Lo cierto es que por breves momentos estuve pensando en poner la denuncia, pero acabé rechazando la idea tan decidida como irrevocablemente. Era contraria a todos mis principios. El Führer no encaja en el papel de víctima. No depende de la protección o el apoyo de tan lastimosos personajes como son los fiscales y los policías, no se esconde detrás de ellos, él agarra el derecho con sus propias manos. O también lo pone en las manos ardientes de las SS, que lo reparten entre sus numerosos puños. Si yo hubiera tenido unas SS me habría encargado de que ya la noche siguiente esa obscura «Central del Partido» estuviera envuelta en llamas y de que en el plazo de una semana cada uno de sus cobardes miembros pudiera cavilar, bañado en su propia sangre, sobre los verdaderos principios del pensamiento racial. Pero ¿a quién podría pedirle yo tales cosas en estos tiempos pacíficos que han perdido el hábito de la violencia? Sawatzki sabía replicar, pero no con las manos; era un trabajador de la mente, pero no del puño. No me quedaba, pues, sino aplazar el problema por un tiempo indeterminado y, organizando algunos traslados dentro del ámbito de la clínica, impedir la llegada de reporteros gráficos que hicieran fotografías desventajosas. Pero el incidente en sí mismo era imposible silenciarlo, y ya a los pocos días se podía leer en los periódicos que había sido «víctima de la violencia de extremistas de derechas»; era, claro, la habitual e incompetente estupidez de la prensa: ennoblecer inmerecidamente como a «radicales de derechas» a esas figuras de cera y débiles mentales. Sin embargo, no hay nada que no sea bueno al menos para algo. Pocos días, casi pocas horas después, tuve varias asombrosas conversaciones telefónicas con gente a la que la señorita Krömeier, por sugerencia y con la bendición del señor Sawatzki, había dado el número de mi teléfono móvil.
La primera conversación que no consistió en deseos de mejoría por parte de empleados de la productora la tuve con la señora Künast, que me deseó «de todo corazón un pronto restablecimiento», se informó sobre mi estado de salud actual y preguntó si estaba en algún partido.
—Sí —dije—, en el mío propio.
Künast se echó a reír y dijo que el NSDAP estaba, al menos de modo transitorio, en una especie de letargo o de estado de reposo, y que, hasta que despertara, yo debía pensar, puesto que, en mi condición de artista, luchaba incluso poniendo en peligro mi vida contra la violencia derechista, si el partido de los Verdes no podía ser un hogar para mí, «al menos por cierto tiempo», como ofreció riendo otra vez.
Tomé nota, lleno de asombro, de esa llamada, y la habría olvidado pronto, considerándola otro extraño engendro de los sueños parlamentario-democráticos, si no se hubiera producido al día siguiente una llamada que se parecía no poco a aquella primera. Tenía al aparato a un señor que, como recordaba vagamente, o estaba haciendo o acababa de hacer un aprendizaje como ministro de Sanidad. El nombre no me vino a la memoria ni siquiera después de cavilar un rato; de todos modos, en lo tocante a ese partido, ya he renunciado definitivamente a tener una visión de conjunto. En las emisiones correspondientes, se rumorea a menudo que el único señor de edad de esa agrupación es un bebedor impenitente. Creo que se es injusto con ese hombre, y más bien opino que es prácticamente imposible jugar a ese constante intercambio de cargos de esa extraña gente sin dar la impresión de estar completamente borracho.
El aprendiz de Sanidad me dijo que lamentaba mucho el ataque; que justamente un hombre como yo, que rompía una lanza por la más amplia libertad de opinión y de discusión, necesitaba en estos difíciles tiempos estar protegido por todos los medios. Apenas tuve ocasión de subrayar que, como se sabe, el fuerte es más poderoso cuando está solo, porque ya estaba insistiendo el aprendiz en que haría todo lo posible para que yo retornara rápidamente a la pantalla televisiva, y por un momento temí que pusiera mi tratamiento en sus manos blandas e incompetentes. En lugar de eso me preguntó como de pasada a qué partido pertenecía y le respondí la verdad.
El aprendiz soltó una infantil carcajada. Luego me dijo que yo era un hombre ocurrente, y que como hoy por hoy el NSDAP reposaba en el cementerio de la historia, podía imaginarse muy bien que tal vez el Partido Democrático Liberal, el FDP, podía convertirse en mi nueva patria política. Le dije que él y sus colegas deberían dejar de ofender de una vez a mi partido y que yo no me interesaba, desde ningún punto de vista, por su colección de sabandijas políticas liberales. El aprendiz volvió a reír, dijo que yo le gustaba así y que pronto volvería a ser el de antes, y después prometió sin que se lo pidiera que me haría llegar una solicitud de ingreso en el partido. El teléfono, pensé en ese momento, no es el medio adecuado para que se entiendan las personas que no tienen oídos. Y apenas había colgado cuando sonó de nuevo.
Estaba claro que el aprendiz de Sanidad y la verde Künast no eran en absoluto los únicos que habían decidido interpretar el tributo de sangre, pagado resueltamente por mí, de la manera que más les apetecía. Me llamaron en seguida varios partidos para felicitarme por mi firme defensa de la no violencia, que, como ellos habían observado, había consistido en mi demostrativa renuncia a la autodefensa; entre todos ellos estaba la única agrupación a la que, por su nombre, podía profesar simpatía: con aquel señor del Partido de Protección Animal tuve una conversación muy agradable, durante la cual fue muy de agradecer que me llamara la atención sobre diversas e increíbles crueldades contra los perros callejeros rumanos. Decidí prestar especial atención en adelante a los hechos indignantes que ocurrían en aquel país.
Por otra parte, los recientes sucesos también se podían interpretar de un modo muy distinto a juicio de esos políticos «profesionales». El «Movimiento Solidaridad en defensa de los derechos civiles» me declaró compañero de penas y fatigas de Larouche, el fundador del partido, que había sufrido no sé qué persecuciones; un extraño partido de extranjeros llamado BIG[75] me aseguró que en un país en el que no estaba permitido apalear a los extranjeros, tampoco estaba permitido, evidentemente, apalear a los alemanes, a lo que yo repliqué al momento con firmeza que no quería vivir en un país en el que ya no estuviera permitido apalear a los extranjeros. Tras lo cual, una vez más, al otro extremo de la línea hubo incomprensiblemente una risa efusiva. Para otros, yo no era un símbolo a favor sino en contra de la libertad de opinión, en cualquier caso en contra de las opiniones equivocadas; se me interpretó en varias ocasiones como alguien que está no sólo en contra sino también a favor de la violencia (cristianodemócratas bávaros, dos clubs de tiradores, un fabricante de armas de fuego); y una vez como víctima de la violencia contra los mayores (Partido de la Familia). Destacó, por su especial diletantismo, un llamamiento del Partido Pirata, que en mi negativa a poner una denuncia creía haber descubierto una protesta contra el Estado policial y un especial distanciamiento frente al estado y, por lo tanto, el «total pensamiento pirata». Quien más se aproximó a la verdad fue una agrupación llamada «Las violetas», que quería ver en mí a un testigo de un mundo más allá de lo sólo materialista, una persona que, «con inmensa tolerancia, había sometido a las más duras pruebas su regreso bajo la bandera del perfecto amor a la paz». Estuve riéndome tantísimo tiempo que tuve que pedir más analgésicos debido al dolor de costillas.
La señorita Krömeier me trajo más correo de la oficina. También ella había recibido varias llamadas, se trataba en sustancia de otras personas de los mismos partidos y grupos; nueva fue la participación de diversas agrupaciones comunistas; el motivo lo he olvidado entretanto, seguramente no sería muy diferente, en último término, del que tuvo Stalin para su pacto con nosotros en 1939. Lo común a todas esas personas que llamaban o escribían era que pensaban convencerme para que ingresara en sus agrupaciones. Hubo sólo dos partidos que no tomaron contacto conmigo. Los ingenuos habrían sospechado que era señal de falta de interés, pero yo sabía bien la razón. Por lo que, cuando pasada la mitad de otro día se encendió en el teléfono un número de Berlín, desconocido para mí, pregunté al azar:
—¿Oiga? ¿Hablo con el Partido Socialdemócrata, el SPD?
—Hummm, sí… ¿Hablo con el señor Hitler? —dijo una voz al otro extremo.
—Claro que sí —exclamé—, estaba esperando su llamada.
—¿La mía?
—No de usted concretamente. Pero de alguien del SPD. ¿Quién está al habla?
—Gabriel. Sigmar Gabriel[76]. Es estupendo que ya pueda hablar tan bien por teléfono, he oído y leído las cosas más horribles. Ahora suena de nuevo estupendamente.
—Se debe sólo a su llamada.
—¡Oh! ¿Por lo mucho que le alegra?
—No, porque ha llegado con mucho retraso. En el tiempo que transcurre hasta que a la socialdemocracia alemana se le ocurre una idea, se podrían curar dos tuberculosis graves.
—Ajá —murmuró Gabriel, y era sorprendente lo natural que sonaba—. A veces usted no deja de tener razón. Mire, y precisamente por eso llamo…
—Lo sé. Porque mi partido se halla actualmente en estado letárgico.
—¿Qué partido?
—Me defrauda, Gabriel. ¿Cómo se llama mi partido?
—Hummm…
—¡Venga!
—Tiene que disculparme, creo que estoy un poco inseguro…
—¿N.S.D.A…?
—¿P?
—N.S.D.A. P. Exacto. De momento está descansando. Y usted quiere saber si casualmente ando buscando una nueva familia política. ¡En su partido!
—Algo así, en efecto, había yo…
—Pues no dude en enviar sus papeles a mi oficina —dije en tono de charla.
—Dígame, ¿acaba de tomar analgésicos? ¿O demasiados somníferos?
—No —dije, y estaba a punto de añadir que acababa de llamar uno por teléfono. Luego me di cuenta de que seguramente Gabriel tenía razón. No se sabe nunca lo que los médicos administran a través de esas bolsas tubulares. Y me di cuenta de que, en su forma actual, ese SPD ya no era realmente un partido que uno habría tenido que meter en un campo de concentración. En su resbaladizo estado hasta podía ser útil en ciertos aspectos. Así que me remití a determinadas tomas de medicamentos y me despedí al final en tono bastante cordial.
Me recliné en mi almohadón y reflexioné sobre quién sería el próximo que llamara. En el fondo sólo faltaba la llamada del círculo electoral de la canciller. ¿Quién entraba en consideración para esto? Como es natural, la opulenta matrona quedaba descartada. Pero esa ministra de Trabajo, la que tiene tantos hijos, esa me habría hecho ilusión. Me habría gustado saber por qué había puesto término a la reproducción cuando sólo le faltaba un retoño para la Cruz de la Maternidad en Oro. También habría sido interesante el tal Guttenberg, un hombre que —aunque salido de la ciénaga, honda de siglos, de la incestuosa nobleza— era capaz de pensar en grandes visiones de conjunto sin perder continuamente el tiempo con mezquinas objeciones de tipo académico. Pero su apogeo en la política me parecía que ya había pasado. ¿Quién quedaba? ¿El gafitas ecológico? ¿El jefe del grupo parlamentario, ese cero a la izquierda? ¿El suabo de las finanzas en su silla de ruedas, esforzado y burgués a carta cabal?
Las valquirias galopaban de nuevo. No conocía el número, pero el prefijo era de Berlín. Me decidí por el cabeza de chorlito.
—Buenos días, señor Pofalla[77] —dije.
—¿Cómo dice?
Era sin duda alguna una voz de mujer. Calculé que era ya mayor, podría tener cincuenta y tantos años.
—Perdone, ¿quién está al habla?
—Mi nombre es Beate Golz. —Y dio el nombre de una editorial muy conocida de raigambre alemana—. ¿Con quién hablo?
—Hitler —dije carraspeando un poco—; perdone, estaba esperando otra llamada.
—¿Llamo en mal momento? Su oficina me dijo que podría llamar por las tardes sin ningún problema…
—No, no —respondí—, la han informado bien. Pero, por favor, no quiero más preguntas sobre mi estado de salud.
—¿Es que sigue tan mal?
—No, pero de todos modos; se tiene uno ya por un disco viejo de goma laca.
—Señor Hitler…, le llamo porque quiero preguntarle si no querría escribir un libro.
—Ya lo he hecho —dije—, incluso dos.
—Lo sé. Más de diez millones de ejemplares. Estamos muy impresionados. Pero una persona con ese potencial no debe tomarse un descanso de ochenta años.
—Pues, mire usted, eso no ha dependido totalmente de mí…
—Tiene razón. Como es natural, entiendo muy bien que no se tiene fácilmente ocasión de escribir cuando los rusos pasan ruidosamente con sus blindados por encima del búnker…
—En efecto —dije. Ni yo habría podido expresarlo de otro modo. Estaba agradablemente sorprendido por el tacto y la comprensión de la señora Golz.
—Pero ahora el ruso hace tiempo que se marchó. Y aunque todos nos lo pasemos tan bien con el balance semanal que hace usted en televisión, creo que ya es hora de que el Führer presente otra vez un amplio testimonio de su visión del mundo. Pero, antes de que yo haga completamente el idiota: ¿tiene usted algún contrato en otra editorial?
—Bueno, normalmente publico en la editorial Franz Eher —dije, pero enseguida caí en la cuenta de que también se hallaba de momento en estado de reposo.
—Supongo que ya lleva usted bastante tiempo sin noticias de esa editorial suya, ¿no?
—Así es, en efecto —reflexioné—, me pregunto quién estará cobrando actualmente mis derechos de autor.
—El Estado de Baviera, si estoy bien informada —dijo la señora Golz.
—¡Qué desfachatez!
—Puede presentar una demanda, como es natural, pero ya sabe lo que pasa con los tribunales de justicia…
—¡No lo sabré yo bien!
—Yo, por mi parte, me alegraría si en lugar de eso siguiera el camino más sencillo.
—¿Y cuál sería?
—Usted escribe un libro nuevo en un mundo nuevo. Nosotros lo editaríamos encantados. Y como estamos hablando entre profesionales, puedo ofrecerle lo siguiente.
Y entonces, junto a diversas medidas publicitarias de mayor vuelo, me nombró un anticipo por un valor que, incluso en esa moneda dudosa que era el euro, consideré muy aceptable, cosa que, sin embargo, por lo pronto me guardé para mí. Además podía buscar con toda libertad los colaboradores, de cuyos honorarios se haría cargo asimismo la editorial.
—Nuestra única condición: ese libro debe contener la verdad.
Fruncí el ceño.
—¿Quiere saber también seguramente cómo me llamo?
—No, no. Se llama Adolf Hitler, por supuesto. ¿Qué otro nombre íbamos a dar a la imprenta para un libro así? ¿Moische Halbgewachs?
Me eché a reír:
—O Ephraim Askenase. Usted me gusta.
—Quiero decir lo siguiente: no queremos un libro de un humorista de la televisión. Supongo que esto coincide con lo que piensa usted también. El Führer no cuenta chistes, ¿verdad?
Asombroso lo fácil que era todo con esa señora. Simplemente, ella sabía de lo que hablaba. Y con quién.
—¿Reflexionará sobre ello? —preguntó.
—Deme algo de tiempo —dije—, me pondré al habla con usted.
Esperé exactamente cinco minutos. Luego la llamé. Pedí una suma considerablemente más elevada. Luego llegué a la conclusión de que ella lo esperaba.
—Así pues: Sieg Heil —dijo.
—¿Puedo interpretar eso como una contestación afirmativa? —insistí.
—Puede —rio.
Respondí:
—¡Usted también!