Durante el ilustrado siglo xviii la apologética cristiana tendió a seguir un patrón racionalista. Los argumentos de los ateos eran refutados mediante pruebas filosóficas de la existencia de Dios como causa del mundo y como responsable del orden del universo, y a los ataques de los teístas contra la religión revelada se oponían argumentos para probar la credibilidad de los relatos del Nuevo Testamento sobre la vida de Cristo y sus milagros, y la realidad de la Revelación. O sea, que en la Edad de la Razón los argumentos de los racionalistas, fuesen ateos o teístas, hallaban su réplica en una especie de racionalismo cristiano.
Después de la Revolución, la apologética experimentó en Francia un cambio. La influencia general del romanticismo se mostró en un alejamiento respecto a la filosofía racionalista de tipo cartesiano y un poner de realce el modo en que la religión cristiana satisfacía las necesidades del hombre y de la sociedad. Según vimos ya, Chateaubriand mantuvo explícitamente que era necesario un nuevo tipo de apologética y apeló a la belleza o a las cualidades estéticas del cristianismo, afirmando que es la excelencia intrínseca de éste lo que patentiza que proviene de Dios, y no, más bien, que deba juzgárselo excelente porque se haya probado su origen sobrenatural. Los tradicionalistas, como de Maistre y de Bonald, apelaban a la transmisión de una primitiva revelación divina más que a argumentaciones metafísicas en pro de la existencia de Dios. Lamennais, aun haciendo algún uso de la apologética tradicional, insistía en que la fe religiosa requiere el libre consentimiento de la voluntad y dista mucho de ser tan sólo un asenso intelectual a la conclusión de una inferencia deductiva. Ponía también énfasis en que los beneficios que reporta la religión a los individuos y a las sociedades deben tenerse por prueba de su verdad. El predicador dominico Henri-Dominique Lacordaire (1802-1861), que durante algún tiempo estuvo asociado a Lamennais, trataba de probar la verdad del cristianismo exponiendo el contenido y las implicaciones de la fe cristiana en sí misma y mostrando cómo satisface los anhelos del hombre y las legítimas demandas de la sociedad humana.
Salta a la vista que el punto fuerte en la nueva línea de la apologética francesa durante la primera mitad del siglo xix era el tratar de hacer ver la importancia de la fe cristiana a base de ponerla en relación con las necesidades y aspiraciones del hombre como individuo y como miembro de la sociedad, más bien que procediendo simplemente a montar abstractas pruebas metafísicas y argumentos históricos. Al mismo tiempo, el recurso a las consideraciones estéticas, como en Chateaubriand, o a los reales o posibles efectos socialmente beneficiosos del cristianismo, podía producir con facilidad la impresión de que lo que se intentaba era estimular la voluntad de creer. Es decir, en la medida en que las pruebas tradicionales eran sustituidas por argumentos persuasivos, tal sustitución cabria verla como expresión de un tácito supuesto de que la fe religiosa se basara en la voluntad más que en la razón.
Pero, a menos que hubiese que considerar que la fe cristiana era de la misma naturaleza que el asentimiento intelectual que prestamos a las conclusiones de una demostración matemática, en la fe había que atribuir algún papel a la voluntad. Al fin y al cabo, hasta quienes estaban convencidos del carácter demostrativo de los argumentos metafísicos y apologéticos tradicionales, difícilmente podrían mantener que la negativa del incrédulo a prestar su asentimiento a ellos se debiera siempre y exclusivamente a que no los había entendido. Era, pues, natural que se investigara el papel que le correspondía a la voluntad en la creencia religiosa y que se intentara combinar el reconocimiento de ese papel con el evitar una interpretación puramente pragmática o voluntarista de la fe cristiana. La cuestión se planteó así: ¿Puede haber una auténtica certeza, legítima desde el punto de vista racional, en la que la voluntad desempeñe un papel efectivo?
El nombre que primero viene a las mientes en conexión con este problema es el de Léon Ollé-Laprune (1839-1898). Terminados sus estudios en la Escuela Normal de París, Ollé-Laprune enseñó filosofía en varios liceos hasta que obtuvo un puesto en la Escuela Normal en 1875. Publicó en 1870 una obra sobre Malebranche, La philosophie de Malebranch., y en 1880 un libro sobre la certeza moral, De la certitude mora.. Un ensayo sobre la ética de Aristóteles, Essai sur la morale d’Aristot., apareció en 1881,[602] y La philosophie et le temps présen. (La filosofía y la época actua.) y una obra sobre el valor de la vida, Le prix de la vi., fueron publicadas respectivamente en 1890 y en 1894. Entre otros escritos hay dos obras publicadas póstumas, La raison et le rationalism. (La razón y el racionalism., 1906) y Croyance religieuse et croyance intellectuell. (Creencia religiosa y creencia intelectua., 1908).
Era firme convicción de Ollé-Laprune la de que en toda actividad intelectual le corresponde un papel a la voluntad. Y en cierto sentido esto es una verdad indiscutible. Hasta en el razonamiento matemático es necesaria la atención, y ésta implica la decisión de atender. También es evidente que hay áreas de investigación en las que pueden influir distintos tipos de prejuicios y se requiere el esfuerzo para mantener la mente abierta e imparcial. Pero aunque a Ollé-La-prune le gustaba insistir, de un modo general, en que el pensar es una forma de vida, de acción, él se interesó particularmente por la busca de la verdad en las cuestiones religiosas y morales. Aquí sobre todo era necesario pensar “con el alma entera, con la totalidad del propio ser”,[603] A esta convicción llegó Ollé-Laprune influido por el pensamiento de Pascal[604] y por la Grammar of Assen. (Gramática del asentimient.)[605] de Newman, tanto como por Ravaisson y por Alphonse Gratry (1805-1872). Gratry fue un sacerdote que mantuvo en sus escritos que, aunque la fe cristiana no se podía obtener simplemente con el humano esfuerzo, no por eso satisfacía menos las aspiraciones más profundas del hombre, y que el camino hacia ella podía prepararlo el hombre buscando con todo su ser la verdad y tratando de vivir según los ideales morales.
En su obra sobre la certeza moral empieza por examinar Olle-Laprune la naturaleza del asentimiento y la de la certeza en general. Como era de esperar tratándose de un filósofo francés, son frecuentes las referencias a Descartes. Sin embargo, se nota en seguida que Ollé-Laprune ha sido estimulado a estas reflexiones por la Gramática del asentimiento de Newman. Por ejemplo, está de acuerdo con Newman en que el asentimiento mismo es siempre incondicional;[606] y también acepta la distinción de Newman entre el asentimiento real y el nocional, aunque presentándola como una distinción entre dos tipos de certeza. “Hay, pues, una certeza que puede llamarse real y otra que puede llamarse abstracta. La segunda se refiere a nociones, la primera a cosas”[607] Ollé-Laprune distingue también entre la certeza implícita, que precede a la reflexión, y la certeza actual o explícita, que se origina a resultas de una apropiación reflexiva del conocimiento implícito. En cuanto al papel desempeñado por la voluntad, ninguna verdad puede ser percibida sin atención, y la atención es un acto voluntario. Más adelante, cuando ya no se trata de asentir a “primeros principios” evidentes por sí mismos, sino de razonar, de la actividad discursiva de la mente, requiérese, como es obvio, un esfuerzo de la voluntad para sostener esta actividad. Pero Ollé-Laprune no está dispuesto a aceptar la opinión de Descartes de que el juicio, en su forma afirmativa o en la negativa, es de suyo un acto de la voluntad. En el caso de la certeza legítima, es la luz de la evidencia la que determina el asenso, no una elección arbitraria que la voluntad haga entre la afirmación y la negación. Al mismo tiempo, la verdad puede, por ejemplo, ser desagradable, como ocurre cuando oigo yo una crítica que se me hace y que me parece injusta. Requiérese entonces un acto de voluntad para “consentir” con lo que realmente estimo que es la verdad. El consenso o consentimiento (consentemen.) ha de distinguirse, empero, del asenso (assentimen.), aunque frecuentemente se entremezclan los dos. “El asentimiento es involuntario, mientras que el consentimiento que se le añade, o que más bien está presente como por implicación, es voluntario.”[608] Claro que puede requerirse la intervención de la voluntad para vencer la duda en el prestar asentimiento; pero esta intervención sólo es legítima cuando se juzga que la duda es irrazonable. En otras palabras, Ollé-Laprune desea evitar toda implicación de que la verdad y la falsedad dependan de la voluntad y quiere atribuir a la voluntad un papel efectivo en la vida intelectual del hombre.
Este tratamiento general del asenso y de la certeza constituye una base para reflexionar sobre el asentimiento que presta el hombre a las verdades morales. Una verdad moral es, en sentido estricto, una verdad ética. Pero Ollé-Laprune amplía el alcance significativo del término para incluir las verdades metafísicas, que en su opinión están estrechamente vinculadas con la verdad ética. La vida moral es definida como todo ejercicio de la actividad humana que implique la idea de obligación; y verdad del orden moral es “toda verdad que aparece como una ley o una. condición de la vida moral”.[609] Así, “todas juntas, las verdades morales en el sentido propio y las verdades metafísicas, forman lo que puede llamarse el orden de las cosas (chose.), el orden moral. También puede llamársele el orden religioso, si hacemos abstracción de la religión positiva”.[610] Las verdades morales pueden resumirse bajo cuatro títulos principales: la ley moral, la libertad, la existencia de Dios y la vida futura.[611]
La influencia de Kant es perceptible no sólo en lo mucho que conecta Ollé-Laprune a vida moral del hombre con la creencia religiosa, sino también en otras varias líneas de su pensamiento. Por ejemplo, está de acuerdo con Kant en que la obligación moral implica la libertad; y enfoca la creencia en la vida futura argumentando que el reconocimiento de la ley moral y de un orden moral salvaguarda la convicción de que este orden triunfará, y que su triunfo exige la inmortalidad humana. Pero aunque Ollé-Laprune se refiere con frecuencia a Kant apreciativamente, no es su intención aceptar aquella tesis kantiana de que las creencias religiosas son objeto no del conocimiento teórico sino sólo de la fe práctica. Y hace una extensa crítica de las opiniones de filósofos que, como Kant, Pascal, Maine de Biran, Cournot, Hamilton, Mansel y Spencer, o niegan o restringen mucho el poder de la mente en cuanto a demostrar verdades morales. Adviértase, por otra parte, que el título de la obra, De la certeza moral, puede resultar des orientador. La palabra “moral” se refiere a las disposiciones morales que, según Ollé-Laprune, se requieren para el pleno reconocimiento de las verdades en el orden moral. Pero no pretende indicarse con ella que en el caso de las verdades morales se dé un firme asentimiento a hipótesis más o menos probables, y todavía menos que el asentimiento se preste sólo porque se desee que sean verdaderas las proposiciones convenientes. De ahí que Ollé-Laprune asegure que su libro establece, como contra los fideístas, que la verdad es “independiente de nuestra voluntad y de nuestro pensamiento”, y que “tenemos que reconocerla, no que crearla”.[612]
De hecho, Ollé-Laprune era un católico devoto cuyo sentido de la ortodoxia le vetaba todo cuanto equivaliese a sustituir el asentimiento basado en razones convincentes por la voluntad de creer. Así, cuando trata de probar, como al enfrentarse a los “secos racionalistas que admiten sólo una especie de mecanismo lógico”,[613] que respecto al reconocimiento de las verdades morales la voluntad tiene que desempeñar un papel particular, ha de mantenerse alerta para no adoptar ninguna opinión que lleve a concluir la imposibilidad de conocer esas verdades como verdaderas. En un extremo, por así decirlo, Ollé-Laprune sostiene que el reconocimiento efectivo de tales verdades requiere disposiciones personales de naturaleza moral no requeridas para reconocer la verdad de, digamos, las proposiciones matemáticas. Por ejemplo, un hombre puede rehusar el reconocer una obligación moral que implica consecuencias que, por falta de las disposiciones requeridas, él se resiste o se niega a aceptar. Y es necesario un esfuerzo de la voluntad para vencer esta aversión a la verdad. En el otro extremo sostiene Ollé-Laprune que un asenso puramente intelectual a la conclusión de una prueba de la existencia de Dios no puede llegar a ser “consentimiento” y transformarse en fe viva sin un compromiso personal del hombre entero, incluida la voluntad. “La certidumbre completa es personal: es el acto total del alma misma abrazándose, por libre decisión no menos que por un juicio firme, a la verdad que se le presenta[614] Admite también Ollé-Laprune que, tratándose de verdades morales, puede requerirse un esfuerzo de la voluntad para superar la duda ocasionada por “oscuridades” que no se dan cuando se trata de verdades puramente formales, como las de las proposiciones matemáticas. Si alguien, pongamos por caso, se limita a considerar “el curso ordinario de la naturaleza”,[615] las apariencias parecen hablar en contra de la inmortalidad, y puede que por ello esa persona dude en asentir a cualquier argumento que se haga en defensa de la supervivencia del hombre después de la muerte. Ollé-Laprune insiste, con todo, en que, si bien se requiere una intervención de la voluntad para superar tal duda, esta intervención no se justifica simplemente por el deseo de creer, sino más bien por el reconocimiento de que la duda sobre si asentir o no es, de hecho, irrazonable y, por lo tanto, debe ser vencida.
Compréndese que a algunos les haya parecido Ollé-Laprune un pragmatista o un precursor del modernismo, a pesar de sus esfuerzos por salvaguardar la verdad objetiva de las creencias religiosas. Pero ni el más ortodoxo de los teólogos tendría gran cosa que objetar a la tesis de que no es por un simple proceso de razonamiento como pasa la filosofía a convertirse en religión y de que para que haya fe viva se requiere lo que Ollé-Laprune llama el consentement. Más aún, desde el punto de vista teológico, es bastante más fácil ver el lugar que se deja para la actividad de la gracia divina en la manera de explicar Ollé-Laprune la creencia religiosa que no en las apologéticas puramente racionalistas que él critica. Claro está que Olle-Laprune escribe partiendo de la posición del creyente convencido, y lo que a otras gentes puede parecerles base adecuada para no creer lo presenta él como ocasión de dudas y perplejidades que quien busque sinceramente la verdad comprenderá que está moralmente obligado a vencer. Pero aunque los argumentos que él presenta para establecer la verdad de las creencias que estima importantes para la vida humana pueden parecerles a muchos nada convincentes, él por su parte los considera dotados de una fuerza que, para el hombre de buena voluntad, anulará del todo la fuerza de las apariencias contrarias. Dicho de otro modo, su intención no es exponer una teoría pragmatista de la verdad.
Ya hemos mencionado el hecho de que Ollé-Laprune consideraba el pensamiento como una forma de acción. Pero como mejor se trata este tema es ocupándose de su discípulo Maurice Blondel (1861-1949), autor de L’actio., Blondel era natural de Dijon, y una vez terminados sus estudios en el liceo local, ingresó en la Escuela Normal de París, donde tuvo por maestros a Ollé-Laprune y a Boutroux y por condiscípulo a Victor Delbos.[616] A Blondel le costó bastante que le aceptaran ha acción como tema de tesis, aunque finalmente lo consiguió,[617] Tras dos fracasos, obtuvo la agrégation en 1886 y fue destinado a enseñar filosofía en el liceo de Montauban. Aquel mismo año se le trasladó a Aix-en-Provence, En 1893 defendió en la Sorbona su tesis doctoral titulada L’actio.. La Universidad le negó al principio un puesto en sus claustros porque, según se le decía, su pensamiento no era propiamente filosófico. Se le ofreció, pues, una cátedra de historia. Pero en 1894 el entonces ministro de Educación, Raymond Poincaré, le nombró profesor de filosofía en la Universidad de Aix-en-Provence. Blondel ocupó esta cátedra hasta 1927, año en el que se retiró por pérdida de la vista.
La edición original de L’actio. apareció en 1893.[618] Esta fue también la fecha de la tesis latina de Blondel sobre Leibniz.[619] Lo que suele conocerse como la trilogía de Blondel apareció en los años 1934-1937. Consta de La pense’. (El pensamient., 2 vols., 1934), L ‘être et les être. (El ser y los sere., 1935) y Actio. (Acció., 2 vols., 1936-1937). Esta obra citada en último lugar no debe confundirse con L’Actio. original, que fue reimpresa en 1950 como primer volumen de los Premiers écrit. (Primeros escrito.) de Blondel. La philosophie et l’esprit chrétie. (La filosofía y el espíritu cristian.) apareció en dos volúmenes en 1944-1946, y Exigences philosophiques du christianism. (Exigencias filosóficas del cristianism.) fue publicada postuma en 1950. Blondel publicó también un considerable número de ensayos tales como su Carta sobre las exigencias del pensamiento contemporáneo en materia de apologétic. e Historia y dogm..[620] La correspondencia entre Blondel y el filósofo jesuita Auguste Valensin (1879-1953) fue publicada en tres volúmenes en París (1957-1965), y la Correspondencia filosófica de Blondel con Laberthonnière, editada por C. Tresmontant, apareció en 1962. Hay también una colección de cartas filosóficas escritas por Blondel a Boutroux, Delbos, Brunschvicg y otros (París, 1961).
Blondel ha sido presentado a menudo como apologista católico. Ciertamente lo fue, y así se veía él a sí mismo. En el proyecto de su tesis sobre L’actio. se refería a este trabajo llamándolo apologética filosófica. En una carta a Delbos, dijo que, para él, la filosofía y la apologética eran básicamente una misma cosa.[621] Ya desde el comienzo estaba convencido de la necesidad de una filosofía cristiana. Pero en su opinión nunca ha habido todavía, estrictamente hablando, ninguna filosofía cristiana.[622] Blondel aspiraba a llenar este vacío o, por lo menos, a indicar el modo de llenarlo. También dijo que habría que tratar de hacer “por la forma católica del pensamiento lo que Alemania ha hecho desde hace mucho y sigue haciendo por la forma protestante”.[623] Pero no es menester multiplicar las citas para justificar la presentación de Blondel como apologeta católico.
Sin embargo, aunque tal presentación sea justificable, puede resultar muy desorientadora. Porque sugiere la idea de una filosofía heterónoma, es decir, una filosofía que se utiliza para apoyar ciertas posiciones teológicas o para demostrar determinadas conclusiones preconcebidas que se tienen por filosóficamente demostrables y propedéuticamente esenciales para sentar una base teórica de la creencia cristiana. En otras palabras, la presentación de una filosofía como apologética cristiana sugiere la idea de la filosofía como ayudante o sierva de la teología. Y en la medida en que se conciba que el cometido de la filosofía cristiana es demostrar ciertas tesis dictadas por la teología o por la autoridad eclesiástica, lo más probable es que se saque la conclusión de que la filosofía cristiana no tiene, en realidad, nada de filosofía, sino que es solamente teología disfrazada.
Blondel reconocía, desde luego, que los conceptos filosóficos podían ser utilizados en la explicitación del contenido de la fe cristiana, Pero insistía, con razón, en que, procediendo así, se seguía estando dentro de la teología.[624] Era su convencimiento que la filosofía misma debería ser autónoma de hecho y no solamente en teoría. Por lo tanto, la filosofía cristiana debería ser también autónoma. Pero, en su opinión, una filosofía cristiana autónoma no la había habido hasta la fecha. Era algo por crear. Sería cristiana en el sentido de que mostraría la falta de autosuficiencia en el hombre y la apertura de éste a la Trascendencia. Y al proceder así manifestaría sus propias limitaciones como pensamiento humano y su falta de omnicompetencia. Blondel estaba convencido de que la reflexión filosófica autónoma, llevada de un modo consistente y riguroso, revelaría que hay realmente en el hombre una exigencia de lo sobrenatural, de aquello que es inaccesible al solo esfuerzo humano. Esta exigencia abriría el horizonte del espíritu humano a la libre autocomunicación del divino, que responde sin duda a una profunda necesidad del hombre pero no puede alcanzarse por medio de la filosofía.[625] Brevemente, Blondel contemplaba una filosofía que fuese autónoma en su reflexión pero, mediante esta reflexión, se autolimitara, en el sentido de que no apuntara a lo que está más allá de su alcance. Le había influido bastante Pascal, pero tenía más confianza que éste en la filosofía sistemática. Quizá pueda decirse que Blondel aspiraba a crear la filosofía que era reclamada por el pensamiento de Pascal. Pero tenía que ser filosofía. Así, dice Blondel en un sitio que “la filosofía apologética no debería convertirse en una apologética filosófica”.[626] O sea, que la filosofía debería ser un proceso de reflexión racional autónoma, y no simplemente un medio supeditado a un fin extrafilosófico.
Blondel, pues, deseaba crear algo nuevo o, por lo menos, contribuir sustanciosamente a su creación. Pero es obvio que no pensaba en crearlo de la nada, es decir, no pensaba en traer a la existencia una novedad que no tuviese nada que ver con el pensamiento del pasado. Aquí no podemos discutir con detalle la influencia que ejercieron en él determinados movimientos y pensadores.[627] Pero para elucidar sus propósitos parece necesario un examen general, siquiera sea muy esquemático, de la manera como interpretó el desarrollo de la filosofía occidental. Blondel veía el aristotelismo como una notable expresión del racionalismo, es decir, de la tendencia de la razón a afirmar su competencia en todo e incautarse inclusive de la religión. Con Aristóteles se divinizó al pensamiento, y la especulación teórica fue tenida por la suprema actividad y finalidad del hombre. En la Edad Media el aristotelismo fue naturalmente armonizado con la teología cristiana de un modo que limitó el alcance de la filosofía. Pero esta armonización consistió en una conjunción de dos factores, uno de los cuales, dejado a sí mismo, aspiraría a absorber al otro; y la limitación de la filosofía fue impuesta desde fuera. La filosofía tal vez fuese autónoma en teoría, pero en la práctica fue heterónoma. Cuando se debilitó o se suprimió el control externo, la filosofía racionalista volvió a afirmar su omnicompetencia.[628] Al mismo tiempo, surgieron nuevas líneas de pensamiento. Por ejemplo, mientras que el realismo medieval se había concentrado en los objetos del conocimiento, Spinoza, aun siendo uno de los grandes racionalistas, partió del sujeto activo y de los problemas de la existencia y del destino humano. En esto seguía la vía de la “inmanencia”; pero también entendió que el hombre solamente puede hallar su verdadera plenitud en el Absoluto que le trasciende.[629]
Un paso adelante lo dio Kant, con quien vemos a la filosofía hacerse autocrítica y autolimitante. No se trata ya, como en la Edad Media, de limitaciones impuestas desde fuera, sino que ahora son autoimpuestas a resultas de la autocrítica. El acto de limitarse es, pues, compatible con el carácter autónomo de la filosofía. Por otro lado, Kant abrió una sima entre el pensamiento y el ser, y entre la teoría y la práctica o la acción, mientras que Spinoza había procurado anular la separación entre el pensamiento y el ser. Los grandes idealistas alemanes intentaron síntesis de las que el filósofo tiene mucho que aprender.[630] Pero especialmente en Hegel vemos una tendencia a divinizar la razón, a identificar el pensamiento humano con el pensamiento absoluto y a absorber la religión en el seno de la filosofía. Como contrapeso a esta tendencia tenemos la tradición que va de Pascal a Ollé-Laprune y otros, pasando por Maine de Biran, tradición que parte del sujeto activo concreto y reflexiona sobre las exigencias de su actividad. Pero a esta tradición le falta un método que posibilite la construcción de una filosofía de la inmanencia que conduzca o apunte a la vez hacia la trascendencia.
Por lo que queda dicho, debería estar ya claro que Blondel no era un defensor del movimiento de “vuelta a Santo Tomás de Aquino”.[631] En su opinión, el pensador cristiano, interesado por el desarrollo de la filosofía de la religión, no debe tratar de ir hacia atrás, sino que más bien ha de entrar en el proceso de la filosofía moderna y, partiendo de su mismo interior, rebasarlo. Estaba convencido de que el concepto de la filosofía como autónoma pero autolimitante era una gran contribución del pensamiento moderno. Tal concepto hacía posible por primera vez una filosofía que, a la vez que apuntara hacia la Trascendencia, se abstuviese, mediante su propia autolimitación crítica, de querer capturar al Trascendente en una red racionalista. Habría así lugar para la autorrevelación divina. Otra contribución de la filosofía moderna (aunque esbozada ya en el pensamiento anterior) era la del abordar el ser por medio de la activa reflexión del sujeto sobre su propio dinamismo del pensamiento y la voluntad; en otras palabras, siguiendo el método de la inmanencia. Blondel opinaba que sólo con un enfoque así podría desarrollarse una filosofía de la religión que tuviera algún significado para el hombre moderno. Para que Dios llegue a ser una realidad para el hombre, y no simplemente un objeto de pensamiento o de especulación, hemos de redescubrirle desde nuestro interior, no por cierto como si fuese un objeto susceptible de ser hallado por vía introspectiva, sino llegando a comprender que el Trascendente es la meta última de nuestro pensamiento y de nuestra voluntad.
Pero aunque Blondel estaba convencido de que los filósofos católicos deberían lanzarse a la corriente del pensamiento moderno, no quería dar a entender con ello que los filósofos modernos hubiesen resuelto todos los graves problemas que planteaban. Así, por ejemplo, mientras en el mundo antiguo Aristóteles había exaltado el pensamiento en detrimento de la práctica o de la acción, Kant en el mundo moderno había ensalzado la voluntad moral a expensas de la razón teórica, apartando, según dijo, a la razón para abrir camino a la fe. Pero seguía irresuelto el problema del unir el pensamiento y la voluntad, el pensamiento y la acción o la práctica. Una vez más, el método de la inmanencia, el enfoque del ser mediante la reflexión crítica sobre el sujeto, podía convertirse fácilmente, y había sido convertido de hecho, en una doctrina de la inmanencia, afirmando que nada existe fuera de la conciencia humana o que carece de sentido el sostener que existe algo así. Seguía, pues, por resolver el problema de cómo practicar el método de la inmanencia evitando a la vez incurrir en el inmanentismo doctrinal o de principio.
Ciertamente, algunos de los críticos de Blondel le acusaron de inmanentismo, en el sentido de atribuirle el principio o la doctrina de la inmanencia, y concluían tales críticos que partiendo de sus premisas nunca podría salirse del solipsismo, es decir, del encerramiento en las impresiones e ideas subjetivas, ni afirmar la existencia de ninguna realidad que no fuese la de un contenido de la conciencia humana. Pero aunque les fue posible seleccionar algunos pasajes en apoyo de esta interpretación, es evidente que Blondel no tuvo nunca la intención de proponer ninguna doctrina que implicara un idealismo subjetivo. Cierto que fue estimulado por las obras de varios filósofos que encerraban toda la realidad en el ámbito del pensamiento.[632] Pero una de sus metas era acabar con la separación entre el pensamiento y el ser (considerado éste como objeto del pensamiento) sin reducir el ser al pensamiento. Y aunque, evidentemente, sabía bien que a Dios no puede concebírsele sino mediante la conciencia, no pretendía sugerir que Dios sea identificable con la idea que de él pueda tener el hombre. Deseaba seguir un método de inmanencia que condujese a afirmar al Trascendente como una realidad objetiva, en el sentido de una realidad que no era dependiente de la conciencia humana.
Para dar solución a sus problemas concibió Blondel una filosofía de la acción. El término “acción” sugiere naturalmente la idea de algo que puede ser precedido por el pensamiento o acompañado por éste, pero sin ser ello mismo pensamiento. Sin embargo, tal como emplea Blondel el término, el pensamiento mismo es una forma de acción. Hay, claro está, pensamientos, ideas y representaciones que tendemos a concebir como contenidos de la conciencia y posibles objetos del pensamiento. Pero es más fundamental el acto del pensar que produce y sostiene el pensamiento. Y el pensamiento como actividad o acción es en sí expresión del movimiento de la vida, del dinamismo del sujeto o de la persona entera. “Nada hay en la vida propiamente subjetiva que no sea acto. Lo propiamente subjetivo no sólo es lo que es consciente y conocido desde dentro [...]; es lo que causa el hecho de que haya conciencia.”[633] A la acción podría tal vez llamársela el dinamismo del sujeto, la aspiración y el movimiento de la persona en busca de su autocomplección. Es la vida del sujeto considerado en su integrar o sintetizar potencialidades y tendencias preconscientes, en su expresarse en el pensamiento y el conocimiento, y en su tender hacia ulteriores metas.
Blondel hace una distinción entre lo que él denomina “la voluntad volente o que quiere” (la volonté voulant.) y “la voluntad querida” (la volonté voulu.). La segunda consta de distintos actos de volición: quiere uno primero esto y después aquello. La voluntad volente “es el movimiento común a toda voluntad”.[634] No es que Blondel suponga que en el hombre hay dos voluntades. Su tesis es que hay en el hombre una aspiración básica o movimiento (la volonté voulant.) que se expresa en el querer distintos fines u objetos finitos pero sin poder hallar nunca satisfacción total en ninguno de ellos, sino tendiendo siempre a rebasarlos. Este movimiento no es, de suyo, el objeto de la introspección psicológica, sino más bien la condición de todos los actos de la voluntad o voliciones y, a la vez, lo que vive y se expresa en ellos y pasa más allá de ellos, por serie inadecuados. Más aún, es la operación de la voluntad básica que lleva al pensamiento y al conocimiento. “El conocimiento no es nada más que el término medio, el fruto de la acción y la semilla de la acción.”[635] Así, hasta las matemáticas pueden verse como “una forma del desarrollo de la voluntad”.[636] Sin que de aquí se siga que la verdad sea simplemente lo que nosotros decidamos que ha de ser. Lo que Blondel pretende decir es que la vida toda del pensamiento y de los saberes humanos, sea en ciencia o en filosofía, está enraizada en la actividad básica del hombre y debe ser vista en relación con ella. En su opinión, la génesis y el sentido o el fin de la ciencia y de las filosofías sólo pueden comprenderse propiamente en términos de la orientación fundamental y dinámica del sujeto.
Apenas es menester que digamos que, al insistir en el carácter básicamente dinámico del sujeto o ego, se mantiene Blondel dentro de la corriente general del pensamiento a la que Maine de Biran dio tan poderoso estímulo. Pero también le inspiraban sus reflexiones sobre el pensamiento de los filósofos alemanes tal como él los entendía. Por ejemplo, aunque deseaba superar las dicotomías kantianas entre la razón teórica y la razón práctica, entre el yo nouménico y el yo fenoménico, y entre las esferas de la libertad y de la necesidad, fue ciertamente influido por el énfasis que puso Kant en la primacía de la razón práctica o voluntad moral. Asimismo, podemos encontrar nexos entre el concepto blondeliano de la volonté voulant., la idea fichteana del yo puro como actividad y la teoría schellingiana de un acto de voluntad básico o decisión primitiva que se expresa en las decisiones particulares. Sin embargo, lo que interesa no es tanto si Blondel tomó en préstamo una idea de un filósofo y otra de otro, sino más bien ver el desarrollo de sus propias ideas en diálogo con las de otros pensadores, tal como las leyó directamente en sus escritos o como llegaron a él a través de las obras de su amigo Delbos. Y aquí no podemos detenernos a examinar el proceso de este diálogo.
La filosofía de la acción puede ser descrita como una investigación sistemática de las condiciones y la dialéctica del dinamismo del sujeto, o como una reflexión crítica sobre la estructura a priori de la voluntad volente, vista en su determinarse o expresarse en el pensamiento y en la acción del hombre, o, quizá, como una reflexión crítica sobre la orientación básica del sujeto activo según se manifiesta en la génesis de la moral, la ciencia y la filosofía. La palabra “sujeto” no ha de entenderse en el limitado sentido del yo cartesiano, ni tampoco en el del yo trascendental del idealismo alemán. Pues la acción es la vida del “compuesto humano, síntesis ‘de cuerpo y alma’ “.[637] Y lo que a Blondel le interesa es la orientación básica de la persona en cuanto que ésta tiende a una meta. En otras palabras, él está empleando el método de inmanencia para solucionar lo que ve como el problema del destino humano.
Para poner un ejemplo: Blondel trata de mostrar que la idea de libertad se levanta sobre la base del determinismo de la naturaleza. La voluntad está sometida a deseos y tendencias, pero en su potencial infinitud trasciende el orden factual y se lanza hacia fines ideales. Sobre la base de un determinismo de la naturaleza, el sujeto llega a hacerse consciente de su libertad. Pero, a la vez, sustituye el determinismo de la naturaleza por el de la razón y la obligación. La obligación es “un postulado necesario de la voluntad”[638] y una síntesis de lo ideal y lo irreal. La moral o el orden moral no representa, pues, una imposición desde fuera: surge en el dialéctico autodespliegue del dinamismo del sujeto. Pero el sentimiento de obligación, la conciencia de un imperativo moral, sólo puede surgir a través del sujeto que trasciende lo factual, en el sentido de que aprende a encontrar en lo ideal el motivo de su conducta. Dicho con otras palabras, la conciencia moral entraña una metafísica implícita, un implícito reconocimiento del orden natural o factual en cuanto referido a una esfera de realidad metafísica o ideal.
Como era de esperar, Blondel pasa a argüir que la actividad total del sujeto humano solamente es comprensible en los términos de una orientación a un absoluto trascendente, al infinito como meta última de la voluntad. Lo cual no quiere decir, por supuesto, que el Trascendente pueda ser descubierto como un objeto interno o externo. Trátase más bien de que el sujeto se va haciendo consciente de su orientación dinámica al Trascendente y de que le es ineludible hacer una opción: la de elegir entre afirmar o negar la realidad de Dios. Esto es, la reflexión filosófica da origen a la idea de Dios; pero precisamente porque Dios es trascendente, el hombre puede afirmar o negar la realidad de Dios. Blondel ve al hombre como embargado por lo que un existencialista llamaría “la angustia”, como buscando una adecuación entre la voluntad querida y la voluntad que quiere. A su parecer, la adecuación sólo se puede lograr mediante Dios. Pero el método de inmanencia únicamente puede conducir a la necesidad de una opción. Como después Sartre, lo que Blondel nos dice es que “el hombre aspira a ser Dios”.[639] Mas esto significa que ha de decidir entre el posponer la voluntad divina a la suya propia, decidiendo así contra Dios con la idea de Dios,[640] o hacerse Dios (unido a Dios) sólo mediante Dios. En definitiva, lo que un hombre llega a ser depende de su propia voluntad. ¿Es su voluntad de vivir suficiente -—valga la paradoja— para morir “consintiendo que Dios le suplante”,[641] uniéndose su voluntad a la voluntad divina? ¿O procurará ser autosuficíente y autónomo sin Dios? La decisión le corresponde al hombre tomarla. En la dialéctica del movimiento”o aspiración fundamental del hombre hay un punto en el que necesariamente surge la idea de que Dios es una realidad. Pero todavía le sigue siendo posible al hombre afirmar o negar la realidad de Dios.
Algunos críticos interpretaron la teoría de la opción blondelíana como si implicase que la existencia de Dios no podía ser probada y que el afirmarla era simple resultado de un acto de la voluntad, es decir, de la voluntad de creer. Sin embargo, en realidad Blondel no rechazaba todas las pruebas de la existencia de Dios. Consideraba que la filosofía de la acción constituía ella misma una prueba, puesto que el método de inmanencia mostraba la necesidad de la idea de Dios. No se trataba de rechazar, por ejemplo, el argumento que parte de la contingencia como si careciese de validez, sino, más bien, de interiorizarlo procurando hacer comprender que la idea del ser necesario surge a través de la reflexión del sujeto sobre su propia orientación o movimiento de aspiración. En cuanto a la opción, Blondel la tiene por necesaria si Dios ha de ser una realidad “para nosotros”.[642] El conocimiento especulativo puede preceder a la opción; pero sin la opción, sin el libre autor remitirse del sujeto a Dios, no puede haber efectivo conocimiento. “El pensamiento vivo que tenemos de él (de Dios) es y sigue siendo vivo sólo si se orienta hacia la práctica, si se vive por ese pensamiento y si nuestra acción se alimenta del mismo.”[643] Pero esto exige un acto voluntario de autoremitirse, no a la idea de Dios, sino a Dios como ser.
Algunos críticos católicos entendieron también a Blondel como si éste sostuviera que la revelación divina y la vida sobrenatural no fuesen dones gratuitos sino algo necesario, es decir, algo que viniera a satisfacer una demanda de la naturaleza del hombre, una exigencia que su Creador tuviese que satisfacer. Pero aunque las frases de Blondel daban pie, a veces, para esta interpretación, está claro que “el sobrenatural” a cuya exigencia se llega por el método de inmanencia es simplemente el “sobrenatural indeterminado”, en el sentido de que la filosofía de la acción muestra, para Blondel, que el hombre ha de aceptar la Trascendencia y someterse a ella. La revelación cristiana es la forma positivamente determinada de lo sobrenatural; y el hombre debe aceptarla si es verdadera. Pero el método de inmanencia no puede probar que la revelación sea verdadera. Por otro lado, ningún hombre podría aceptar lo sobrenatural positivamente determinado si no hubiese algo en el hombre a lo que el sobrenatural diese respuesta. De lo contrario, éste sería irrelevante. Y el método de inmanencia muestra que ese algo, una orientación dinámica a la Trascendencia, está realmente ahí.[644]
Desde luego que, si decimos, como hemos dicho más arriba, que la filosofía de la acción revela la necesidad de la idea de “Dios”, puede producirse fácilmente la impresión de que Blondel considera el método de inmanencia como conducente a la creencia en Dios específicamente cristiana. Pero en realidad lo que ocurre es que Blondel, repasando la filosofía moderna, ve que algunos sistemas tratan de excluir a toda costa la Trascendencia y otros, en cambio, tratan de imponerla como si fuese por decreto, con lo que la reducen a un ídolo o a una caricatura. Y opina Blondel que el método de inmanencia, tal como es seguido en la filosofía de la acción, abre la inteligencia y la voluntad del hombre a la Trascendencia, dejando a la vez lugar para la auto-revelación de Dios. En este sentido, una filosofía verdaderamente crítica es una filosofía cristiana y una apologética cristiana, no en el sentido de que trate de probar la verdad de las doctrinas cristianas, sino más bien en el de que lleva al hombre hasta el punto en que se halla abierto a la auto-revelación de Dios y a la acción divina. “La filosofía no puede demostrar directamente lo sobrenatural ni procurárnoslo.”[645] Pero sí que puede proceder indirectamente, eliminando las soluciones incompletas al problema del destino humano y mostrándonos “lo que no podemos dejar de tener y lo que necesariamente nos está haciendo falta”.[646] La filosofía puede mostrar que el orden natural es insuficiente para fijarnos la meta de la orientación dinámica del espíritu humano. Y, al mismo tiempo, la autocrítica de la filosofía revela su propia incompetencia para dar al hombre la felicidad a la que éste aspira. De modo que apunta más allá de sí misma.
Aunque Blondel puso bastante en claro que no era su intención identificar a Dios con nuestra idea inmanente de Dios, y aunque él era opuesto al historicismo de los modernistas, ningún buen conocedor de la situación de la Iglesia Católica durante la crisis modernista se sorprenderá de que Blondel incurriese en sospecha ni de que pensaran algunos que había sido incluido en la condena del “inmanentismo religioso” hecha por el papa Pío X en su encíclica Pascendi de 1907. No contribuyó a mejorar precisamente las cosas la oposición de Blondel respecto al movimiento de la Action Français., que él veía como perversa alianza entre la sociología positivista y un catolicismo reaccionario. Pues aunque Charles Maurras era un ateo que trataba de utilizar a la Iglesia para sus propios fines, el movimiento fue apoyado por algunos teólogos distinguidos, aunque muy tradicionales, y por ciertos tomistas que, molestos con la originalidad y la independencia de Blondel, le consideraban corrompido por el pensamiento alemán y no dudaban en acusarle de modernismo. De hecho, las ideas de Blondel nunca fueron condenadas por Roma, a pesar de los esfuerzos que se hicieron procurando que lo fuesen. Probablemente fue una suerte para él no hacerse sacerdote, como parece que lo pensó alguna vez. Hay que añadir, con todo, que Blondel nunca se permitió entablar las ardientes polémicas que sostuvo su amigo Laberthonnière. Y la misma oscuridad de su estilo o, si se prefiere, el hecho de que fuera un filósofo altamente profesional y no un divulgador quizá le sirviese algo de protección.
En cualquier caso, Blondel resistió los años de controversias y críticas y, según hemos mencionado ya, produjo por fin su trilogía La pensé., L’être et les être. y la segunda versión de L’actio., seguida por La filosofía y el espíritu cristian.. Algunos estudiosos de Blondel han pasado bastante por alto estas últimas obras, viéndolas quizá como una expresión de pensamientos reelaborados bajo la presión de la crítica y como más dóciles y más tradicionales que L’actio. original. Otros, en cambio, han insistido en que la trilogía representa el pensamiento maduro del filósofo, añadiendo a veces que el énfasis con que en ella se insiste en los temas ontológicos y metafísicos demuestra que es un error presentar a Blondel como un apologista porque escribiese la primera Action y la Carta sobre la apologética. No faltan quienes han aprovechado con gusto la oportunidad de comparar su pensamiento con la tradición metafísica que pasa por Santo Tomás de Aquino.[647] Pero, si bien la trilogía representa evidentemente el pensamiento maduro de Blondel, y éste vino a tener en realidad un respeto cada vez mayor al Aquinate, también es cierto que su interés consistió en desarrollar una filosofía autónoma que a la vez estuviera abierta al cristianismo. En tal sentido siguió siendo un apologeta, aunque en sus últimos escritos recalcase las implicaciones y los presupuestos ontológicos de su pensamiento según lo había presentado con anterioridad.
En La pensé. investiga Blondel las condiciones antecedentes del pensamiento humano y defiende la teoría del “pensamiento cósmico” (la pensée cosmiqu.). En su opinión, no podemos hacer justificadamente una dicotomía estricta entre los seres humanos como sujetos pensantes, por un lado, y la naturaleza como materia sin pensamiento, por el otro. Al contrario, Leibniz estaba en lo cierto cuando sostuvo que lo material tiene siempre su aspecto psíquico. A decir verdad, el universo orgánico inteligible puede ser descrito como “un pensamiento subsistente”;[648] no, por cierto, pensamiento consciente, sino pensamiento “en busca de sí”.[649] En el proceso del desarrollo del mundo el pensamiento consciente se alza sobre la base de una jerarquía de niveles, cada uno de los cuales presupone como requisitos necesarios los que le preceden e introduce algo nuevo y crea problemas, llamémoslos así, cuya solución exige un nivel superior. En el hombre persiste el pensamiento espontáneo, concreto, que se halla presente en la naturaleza; pero surge también el pensamiento analítico y abstracto que opera con símbolos.[650] La tensión entre estos dos tipos de pensamiento había sido ya notada por algunos filósofos. Los escolásticos hablaron de “razón” (rati.) e “intelecto” (intellectu.); Spinoza, de grados del conocimiento; y Newman, de asentimiento nocional y asentimiento real. Junto con la advertencia de la distinción entre los diferentes tipos de pensamiento se ha dado también la visión de una síntesis a un nivel superior, como en los escolásticos y en Spinoza según sus maneras diversas. La condición para cualquier síntesis así, para el autoperfeccionarse del pensamiento, es la participación en la vida del pensamiento absoluto, en una unión con Dios en la que se identifiquen la visión y el amor. Pero alcanzar esta meta de la dialéctica del pensamiento queda fuera de la competencia de la filosofía y del esfuerzo humano en general.
En L’être et les être., Blondel vuelve su atención del pensamiento al ser, e interroga, por decirlo así, a diferentes clases de cosas para descubrir si merecen ser llamadas seres. La materia no aprueba este examen: no es un ser. Es “menos que una cosa, la condición común de las resistencias que todas las cosas nos oponen y que nosotros nos oponemos a nosotros mismos”.[651] Es en realidad, para emplear la terminología del aristotelismo, el principio de la individuación y de la multiplicidad, y proporciona así una buena base para rechazar el monismo; pero no es, de suyo, un ser substancial. El organismo vivo, con su unidad específica, su espontaneidad y relativa autonomía, presenta mejores títulos; pero aunque transmite un élan vital, su actividad es contrarrestada por la pasividad, y carece de auténtica autonomía y de inmortalidad. En cuanto a las personas humanas, presentan títulos todavía mejores. Al mismo tiempo, su falta de autosuficiencia puede mostrarse de muchos modos, Tal vez parezca, pues, que es el universo en su totalidad lo único que merece el nombre de ser. Pero el universo es devenir más bien que ser. Participa en el ser, pero no es el ser mismo.
En estas reflexiones Blondel está, obviamente, suponiendo que en el hombre hay, de hecho, una idea implícita del “Ser en sí mismo”,[652] a la que no se la encuentra plenamente realizada ni en la materia, ni en los organismos, ni en las personas, ni siquiera en el universo considerado como una totalidad en desarrollo. Pero él no pretende que esta idea implícita pueda proporcionar una base para el argumento ontológico de San Anselmo. De ahí que se vea obligado a preguntar si se justifica el aserto de que esta idea remite a una realidad. Sin rechazar los argumentos tradicionales que concluyen del mundo a Dios, sostiene Blondel que “nuestra idea de Dios tiene su fuente, no en una luz que nos pertenezca a nosotros, sino en la acción iluminadora de Dios en nosotros”.[653] “La aptitud fundamental y congénita del espíritu para conocer y desear a Dios es la causa inicial y suprema de todo el movimiento de la naturaleza y del pensamiento, de suerte que nuestra certeza de ser está así basada en el Ser mismo.”[654]
En la segunda versión de L’Actio. dice Blondel que en la primera había dejado deliberadamente de lado “las terribles dificultades metafísicas del problema de las causas segundas”[655] y había considerado la acción solamente en el hombre y con miras a estudiar el destino humano. Pero en la segunda Acción amplía estas miras para incluir la acción en general, e introduce temas que había pasado por alto en la versión primera. Dice, por ejemplo, que el concepto puro y completo de la acción se verifica tan sólo en Dios, que es la Actividad absoluta (l’Agir absol.) y el venero productos de todas las cosas finitas. Además hay aquí unas aproximaciones graduales, digámoslo así, a la absoluta Actividad divina; y se plantea la cuestión de cómo es posible para Dios crear seres finitos como agentes morales libres y responsables. Blondel trata de combinar el reconocimiento de la actividad creadora del hombre y la responsabilidad moral con la creencia en la creación divina y con su teoría de la orientación básica del espíritu humano a la Trascendencia y del perfeccionamiento de la naturaleza humana mediante la unión de la voluntad del hombre con la voluntad divina.
Esta ampliación de horizontes para abarcar una extensa gama de temas ontológicos y metafísicos da, sin duda, a la trilogía un matiz diferente, digamos, del de L’Action origina. y del de la Carta sobre la apologética. Pero, aunque la trilogía ensancha el campo de la reflexión, no por ello constituye un repudio de la primera versión de L’actio.. Blondel sigue estando profundamente convencido de la básica orientación dinámica del espíritu humano hacia Dios; y esta ampliación de horizontes puede verse como un querer solventar los problemas que estaban implícitos en la línea de su pensamiento original. El cambio en la forma de expresarse Blondel y la respetuosa actitud que muestra a menudo para con el Aquinate quizá llamen a engaño. Por ejemplo, aunque en La pensé. Blondel admite prudentemente la función de las pruebas de la existencia de Dios de tipo tradicional, pone en claro que, si se las toma aisladamente y como ejercicios de metafísica teórica, conducen a una idea de Dios, y que para que Dios sea una realidad viva para el hombre, para que sea el Dios de la conciencia religiosa, se requiere algo más. Evita, sí, el uso de la palabra “opción”; pero la idea fundamental permanece. Blondel no quiere admitir que haya una dicotomía definitiva e insalvable entre “el Dios de los filósofos” y “el Dios de la religión”. La diferencia proviene de que hay en el hombre diferentes tipos de pensamiento; pero el ideal es una integración de las tendencias que están en conflicto dentro del hombre. Y este ideal se hallaba evidentemente presente en la versión original de L ‘actio..
Es difícil imaginar que Blondel pueda ser nunca un escritor popular. Más que para el público en general, escribe para los filósofos. Y es probable que muchos de sus lectores, aunque sean filósofos, se queden a menudo sin saber exactamente qué es lo que quiere decir. Pero como pensador católico que desarrolló sus ideas en diálogo con las corrientes espiritualista, idealista y positivista de la filosofía moderna, Blondel es una notabilidad. No abogó por el simplismo de un retorno al pasado medieval, aunque se lo parangonase con la ciencia moderna. Ni adoptó tampoco la actitud de discípulo respecto a ningún pensador. Aunque podamos discernir algunas líneas de su pensamiento que le vinculan con San Agustín y San Buenaventura, y también afinidades con Leibniz, Kant, Maine de Biran y otros, fue un pensador enteramente original. Y su concepción general de una filosofía que ha de ser intrínsecamente autónoma pero al mismo tiempo autocrítica y autolimitante y abierta a la revelación cristiana, parece aceptable en principio para todos los pensadores católicos que recurran a la filosofía metafísica.[656] Claro que hay quienes estiman que el enfocar la metafísica “desde la interioridad humana”, por vía de reflexión sobre el sujeto activo, que fue la aportación característica de Maine de Biran y es algo especialmente notorio en la primera versión de L’actio., se resiente de subjetivismo. En cuyo caso, esos tales darán buena acogida a la ampliación de horizontes que se efectúa en la trilogía, viendo en ella el equivalente a un reconocimiento de lo inadecuado del método de inmanencia, Pero, de todos modos, el enfoque o planteamiento de Blondel tiene por lo menos el mérito de que trata de hacer comprender lo relevante que es la religión. Y nuestro filósofo reconoció el hecho, visto también por los llamados tomistas trascendentales, de que las pruebas tradicionales de la existencia de Dios a partir del mundo externo se basan en presupuestos que sólo pueden justificarse mediante la reflexión sistemática sobre la actividad del sujeto en el pensamiento y la volición.
Entre los que mantuvieron correspondencia con Blondel estuvo Luden Laberthonniére (1860-1932).[657] Después de estudiar en el seminario de Bourges, Laberthonnière ingresó en el Oratorio en 1886 y enseñó filosofía en la escuela oratoriana de Juilly y después en una escuela de París. En 1900 volvió a Juilly como rector del Colegio, pero cuando el gobierno Combes legisló contra las órdenes y congregaciones religiosas, en 1902, pasó a vivir en París. En 1903 publicó Essais de philosophie religieus. (Ensayos de filosofía religios.) y en 1904 Le réalisme chrétien et l’idéalisme gre. (El realismo cristiano y el idealismo grieg.). En 1905 Blondel le hizo director de los Annales de philosophie chrétienn. (Anales de filosofía cristian.). Pero al año siguiente dos de sus escritos fueron puestos en el índice. En 1911 publicó Positivisme et catholicism. (Positivismo y catolicism.); pero en 1913 las autoridades eclesiásticas le prohibieron seguir publicando. Durante este período de forzoso silencio vieron la luz algunos escritos de Laberthonnière publicados a nombre de amigos.[658] Pero el grueso de su producción tendría que esperar a ser publicado póstumamente. En 1935 Louis Canet empezó a editar estas obras en París con el título general de Oeuvres de Laberthonnièr..
A pesar del trato que recibió, Laberthonnière no rompió nunca con la Iglesia. Y menos aún abandonó su profunda fe cristiana. Lo que sí es probable, y natural, es que la inclusión de dos de sus libros en el Indice y la posterior prohibición de que siguiese publicando aumentaran su hostilidad no sólo contra el autoritarismo sino también contra la filosofía aristotélica y tomista.[659] Pero esta hostilidad no tuvo ciertamente por origen la reacción ante las medidas tomadas por la autoridad eclesiástica. Era una actitud razonada, basada en su manera de entender la vida humana y la naturaleza de la filosofía y de la religión cristiana. De no haber sido por su reducción al silencio, sus ideas tal vez habrían producido mucha más impresión. Tal como anduvieron las cosas, otros filósofos estaban pasando ya al primer plano de la atención cuando las obras de Laberthonnière fueron, por fin, publicadas. Hay que añadir, empero, que mientras Blondel se dedicó sobre todo a exponer su propio pensamiento, Laberthonniére tendía a elaborar y exponer sus ideas a la vez que discutía las de otros pensadores, haciéndolo a menudo en un tono acentuadamente polémico. Así, los primeros volúmenes de sus Obras, según los ha publicado Louis Canet, contienen sus Études sur Descartes (Estudios sobre Descarte., 1935) y sus Études de philosophie cartésienne (Estudios de filosofía cartesian., 1938) en tanto que el Esquisse d’une philosophie personnaliste (Esbozo de una filosofía personalist., 1942) presenta un plan filosófico que es desarrollado, en gran medida, mediante la discusión crítica de las ideas de otros filósofos, tales como Renouvier, Bergson y Brunschvicg. Una parte, por ejemplo, se intitula “El pseudopersonalismo de Charles Renouvier”. Esto no quiere decir, naturalmente, que las ideas del propio Laberthonnière no sean valiosas. Blondel mismo desarrolló su pensamiento a lo largo de un proceso de diálogo con otros filósofos, pero también es verdad que en la versión original de L’actio. y en la trilogía se le distrae mucho menos al lector con excursos polémicos e históricos que le aparten de la línea de pensamiento del autor, cosa en cambio frecuentísima en las principales obras de Laberthonnière.
En las notas que constituyen el prefacio a sus Estudios sobre Descartes afirma Laberthonnière que “toda doctrina filosófica tiene por fin dar un sentido a la vida, a la existencia humana”.[660] Toda filosofía tiene una motivación moral, aun cuando el filósofo dé a su pensamiento una forma cuasi-matemática. Esto puede verse hasta en el caso de Spinoza, en cuyo pensamiento la estructura geométrica está, en realidad, subordinada a las subyacentes finalidad y motivación. Además, la prueba de la verdad de una filosofía es su viabilidad, su capacidad de ser vivida. Laberthonniére se refiere, de hecho, a la necesidad de detectar el principio animador, la subyacente motivación que late de continuo en toda filosofía que estudiemos. Pero lo que se le ocurre decir expresa naturalmente su propia concepción de lo que la filosofía deberá ser. “Hay solamente un problema, el problema de nosotros mismos, del que se derivan todos los demás”:[661] ¿Qué somos? Y ¿qué deberíamos ser?
El animal, declara Laberthonnière, ciertamente no es una máquina, pero no posee el yo consciente que es necesario para plantearse problemas respecto al mundo y a uno mismo. Es cuanto a esto, la humana voluntad de vivir es afín en su origen a la del animal. Esto es, la voluntad de vivir humana está orientada ante todo a “las cosas del tiempo y del espacio”.[662] El organismo vivo, impulsado por la voluntad de vivir, aprende empíricamente a buscar algunas cosas como satisfactoras de deseos y necesidades y a evitar otras como causantes de sufrimientos o amenazantes contra su existencia. Pero con el despertar de la conciencia de sí cambia la situación; el hombre se hace consciente de sí mismo no como algo ya hecho y completo, sino más bien como algo que ha de ser y que debería ser. En realidad, según Laberthonnière, somos como arrastrados hacia afuera, allende nosotros mismos, por la aspiración a poseer la plenitud del ser. Aquí, sin embargo, se le abren al hombre varias sendas: En primer lugar, el hombre se encuentra en un mundo de cosas, que la conciencia de sí mismo le hace constatar que están frente a sí. Por una parte, puede hacer de este mundo de cosas un espectáculo, un objeto de contemplación teórica o estética, poseyendo las cosas, por así decirlo, sin ser poseído por ellas. Esta es la actitud ejemplificada en la idea aristotélica de la contemplación. Por otra parte, el hombre puede esforzarse por descubrir las propiedades de las cosas y las leyes que rigen la sucesión de los fenómenos para lograr dominio sobre las cosas, para usarlas y para producir o destruir fenómenos a su voluntad. Ambas aptitudes puede decirse que pertenecen a la física. Pero en el primer caso tenemos un física de contemplación, mientras que en el segundo tenemos una física de explotación, como la que se ha venido practicando desde los tiempos de Descartes hasta hoy.
En segundo lugar, empero, el hombre no se halla simplemente en un mundo de cosas. No es tan sólo el hombre un individuo aislado frente a un entorno material e inconsciente. Está también en un mundo de personas que, lo mismo que él, pueden decir “yo” o “yo soy”. Este mundo de personas forma ya una cierta unidad. Vivimos, sentimos, pensamos y queremos en un mundo social. Pero, dentro de esta unidad material, los seres humanos pueden experimentar, como es obvio, oscuridad unos respecto a otros. Allende la unidad natural básica hay una unidad moral, que es algo por conseguir, más bien que algo ya dado. En este campo la aspiración a poseer la plenitud del ser adopta la forma del sentido de la obligación de hacerse uno con los demás, de conseguir una unidad moral de las personas. Laberthonnière distingue entre “cosas” y “seres” reservando la palabra “ser” para el sujeto autoconsciente, caracterizado por- una interioridad que la “cosa” no posee. Este sujeto autoconsciente aspira a poseer la plenitud del ser mediante la unión con otros sujetos. ¿Cómo se ha de lograr esta unidad? Desde luego es posible intentar conseguirla por medio de una autoridad, de la clase que sea, que dicte lo que los hombres han de pensar, decir y hacer, tratando a los seres humanos como animales amaestrables. Pero este procedimiento no puede dar como fruto sino sólo una unidad externa que, según Laberthonnière, traslada simplemente el conflicto de la esfera externa a la interna. El único modo eficaz de lograr unidad entre seres que existen en sí mismos y para sí mismos es que cada persona supere su egoísmo y se dé y se ponga al servicio de los demás, de suerte que la unificación sea el resultado de una expansión desde dentro, por así decirlo, y no impuesta desde fuera. Naturalmente que hay cabida para la autoridad, pero para una autoridad que mantenga un ideal común y trate de ayudar a las personas a desenvolverse como personas más bien que de moldearlas por coerción o de reducirlas al nivel de una grey.
Lo que a este propósito dice Laberthonnière tiene obvias implicaciones tanto en el plano político como en el eclesiástico. Por ejemplo, refiriéndose en un pasaje a lo que considera mal uso de la autoridad, menciona la dominación “cesarista o fascista”.[663] Pero el énfasis contra el totalitarismo fascista no tiene por qué ir acompañado de ceguera en cuanto a los posibles vicios de la democracia. Por ejemplo, en una nota habla de la democracia que, “en vez de ser un movimiento dinámico, un élan hacia el ideal mediante la espiritualización de la vida humana, se ha convertido en una estampida hacia los bienes de la tierra a través de una sistemática materialización de la vida”.[664] En otras palabras, la moderna democracia occidental, aunque animada originariamente por un impulso dirigido hacia metas ideales, se ha hecho materialista y, por lo tanto, no se la puede contrastar simplemente con el autoritarismo político como se contrasta el bien con el mal. En cuanto al plano eclesiástico, es evidente que Laberthonnière fue contrario a la política del tratar de imponer la uniformidad desde arriba y al tipo de procedimientos que él personalmente hubo de sufrir. Tenía, digamos, una mentalidad post-Vaticano II desde mucho antes del Segundo Concilio Vaticano. Ideas parecidas sobre el desarrollo de las personas como personas y sobre la unión de las mismas mediante la aceptación personalmente querida de unos ideales comunes las expresó también en su teoría de la educación. Según Laberthonnière, hay, pues, una unidad natural. “Todos los hombres constituyen una unidad por naturaleza.”[665] Hay también otra unidad que está aún por conseguir, como ideal querido. Esto manifiesta que tenemos un común origen y una meta común. Los seres (es decir, los sujetos autoconscientes) proceden de Dios y sólo pueden alcanzar su fin mediante la unión con la voluntad divina. Dios es, no tanto un problema, cuanto “la solución del problema que nosotros somos para nosotros mismos”.[666] Sin referencia a Dios nos es imposible responder a preguntas tales como: “¿Qué somos nosotros?”, y “¿Qué deberíamos ser?” O, más bien, al intentar responder a estas preguntas, nos vemos inevitablemente introducidos en la esfera de la creencia religiosa.
Laberthonniére fue influido por Maine de Biran y por Boutroux y también por Blondel. La filosofía era para él la ciencia de la vida, de la vida humana, y su punto de partida estaba en “nosotros mismos como realidades interiores y espirituales, con conciencia de nosotros mismos”.[667] Pero la palabra “ciencia” no debe entenderse mal. Ciencia en el sentido ordinario es una ciencia de cosas, una especie de física, aun cuando tome en consideración a los seres humanos en su realidad fenoménica. Pero la metafísica, si ha de tener un sentido para nosotros, debe iluminar los problemas de la vida; y ha de ser vivible. La biología trata de la vida y la psicología de la mente, y tienen sin duda alguna un valor. Pero la metafísica se interesa por el sujeto activo consciente de sí en cuanto orientado a un ideal y a una meta; y es una ciencia de la vida en el sentido de que esclarece la naturaleza y la meta de la vida de su sujeto (o de la persona) considerado en cuanto tal.
No es muy difícil comprender la hostilidad de Laberthonnière para con el aristotelismo y el tomismo tradicional, hostilidad que le hacía ver con malos ojos las que juzgaba indebidas concesiones de Blondel al Aquinate y a los tomistas. En opinión de Laberthonnière, el aristotelismo tenía más de física que de metafísica, aunque a una parte de él se le haya puesto la etiqueta de “metafísica”. Y el Dios de Aristóteles, replegado en sí mismo, se parecía muy poco al Dios viviente y activo de la religión. En cuanto a Spinoza y los demás monistas, negaron en redondo la irreductible distinción entre las personas, en tanto que los positivistas reducían el afán humano de lograr la unidad-en-la-distinción al separarlo de su último trascendente y a la vez inmanente fundamento.
Es probable que el lector saque la conclusión de que Laberthonnière, en su idea de la filosofía y en sus discusiones críticas de otros filósofos, tales como Aristóteles, Descartes, Spinoza y Bergson, estaba influido por su fe cristiana. Evidentemente esta conclusión sería correcta. Pero es que, según Laberthonniére, lo que se jugaba era todo, sin componendas ni paliativos: en su opinión, era erróneo pensar que el cristianismo pudiera superponerse a una filosofía completamente construida ya o que se hubiese desarrollado con independencia de la fe cristiana. Pues el cristianismo es “él mismo la filosofía en el sentido etimológico del término, o sea, la sabiduría, la ciencia de la vida que explica lo que somos y, sobre la base de lo que somos, lo que debemos ser”.[668] La cuestión de si puede haber o no una filosofía cristiana estriba en un supuesto falso si en lo que se piensa es en una filosofía elaborada independientemente de la fe cristiana y que sirva de base “natural” sobre la que pueda levantarse el cristianismo como una superestructura “sobrenatural”. Ésta es la idea que predominó tras la invasión del aristotelismo en la Edad Media. Pero no: el mismo cristianismo es la verdadera filosofía. Y por el hecho de ser la verdadera filosofía, excluye cualquier otro sistema. Pues “toda filosofía que merezca este nombre [...] se presenta, si no como exhaustiva, por lo menos como excluidora de lo que no sea ella”.[669]
Es obvio que Laberthonniére no pretende que se suponga que quien no es cristiano es incapaz de plantear problemas metafísicos y de reflexionar sobre los mismos. Pues está claro que la vida o la existencia humana puede dar origen a problemas en la mente de cualquiera, sea cristiano o no. La tesis de Laberthonniére es, más bien, que es el cristianismo el que proporciona la solución más adecuadamente beneficiosa para el hombre. O, mejor dicho, el cristianismo es para él la sabiduría salvadora, la verdadera “ciencia de la vida”, por la que el hombre puede vivir. Según lo reconoce explícitamente, Laberthonniére vuelve así a adoptar el punto de vista de San Agustín y otros escritores cristianos de los primeros siglos que consideraron que el cristianismo era, de suyo, la verdadera y genuina filosofía que completaba las filosofías del mundo antiguo y venía a suplantarlas. La separación y el subsiguiente conflicto entre la filosofía y la teología fue un desastre. Santo Tomás de Aquino no bautizó a Aristóteles, sino que aristotelizó el cristianismo introduciendo en él “la concepción pagana del mundo y de la vida”.[670] Sin duda que, una vez separadas tajantemente la filosofía y la teología, parece inapropiado presentar el cristianismo como una filosofía, inclusive como la verdadera filosofía, pero no hay razón alguna que obligue a tal separación. Quizá parezca que la filosofía es obra de “pura razón” y pertenece al nivel natural, mientras que la teología es el fruto de la revelación procedente de la esfera sobrenatural. Pero, según Laberthonniére, es un error ver lo natural y lo sobrenatural como dos mundos, superpuesto el uno al otro. Los términos “natural” y “sobrenatural” no deben ser entendidos como si designaran un dualismo metafísico, sino como refiriéndose a “dos opuestas maneras de ser y actuar, una de las cuales corresponde a lo que somos, a lo que pensamos y hacemos en virtud de nuestro egocentrismo innato, y la otra, a lo que tenemos obligación de ser, de pensar y de hacer con voluntad generosa”.[671] Por consiguiente, si se considera que la filosofía metafísica tiene que ver con los problemas del qué somos y qué debemos ser, ello en modo alguno impide presentar el cristianismo como la filosofía verdadera. Pues es precisamente sobre estos problemas donde derrama luz el cristianismo, a fin de capacitar al hombre para convertirse en lo que debe ser.
Dado este punto de vista, resulta bastante natural que Laberthonniére subraye la estrecha conexión entre la verdad y la vida. “Como ninguna existencia se demuestra, tampoco se demuestra que Dios existe. Ya en el mismo buscarle se le halla. Es más, se le busca porque ya se le ha hallado, sólo porque está presente y activo en la conciencia que de nosotros mismos tenemos.”[672] Respecto a los dogmas cristianos, le desagrada también mucho a Laberthonniére que se los conciba como elementos informativos, o sea, como algo que viene de un mundo sobrenatural y que nosotros aceptamos simplemente por autoridad. Rechaza él, sin duda, una visión de los dogmas cristianos puramente relativista, pero los considera desde el punto de vista de su capacidad para esclarecer los problemas humanos y servir de guías para la vida. Sin referencia a la vida humana no tendrían para nosotros ningún sentido real. No se trata —insiste Laberthonnière·— de hacer al hombre la medida de toda verdad, incluida la revelada. Pues considerando la verdad en relación a nosotros y a nuestras vidas, más bien somos nosotros los que nos medimos por la verdad y no al contrario. De modo que, si por “pragmatismo” se entiende la opinión de que la verdad en la esfera religiosa se hace “verdad nuestra” cuando vemos su conexión con nuestras vidas, puede calificarse desde luego a Laberthonnière como pragmatista. Pero si se entiende que el pragmatismo implica, por ejemplo, que la afirmación de la existencia de Dios sólo es verdadera en el sentido de que al hombre le es útil afirmarla, entonces ciertamente no fue pragmatista. Pues estaba convencido de que no podemos conocernos bien sin conocer la realidad de Dios.
De alguna manera, la opinión de Laberthonnière sobre la naturaleza de la filosofía y la metafísica es cuestión de terminología. Esto es, si decidimos entender por “metafísica” la sabiduría salvadora, está claro que para el cristiano el cristianismo deberá ser “la metafísica”.[673] Y si se le acusara a Laberthonniére de reducir la religión cristiana al nivel de una filosofía, podría replicar que la base de tal acusación era un mal entendimiento de su uso de la palabra “filosofía”. Pero, al mismo tiempo, cuando dice que la metafísica identificada con la doctrina cristiana como “la ciencia de nuestra vida”[674] nos tiene a nosotros mismos por punto de partida, es comprensible que los teólogos sospechen que incurre en un puro inmanentismo, especialmente si se sacan tales proposiciones del contexto en que Laberthonnière distingue entre lo que él entiende por metafísica y lo que entendía Aristóteles,
Tal vez parezca que, en realidad, a Laberthonnière no le corresponde un puesto en la historia de la filosofía. Pero es obvio que este juicio presupone un concepto de filosofía que él rechaza. En cualquier caso, su pensamiento tiene algún interés. Continúa el enfoque de la metafísica desde la interioridad humana que fue característico de Maine de Biran, pero en su concepto de la relación entre la metafísica y el cristianismo retorna a San Agustín. Con su actitud respecto al intento del Aquinate de incorporar el aristotelismo a una comprensiva visión del mundo teológico-filosófica, Laberthonniére nos trae a las mientes la reacción que produjeron y las consecuencias que tuvieron las condenas de 1277. Pero su hostilidad a Aristóteles y al Aquinate está motivada no tanto por la veneración que sentía a los sancti y a la tradición como tales cuanto por su propio enfoque personalista y, hasta cierto punto, existencialista. Por ejemplo, su ataque contra la teoría aristotélica de la materia como principio de individuación lo hace en nombre de un personalismo espiritualista. Es auténticamente un agustiniano moderno que desarrolla su pensamiento en diálogo con otros filósofos tales como Descartes, Bergson y Brunschvicg. Su insistencia en que las doctrinas cristianas se van haciendo verdades para nosotros, verdades nuestras, a medida que vamos haciéndonos cargo de su importancia para la vida humana, puede asemejarle a los modernistas. Pero él combina esta insistencia con un genuino esfuerzo por evitar un relativismo que no sería compatible con la afirmación de que hay verdades cristianas objetivas e inmutables.
El término “modernismo” fue empleado por primera vez a comienzos del siglo XX, y parece que lo acuñaron quienes se oponían al movimiento que designa, aunque también fue utilizado por escritores como Buonaiuti, que publicó Il programma dei modernist. (El programa de los modernista.) en 1907. Es bastante fácil citar nombres de personas a las que se clasifica universalmente como modernistas. De Francia hay que mencionar a Alfred Loisy (1857-1940), de Italia a Ernesto Buonaiuti (1881-1946) y de la Gran Bretaña a George Tyrrell (1861-1909). Pero es mucho más difícil exponer con claridad el contenido del modernismo, y más difícil todavía definirlo. El mejor modo de abordar el asunto quizá sea exponerlo históricamente, ya que así se presta mayor atención a las diferencias en los intereses y en las líneas directrices del pensamiento.[675] Ni que decir tiene que también puede exponerse el modernismo como un sistema, en abstracto; pero entonces se arriesga uno a que se le haga la pertinente objeción de que el modernismo, en lo que pueda tener de sistema claramente definido, fue creado no por los mismos modernistas sino por los documentos eclesiásticos que lo condenaron, tales como el decreto Lamentabili y, mucho más, la encíclica Pascendi, publicados ambos en 1907.[676] Pero sería totalmente inoportuno introducir en este capítulo una historia del movimiento modernista. Y el propósito principal de las siguientes notas es ayudar a que se comprenda por qué pensadores como Blondel y Laberthonnière fueron sospechosos de incurrir en modernismo, y cómo, en todo caso, el pensamiento de Blondel difería del modernismo en el sentido en que éste fue condenado por Roma.
De suyo, el término “modernismo” podría entenderse en el sentido de modernización, esto es, de un intento de poner el pensamiento católico-romano al día y a la altura de las investigaciones y los desarrollos intelectuales contemporáneos. Habida cuenta de su actitud positiva respecto al creciente conocimiento del aristotelismo que, a la sazón, en el siglo XIII estaba creando una comente subversiva, Santo Tomás de Aquino ha sido calificado a veces de modernista.[677] Asimismo, sabios católicos que, como Louis Duchesne (1843-1922), trataron de aplicar al estudio de los orígenes del cristianismo los métodos de la crítica histórica puestos a punto por el protestantismo liberal, especialmente en Alemania, pueden ser llamados modernistas en este sentido general del término. Y naturalmente también puede llamárseles así a escritores que, como Blondel, insistieron en la necesidad de una apreciación más positiva de la filosofía moderna.
Sin embargo, tal como se lo emplea con referencia a una corriente del pensamiento que se produjo en la Iglesia Católica a finales del siglo XIX y durante la primera década del actual, el término “modernismo” es evidentemente más específico que el de modernización o aggiornamento en sentido general. En el caso de Loisy, el término en cuestión se refiere a las conclusiones de este autor acerca de lo que requería o implicaba la puesta al día de los estudios históricos y bíblicos. Así, estaba convencido Loisy de que la filiación divina de Jesús era producto de la fe cristiana que, meditando sobre el hombre Jesús de Nazaret, le había transformado en el Hijo de Dios. Esta transformación traía también consigo una deformación, puesto que implicaba el atribuir al hombre Jesús acciones milagrosas cuya aceptación como sucesos históricos era excluida por el pensamiento y la ciencia modernos. A la crítica histórica le correspondía como tarea redescubrir la figura histórica escondida tras los velos que a su alrededor había tejido la fe. Resumiendo, Loisy sostenía, a fin de cuentas, que el historiador del cristianismo estaba obligado a abordar su temática como abordaría cualquier otro tema histórico, y que este enfoque requería una explicación puramente naturalista de lo que fueron el mismo Cristo y los orígenes y la propagación de la Iglesia cristiana. Por mucho que queramos distinguir entre la investigación histórica y la “crítica superior” tal como se desarrolló en el protestantismo liberal e influyó después en algunos pensadores católicos, se comprende que las ideas de Loisy no les pareciesen muy recomendables a las autoridades de la Iglesia. Pues estas ideas venían casi a echar abajo los dogmas cristianos.
No fue Loisy un filósofo profesional, y estaba perfectamente dispuesto a admitir que la filosofía no era su especialidad.[678] Al mismo tiempo, en sus observaciones sobre la creencia en Dios viene a suponer que la mente humana no puede adquirir conocimiento alguno de la Trascendencia. Para él Dios es, a fin de cuentas, el Incognoscible de Spencer, aquello que queda fuera del alcance de lo que llamó Kant el conocimiento teórico. A Dios le pensamos en términos de símbolo, y desde un punto de vista práctico se justifica que actuemos como si hubiese una voluntad personal divina que pudiera exigir algo a la voluntad humana. Pero en el plano moral y religioso nos es imposible probar la verdad absoluta de ninguna creencia. En este plano, la verdad, siendo relativa al bien del hombre, es tan susceptible de cambios como el hombre mismo. Aquí no hay nada absolutamente verdadero ni verdades reveladas inmutables. Lo que se llama revelación es la interpretación por el hombre de su propia experiencia, y tanto la experiencia como la interpretación están sujetas al cambio.
Posteriormente Loisy se aproximó a la posición de Auguste Comte. Es decir, vio en la historia de la religión una expresión de la experiencia, no de la experiencia individual sino de la comunitaria. El cristianismo había promovido el ideal de una humanidad unida y estaba pasando a convertirse en la religión de la humanidad. Por último, parece ser que Loisy volvió a la idea de un Dios trascendente, pero no a ninguna creencia en la revelación o en la Iglesia como custodia de la revelación. Sin embargo, para nuestro propósito aquí basta con que hayamos subrayado su concepción relativista y pragmatista de la verdad en el plano ético-religioso. En general, los modernistas tendían a dar por cierto que la filosofía moderna había mostrado la incapacidad de la mente humana para trascender la esfera de la conciencia. Naturalmente, en un sentido esto es una perogrullada, a saber, en el de que no podemos ser conscientes de algo sin tener conciencia de ese algo ni pensar cosa alguna sin estar pensándola. Pero el inmanentismo fue también entendido como excluyente de toda prueba de la existencia de Dios que se hiciese, por ejemplo, con un argumento causal. Lo que se da en el hombre es una necesidad de lo divino que, elevándose en la conciencia, toma la forma de un sentimiento o sentido religioso equivalente a la fe. La revelación es la interpretación por el hombre de su experiencia religiosa. Tal interpretación es expresada, claro está, en formas conceptuales o intelectuales. Pero éstas pueden llegar a ser anticuadas y pasadas de moda, de suerte que haya que buscar nuevas formas de expresión. En un sentido general, la revelación puede ser considerada como la obra de Dios, aunque desde otro punto de vista sea obra del hombre. Pero la idea de Dios revelando verdades absolutas desde fuera, por así decirlo, verdades que son promulgadas por la Iglesia en forma de enunciados inmutables o “verdades permanentes” es incompatible con el concepto de evolución, cuando se lo aplica a la vida cultural y religiosa del hombre, y con la correspondiente visión relativista de la verdad religiosa.
Las precedentes notas son sólo un resumen parcial de las opiniones expresadas por varios autores en sus escritos.[679] Pero confío en que bastarán para que se comprenda por qué filósofos católicos tales como Blondel y Édouard Le Roy pudieron ser acusados de modernismo o de proclividades modernistas. Pues Blondel, según hemos visto, seguía el método que él llamó de inmanencia y planteaba la cuestión de Dios en términos de la orientación básica del espíritu humano tal como se manifiesta en su actividad; mientras que Le Roy, con su aceptación y su aplicación de las opiniones bergsonianas acerca de la intuición y la inteligencia, parecía atribuir a los dogmas religiosos un valor puramente pragmático. Sin embargo, Blondel nunca aceptó el inmanentismo como doctrina. Ni podía hacerlo, pues lo que con su método de inmanencia pretendía lograr era abrir la mente humana a la trascendente realidad divina y conducirla al estadio en que había un punto de inserción, digámoslo así, para la autorrevelación de Dios. En cuanto a Le Roy, expuso ciertamente una interpretación pragmática de la verdad científica y quiso aplicarla también a los dogmas religiosos. Pero supo defender su postura y nunca llegó a estar separado de la Iglesia, ni por su propia iniciativa ni por la de la autoridad eclesiástica. Según Laberthonniére, que era propenso a tales apreciaciones, lo que hizo Le Roy no fue reducir el cristianismo al bergsonismo sino el bergsonismo al cristianismo.
El tema principal de este capítulo ha sido la filosofía como apologética. El nuevo enfoque en la apologética estuvo representado por Ollé-Laprune, Blondel y Laberthonniére. Su pensamiento tenía, sin duda, algunos puntos en común con opiniones expresadas por los modernistas. Pero lo que a ellos les interesó sobre todo fueron los planteamientos filosóficos del cristianismo, mientras que los modernistas se interesaban primordialmente por compaginar la fe y las creencias católicas con la libertad en las investigaciones científicas, históricas y bíblicas. De ahí que, mientras Blondel como filósofo profesional puso mucho cuidado no sólo en abstenerse de pronunciamientos acerca de la revelación sino también en justificar tal abstención basándose en su propio concepto de la naturaleza y los alcances de la filosofía, los modernistas se sintiesen desde luego obligados a reconsiderar la naturaleza de la revelación y del dogma católico. En otras palabras, se ocuparon de las cuestiones teológicas de una manera distinta de la de Blondel. Y como la idea que tenían de lo exigido por la moderna investigación histórico-bíblica era de lo más radical, traían naturalmente a mal traer a las autoridades eclesiásticas, que estaban convencidas de que los modernistas socavaban los fundamentos de la fe cristiana. Echando una mirada retrospectiva, podemos pensar que las autoridades estaban tan ocupadas con las conclusiones que iban sacando los modernistas que se les pasó por alto el considerar si el movimiento modernista era o no la expresión de un reconocimiento de auténticos problemas. Pero tenemos que ver las cosas en su perspectiva histórica. Dada la situación de entonces, que incluía por una parte la actitud de las autoridades y por otra el concepto de erudición y conocimientos “modernos”, apenas podía esperarse que las cosas sucediesen de otro modo. Por lo demás, desde el punto de vista filosófico, el pensamiento de Blondel es bastante más valioso que las ideas de los modernistas.