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Pensaba en algo semejante a lo que tuve entonces en Múnich, en la Prinzregentenplatz. Un piso lo suficientemente grande para mí, para los invitados, para el servicio, que ocupara a ser posible toda una planta, pero no en una casa unifamiliar. Un chalet con jardín, a lo mejor incluso con espesos arbustos: una casa así es para el adversario político demasiado fácil de vigilar o incluso de tomar por asalto. No, un gran inmueble, no lejos de la ciudad, en una zona frecuentada y céntrica, eso sigue teniendo sus ventajas. Y aunque hubiera justo al lado un teatro, no me molestaría.

—Parece que ya no le gusta estar con nosotros —había comentado en tono de broma, pero dejando claro al mismo tiempo que lo lamentaba de verdad, la empleada de mi hotel, que ahora saludaba ya con una corrección completamente libre de suspicacias.

—He pensado en llevarla conmigo —respondí—. Antes era mi hermana quien me llevaba la casa, pero por desgracia ya no vive. Si pudiera pagarle el mismo sueldo que el hotel le ofrecería con mucho gusto ese trabajo.

—Gracias —dijo—, me gusta el movimiento que hay aquí. Pero es una lástima de todas formas.

Antes había alguien que se encargaba de buscarme piso, ahora yo mismo tenía que encargarme de ello. Por un lado era interesante, ya que así volvía a ponerme en contacto con la vida actual, y de un modo más inmediato. Por otra parte, tenía que habérmelas con la gentuza repugnante de las agencias inmobiliarias.

Se vio enseguida que sin agente inmobiliario no se conseguía una vivienda medianamente representativa de entre cuatrocientos y cuatrocientos cincuenta metros cuadrados. Se vio también, aunque no tan deprisa, que la cosa seguía siendo difícil con aquellas sabandijas de las agencias inmobiliarias. Era casi estremecedor comprobar qué poco sabían de sus propias viviendas los empleados de las agencias de alquiler. Incluso después de sesenta años de ausencia del mercado del inmueble, yo estaba en todo momento en situación de descubrir la caja de fusibles en una tercera parte del tiempo que necesitaba el «experto» correspondiente. Después de la tercera agencia decidí insistir en hablar con empleados con experiencia, ya que, si no, sólo trataba con chavales de dieciséis años vestidos con trajes demasiado grandes. Esos pobres muchachos parecían haber sido llevados directamente del pupitre escolar a las fuerzas de asalto de las agencias de alquiler.

En el cuarto asalto me hicieron por fin una oferta adecuada en el norte de Schöneberg. Un prolongado paseo desde allí me llevaría al barrio gubernamental; eso también hablaba en pro de la oferta: pues no se podía saber con qué rapidez necesitaría la proximidad de ese barrio.

—Su cara me suena —dijo el agente inmobiliario, un hombre ya mayor, mientras me enseñaba la habitación para el servicio, cercana a la cocina.

—Hitler. Adolf Hitler —dije lacónicamente, mientras inspeccionaba con aire de entendido unos armarios vacíos.

—En efecto —dijo él—, ahora que lo dice. Sin uniforme…, discúlpeme. Además siempre pensé que se quitaba el bigote.

—¿Y eso por qué?

—Bueno, pues porque sí. Yo en casa lo primero que hago es quitarme los zapatos.

—¿Y yo me quito el bigote?

—Sí, eso creía…

—Ah, vaya. ¿Hay aquí un cuarto para hacer deporte?

—¿Un gimnasio? Los últimos inquilinos no tenían, pero antes estuvo un miembro del jurado de un programa de casting, y ese utilizaba aquella habitación.

—¿Hay algo que deba saber?

—¿Por ejemplo?

—¿Vecinos bolcheviques?

—Los habría quizá en los años treinta. Pero después vino…, después usted…, no sé cómo explicarlo.

—Ya sé lo que quiere decir —dije—, ¿y qué más?

—Bueno, fuera de eso…

Pensé con melancolía en mi sobrina Geli[73].

—No querría tener un piso de suicidas —declaré con firmeza.

—Desde que administramos este objeto, aquí no se ha matado nadie. Y antes, tampoco —indicó el agente con presteza—. Al menos, eso creo.

—El piso está bien —dije con sequedad—, el precio es inaceptable. Si usted baja trescientos euros cerramos el negocio. —Y me di la vuelta para marcharme. Eran cerca de las siete y media. La señora Bellini, después de mi exitoso estreno, me había sorprendido con entradas para la ópera. Representaban Los maestros cantores de Núremberg, y ella pensó al momento en mí. Incluso había prometido ver la ópera conmigo, por complacerme, subrayó, ya que ella por lo general rechazaba a Wagner.

El agente prometió volver a conversar sobre el alquiler.

—La verdad es que no hay prevista reducción alguna —dijo con escepticismo.

—Tales disposiciones son siempre reversibles cuando entre la clientela se cuenta con un Hitler —dije con optimismo, antes de ponerme en marcha.

El tiempo era inusitadamente suave para finales de noviembre. Había oscurecido hacía ya rato, a mi alrededor vibraba el fragor de la gran urbe. Por un breve momento se apoderó otra vez de mí la antigua inquietud, el miedo a las hordas asiáticas, el urgente deseo de aumentar el presupuesto militar. Luego ese desasosiego cedió ante la agradable sensación de que durante los sesenta años anteriores no se había producido la catástrofe, de que la providencia había elegido con toda seguridad el momento adecuado para llamarme a la acción y que sin duda no me daría tan poco tiempo que ni siquiera pudiera ir a la ópera de Wagner.

Me desabroché el abrigo y marché relajado por las calles. A muchas tiendas llegaban grandes cantidades de ramas de abeto y de píceas. Cuando el barullo me resultó un poco excesivo, me metí por las calles secundarias más pequeñas. Reflexionaba sobre cómo mejorar algunos detalles de mi programa, cuando pasé, en mi callejeo, delante de un centro deportivo iluminado. Grandes sectores del pueblo se hallaban en un excelente estado físico, pero con demasiada frecuencia eran mujeres. Un cuerpo bien entrenado facilita, en efecto, algún parto que otro, aumenta la resistencia y la salud de la madre, pero, claro, en último término no se trata de criar milicianas por centenas de millares. El número de hombres jóvenes en los centros deportivos tenía que seguir aumentando, no cabía duda. Así iba yo cavilando por la calle cuando me salieron al encuentro dos hombres.

—¡Perro judío! —dijo uno de ellos.

—¿Crees que podemos seguir viendo cómo ofendes a Alemania? —preguntó el otro.

Me quité lentamente el sombrero y, a la luz de las farolas, dejé a la vista mi rostro.

—¡De vuelta a la fila, hijos de puta —dije sin inmutarme—, o termináis como Röhm!

Durante un momento nadie dijo nada. Luego el segundo dijo entre dientes:

—¡Menudo canalla tiene que ser! ¡Primero te operas la cara para ser como aquel hombre íntegro, y con esa cara atacas a Alemania por la espalda!

—Un canalla repugnante y enfermo que no merece vivir —dijo el primero. Le relampagueó algo en la mano. Con asombrosa rapidez lanzó su puño contra mi cabeza. Traté de mantenerme impávido y orgulloso y no esquivé el golpe.

Fue como el impacto de una bala. No hubo dolor, sólo la rapidez, sólo el enorme choque; después, con un silencioso fragor, cayó sobre mí la pared de la casa. Busqué sostén, algo chocó duramente contra mi nuca. La casa, a mi lado, se movió hacia arriba, metí la mano en el abrigo, buscando, cogí las entradas para Los maestros cantores y las saqué mientras los impactos aumentaban a mi alrededor. Los ingleses tenían seguramente nuevo material de artillería, un mortal fuego graneado, qué oscuro se volvía todo, con qué precisión sabían apuntar, nuestra trinchera, como el fin del mundo, ni siquiera sabía ya dónde estaba mi casco, y mi fiel perro, mi Foxl, mi Foxl, mi Foxl