Capítulo I
La reacción tradionalista a la revolución.

1. Observaciones introductorias.

Para nosotros la Revolución francesa es un acontecimiento histórico cuyo desarrollo, efectos y causas pueden ser investigados desapasionadamente. En la época en que ocurrió los juicios acerca de ella iban, sin duda, acompañados y a menudo afectados de fuertes sentimientos. A mucha gente le parecía obvio que la Revolución era no sólo una liberación nacional y un impulso regenerador de la sociedad francesa, sino también un movimiento destinado a llevar igualmente la luz y la libertad a otras naciones. Por descontado que el Terror podía deplorarse, o quizás excusarse; pero los ideales revolucionarios se aprobaban y ensalzaban como una afirmación de la libertad humana y, en ocasiones, como una muy esperada extensión de la Reforma a las esferas política y social. Hubo, sin embargo, otras gentes a las que les pareció no menos obvio que la Revolución fue un evento desastroso que puso en peligro de quiebra las bases de la sociedad, cambió la estabilidad social por un anárquico individualismo, dio alocadamente al traste con las tradiciones de Francia y expresó el rechazo de los principios religiosos de la moral, de la educación y de la cohesión social. Evidentemente la hostilidad a la Revolución podía estar alentada en gran parte por motivos egoístas; pero también podía estarlo el apoyo a ella. Y del mismo modo que al idealismo se le podía enrolar del lado de la Revolución, no menos posible era que se diese una oposición al espíritu revolucionario sinceramente convencida de que tal espíritu era destructivo e impío.

Una oposición acérrima a la Revolución fue expresada en el plano filosófico por los llamados “tradicionalistas”. Tanto los fautores como los oponentes de la Revolución tendían a ver en ella el fruto de la Ilustración, aunque las evaluaciones de ésta y las actitudes al respecto diferían mucho, naturalmente, en unos y otros. Es fácil, desde luego, despachar a los tradicionalistas como a reaccionarios llenos de nostalgia del pasado y ciegos para con el movimiento de la historía.[1] Pero, por muy miopes que fuesen en ciertos aspectos, fueron también escritores destacados e influyentes y no se les puede pasar simplemente por alto en una exposición del pensamiento francés de las primeras décadas del siglo XIX.

2. De Maistre.

El primer escritor del que debe hacerse mención es el famoso monárquico y ultramontano conde Joseph de Maistre (1753-1821). Nacido en Chambéry, en la Saboya, estudió leyes en Turín y llegó a ser senador de su patria. Invadida ésta por Francia, de Maistre se refugió primero en Aosta y después en Lausanne, donde escribió sus Considérations sur la Franc. (Consideraciones sobre Franci., 1796). Había sentido en tiempos alguna simpatía por los liberales; pero en esta obra se mostró claramente opuesto a la Revolución y deseoso de que se restaurara la monarquía francesa.

En 1802 de Maistre fue nombrado ministro plenipotenciario del rey de Cerdeña ante la corte del zar en San Petersburgo. Permaneció en Rusia catorce años y escribió allí su Essai sur le principe générateur des constitutions politique. (Ensayo sobre el principio generador de las constituciones política., 1814). Trabajó también en la redacción de su obra Du Pap. (Del Pap.), que terminaría en Turín y salió al público en 1819, y en la de las Soirées de Saint-Pétersbour. (Veladas de San Petersburg.), que apareció en 1821. Su Examen de la philosophie de Baco. fue publicado póstumo en 1836.

En su juventud había estado de Maistre asociado a un círculo masónico de Lyón que se inspiraba algo en las ideas de Louis-Claude de Saint-Martin (1743-1803), a quien le habían estimulado a su vez los escritos de Jakob Boehme.[2] Aquel círculo era opuesto a la filosofía de la Ilustración e inclinado a doctrinas metafísicas y místicas que representaban una fusión de creencias cristianas y neoplatónicas. Y Saint-Martin veía en la historia el despliegue de la divina Providencia. La historia era para él un proceso continuo enteramente vinculado a Dios, al Uno.

Quizá no sea tan absurdo el querer percibir a toda costa ecos de tales ideas en las Consideraciones sobre Francia de De Maistre. Le horrorizan ahí la Revolución, el regicidio, los ataques contra la Iglesia, el Terror; pero al mismo tiempo su concepción de la historia se mantiene en la línea de una evaluación exclusivamente negativa de la Revolución. Tiene por bellacos y criminales a Robespierre y a los demás dirigentes, pero los ve también como inconscientes instrumentos de la divina Providencia. Los hombres “actúan a la vez voluntaria y necesariamente”.[3] Obran como quieren obrar, pero al hacerlo así secundan los designios de la Providencia. Los cabecillas de la Revolución estaban convencidos de que la controlaban; pero no eran sino instrumentos que se utilizan y después se desechan, pues la Revolución misma fue el instrumento de que Dios se sirvió para castigar el pecado: “Jamás se había manifestado tan a las claras la divinidad en un suceso humano. Si emplea los más viles instrumentos, es porque se trata de castigar con miras a regenerar”.[4] Si las facciones implicadas en la Revolución pretendían destruir la Cristiandad y la monarquía, “síguese que todos sus esfuerzos sólo darán por resultado la exaltación de la Cristiandad y de la monarquía”.[5] Pues hay una “fuerza secreta”[6] que actúa en la historia.

La idea de De Maistre de que la historia patentiza el obrar de la divina Providencia, cuyos instrumentos son los individuos, no era en sí una novedad, aunque él la aplicó a un acontecimiento o a una serie de acontecimientos muy recientes. La idea es obviamente objetable. Aparte lo difícil que resulta conciliar la libertad humana con la infalible realización del plan divino, el concebir las revoluciones y las guerras como castigos divinos da lugar a la reflexión de que en modo alguno son solamente los culpables (o quienes a los ojos humanos parezcan serlo) los que padecen esos terribles cataclismos. Pero de Maistre procura salir al paso a tales objeciones mediante una teoría de la solidaridad de la nación, y en definitiva de toda la raza humana, como constituyendo una unidad orgánica. Y esta teoría es lo que él opone a lo que considera el erróneo y pernicioso individualismo de la Ilustración.

La sociedad política —insiste de Maistre— no es ciertamente un conjunto de individuos unidos mediante un pacto o contrato social. Ni la razón humana puede concebir a priori ninguna constitución viable prescindiendo de las tradiciones nacionales y de las instituciones que se han ido desarrollando a lo largo de los siglos. “Uno de los grandes errores de un siglo que profesó todos los yerros fue el de creer que una constitución política podía crearse y redactarse a priori, siendo así que la razón y la experiencia muestran de consuno que una constitución es obra divina y que precisamente lo más fundamental y esencialmente constitucional en las leyes de una nación es algo que no podría ponerse por escrito.”[7] Si nos fijamos en la constitución inglesa veremos que es la resultante de un gran número de factores y circunstancias convergentes que han servido de instrumentos de la Providencia. Una constitución así, que ciertamente no fue construida de un modo a priori, está siempre aliada con la religión y adopta una forma monárquica. No es, por lo tanto, sorprendente que los revolucionarios, que quieren establecer una constitución por decreto, ataquen a la religión y a la monarquía.

En términos generales de Maistre se opone violentamente al racionalismo dieciochesco, por verle ocuparse de abstracciones y menospreciar las tradiciones que, en su opinión, manifiestan la obra de la divina Providencia. El abstracto ser humano de les philosophes, que no es en esencia ni francés, ni inglés, ni miembro de ninguna otra unidad orgánica, es sólo una ficción. Y lo es también el Estado cuando se le interpreta como el producto de un contrato, pacto o convención. Siempre que de Maistre hace alguna observación complementaria sobre un pensador de la Ilustración es porque le parece que trasciende la estrecha mentalidad del racionalismo apriórico, Por ejemplo, Hume es elogiado por su ataque contra la artificiosidad de la teoría del contrato social. Si de Maistre se remonta a antes de la Ilustración y ataca a Francis Bacon es porque, en su sentir, “la filosofía moderna es toda ella hija de Bacon”.[8]

Otra ficción racionalista, según de Maistre, es la de la religión natural, si por este término se ha de entender una religión puramente filosófica, construcción deliberada de la razón del hombre. En realidad la creencia en Dios se viene transmitiendo a partir de una revelación primitiva que se le hizo a la humanidad, siendo el cristianismo otra nueva revelación más completa. Es decir, que sólo hay una religión revelada; y tan imposible le es al hombre construir una religión a priori como construir una constitución a priori. “La filosofía del siglo pasado, que aparecerá a los ojos de la posteridad como una de las épocas más oprobiosas del espíritu humano [...] no fue de hecho otra cosa que un auténtico sistema de ateísmo práctico.”[9]

Según de Maistre, la filosofía del siglo XVIII ha hallado su expresión en la teoría de la soberanía del pueblo y en la democracia. Pero aquella teoría carece en absoluto de fundamento, y los frutos de la democracia son el desorden y la anarquía. Para remediar estos males hay que volver al reconocimiento de la autoridad históricamente fundada y providencialmente constituida. Esto en la esfera política significa la restauración de la monarquía cristiana, y en la esfera religiosa la aceptación de la suprema y única soberanía del Papa infalible. Los seres humanos son tales que es necesario que haya gobierno, y el poder absoluto es la única alternativa verdadera para evitar la anarquía.[10] “Nunca he dicho yo que el poder absoluto, sea cual fuere la forma de su existencia en el mundo, no entrañe grandes inconvenientes. Antes al contrario, he reconocido expresamente el hecho, y no tengo el propósito de atenuar esos inconvenientes. Decía tan sólo que nos hallamos entre dos abismos.”[11]

En la práctica, el ejercicio del poder absoluto es restringido inevitablemente por diversos factores. Y en cualquier caso los soberanos políticos están, o deberían estar, sometidos a la jurisdicción del Papa, en el sentido de que éste tiene derecho a juzgar las acciones de aquéllos desde los puntos de vista religioso y moral.

A de Maistre se le conoce sobre todo por su ultramontanismo y porque insistió mucho en la infalibilidad del Papa bastante tiempo antes de que esta doctrina fuese definida por el Concilio Vaticano I. Pero tal insistencia no les pareció muy aceptable a todos los que compartían la hostilidad de De Maistre a la Revolución y simpatizaban con su deseo de ver restaurada la monarquía. Algunas de sus reflexiones acerca de las constituciones políticas y los valores de la tradición eran similares a las de Edmund Burke (1729-1797). Pero como más se le recuerda es principalmente como autor de la obra Du Pap..

3. De Bonald.

Figura más notable desde el punto de vista filosófico fue la de Louis Gabriel Ambroise, vizconde de Bonald (1754-1840); Antiguo oficial de la guardia real, fue miembro de la Asamblea Constituyente en 1790; pero en 1791 hubo de emigrar y vivió en la pobreza. En 1796 publicó en Constanza su Théorie du pouvoir politique et religieux dans la société civil. (Teoría del poder político y religioso en la sociedad civi.). Vuelto a Francia fue partidario de Napoleón, en el que veía el instrumento para la unificación política y religiosa de Europa. Pero con la Restauración se declaró en favor de la monarquía. En 1800 publicó un Essai analytique sur les lois naturelles de l’ordre socia. (Ensayo analítico sobre las leyes naturales del orden socia.). A esta obra le siguió en 1802 La législation primitiv. (La legislación primitiv.). Entre sus restantes escritos se incluyen Recherches philosophiques sur les premiers objets des connaissances morale. (Investigaciones filosóficas acerca de los primeros objetos de los conocimientos morale., 1818) y una Démonstration philosophique du principe constitutif de la sociét. (Demostración filosófica del principio constitutivo de la socieda., 1827).

Se ha dicho a veces que de Bonald rechaza toda filosofía. Pero esto no es exacto. Cierto que recalca la necesidad de que la sociedad se asiente sobre una base religiosa, y que contrasta esta necesidad con la insuficiencia de la filosofía como fundamento social. A su parecer, una unión de la sociedad religiosa con la sociedad política es “tan necesaria para constituir el cuerpo civil o social como necesaria es la simultaneidad de la voluntad y la acción para constituir el ego humano”,[12] mientras que a la filosofía le falta autoridad para dictar leyes e imponer sanciones. También es verdad que tras haber examinado la sucesión de los sistemas conflictivos concluye que “Europa […] está esperando aún una filosofí.”[13]. Al mismo tiempo muestra de Bonald evidente admiración a algunos filósofos. Habla, por ejemplo, de Leibniz como del “genio tal vez más capaz (vast.) de cuantos han aparecido entre los hombres”.[14] Por otra parte, distingue entre los hombres de ideas o conceptos, que de Platón en adelante “han esclarecido el mundo”,[15] y los hombres “de imaginación”, tales como Bayle, Voltaire, Diderot, Condillac, Helvétius y Rousseau, que han desorientado a la gente. El describir a escritores del tipo de Bayle y Diderot como hombres de imaginación puede parecer chocante; pero es que de Bonald no se está refiriendo a pensadores de inclinación poética, sino en principio a aquellos que derivan todas las ideas de la experiencia sensible. Cuando, por ejemplo, Condillac habla de “sensaciones transformadas”, la frase quizás aluda a la imaginación, que puede fingir a su capricho transformaciones y cambios. “Pero esta transformación, cuando se aplica a las operaciones de la mente, no es más que una palabra carente de significado, y Condillac mismo se habría visto en gran aprieto si hubiese tenido que darle una aplicación satisfactoria,”[16]

Por lo general los hombres “de imaginación”, según entiende de Bonald el término, son sensistas, empiristas y materialistas. Los hombres de ideas o conceptos son en principio los que creen que hay ideas innatas y las atribuyen a su última fuente. Así Platón “proclamó las ideas innatas o ideas universales, impresas en nuestras mentes por la suprema Inteligencia”,[17] mientras que Aristóteles, por el contrario, “humilló a la inteligencia humana rechazando las ideas innatas y representando las ideas como si vinieran a la mente sólo por medio de los sentidos”.[18] “El reformador de la filosofía en Francia fue Descartes.”[19]

Es verdad, sin duda, que de Bonald habla de la ausencia de filosofía entre los judíos de los tiempos del Antiguo Testamento y en otras naciones vigorosas, tales como los primeros romanos y los espartanos, y que concluye de la historia de la filosofía que los filósofos han sido incapaces de encontrar una base firme y segura para sus especulaciones. Sin embargo, rehúsa el admitir que debamos por eso desesperar de la filosofía y rechazarla en bloque. Al contrario, lo que debemos hacer es buscar “un dato absolutamente primitivo”[20] que pueda servirnos de seguro punto de partida.

Ni que decir tiene que no fue de Bonald el primer hombre que se puso a buscar una base segura para la filosofía. Ni tampoco fue el último. Pero es interesante leer que encuentra su dato o “hecho primitivo” en el lenguaje. Filosofía en general es “la ciencia de Dios, del hombre y de la sociedad”.[21] El dato primitivo que se está buscando deberá, pues, hallarse en la base del hombre y de la sociedad. Y es el lenguaje. Quizá parezca que el lenguaje no puede ser un hecho primitivo. Pero, según de Bonald, el hombre no podría haberlo inventado para expresar sus pensamientos, pues el pensamiento mismo, implicando como implica conceptos generales, presupone alguna especie de lenguaje. Dicho de otro modo, para expresar sus pensamientos el hombre ha de ser ya utilizador de lenguaje. El lenguaje es necesario para que el hombre sea hombre. Y la sociedad humana presupone también el lenguaje y no podría existir sin él.

Al considerar de Bonald la expresión simbólica como una característica esencial del hombre no está diciendo nada que vaya a causar asombro hoy día, si bien son varias las cuestiones embarazosas que se pueden formular. Pero él pasa adelante arguyendo que el hombre recibió el don del lenguaje a la vez que el de la existencia, y que, por lo tanto, “necesariamente hubo de existir, con anterioridad a la especie humana, una causa primera de este maravilloso efecto (es decir, del lenguaje), un ser superior en inteligencia al hombre, superior a todo cuanto somos capaces de conocer y aun imaginar, del que el hombre indiscutiblemente ha recibido el don del pensamiento, el don de la palabra [...]”.[22] Vale decir, que si, según lo hizo notar Rousseau,[23] el hombre necesita el habla para aprender a pensar, pero no podría haber construido el habla si no hubiese sido capaz de pensar, no pudo ser él el inventor del lenguaje; y este dato sirve de base para una prueba de la existencia de Dios.

No hay por qué reprocharle naturalmente a de Bonald que no se detenga ante la multiplicidad de lenguas, ni ante el hecho de que los hombres podemos inventar e inventamos expresiones lingüísticas. Lo que él sostiene es que razonablemente no se puede figurar uno al hombre como si primero desarrollase éste el pensamiento y después se pusiera, por así decirlo, a inventar el lenguaje para expresar ese pensamiento. Porque el genuino pensar implica ya la expresión simbólica, aunque no se pronuncien palabras.[24] Ciertamente de Bonald se marca un buen punto rehusando separar de manera tajante el pensamiento y el lenguaje.[25] Otra cuestión es que su forma de explicar la relación entre ambos pueda servir de base para una prueba de la existencia de Dios. Da él por supuesto que mientras nuestras ideas de los objetos particulares del mundo dependen de la experiencia sensorial, hay ciertos conceptos básicos (por ejemplo, el de Dios) y ciertos principios fundamentales o verdades primeras que representan una revelación primitiva hecha por Dios al hombre. Como esta revelación no podría ser captada o apropiada inicialmente sin el lenguaje, éste hubo de ser un don primitivo que le hizo Dios al hombre al crearle. Es obvio que de Bonald piensa que el hombre fue creado directamente por Dios, quien le habría creado como a “ser-utilizador-de-lenguaje”, mientras que lo más probable es que nosotros pensemos en términos de evolucionismo.

La filosofía social de De Bonald es triádica, en el sentido de que, según él, “en toda sociedad hay tres persona.”:[26] en la sociedad religiosa, Dios, sus ministros y el pueblo, cuya salvación es el fin al que apunta la relación entre Dios y sus ministros; en la sociedad doméstica o familia tenemos al padre o la madre y el hijo o los hijos; en la sociedad política están la cabeza del Estado (que representa el poder), sus oficiales de varias clases y el pueblo o cuerpo de los ciudadanos.

Ahora bien, si preguntamos si en la familia el poder le pertenece al padre a resultas de un acuerdo o pacto, la respuesta, para de Bonald, debe ser negativa. El poder le pertenece al padre naturalmente, y deriva o proviene, en última instancia, de Dios. Similarmente, en la sociedad política la soberanía le pertenece al monarca, no al pueblo, y le pertenece a aquél por naturaleza. “El establecimiento del poder público no fue ni voluntario ni forzado: fue necesario, es decir, conforme a la naturaleza de los seres en sociedad. Y sus causas y orígenes fueron todos naturales.”[27] Esta idea es aplicable incluso al caso de Napoleón. La Revolución fue a la vez culminación de una larga enfermedad y un esfuerzo realizado pór la sociedad para volver al orden. Era necesario, y por lo mismo natural, que asumiera el poder alguien capaz de convertir la anarquía en orden. Napoleón fue ese alguien.

Como de Maistre, insiste de Bonald en la unidad del poder o soberanía. La soberanía debe ser una, independiente y definitiva o absoluta.[28] También debe ser duradera, y de esta premisa deduce de Bonald la necesidad de la monarquía hereditaria. Pero la característica peculiar de su pensamiento es su teoría sobre el origen del lenguaje y de la transmisión, por su medio, de una primitiva revelación divina que está en la base de la creencia religiosa, de la moral y de la sociedad. No acaba de verse del todo claro cómo cuadra esta teoría de la transmisión de una revelación primitiva con el entusiasmo que siente de Bonald por la teoría de las ideas innatas. Pero presumiblemente piensa que para poder hacerse cargo de la revelación se requería el innatismo de las ideas.

4. Chateaubriand.

Tanto de Maistre como de Bonald fueron palmariamente tradicionalistas en el sentido de que defendieron las viejas tradiciones políticas y religiosas de Francia contra el espíritu revolucionario. Precisando más, de Bonald en particular fue un tradicionalista en el sentido técnico de que propugnó la idea de tradición, o transmisión en el género humano, de una revelación primitiva. Ambos combatieron la filosofía de la Ilustración, aunque de los dos fue de Maistre el más drástico e indiscriminante al condenarla. En uno de los sentidos de la palabra “racionalismo”, ambos fueron antirracionalistas. Pero de ninguno de los dos puede decirse con propiedad que represente simplemente al irracionalismo, pues ambos ofrecieron razonadas defensas de sus posiciones y apelaron a la razón en sus ataques contra el pensamiento del siglo XVIII.

En cambio, en Frangois-René, vizconde de Chateaubriand (1768-1848) hallamos un tono bastante diferente. Educado en la filosofía de los Enciclopedistas, Chateaubriand marchó al exilio durante la Revolución y, viviendo con penuria en Londres, compuso su Essai historiqae, politique et moral sur les révolution. (Ensayo histórico, político y moral sobre las revolucione., 1797), obra en la que aceptó como válidas las objeciones de los filósofos dieciochescos contra el cristianismo, en especial contra sus doctrinas de la Providencia y de la inmortalidad, y llegó a sostener una teoría cíclica de la historia; en los ciclos históricos se repiten en sustancia los mismos eventos, aunque difieran las circunstancias y los seres humanos implicados en ellas. Por tanto, carece de fundamento sólido el considerar la Revolución francesa como un comienzo totalmente nuevo y que reportará continuas ventajas. En el fondo, repite las revoluciones de los tiempos pasados. El dogma del progreso es una ilusión.

Posteriormente habría de decir Chateaubriand, sin duda con razón, que, a pesar de su anterior rechazo al cristianismo, seguía conservando todavía un natural religioso. En todo caso, se sentía atraído hacia la religión cristiana, y en 1802 publicó su famosa obra La Génie du Christianism. (El genio del cristianism.). El subtítulo, Beautés de la religión chrétienn. (Bellezas de la religión cristian.), expresa bien el espíritu de la obra, en la que el autor apela sobre todo a las cualidades estéticas del cristianismo. “Todas las demás venas apologéticas están agotadas, y acaso hasta serían inútiles hoy. ¿Quién leería actualmente una obra teológica? Unas cuantas personas piadosas y algunos cristianos auténticos que ya están persuadidos.”[29] En lugar de ciertas apologías al viejo estilo, habría que tratar de hacer ver que “la religión cristiana es la más poética, la más humana, la más favorable a la libertad, a las artes y a las letras, de entre todas las religiones que hayan existido nunca”.[30]

¡No parece sino que Chateaubriand pretendiese argüir que la religión cristiana tiene que ser verdadera porque es bella, porque sus creencias son consoladoras y porque algunos de los más grandes artistas y poetas han sido cristianos! Y aparte de que, de hecho, pueda haber quienes no estén de acuerdo en cuanto a la belleza del cristianismo, tal punto de vista ofrece un blanco a la objeción de que las cualidades estéticas y consoladoras del cristianismo no prueban que sea verdadero. El que Dante y Miguel Ángel fuesen cristianos, ¿qué es lo que prueba excepto algo concerniente a sus personas? Si las doctrinas de la resurrección y de la salvación celestial sirven de consuelo a mucha gente, ¿se seguirá de ello que sean verdaderas? Compréndase que a Chateaubriand se le haya acusado de irracionalismo o de sustituir la argumentación racional por apelaciones a la satisfacción estética.

Es innegable que en Chateaubriand los argumentos filosóficos tradicionales para probar la credibilidad de la religión cristiana quedan relegados a un puesto completamente subordinado, y que se recurre principalmente a consideraciones estéticas, al sentimiento y a las razones del corazón. Pero hemos de tener presente también que él está pensando en unos enemigos del cristianismo que arguyen que la doctrina cristiana es repulsiva, que la religión cristiana impide el desarrollo de la conciencia moral, que es contraria a la libertad humana y a la cultura, y que, en general, su efecto sobre el espíritu humano es paralizador y agostador. Chateaubriand pone bien en claro que no escribe para “sofistas” que “nunca buscan de buena fe la verdad”,[31] sino para quienes, seducidos por esos sofistas, han dado en el disparate de creer, por ejemplo, que el cristianismo es enemigo del arte y de la literatura, y que es una religión bárbara y cruel, destructora de la felicidad humana. Su obra se puede considerar como un argumentum ad hominem que trata de mostrar que el cristianismo no es lo que esas gentes se piensan que es.

5. Lamennais.

Figura más interesante resulta la de Félicité Robert de Lamennais (1782-1854). Natural de St. Malo, siguió Lamennais en su juventud las doctrinas de Rousseau, aunque retornó pronto a la fe cristiana. Al aparecer, en 1802, la Legislación primitiva de De Bonald, a Lamennais le produjo una impresión muy profunda. En 1809 publicó unas Reflexiones sobre el estado de la Iglesia en Francia durante el siglo XVIII y sobre su situación actua. en las que hizo algunas sugerencias para la renovación de la Iglesia. Ordenado sacerdote en Vannes en 1816, publicó al año siguiente el primer volumen de su Essai sur l’indifférence en matière de religio. (Ensayo sobre la indiferencia en materia de religió., 1817 1823), obra que le dio fama inmediata como apologista de la religión cristiana.

En el primer volumen insiste Lamennais en que, tratándose de religión, de moral y de política, ninguna doctrina es materia de indiferencia. “La indiferencia, considerada como estado permanente del alma, es opuesta a la naturaleza del hombre y destructora de su ser.”[32] Tal tesis se basa en las premisas de que el hombre no puede desarrollarse como hombre sin la religión y de que ésta es necesaria para la sociedad, por lo mismo y en la medida en que es el fundamento de la moral, sin la cual la sociedad degenerará hasta ser mera agrupación de personas atentas sólo a sus propios intereses particulares. En otras palabras, Lamennais insiste en la necesidad social de la religión y rechaza la opinión, muy difundida en el siglo XVIII, de que la ética pueda sostenerse por sí misma, aparte de la religión, y de que podría existir una sociedad humana satisfactoria sin religión. Con este enfoque, Lamennais arguye que la indiferencia respecto a la religión es desastrosa para el hombre. Cabría mantener, desde luego, que aun cuando la indiferencia en general es indeseable, no se sigue necesariamente que todos los artículos de la fe religiosa tradicional tengan importancia y repercusión social.

Pero, según Lamennais, la herejía prepara el camino al deísmo, éste se lo prepara al ateísmo, y el ateísmo da paso a la indiferencia completa. Es, pues, en el fondo un caso de o todo o nada.

Tal vez parezca que Lamennais atribuye a la religión un valor exclusivamente pragmático, como si la única justificación de la creencia religiosa fuese su utilidad social. Sin embargo, esta interpretación de su actitud no es adecuada. Rechaza él explícitamente el sentir de quienes viendo la religión tan sólo como institución social y políticamente útil concluyen que es necesaria para el común del pueblo. Las doctrinas cristianas, en opinión de Lamennais, no son sólo útiles, sino verdaderas. Más exactamente, si son útiles es porque son verdaderas. Ésta es la razón por la que, para él, no es justificable el andar probando y eligiendo, es decir, no hay justificación posible para la herejía.

La dificultad está en ver cómo se propone Lamennais mostrar que las doctrinas cristianas son verdaderas, en un sentido de “verdaderas” que vaya más allá de la comprensión puramente pragmatista del término. Pues en su opinión nuestro razonamiento está tan sometido a diversas influencias, las cuales pueden afectarle aun “sin que lo sepamos”,[33] que es incapaz de adquirir ninguna certeza. Por más que nos halaguemos creyéndonos capaces de sacar conclusiones a partir de unos axiomas evidentes por sí mismos o unos principios básicos, el hecho es que lo que a un hombre le parece verdad de suyo evidente puede no parecérselo así a otro hombre. En tal caso, es muy comprensible que rechace Lamennais cualquier intento de reducir la religión a la religión “natural” o filosófica. Pero la cuestión sigue siendo cómo se propone él hacer ver que es verdadera la religión revelada.

Sostiene Lamennais que el remedio contra el escepticismo consiste en confiar, no ya en el propio discurrir privado, sino en el común consenso de la humanidad. Pues este común sentir o sentiment commu. es lo que constituye la base de la certeza. El ateísmo es el fruto de la falsa filosofía y el resultado de atenerse cada uno a su propio juicio privado. Si miramos la historia de la humanidad, hallaremos una creencia espontánea en Dios, común a todos los pueblos.

Pasando por alto la cuestión de si los hechos históricos son tales como asegura Lamennais, advirtamos que incurriría en incoherencia si pretendiese que la mayoría de los seres humanos, discurriendo cada uno por su cuenta, concluye que hay Dios. O sea, si el supuesto consentimiento común equivaliese a una suma de todas las conclusiones a que hubieran llegado los individuos, podría desafiarse a Lamennais a que probara que ese consentimiento poseía mayor grado de certeza que el que se atribuye al resultado del proceso individual de inferencia. Pero Lamennais recurre, de hecho, a una teoría tradicionalista. Por ejemplo, conocemos el significado de la palabra “Dios” porque pertenece al lenguaje que hemos aprendido; y este lenguaje es, en definitiva, de origen divino.

“Debe ser, por lo tanto, que el primer hombre que nos los ha transmitido (a saber, ciertos conceptos o palabras), los recibió él mismo de la boca del Creador. Así encontramos en la infalible palabra de Dios el origen de la religión y de la tradición que la preserva.”[34]

Decir esto equivale a decir, efectivamente, que es por autoridad como conocemos la verdad de la creencia religiosa, y que en realidad sólo hay religión revelada. Lo que se ha llamado religión natural es realmente religión revelada, y ha sido comúnmente aceptada porque los seres humanos, cuando no se les expolia ni descarría mediante falsos razonamientos, comprenden que “el hombre está siempre obligado a prestar obediencia a la más grande autoridad que le es posible conocer”.[35] El común sentir de la humanidad acerca de la existencia de Dios expresa la aceptación de una revelación primitiva;[36] y el creer lo que enseña la Iglesia Católica expresa la aceptación de la ulterior revelación de Dios en Cristo y a través de Cristo.

Esta teoría origina numerosas cuestiones muy embarazosas, de las que aquí no nos podemos ocupar. Pasemos, más bien, a examinar la actitud política de Lamennais: Dado lo que insiste en la autoridad en la esfera religiosa, podría esperarse que ensalzara el papel de la monarquía, a la manera de De Maistre y de Bonald. Pero no es esto lo que hace. Lamennais es todavía un monárquico, pero se muestra muy en contacto con la realidad de su tiempo. Así, en su obra De la religión considérée dans ses rapports avec l’ordre politique et civi. (1825-1826) observa que la restaurada monarquía es “un venerable recuerdo del pasado”,[37] mientras que Francia es en realidad una democracia. Cierto que “la democracia de nuestros tiempos [...] se basa en el dogma ateo de la primitiva y absoluta soberanía del pueblo”.[38] Pero las reflexiones que iba haciendo sobre este estado de cosas le llevaban hacia el ultramontanismo dentro de la Iglesia y no hacia un añorar la monarquía absoluta. En la Francia contemporánea suya la: Iglesia es tolerada y hasta apoyada financieramente; mas este patronazgo estatal constituye un grave peligro para la Iglesia, por cuanto que tiende a hacer de ella un departamento del Estado y pone estorbos a la libertad que necesita para penetrar en toda la vida de la nación y cristianizarla. Sólo recalcando mucho la suprema autoridad del Papa se logrará evitar la subordinación de la Iglesia al Estado y poner en claro que la Iglesia tiene una misión universal. Respecto a la monarquía, Lamennais siente aprensiones y desconfianza. En su obra Du progrès de la révolution et de la guerre contre l’Églis. (1829), hace observar que “hacia el final de la monarquía el poder humano había llegado a ser, gracias al galicanismo, objeto de una auténtica idolatría”.[39] Lamennais piensa todavía que la Revolución fue un disolvente del orden social y que es enemiga del cristianismo; pero ha pasado ya a creer que el mal para la sociedad comenzó al implantarse la monarquía absoluta. Fue Luis XIV quien “hizo del despotismo la ley fundamental del Estado”.[40] La monarquía francesa debilitó la vida de la Iglesia al subordinar ésta al Estado. Y sería desastroso que, en su deseo de la aparente seguridad que procuran el patronazgo y la protección del Estado, el clero se resignase a vivir en parecida subordinación al Estado posrevolucionario y posnapoleónico. Como salvaguardia contra esto se requiere un claro reconocimiento de la autoridad del Papa en la Iglesia.

A pesar de sus continuos ataques al liberalismo y al individualismo político, Lamennais había llegado a creer que el liberalismo contenía un elemento valioso: “el invencible afán de libertad inherente a las naciones cristianas, que no pueden soportar un poder arbitrario o puramente humano”.[41] Y la revolución de 1830 le convenció de que no se podía confiar en los monarcas para regenerar la sociedad. Se hacía necesario aceptar el Estado democrático tal como era, asegurar una separación completa de la Iglesia y el Estado, y, dentro de la Iglesia, insistir en la suprema autoridad del Papa infalible. En otras palabras, Lamennais combinaba la aceptación de la idea de un Estado democrático y religiosamente no afiliado con la insistencia en el ultramontanismo dentro de la Iglesia. Esperaba, por descontado, que la Iglesia conseguiría cristianizar la sociedad; pero había llegado a creer que este fin no se alcanzaría en tanto la Iglesia no renunciase del todo al patronazgo del Estado y a su estatuto de privilegié-

En 1830 fundó Lamennais el periódico L’Aveni., que propugnó la autoridad y la infalibilidad del Papa, la aceptación del sistema político francés de aquel entonces y la separación de la Iglesia y el Estado. Contó esta publicación con el apoyo de algunos hombres eminentes, tales como el conde de Montalembert (1810-1870) y el célebre predicador dominico Henri-Dominique Lacordaire (1802-1861); pero las opiniones que proponía no eran aceptables, ni mucho menos, para todos los católicos. Lamennais trató de conseguir la aprobación del papa Gregorio XVI, mas éste publicó en 1832 una encíclica (Mirari vos) en la que censuraba el indiferentismo, la libertad de conciencia y la doctrina según la cual la Iglesia y el Estado deberían estar separados. No se nombraba en la encíclica a Lamennais. Sin embargo, aunque la condena papal del indiferentismo podía entenderse como una alabanza del Essai sur l’indifférenc. de Lamennais, al editor de L’Aveni. le afectó notoriamente la encíclica.

En 1834 publicó Lamennais la obra Paroles d’un croyan. (Palabras de un creyent.) en la que defendía a todos los pueblos y grupos oprimidos y sufrientes y abogaba por una completa libertad de conciencia para todo el mundo. De hecho recomendaba los ideales de la Revolución —libertad, igualdad y fraternidad-interpretándolos en un contexto religioso. El libro fue censurado por el papa Gregorio XVI en junio de 1834, en una carta dirigida al episcopado francés; más para entonces Lamennais estaba ya bastante distanciado de la Iglesia. Y dos años después, en el escrito Affaires de Rom. (Asuntos de Rom.), rechazó la idea de que se pudiese lograr el orden social contando con los monarcas o con el Papa. Había pasado a creer en la soberanía del pueblo.

En escritos posteriores arguyo Lamennais que el cristianismo, en sus formas organizadas, había sobrevivido a su utilidad; pero siguió manteniendo la validez de la religión, considerada como el desarrollo de un elemento divino que hay en el hombre y une a éste con Dios y con sus semejantes. En 1840 publicó un panfleto dirigido contra el gobierno y contra la policía, a consecuencia del cual hubo de sufrir un año de cárcel. Tras la revolución de 1848, fue elegido diputado por el departamento del Sena. Pero cuando Napoleón III asumió el poder, Lamennais se retiró de la política. Murió en 1854, sin haberse reconciliado formalmente con la Iglesia.

6. El tradicionalismo y la Iglesia.

En un sentido muy general o amplio del término, podemos describir como tradicionalistas a todos aquellos que vieron en la Revolución francesa un desastroso ataque a las valiosas tradiciones políticas, sociales y religiosas de su patria y abogaron por una vuelta a las mismas. Pero en el sentido técnico del término, es decir, en el sentido en que se usa al exponer la historia de las ideas vigentes a lo largo de las décadas que siguieron a la Revolución, se entiende por tradicionalismo la teoría según la cual ciertas creencias básicas, necesarias para el desarrollo espiritual y cultural y para el bienestar del hombre, no son mero resultado del humano razonar sino que se derivan de una revelación primitiva hecha por Dios y se han venido transmitiendo de generación en generación por medio del lenguaje. Es obvio que el tradicionalismo en el sentido amplio no excluye el tradicionalismo en el sentido más estricto. Pero tampoco lo incluye. Huelga decir que un francés podía muy bien desear la restauración de la monarquía sin tener que admitir la teoría de una primitiva revelación y sin poner restricciones al alcance de la prueba filosófica. También era posible adoptar teorías tradicionalistas en el sentido técnico y, sin embargo, no pedir que se restaurara l’ancien régim., Las dos cosas podían darse juntas; pero no eran inseparables.

Quizá parezca, a primera vista, que el tradicionalismo en el sentido técnico, con su hostilidad a la filosofía de la Ilustración, su insistencia en una revelación divina y su tendencia al ultramontanismo, sería sumamente aceptable para la autoridad eclesiástica. Sin embargo, aunque las tendencias ultramontanas eran naturalmente gratas a Roma, la filosofía tradicionalista concitó contra sí las censuras eclesiásticas. Refutar algunas tesis filosóficas del siglo XVIII evidenciando que se basaban en premisas gratuitas o que sus argumentos eran poco sólidos estaba muy bien: era una actividad recomendable. Pero combatir el pensamiento de la Ilustración partiendo de la base de que la razón humana es incapaz de alcanzar verdades ciertas, esto era ya algo muy distinto. Si la existencia de Dios sólo pudo conocerse por autoridad, ¿cómo se supo, a su vez, que la autoridad era digna de crédito? Y en lo que a esto atañe ¿cómo supo el primer hombre que lo que él tomaba por revelación era en verdad revelación? Y si la razón humana fuese tan impotente como los tradicionalistas más extremados llegaban a hacerla,[42] ¿de qué modo se podría demostrar que la voz de Cristo era la voz de Dios? Compréndese que la autoridad eclesiástica, por mucho que simpatizara con los ataques a la Ilustración y a la Revolución, no se entusiasmase en favor de unas teorías que enunciaban sus demandas sin ningún apoyo racional, salvo discutibles apelaciones al común sentir de la humanidad.

Pongamos un ejemplo: el segundo volumen del Essai sur l’indifférenc. de Lamennais ejerció considerable influencia en Augustin Bonnetty (1798-1879), el fundador de los Annales de philosophie chrétienn.. En un artículo de esta revista escribió Bonnetty que la gente estaba empezando a entender que la religión se fundamenta toda en la tradición y no en el raciocinio. Su tesis general era que la revelación era la única fuente de la verdad religiosa, y de ahí sacaba él la conclusión de que el escolasticismo que prevalecía en los seminarios era expresión de un racionalismo pagano que había corrompido la mente de la Iglesia y había fructificado eventualmente en la destructiva filosofía de la Ilustración. En 1855 la Sagrada Congregación del Indice exigió a Bonnetty que suscribiera una serie de tesis, tales como la de que la razón humana puede probar con certeza la existencia de Dios, la espiritualidad del alma y la libertad humana, la de que el discurso racional lleva a la fe, y la de que el método empleado por Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura y los escolásticos no conduce al racionalismo. Otras proposiciones similares habían sido ya suscritas en 1840 por Louis-Eugène-Marie Bautain (1796-1867).

Acaso se le ocurra al lector que el hecho de que la autoridad eclesiástica imponga la admisión de las tesis de que la existencia de Dios puede ser probada filosóficamente y otras de este tenor contribuye poco a hacer ver cómo se prueban tales cosas. Pero lo que está claro es que la Iglesia se puso del lado de lo que Bonnetty consideraba racionalismo, Y en esta materia se hicieron declaraciones definitivas en el Concilio Vaticano I, en 1870, concilio que señaló también el triunfo del ultramontanismo. En cuanto a la idea general de que Francia sólo podría regenerarse mediante un retorno a la monarquía en alianza con la Iglesia, esta idea recibió un nuevo impulso con el movimiento de la Action français., fundado por Charles Maurras (1868-1952). Sólo que Maurras mismo era, como algunos de sus más inmediatos colaboradores, ateo[43] y no un creyente como lo fueron de Maistre o de Bonald. Por tanto, no puede sorprender el que su cínico intento de servirse del catolicismo para fines políticos acabara siendo condenado por el papa Pío XI. Recordemos, de pasada, que Lamennais, en su Ensayo sobre la indiferencia, había incluido entre los “sistemas de indiferencia” el que consiste en ver la religión tan sólo como un instrumento social y políticamente útil.