encaje en un entramado sacrosanto. Puede que haya que negar unos marcos conceptuales en favor de otros nuevos, aunque naturalmente también éstos están expuestos a que se los niegue en el futuro. La filosofía de la ciencia debe ser pluralista, abierta a la diversidad de enfoques y perspectivas. El viejo ideal racionalista deductivo de Descartes y otros está hoy desacreditado y es insostenible. La razón ha de seguir a la ciencia. Esto es, debe aprender las varias formas que hay de razonar viendo su funcionamiento en las ciencias.[790] “La doctrina tradicional de una razón absoluta y sin cambios es sólo una filosofía. Es una filosofía periclitada, acabada.”[791]
En su Philosophie du no., Bachelard no entiende, desde luego, por el “no” una mera negación, La nueva física, por ejemplo, no niega simplemente o cancela la física clásica, sino que da nuevos significados a los conceptos clásicos, interpretándolos en un nuevo contexto. Más que simple rechazo, la negación es un rechazo dialéctico. Al mismo tiempo, insiste Bachelard en la discontinuidad, en la ruptura conceptual y en la “trascendencia” respecto a los niveles anteriormente establecidos. Por ejemplo, la representación científica del mundo trasciende su representación precientífica. Hay una ruptura entre la conciencia ingenua y la conciencia científica. Pero dentro de la ciencia misma hay también rupturas. Por ejemplo, la ciencia era en otro tiempo una especie de sentido común organizado, que se ocupaba o bien de objetos concretos o bien de objetos que reunían las cosas concretas del sentido común lo bastante como para hacerlas imaginables. Pero con el advenimiento de las geometrías no euclidianas, de teorías del mundo expresables tan sólo matemáticamente y de conceptos de “objetos” que ya no son cosas imaginables como las del sentido común, la ciencia ha pasado a ocuparse, según Bachelard, de relaciones más que de cosas. Mirando más allá de las cosas y de los objetos inmediatos, la ciencia busca hoy relaciones matemáticamente formidables, Y con ello ha tenido aquí lugar una “desmaterialización del materialismo”.[792] En el enfoque realista el pensamiento tiende a fosilizarse; pero la crisis del descubrimiento le obliga a entrar en un proceso de abstracción que es posibilitado por las matemáticas. Surge así un mundo científico que no es ya comunicable a la mente no científica y que dista mucho no sólo del mundo de la conciencia ingenua sino también de aquel mundo imaginable de la ciencia de antaño.
La actividad creadora de la mente se ejemplifica, insiste Bachelard, tanto en la obra de la razón científica como en la de la imaginación poética, pudiéndose descubrir, en su opinión, sus raíces por medio del psicoanálisis. Pero aunque la ciencia y la poesía (o el arte en general) manifiestan la actividad creadora de la mente, lo hacen en diferentes direcciones. En el arte proyecta el hombre sus sueños, los productos de su imaginación, sobre las cosas, mientras que en la ciencia moderna la mente trasciende al sujeto y ai objeto para ir a buscar relaciones matemáticamente formidables. Respecto a esta esfera de la razón científica, Bachelard está obviamente de acuerdo con Brunschvicg tanto en el rechazo de categorías y modelos fijos como en la opinión de que la razón llega a conocer su naturaleza a base de reflexionar sobre su funcionamiento real y sobre su desarrollo histórico. Para Bachelard, la naturaleza de la razón se revela, así, pluriforme y plástica o cambiante. Pero si preguntamos por qué la razón, en su actividad creadora, construye el mundo de la ciencia, la respuesta, aunque Bachelard no la da con claridad, será presumiblemente parecida a la que daba Brunschvicg, o sea, que la mente persigue la unificación. La insistencia en la discontinuidad, en la revisabilidad y en el carácter no definitivo de los conceptos, modelos y teorías científicas no va, realmente, en contra de esto. Pues Brunschvicg mismo tampoco consideraba que al hombre le fuese asequible una unificación o asimilación completa y definitiva del saber. Cierto que los presupuestos y concepciones marcadamente idealistas de Brunschvicg están ausentes del pensamiento de Bachelard, pero a la opinión de este último de que el hombre moderno está proyectando o creando un mundo de relaciones extremadamente abstracto, en el que se deja atrás o por lo menos se transforma el materialismo, no costaría mucho darle, si se quisiera, un tono idealista.
Ya hemos hecho notar el vivo interés que recientemente han mostrado algunos filósofos de la ciencia francesa por los temas epistemológicos. En este campo los filósofos mencionados arriba manifestaban una fuerte reacción, por una parte, contra el positivismo y, por otra, contra el ideal cartesiano del conocimiento. Insistían en la inventiva y la creatividad de la mente y en el carácter aproximativo y revisable de su interpretación de la realidad. Duhem era un poco la excepción. Pues aun estando bastante de acuerdo con el convencionalismo de Poincaré, se preocupó por separar la ciencia de la ontología y la metafísica. Pero, generalmente hablando, se vio a las ciencias como la corporeización del afán que sentía el espíritu por comprender el mundo unificando los fenómenos. Y las ideas de la inventiva y la creatividad de la mente y del carácter esencialmente revisable de las hipótesis y teorías científicas estaban basadas, como és obvio, en la reflexión sobre la historia de la ciencia. Dicho con otras palabras, era el estado actual de la ciencia lo que invitaba a concluir que la descripción puramente racionalista y deductiva de las operaciones mentales y la manera un tanto ingenua como concebía Comte el conocimiento positivo quedaban desacreditadas por igual. Además, filósofos como Brunschvicg y Bachelard vieron claramente que ni el puro racionalismo ni tampoco el empirismo puro podían proporcionar una explicación satisfactoria de la ciencia tal como ésta existe de hecho. Quizá nos inclinemos a pensar que los filósofos de la ciencia franceses fueron demasiado “filosóficos”. Pero, en cualquier caso, ellos trataron de aclarar y explicitar sus posiciones filosóficas, aunque no siempre lo lograran en un grado muy conspicuo.