Capítulo XII
EL TOMISMO EN FRANCIA

1. Puntualidadones introductorias.

Sería una inexactitud decir que el resurgimiento del tomismo en el siglo XIX se originó con la publicación, en 1879, de la encíclica Aeterni Patri. del papa León XIII. Pero el hecho de que el pontífice en su encíclica afirmara el valor permanente del tomismo y exhortara a los filósofos católicos a inspirarse en el Aquinate a la hora de desarrollar su pensamiento de un modo adecuado a las necesidades intelectuales modernas dio ciertamente un poderoso impulso a un movimiento que ya existía. Aquella recomendación papal del tomismo produjo, como era lógico, muchos y diversos efectos. Por un lado animó a que se formara, especialmente en los círculos clericales y en los seminarios e instituciones académicas de la Iglesia, algo así como el programa oficial de un partido estricto, una especie de ortodoxia filosófica. Dicho con otras palabras, se la pudo utilizar en pro de la subordinación de la filosofía a los intereses teológicos y como respaldo de las actividades de los tomistas rígidos y de mentalidad estrecha, que se mostraban suspicaces y aun hostiles para con los pensadores católicos más originales e independientes, tales como Maurice Blondel. Por otro lado, la exhortación a repasar las enseñanzas de un eminente pensador de la Edad Media y a aplicar los principios de su doctrina a los problemas que se plantean en la moderna situación cultural contribuyó indudablemente a promover la reflexión filosófica seria. Piénsese lo que se quiera sobre el valor perenne de la doctrina del Aquinate, había mucho que decir a favor de un iniciarse en la filosofía con la ayuda del sistema de un pensador eminente y del pensar siguiendo unas líneas sistemáticas, es decir, ateniéndose a ciertos principios filosóficos básicos y a su aplicación, en vez de seguir el flojo e insípido eclecticismo que había tendido a prevalecer en las instituciones académicas eclesiásticas.

Debería haberse evitado la exageración. La aprobación oficial de una determinada línea de pensamiento podía producir, y produjo de hecho, un espíritu partidista estrecho y polémico. Verdad es que el tomismo no les fue nunca impuesto a los filósofos católicos de un modo que implicase que formaba parte de la fe católica. Teóricamente se siguió respetando la autonomía de la filosofía. Pero es innegable que en algunos círculos se dio una marcada tendencia a presentar el tomismo como la única línea de pensamiento filosófico que estaba realmente en conformidad con la teología católica. La teoría era, desde luego, que si lo estaba era por ser verdadera, y no que hubiese que juzgarla verdadera por estar en tal conformidad. Pero no puede ignorarse el hecho de que en muchas instituciones eclesiásticas el tomismo, o lo que se consideraba como tomismo, llegó a ser enseñado dogmáticamente, de una manera análoga a como se enseña hoy el marxismo-leninismo en los centros educacionales dominados por los comunistas. A la vez, el movimiento de “retorno a Santo Tomás” pudo obviamente estimular a las inteligencias más capaces para que intentaran hacerse de nuevo con el espíritu del Aquinate y crear una síntesis apropiada en vista de la situación cultural contemporánea. Nadie negará que ha habido filósofos tomistas que han adoptado los principios del tomismo no porque se les enseñó a hacerlo así sino porque llegaron a convencerse de su validez, y que han procurado aplicar esos principios a la problemática moderna de un modo constructivo. A este desarrollo positivo del pensamiento tomista ha hecho Francia notables aportaciones, que son las que aquí nos interesan.

2. D. J. Mercier.

El resurgir del tomismo debió mucho en sus primeros tiempos a Désiré Joseph Mercier (1851-1926) y a los colaboradores que éste tuvo en Lovaina. Después de haber enseñado filosofía en el seminario de Malinas, fue nombrado Mercier profesor de filosofía tomista en la Universidad de Lovaina en 1882. En 1888 fundó la Sociedad Filosófica de Lovaina, y en 1889 llegó a ser el primer presidente del Instituto de Filosofía de aquella Universidad, fundado poco antes. La Reme néo-scolastique (hoy Revue philosophique de Louvain) empezó a ser publicada por la Sociedad Filosófica bajo la dirección de Mercier. Durante sus años de docencia Mercier trabajó infatigablemente para desarrollar el tomismo a la luz de los problemas modernos y de la filosofía contemporánea. Entre sus escritos hay dos volúmenes de Psicología (1892), una obra de Lógica (1894), un libro de Metafísica general u Ontologí. (1894) y un tratado de Teoría del Conocimient., Critériologie genéral. (Criteriología genera., 1899). En líneas generales, Mercier trató de desarrollar una metafísica realista en diálogo crítico con el empirismo, el positivismo y la filosofía de Kant. Pero insistió también mucho en que era necesario tener unos conocimientos científicos de primera mano y relacionar positivamente la filosofía con las ciencias. El mismo escribió sobre psicología experimental y, a través del Instituto de Filosofía, alentó la formación de un equipo no sólo de filósofos sino también de científicos, tales como el psicólogo experimental Albert-Edouard Michotte (1881-1965) que había estudiado en Alemania con Wundt y Külpe. Actualmente los escritos filosóficos de Mercier parecen un tanto pasados de moda; pero de lo que no cabe duda es de que contribuyó realmente a poner el tomismo en mayor contacto con la filosofía y el pensamiento científico contemporáneos y a hacerlo intelectualmente respetable. En 1906 recibió la mitra arzobispal de Malinas, y al año siguiente, el capelo cardenalicio.

Aunque Mercier admiraba a Kant en algunos aspectos, criticó extensamente lo que le parecía haber en Kant de subjetivismo, así como su restricción del campo de la metafísica. Durante bastante tiempo fue Kant uno de los principales espantajos de los escolásticos. Pero posteriormente otro belga, Joseph Maréchal, del que diremos después más cosas, adoptó una postura mucho más positiva, tratando, como si dijéramos, de apropiarse a Kant e intentando luego rebasarle. Dudan algunos de si al llamado tomismo trascendental que es el que procede de Maréchal, puede dársele propiamente el nombre de tomismo, pero en cualquier caso su desarrollo es una expresión del notorio cambio de actitud de los tomistas respecto a otras corrientes de pensamiento de la filosofía moderna. Hoy día el tomista ortodoxo, del tipo de Jacques Maritain, ha llegado a ser, en comparación, raro.

La distensión de las actitudes polémicas por parte de los filósofos tomistas gracias a un genuino esfuerzo por penetrar, comprender y valorar otras corrientes de pensamiento ha venido acompañada en años recientes de una notable disminución de la insistencia con que la Iglesia animaba y promovía una línea filosófica determinada. Por ejemplo, el Concilio Vaticano II tuvo mucho cuidado de no pronunciarse en materias filosóficas. Además, numerosos teólogos católicos se preocupan hoy comprensiblemente de recalcar la independencia de la fe con respecto a cualquier sistema filosófico, incluido el tomismo, mientras que otros prefieren buscar una base filosófica, por ejemplo, en la antropología de Martín Heidegger. Asimismo, ciertos desarrollos del pensamiento teológico han tendido a debilitar la idea de que las creencias cristianas tengan que expresarse en categorías tomadas de una tradición filosófica particular. Es, en efecto, cuestionable si los teólogos lograrán seguir su camino sin la filosofía con tanta facilidad como algunos de ellos parecen darlo por descontado. Pero lo cierto es que la situación de “sierva de la teología”, a la que más arriba hicimos referencia, ha cambiado enormemente.

Dado lo distinto de la situación, cabe sostener que el ímpetu del resurgente tomismo se ha agotado. Siendo menor su respaldo oficial y yendo en auge las tendencias teológicas hostiles a la utilización de la metafísica para fines apologéticos, cuando no a la metafísica misma, es natural que haya una fuerte reacción contra el tomismo. Claro que puede ser que algún día se renueve el interés por el espíritu y las formas de pensar del Aquinate. Pero, felizmente, al autor de estas páginas no le toca prestar oídos a audaces profecías. Su tarea consiste sólo en hacer algunas apreciaciones sobre el tomismo en Francia.

3. Garrigou-Lagrange y Sertillanges.

Francia ha contribuido de manera muy destacada al desarrollo del tomismo en el mundo moderno. Uno de los principales promotores de esta corriente, Réginald Garrigou-Lagrange (1877-1964), renombrado filósofo y teólogo dominico, ha sido, según numerosos opinantes, portavoz de un neotomismo de vía un tanto estrecha, preocupado exclusivamente por mantener y difundir una ortodoxia integrista. Pero, a pesar de que su visión era algo limitada,[680] contribuyó con sus escritos a alzar el estandarte del pensamiento en los círculos tomistas. Opuesto al modernismo, publicó en 1909 Le sens commun, la philosophie de l’être et les formules dogmatique. (El sentido común, la filosofía del ser y las fórmulas dogmática.). Su conocidísimo libro de teología natural, Dieu son existence et sa natur. (Dios, su existencia y naturale.), apareció en 1915.[681] En 1932 publicó Le réalisme du principe de finalit. (El realismo del principio de finalida.), y en 1946 La synthèse thomist. (La síntesis tomist.).[682] Publicó también tratados teológicos y libros sobre la espiritualidad y el misticismo cristianos, algunos de los cuales han sido traducidos a numerosas lenguas.

Otro nombre que hay que citar obligadamente es el de Antonin-Dalmace Sertillanges (1863-1948), también dominico. Sertillanges fue un prolífico escritor que trató de hacer comprender la aplicabilidad y la fecundidad de los principios tomistas en varios campos y dedicó especial atención a las relaciones entre filosofía y cristianismo. Su obra más conocida es, probablemente, su S. Thomas d’Aquin, la primera edición de la cual, en dos volúmenes, apareció en 1910.[683]

Otras publicaciones sobre el Aquinate incluyen un estudio de su ética, La philosophie morale de S. Thomas d’Aqui. (La filosofía moral de Santo Tomás de Aquin., 1914, última edición en 1942), y Les grandes thèses de la philosophie thomist.,[684] que apareció en 1928. Una obra en dos volúmenes sobre la relación entre la filosofía y el cristianismo, Le christianisme et les philosophie., fue publicada en 1939-1941, y otra también en dos volúmenes sobre Le problème du ma. (El problema del ma.), en 1949-1951. Entre otros escritos podemos mencionar un libro sobre el socialismo y el cristianismo, Socialisme et christianism. (1905) y otro sobre el pensamiento de Claude Bernard, La philosophie de Claude Bernar. (1944).

4. J. Maritain.

Pero los dos nombres que sobre todo se asocian con la puesta del tomismo sobre el tapete, es decir, con el sacarlo de un círculo más bien estrecho y predominantemente eclesiástico y hacerlo respetable a los ojos del mundo académico, son los de Jacques Maritain y Étienne Gilson. El profesor Gilson es de sobra conocido por sus estudios históricos, que le han ganado un respeto hasta entre quienes no simpatizan particularmente con el tomismo. Maritain es, primero y ante todo, un filósofo teórico. Gilson, como le corresponde a un historiador, se ha interesado por exponer el pensamiento del Aquinate en su marco histórico y, por lo tanto, en su contexto teológico. Maritain se ha ocupado más de exponer el tomismo como una filosofía autónoma capaz de entrar en diálogo con otras filosofías sin apelar a la revelación y cuyos principios son válidos para solucionar los problemas modernos. Dada la animadversión con que no infrecuentemente miran los teólogos, incluidos los teólogos católicos, a la metafísica, y dada también la natural reacción producida en los colegios y seminarios católicos contra el adoctrinamiento en lo que venía a ser un tomismo rígido y parcial, es comprensible que a Maritain en particular se le tenga comúnmente por pasado de moda y que sus escritos no estén ya tan en boga como lo estuvieron antaño.[685] Pero esto no quita que sea, probablemente, la suya la mayor contribución individual al resurgimiento del tomismo, que tan fuerte impulso había recibido ya con la encíclica Aeterni Patris en 1879.

Jacques Maritain nació en París en 1882. Al comenzar sus estudios en la Sorbona, esperaba de la ciencia la solución de todos los problemas; pero fue liberado del ciencismo por la influencia de las lecciones de Henri Bergson. En 1904 se casó Maritain con Raissa Oumansoff, condiscípula suya, y en 1906 se convirtieron ambos al catolicismo por la influencia de Léon Bloy (1846-1917), el famoso escritor católico francés que se opuso vigorosamente al aburguesamiento de la sociedad y de la religión. En 1907-1908 estudió Maritain biología en Heidelberg con el neovitalista Hans Driesch.[686] A continuación, se dedicó a estudiar las obras de Santo Tomás de Aquino y se convirtió en ferviente discípulo suyo. En 1913 pronunció una serie de conferencias sobre la filosofía de Bergson[687] y en 1914 recibió el encargo de explicar filosofía moderna en el Instituto Católico de París. Ha enseñado también en el Instituto Pontificio de Estudios Medievales de Toronto, en la Universidad de Columbia y en Notre Dame, donde se instituyó en 1958 un centro de promoción de estudios siguiendo las directrices de su pensamiento. Terminada la Segunda Guerra Mundial, Maritain fue embajador de Francia ante la Santa Sede de 1945 a 1948, y después enseñó en la Universidad de Princeton. Posteriormente vivió retirado en Francia. Murió en 1973.

Se ha dicho a veces que mientras Gilson se niega a aceptar el llamado problema crítico por considerarlo un pseudo problema, Maritain lo admite. Pero esta afirmación es, si se la toma a la letra, desorientadora, pues sugiere que Maritain comienza su filosofar o bien tratando de probar, en abstracto, que podemos tener conocimiento, o bien siguiendo a Descartes en el tomar la conciencia de sí por dato innegable y tratando luego de justificar nuestra creencia natural de que tenemos conocimiento de objetos exteriores al yo o de que hay cosas que corresponden en la realidad a nuestras ideas acerca de ellas. Si se entiende de este modo el problema crítico, Maritain, como Gilson, también lo excluye. Porque no trata de probar a priori que el conocimiento es posible. Y ve con claridad que, si nos encerramos en el círculo de nuestras ideas, nos quedamos ya ahí sin poder salir. Es realista, y ha insistido siempre en que, cuando yo conozco a Juan, lo que conozco es a Juan mismo, al Juan de la realidad, y no a mi idea de Juan.[688] Pero, a la vez, Maritain admite ciertamente el problema crítico, si por éste se entiende la reflexión de la mente sobre su conocimiento pre-reflexivo con miras a responder a la pregunta: ¿qué es el conocimiento? Inquirir en abstracto si puede haber conocimiento y tratar de responder a esta cuestión de un modo puramente a priori es meterse en un callejón sin salida. En cambio, se concibe muy bien otro planteamiento de la cuestión que lleve a conocer el conocimiento mediante la reflexión de la mente sobre su propia actividad al conocer algo.

La pregunta “¿qué es el conocimiento?” sugiere, empero, que haya una sola especie de conocimiento, mientras que Maritain se ha preguntado si no son discernibles diferentes modos de conocer la realidad. Ha escrito mucho en el campo de la teoría del conocimiento, pero su obra más conocida sobre el tema es, probablemente, Distinguer pour unir, ou Les degrés du savoir, cuya primera edición salió al público en 1932.[689] Una de sus preocupaciones, en este y en otros escritos, es la de interpretar el conocimiento de tal suerte que se dé cuenta de él como conocimiento del mundo que no sólo permite sino que también requiere la filosofía de la naturaleza en particular y la metafísica en general. En Los grados del saber, expresa Maritain su acuerdo con Meyerson en cuanto a que el interés por la ontología, es decir, por la explicación causal, no es ajeno a la ciencia tai como ésta existe en realidad (lo cual es distinto de lo que pueda decirse acerca de ella); pero sostiene que el carácter matemático de la física moderna ha dado por resultado la construcción de un mundo que dista tanto del mundo de la experiencia ordinaria que llega a hacérsenos prácticamente inimaginable. Por supuesto, Maritain nada tiene que objetar a la matematización de la física. “Ser experimental (en su materia) y deductiva (en su forma, pero sobre todo respecto a las leyes que rigen las variaciones de las cantidades implicadas), es el ideal propio de la ciencia moderna.”[690] Pero opina que “el encuentro de la ley de causalidad, inmanente a nuestra razón, con la concepción matemática de la naturaleza, da por resultado la construcción en la física teórica de universos cada vez más geometrizados, en los que entidades causales ficticias con base en la realidad (entia rationis cum fundamento in r.), cuya función es servir de soporte a la deducción matemática, acaban por incluir un registro muy pormenorizado de causas o condiciones reales empíricamente determinadas”.[691] La física teórica proporciona ciertamente conocimiento científico, en el sentido de que nos capacita para predecir y dominar los eventos de la naturaleza. Pero las funciones de sus hipótesis son pragmáticas. No suministran un conocimiento cierto del ser de las cosas, de su estructura ontológica. Y en El alcance de la razón Maritain aprueba y recomienda las opiniones del Círculo de Viena sobre la ciencia. Como era de esperar, rechaza la tesis de que “todo lo que no tiene sentido para el hombre de ciencia no tiene sentido en modo alguno”.[692]Pero en lo que respecta a la ciencia misma y a su estructura lógica, en lo referente a aquello que tiene un sentido para el hombre de ciencia como tal, “el análisis de la Escuela de Viena creo —dice— que es, en general, exacto y que está bien fundado”.[693] Sin embargo, Ma-ritain sigue todavía convencido de que aunque la ciencia construye entia rationis que poseen valor pragmático, está inspirada por un deseo de conocer la realidad, y que la ciencia misma da origen a “problemas que van más allá del análisis matemático de los fenómenos sensibles”.[694]

La física teórica es, pues, para Maritain algo así como un cruce de la ciencia puramente observacional o empírica, por un lado, con la matemática pura, por el otro. Es “una matematización de lo sensible”.[695] En cambio, el objeto de la filosofía de la naturaleza es la esencia del “ser móvil en cuanto tal y los principios ontológicos que dan razón de su mutabilidad”.[696] Versa sobre la naturaleza del continuo, de la cantidad, del espacio, del movimiento, del tiempo, de la substancia corpórea, de la vida vegetativa y de la vida sensitiva, y así sucesivamente. El objeto de la metafísica no es el ser móvil en cuanto ser móvil, sino el ser en cuanto ser. De manera que su campo es más amplio y, según Maritain, profundiza más, Todo esto está enmarcado en una teoría de los grados de abstracción basada en Aristóteles y en el Aquinate. La filosofía de la naturaleza, igual que la ciencia, hace abstracción de la materia como principio individuante (es decir, no se ocupa de las cosas particulares en cuanto tales); pero sigue aún tratando del ser material como de aquel que no puede existir sin materia ni es concebible sin ella. Las matemáticas versan en gran parte sobre la cantidad y las relaciones cuantitativas concibiéndolas en abstracción de la materia, aunque la cantidad no puede existir sin la materia. Finalmente, la metafísica incluye el conocimiento de aquello que no sólo puede concebirse sin materia sino que también puede existir sin ella. Está “en el grado más puro de abstracción, porque es el que más dista de los sentidos; se abre a lo inmaterial, a un mundo de realidades que existen o pueden existir aparte de la materia”.[697]

Casi no es necesario decir que Maritain está reafirmando la concepción de la jerarquía de las ciencias derivada de Aristóteles y de Santo Tomás de Aquino. Claro que, dentro de este esquema, ha de buscar un sitio apropiado para la ciencia moderna, pues la ciencia física, según se ha venido desarrollando desde el Renacimiento, no es ya la misma que lo que Aristóteles llamaba “física”.[698] Básicamente, empero, el esquema es el mismo, aunque, como el Aquinate, también Maritain pone en la cumbre de las ciencias a la teología cristiana, que se basa en premisas reveladas. Teología aparte, la metafísica es la suprema de las ciencias, siendo concebida la ciencia, al modo aristotélico, como conocimiento de las cosas por sus causas. Nadie podría acusar a Maritain de falta de valor en la expresión de sus convicciones. Admite, desde luego, que la metafísica es “inútil”, en el sentido de que es contemplativa, no experimental, y de que desde el punto de vista de quien desee hacer descubrimientos empíricos o aumentar nuestro dominio sobre la Naturaleza, la metafísica hace una figura muy pobre en comparación con la de las ciencias particulares. Pero insiste en que la metafísica es un fin, no un medio, y en que le revela al hombre “los valores auténticos y su jerarquía”,[699] proporciona un centro a la ética y nos introduce a lo eterno y absoluto.

Recalca Maritain que, si él adopta los principios de Aristóteles y del Aquinate, es porque estos principios son verdaderos, no porque provengan de aquellos venerables personajes. Pero como su metafísica es sustancialmente la de Santo Tomás, en todo caso una vez separada de la teología cristiana, resultaría inapropiado resumir aquí su contenido.[700] Baste con decir que al Aquinate, por su énfasis sobre el esse (ser en el sentido de existencia), le presenta como al genuino “existencialista”, aunque Maritain no es hombre que desdeñe las “esencias”, que él piensa que se captan como contenidas en el existente, aunque la mente las considera en abstracción. Más que tratar de resumir la metafísica tomista, es preferible prestar atención a los dos siguientes puntos:

En primer lugar, aunque Maritain nunca desprecia, ni mucho menos, la actividad de la razón discursiva, y aunque critica lo que considera exagerado menosprecio por Bergson de la inteligencia y del valor cognoscitivo de los conceptos, siempre ha estado dispuesto a admitir otros modos de conocer distintos de los ejemplificados en las “ciencias”. Sostiene, pongamos por caso, que puede haber un conocimiento no conceptual, pre-reflexivo. Puede haber, así, un conocimiento implícito de Dios que no sea reconocido como tal conocimiento de Dios por quien lo tiene. En virtud del dinamismo interno de la voluntad, la elección del bien en contra del mal entraña una afirmación implícita de Dios, del Bien mismo, como meta última de la existencia humana. Es éste “un conocimiento de Dios puramente práctico, no conceptual ni consciente, un conocimiento que puede coexistir con una irrelevancia teórica de Dios”.[701] Asimismo, Maritain ha escrito sobre lo que él llama “conocimiento por connaturalidad”. Este conocimiento se da, por ejemplo, en el misticismo religioso. Pero desempeña también un papel en nuestro conocimiento de las personas. Y otra de sus modalidades, distinta de la del misticismo, es el “conocimiento poético”, que se produce “por la instrumentalidad de la emoción, que, recibida en la vida preconsciente del entendimiento, se hace intencional e intuitiva”[702] y tiende por su naturaleza misma a la expresión y a la creación. El conocimiento por connaturalidad se da también mucho en la experiencia moral. Pues aunque la filosofía moral[703] pertenece al uso racional, conceptual y discursivo de la razón, en modo alguno se sigue de ello que el hombre adquiera así, por este camino de lo racional, sus convicciones morales. Al contrario, la filosofía moral presupone juicios morales que expresan un conocimiento por connaturalidad, una conformidad entre la razón práctica y las inclinaciones esenciales de la naturaleza humana,

En segundo lugar, Maritain ha intentado desarrollar la filosofía tomista social y política, aplicando sus principios a los problemas modernos. Según nuestro pensador, si el Aquinate hubiese vivido en la época de Galileo y Descartes, habría liberado a la filosofía cristiana de la mecánica y la astronomía de Aristóteles sin dejar de seguir siendo fiel a los principios de la metafísica aristotélica. Y, si viviese en el mundo actual, liberaría al pensamiento cristiano de “las imágenes y fantasías del Sacrum imperium”[704] y de los anticuados esquemas y procedimientos de su época. Al planear una base filosófica para el cumplimiento de tal tarea recurre Maritain a la distinción, que encontramos también en el personalismo de Mouníer, entre “individuo” y “persona”. Aceptando la teoría aristotélico-tomista de la materia como principio de individuación, describe la individualidad como “aquello que excluye de uno mismo a todos los demás hombres” y como “la menesterosidad del ego, incesantemente amenazado y siempre dispuesto a acaparar para sí”,[705] La personalidad es la subsistencia del alma espiritual en cuanto comunicada al compuesto ser humano y que se caracteriza por el autodonarse en la libertad y en el amor. En el ser humano concreto la individualidad y la personalidad están naturalmente combinadas, siendo el hombre como es una unidad. Pero puede haber sociedades que no tomen al hombre en cuenta como persona y le consideren simplemente como individuo. Esas sociedades sobrestiman a los individuos precisamente como a particulares y distintos, despreciando lo universal, según sucede en el individualismo burgués, que corresponde, filosóficamente, al nominalismo. O, por el contrario, puede que sobrestimen tanto lo universal que los particulares se le hayan de subordinar por completo, como ocurre en los diversos tipos de sociedades totalitarias, que corresponden filosóficamente al ultrarrealismo, para el que el universal es una realidad subsistente. El “realismo moderado” de Santo Tomás hallaría su expresión, dentro del campo sociopolítico, en una sociedad de personas que satisficiese las necesidades de los seres humanos como individuos biológicos pero estuviese a la vez fundada en el respeto a la persona humana en cuanto que ésta trasciende el nivel biológico y trasciende también toda sociedad temporal. “El hombre no es en modo alguno para el Estado. El Estado es para el hombre.”[706] Si añadimos que durante la Guerra Civil Española se declaró Maritain en favor de la República, comprenderemos que fuese muy mal visto en determinados círculos. Políticamente era más bien de izquierdas que de derechas.

5. Étienne Henri Gilson

Étienne Henri Gilson nació en París en 1884 e hizo sus estudios universitarios en la Sorbona. Después de la Primera Guerra Mundial, en la que prestó servicios como oficial, fue nombrado profesor de filosofía en Estrasburgo. Pero en 1921 aceptó la cátedra de historia de la filosofía medieval en la Sorbona, puesto que conservó hasta que fue designado para ocupar una cátedra similar en el Colegio de Francia en 1932. Fundó y dirigió los Archives d’histoire doctrinale et littéraire du moyen ag. y también la serie de Études de philosophie médiéval.. En 1929 cooperó en la fundación del Instituto de Estudios Medievales de Toronto, y después de la Segunda Guerra Mundial fue director de este centro. En 1947 fue miembro electo de la Academia Francesa.

Aconsejado por Lévy-Bruhl, estudió Gilson las relaciones de Descartes con la escolástica. Su tesis principal de doctorado versó sobre La liberté che Descartes et la théologi. (La libertad en Descartes y la teologí., 1913) y la tesis menor se intituló Index scolastico-cartesie. (Indice escolástico-cartesian., 1913). Pero el mejor fruto de la investigación sugerida a Gilson por Lévy-Bruhl fueron los Etudes sur le rôle de la pensée médiévale dans la formation du système cartésie. (Estudios sobre el papel que tuvo el pensamiento medieval en la formación del sistema cartesian.), trabajo que apareció en 1930. Entre tanto, Gilson había estudiado a Santo Tomás de Aquino, y en 1919 publicó la primera edición de Le thomisme. Introduction à l’étude de S, Thomas d’Aqui..[707] La primera edición de La philosophie au moyen âg. fue publicada en 1922.[708] Siguieron otras obras sobre San Buenaventura,[709] San Agustín,[710] San Bernardo,[711] Dante[712] y Duns Escoto.[713] Gilson ha colaborado también en la producción de varios volúmenes sobre filosofía moderna,

A pesar de su pasmosa productividad en el campo histórico, que no se limita a los escritos arriba citados, Gilson ha publicado también obras en las que expone tesis filosóficas personales, aunque a menudo desarrolla sus opiniones en un marco o contexto histórico.[714] Uno de los rasgos característicos de su planteamiento filosófico es su rechazo de la primacía del llamado problema crítico. Si anulamos, por así decirlo, todo nuestro conocimiento actual y tratamos después de decidir a priori si es posible el conocimiento, nos creamos un pseudoproblema. Pues ni siquiera podríamos plantear la cuestión si no supiésemos lo que es el conocimiento. Y esto lo sabemos por el hecho mismo de estar conociendo algo. En otras palabras, es en el acto de conocer algo y por el hecho mismo de estarlo conociendo como la mente se percata de su capacidad de conocer. En opinión de Gilson, la actitud del Aquinate en esta materia fue mucho más acertada que la de aquellos filósofos modernos que han creído que el modo apropiado de iniciar la filosofía era debatir la cuestión de si podemos conocer algo que no sean los contenidos subjetivos de nuestra mente.

El realismo de Gilson es también evidente en su crítica a la filosofía que él califica de “esencialista”. Si tratamos de reducir la realidad a conceptos claros y distintos, universales por su naturaleza, omitimos el acto del existir, que es el acto de las cosas singulares o individuales. Según Gilson, este acto no es conceptualixable, pues la existencia, el existir, no es una esencia sino el acto por el que una esencia existe. Sólo se le puede captar en la esencia y a través de la esencia, como acto suyo que es, y es afirmado en el juicio existencial, que debe distinguirse del juicio descriptivo. El tomismo, en cuanto que se interesa por la realidad existente, es el auténtico “existencialismo”. A diferencia de las filosofías que se presentan hoy como existencialistas, el tomismo no interpreta la “existencia” con estrechez de miras, en el sentido de algo peculiar del hombre. Ni excluye tampoco la esencia. Pero se interesa ante todo por la realidad como existente y por la relación entre la existencia recibida o participada y el acto infinito en el que esencia y existencia se identifican. Para Gilson, uno de los principales representantes de la filosofía esencialista fue Christian Wolff; en cambio, el origen de su propia línea de pensamiento hay que ir a buscarlo a la Edad Media, donde Santo Tomás de Aquino es, para él, el principal exponente de la filosofía existencial.

Otro de los rasgos característicos de la mentalidad de Gilson es su negarse a entresacar de la totalidad de la obra de Santo Tomás una filosofía tomista-capaz, de sostenerse por sí sola como pura filosofía. Ciertamente no niega que la distinción hecha por el Aquinate entre la filosofía y la teología es una distinción válida. Pero insiste en que resultaría artificioso sacar de su marco teológico una filosofía en la que la selección y el orden de los temas vienen determinados por fines teológicos o por su contexto teológico. Además, le parece claro a Gilson que las creencias teológicas, por ejemplo en la libre creación divina, han tenido gran influencia sobre la especulación filosófica, y que, digan lo que quieran algunos tomistas, lo que en realidad hacen es filosofar a la luz de sus creencias cristianas, aunque de ello no se sigue en modo alguno que su razonamiento filosófico haya de ser inválido, ni tampoco que hayan de apelar a premisas teológicas. En otras palabras, Gilson ha mantenido que puede haber una filosofía cristiana que sea genuinamente filosófica, aunque su carácter de cristiana no sería averiguable con sólo inspeccionar sus argumentos lógicos. Pues si tal fuese el caso, se trataría más bien de teología que de filosofía. Pero la comparación entre las filosofías muestra que puede haber una filosofía que, permaneciendo genuinamente filosófica, no se priva de la luz que proporciona la revelación. Este punto de vista ha originado mucha discusión y controversia. Algunos autores han sostenido que hablar de filosofía cristiana es tan impropio como hablar de matemáticas cristianas. Pero Gilson ha seguido manteniendo su tesis. En la medida en que ésta es el juicio de un gran estudioso que ve con claridad la influencia ejercida sobre la filosofía por la fe cristiana, especialmente en los períodos patrístico y medieval, no hay dificultad ninguna en aceptarla. Porque difícilmente podrá negarse que bajo la influencia de la fe cristiana los conceptos derivados del pensamiento griego recibieron a menudo un nuevo sello o carácter, se sugirieron temas originales, y la filosofía, cultivada en su mayor parte por teólogos, sirvió para difundir la concepción general del mundo propia del cristianismo. Ahora bien, mientras son muchos los que pretenden que la filosofía se hizo adulta sólo al separarse de la teología cristiana y lograr con ello plena autonomía, Gilson insiste en que aún queda lugar para una filosofía auténtica, cultivada no simplemente por cristianos sino por los filósofos como cristianos. Rechaza él, indudablemente con acierto, la pretensión de que los cristianos que desarrollan, por ejemplo, la teología natural no estén influidos en modo alguno por sus antecedentes, creencias. Pero no faltan quienes concluyan que entonces se trata de casos de apologética y no de auténtica filosofía. Podría redargüírseles diciendo que eso de la filosofía completamente autónoma es un mito, y que, cuando la filosofía no es la sierva de la teología, es la sierva de alguna otra cosa, siendo siempre, en definitiva, “parasitaria”. Pero a la pregunta de si el filosofar en pro del desarrollo de una visión del mundo cristianamente comprensiva es o no un filosofar auténtico, probablemente como mejor se responderá es examinando ejemplos.

Por los títulos de las obras arriba mencionadas se ve en seguida que Gilson, como Maritain, ha escrito también sobre estética. En un sentido general, su punto de vista es tomista. El arte lo considera como un hacer o producir objetos bellos cuya contemplación causa placer o goce. Pero de esta visión del arte como acción creadora saca Gilson la conclusión de que es un error grave pensar que la imitación pertenece a la esencia o naturaleza del arte. El arte abstracto, como tal, no necesita especial justificación. Si una determinada pintura, por ejemplo, es o no es genuina obra de arte, está claro que no puede establecerse mediante el razonamiento filosófico. Ahora bien, si el arte es creador, no hay ninguna buena razón para considerar las obras no figurativas como deficientes, y menos aún para juzgarlas indignas de que se las tenga como obras de arte.

6. P. Rousselot y A. Forest.

Hemos hecho mención de Garrigou-Lagrange, Sertillanges, Maritain y Gilson. No es posible, ni deseable, enumerar aquí a todos los tomistas franceses. Sin embargo, habida cuenta de su influencia, debemos mencionar a Pierre Rousselot (1878-1915), teólogo y filósofo jesuita que sucumbió mientras prestaba sus servicios en la Primera Guerra Mundial. En los círculos teológicos se le conoce por sus opiniones al analizar la fe; pero su principal publicación es L’intellectualisme de S, Thomas d’Aqui. (El intelectualismo de Santo Tomás de Aquin.),[715] en la que arguye que la tendencia del entendimiento hacia el Ser es expresión de un dinamismo de la voluntad, o sea, del amor, que solamente puede hallar su meta en Dios. Dicho con otras palabras, trata de hacer ver que el Aquinate fue un árido intelectualista, a base de revelar la orientación dinámica que subyace en el fondo del espíritu humano y da origen al movimiento de la mente en la reflexión filosófica.

Ideas parecidas se encuentran en los escritos de Aimé Forest (nacido en 1898), que fue nombrado profesor de filosofía en Montpellier en 1943. Autor de obras sobre Santo Tomás de Aquino,[716] por lo que más se le conoce es por su desarrollo de la idea de “consentimiento” al ser,[717] en el que se muestra influido por varios filósofos franceses modernos. En primer lugar, consentir al ser significa consentir a un movimiento del espíritu humano por el que éste no queda detenido en la realidad empírica sino que la trasciende, yendo hacia el fundamento último de todo ser finito. Como la mente puede detenerse, o intentar detenerse, en lo empíricamente dado, se requiere el consentimiento o la opción para reconocer el reino de los valores y pasar más allá, hacia Dios, que es el único que hace inteligible la realidad empírica. En segundo lugar, consentir al ser implica considerar la existencia finita como un don, que suscita una respuesta en el espíritu humano. En otras palabras, con Forest la metafísica del ser asume un carácter religioso y también ético.

6. J. Maréchal.

Es obvio que Garrigou-Lagrange miraba a la mayoría de los filósofos modernos como “adversarios”, como defensores de posiciones más o menos opuestas a la verdad representada por las doctrinas de Santo Tomás de Aquino. En Maritain y en Gilson hallamos, sin duda, inteligentes discusiones del desarrollo y las corrientes del pensamiento filosófico moderno; pero era tal su realismo que por fuerza habían de considerar los procedimientos, digamos, de Descartes y Kant como aberraciones. De lo cual no se sigue en manera alguna, por ejemplo, que Gilson sea incapaz de apreciar los logros de Kant, dadas las premisas de éste. Pero está claro que, para Gilson, lo que debería haberse evitado ante todo eran tales premisas. Es innegable que todo pensador eminente manifiesta su talento en el modo de desarrollar las implicaciones de sus premisas y en cómo se libra de incurrir en cualquier eclecticismo de componendas que pretenda combinar a toda costa elementos de suyo incompatibles. Pero el tener este talento constitutivo no implica que sean válidas las premisas de las que se parte.

Actitud mucho más positiva para con la filosofía moderna, especialmente respecto a Kant, fue la que adoptó Joseph Maréchal (1878-1944), jesuita belga que enseñó filosofía en la casa de estudios de los jesuítas de Lovaina de 1919 a 1935. Doctor en ciencias por la Universidad de Lovaina, había estudiado también psicología experimental y psicoterapia en Alemania, y su interés por la psicología de la religión halló expresión en los dos volúmenes de sus Eludes sur la psychologie des mystique.,[718] que aparecieron respectivamente en 1924 y 1937. Pero por lo que más se le conoce es por su Point de départ de la métaphysiqu.,[719] particularmente por el Cahier quinto, que es un volumen sobre el tomismo en confrontación con la filosofía crítica de Kant (Le thomisme devant la philosophie critiqu.). Ni que decir tiene que Maréchal no es tan poco avisado como para pretender que Santo Tomás de Aquino, en el siglo XIII, proporcionó anticipadamente todas las soluciones a problemas planteados siglos después por Immanuel

Kant en muy diferente contexto histórico. Sí que sostiene, empero, que la antinomia kantiana entre el entendimiento y la razón pura, con sus implicaciones para la metafísica, se puede superar desarrollando una síntesis a base de una idea del dinamismo intelectual que está virtualmente presente, según opina él, en el pensamiento de Santo Tomás y a la que Kant, dado lo que piensa de la actividad mental, debería haber prestado mayor atención. En otras palabras, Maréchal no confronta simplemente la filosofía kantiana, tal como es en sí misma, con el tomismo tradicional para argüir después que éste es superior, sino que, utilizando una idea que cree ser básica en el pensamiento de Santo Tomás, desarrolla la filosofía crítica de tal modo que quede superada la antinomia entre el entendimiento y la razón pura y se trascienda el agnosticismo kantiano.

El Cuaderno quinto consta de dos partes complementarias. Tienen las dos por punto de partida el objeto inmanente, es decir, interior a la conciencia. La primera parte está dedicada a lo que Maréchal presenta como una metafísica crítica del objeto, y la segunda a una crítica trascendental. En la primera de estas críticas se considera el objeto como estrictamente intencional y, por ello, como teniendo referencia ontológica, mientras que en la segunda crítica el objeto se toma como fenómeno. Pero aquí no podemos entrar en detalles. Para resumir diremos que Maréchal, adoptando el procedimiento kantiano, inquiere las condiciones a priori del conocimiento o de la posibilidad de objetivación. A su modo de ver, la más importante condición a priori, que a Kant se le pasó por alto, es el dinamismo intelectual del sujeto en cuanto orientado al Ser absoluto. No es que Maréchal postule, como tampoco lo hizo Kant, una intuición intelectual del Absoluto o de Dios en sí. Pero considera el acto del juicio, que pone al sujeto frente al objeto y por encima de éste, como una realización parcial de la orientación dinámica del entendimiento y como un apuntar el espíritu más allá de sí mismo. Dicho con otras palabras, todo juicio afirma implícitamente el Absoluto, que se revela no como el objeto directo de una intuición intelectual sino como la condición a priori de toda objetivación y la meta última del movimiento de nuestra inteligencia. La afirmación de la existencia de Dios es, así, una necesidad especulativa, y no simplemente un postulado práctico.

Se le ha objetado a Maréchal que supone ilegítimamente que el método kantiano de reflexión trascendental es “neutral”, en el sentido de que su empleo puede capacitarnos para sacar conclusiones que van más allá de todo lo contemplado por Kant, especialmente para establecer la existencia de Dios. Una vez hayamos adoptado —dicen— el punto de partida y el método kantianos, será inútil que intentemos superar el agnosticismo de Kant. Se ha objetado también que Maréchal confunde el entendimiento con un apetito natural o tendencia volicional prerreflexiva. Pero lo que Maréchal sostiene es que no se puede hacer una separación justificable entre la función formalmente cognoscitiva del entendimiento y su tendencia dinámica. Aquélla ha de interpretarse a la luz de ésta. Además, el hecho de que Kant reconoció la actividad de la mente muestra que debería haber reflexionado sobre el dinamismo del entendimiento como una condición a priori del conocer. Para Maréchal, de todos modos, su desarrollo de Kant no está en contradicción con las exigencias del enfoque crítico.

Podemos tener a Maréchal por el iniciador de la corriente de pensamiento a la que suele llamarse “tomismo trascendental”. Sin que neguemos por esto que hubo también en ese sentido otras influencias anteriores, por ejemplo el pensamiento de Blondel. Pero Maréchal consideraba que Blondel era demasiado proclive al voluntarismo; y él, por su parte, acentuó un dinamismo intelectual que creía hallarse implícito en la filosofía del Aquinate y que, si se desarrollara, capacitaría al tomismo para satisfacer la demanda de la filosofía moderna, en cuanto representada por Kant y Fichte, es decir, la exigencia del “giro trascendental” como a veces se la describe, y, al mismo tiempo, le capacitaría para superar el agnosticismo que había hecho de Kant el espantajo de los neoescolásticos. Pues, como hemos visto, estaba convencido de que siguiendo el método de que el pensamiento reflexione sobre su propia actividad orientada al objeto se llega a hacer patente que el Ser Absoluto es una condiciona priori de la posibilidad misma de esta actividad. En vez de rechazar la filosofía crítica como perniciosa, pensó que era necesario adoptar el método trascendental y, al mismo tiempo, traer al primer plano una condición de la posibilidad de los actos intencionales de nuestra mente que al mismo Kant se le había pasado por alto el tratarla como debiera. Y estando Maréchal convencido de que el uso del método trascendental era un desarrollo justificable de lo que se hallaba ya virtualmente en el pensamiento del Aquinate y de que con él se podía mostrar la legitimidad de una metafísica que Kant rechazó, se tenía a sí mismo por tomista. Preparó así el camino para el desarrollo del “tomismo trascendental”.[720] Pero sería erróneo presentar a los tomistas trascendentales como “discípulos” de Maréchal. En algunos que han escrito en alemán, como por ejemplo J. B. Lotz y E. Coreth (austríaco), es bastante notoria la influencia complementaria de otros factores, señaladamente la del pensamiento de Martin Heidegger.[721] Y en Francia se ha de tener en cuenta la influencia de otros filósofos franceses, tales como Blondel. Maréchal es, con todo, el santo patrono, por así decirlo, de este movimiento.

Maréchal, según acabamos de ver, se interesó de una manera especial por Kant. Es decir, fue la filosofía crítica de Kant, vista de todos modos a la luz de los subsiguientes desarrollos del idealismo, la que sirvió de emplazamiento o de contexto para el enfoque marechaliano de la filosofía trascendental. Y en su Cuaderno quint. trató particularmente Maréchal el problema planteado por Kant con su antinomia entre el entendimiento y la razón pura y su rechazo de la metafísica tradicional. En cambio, algunos de los tomistas trascendentales han utilizado el método trascendental para esbozar al menos un sistema general de pensamiento que no se interese o se preocupe ante todo por Immanuel Kant. No sería oportuno detenernos a hablar aquí de los representantes no franceses del movimiento. Pero podemos hacer una mención muy breve de André Marc (1892-1961), jesuita francés que fue profesor de filosofía primero en los estudiantados jesuíticos y después en el Instituto Católico de París. En su Psychologie réflexiv.,[722] empleaba el método por el que el pensamiento se toma a sí mismo en acto como objeto de reflexión comenzando por el lenguaje en cuanto revelador de la naturaleza del hombre y pasando después a desarrollar una antropología filosófica. Procediendo de este modo, deducía también, “de nuestro acto de conocer y de su estructura, así como de la estructura de su objeto, la diversificación de las ciencias, por lo menos en esquema”.[723] En un volumen posterior, Dialectique de l’affirmatio., que lleva por subtítulo Essai de métaphysique réflexiv., desarrolló Marc una metafísica, empleando el “método reflexivo”, las reflexiones del pensamiento sobre sus propios actos, para estudiar “las leyes del ser en cuanto tal”.[724] En otra obra, Dialectique de l’agi. (París-Lyon, 1954), dedicó Marc su atención al desarrollo de una ética, definiendo el destino moral o la vocación del hombre a la luz de sus teorías de la naturaleza metafísica del hombre y de la estructura del ser. En otros escritos trató la posibilidad y las condiciones de una aceptación de la revelación cristiana.[725]

Hay otros pensadores franceses que han sido influidos en alguna medida por Maréchal, tales como Jacques Edouard Joseph de Finance (nacido en 1904), profesor de filosofía en la Universidad Gregoriana de Roma, que ha prestado especial atención a las cuestiones de la libertad y del sentido y la acción morales del hombre. Pero en vez de seguir dando breves noticias sueltas sobre unos cuantos pensadores más, podemos concluir esta sección indicando algunos rasgos generales del tomismo trascendental. En primer lugar, este movimiento parece que se propone desarrollar una filosofía sin presupuestos, o, en cualquier caso, que cuente con un punto de partida incuestionable. A esto viene el primer momento o fase del método trascendental, la fase reductiva o analítica. En segundo lugar, parece que intenta desarrollar la metafísica como una ciencia deductiva, es decir, deducida sistemáticamente desde el punto de partida.[726] Y, en tercer lugar, trata de desarrollar la filosofía como la consciente reflexión del sujeto sobre su propia actividad. Difícilmente se podrá sostener que este procedimiento esté de acuerdo con la presentación tradicional del tomismo. Lo cual tampoco quiere decir que el procedimiento en cuestión esté mal orientado. Pero da algún pie a los críticos para objetar que la designación de “tomismo” está mal hecha y para insinuar que la armonía entre los resultados o conclusiones del tomismo trascendental y los del tomismo tradicional se debe tanto a las comunes creencias y preocupaciones religiosas como a cualquier factor intrínseco a la argumentación puramente filosófica. No es ésta, empero, una cuestión que pueda decidirse mediante dogmáticos pronunciamientos a priori en favor de uno u otro lado. Observaremos, más bien, que hay bastantes filósofos que han intentado hacer filosofía propiamente científica tomando por punto de partida un dato o una proposición incuestionable. Descartes fue uno de ellos, Husserl otro. Y los tomistas trascendentales se suman a esta compañía. Ahora bien, aun admitiendo que es legítimo el intento de desarrollar una filosofía sin presupuestos, surge la cuestión de si no equivale, de hecho, a un idealismo el tomar al sujeto por base de toda reflexión filosófica. Ni que decir tiene que los tomistas trascendentales no creen que sea éste el caso. Y hasta suelen asegurar que han demostrado que no lo es. Pero los tomistas más tradicionales siguen sin convencerse de ello. Lo que hubiese dicho el mismo Aquinate sobre esta materia, si habría aprobado las opiniones de Maritain o preferido las de Maréchal, es obvio que no podemos saberlo.