xxxii

Es asombroso qué caminos encuentra la providencia para llegar a su meta. Se encarga de que uno caiga en la trinchera, y de que el otro en cambio sobreviva. Dirige los pasos de un simple cabo segundo a la reunión de un pequeño partido para que después le aporte millones de miembros. Se encarga de que alguien predestinado a las alturas, cuando está en medio de su trabajo, sea condenado a, digamos, un año de prisión militar para que allí encuentre por fin el tiempo y el sosiego necesarios para escribir un gran libro. Se encarga también de que un Führer indispensable vaya a parar al programa de un humorista turco para, a continuación, superar a este hasta tal punto que prácticamente le imponen por la fuerza un programa propio. Y por eso estoy seguro de que la providencia ha hecho que la señorita Krömeier no entienda nada de cuchillas de afeitar.

Porque una vez más había que tener un respiro. Sin duda yo había creído siempre que mi regreso tenía un sentido; sin embargo, ante la arremetida de los acontecimientos de actualidad, la búsqueda de ese sentido propiamente dicho había pasado de momento a segundo plano. Y no se perfilaba de inmediato una urgencia mayor, ya que el pueblo parecía liberado por lo pronto de mortificaciones y humillaciones de más envergadura. Pero el destino, como antaño en Viena, determinó abrirme por segunda vez los ojos.

Hasta entonces había tenido bastante poco contacto con la vida cotidiana; la señorita Krömeier me había liberado de los pequeños trámites. Pero hasta qué punto habían cambiado muchas cosas se puso poco a poco de manifiesto cuando decidí encargarme yo mismo de algunos asuntos. En los últimos tiempos echaba de menos mi antigua maquinilla de afeitar. Hasta entonces me las tuve que arreglar provisionalmente con una de esas maquinillas de plástico, cuya ventaja consistía en combinar varias hojas de deficiente calidad y raspar con ellas la piel de un modo bien molesto. Según supe por el folleto informativo, eso se consideraba un progreso extraordinario, sobre todo comparado con una versión antigua, que contenía una cuchilla menos. Yo, sin embargo, no podía ver la ventaja frente a la cuchilla única y sólida de toda la vida. Había intentado en vano describirle a la señorita Krömeier cómo era y cómo funcionaba una cuchilla así. Por tanto, me puse en marcha yo mismo, obligado por la necesidad.

La última vez que había ido yo mismo de compras fue hacia 1924 o 1925. En aquel entonces se iba a una mercería o a una jabonería. Hoy había que ir a la droguería, y la señorita Krömeier me había descrito cómo se iba. Llegado allí comprobé que la apariencia exterior de la droguería había cambiado mucho. Antes había un mostrador y detrás estaban las mercancías. Hoy había un mostrador, pero había pasado a estar cerca de la salida. Detrás no había sino la cara interior del escaparate. Los artículos propiamente dichos estaban, accesibles a todo el mundo, en hileras interminables de estantes. Al principio creí que había docenas de vendedores, y que todos iban vestidos de modo informal. Resultó, sin embargo, que esos eran los clientes. El cliente lo cogía todo él mismo y se dirigía después al mostrador. Era algo rarísimo. Pocas veces me había sentido tratado con tanta descortesía. Era como si alguien me hubiese dado a entender ya a la entrada que a ver si me buscaba yo solo mis cochinas hojas de afeitar, pues los señores drogueros tenían cosas más importantes que hacer.

Poco a poco fui descubriendo las verdaderas causas: desde el punto de vista económico, aquello tenía varias ventajas. De entrada, el droguero podía hacer accesibles amplias partes de su almacén y así disponía de más superficie de venta. Además, como es natural, cien clientes podían surtirse más rápidamente que si los hubieran atendido diez o incluso veinte vendedores. Y por último, el dueño se ahorraba también esos vendedores. La ventaja era evidente: si se introducía ese sistema en todo el país, ese fue mi cálculo aproximado, se dispondría en la patria al momento de unos cien o doscientos mil efectivos listos para operar en el frente. Aquello era tan asombroso que quise felicitar al punto al genial droguero. Me precipité hacia uno de los mostradores y pregunté por el señor Rossmann.

—¿Qué señor Rossmann?

—Pues quién va a ser, el dueño de esta droguería.

—No está.

Una lástima. Por otra parte, no había necesidad de felicitarle porque enseguida me di cuenta de que, por desgracia, aquel señor Rossmann tan listo no vendía mis cuchillas de afeitar. Me indicaron otra tienda, la de un tal señor Müller.

Para ser breve: el señor Müller también había puesto en práctica la genial idea del señor Rossmann. Sin embargo, tampoco tenía mis cuchillas de afeitar, y eso mismo valía para el señor Schlecker, en cuya tienda, que producía un efecto de descuido y abandono, regía un principio aún más avanzado: allí ni siquiera estaba ocupada la caja. Lo que era consecuente, ya que tampoco tenían mis hojas de afeitar. En definitiva, esa experiencia se podía resumir afirmando que en Alemania cada vez menos vendedores no vendían hojas de afeitar. No era agradable, pero sí, al menos, eficiente.

Desconcertado, seguí vagabundeando por las galerías comerciales. Una vez más resultó acertado haber elegido un sencillo traje sastre; de ese modo volví a percibir con gran inmediatez la verdadera situación del pueblo, sus temores, sus preocupaciones y su necesidad urgente de hojas de afeitar. Y una vez fijada la atención en ello, observé que no sólo los drogueros estaban organizados según ese extraño principio de trabajo sino la sociedad entera. Todas las tiendas de confección, todas las librerías, todas las zapaterías, todos los grandes almacenes, también y sobre todo las tiendas de comestibles, hasta los restaurantes, todo funcionaba prácticamente sin personal. Comprobé que el dinero ya no estaba en los bancos sino en los cajeros automáticos. Lo mismo ocurría con los billetes de ferrocarril, con los sellos de correos: en esto último se había pasado a eliminar absolutamente todas las estafetas de correos. Los paquetes también los metían en una máquina automática, en la que el destinatario iba a buscarlos él mismo. Si se tenía eso en cuenta, la nueva Wehrmacht debería disponer de un ejército millonario. Pero lo cierto era que esa Wehrmacht tenía apenas el doble de efectivos que los del ignominioso tratado de Versalles. Era enigmático.

¿Dónde estaba toda esa gente?

Al principio, yo creía firmemente que sin duda estarían construyendo autopistas, secando pantanos y cosas así. Pero no era cierto. Últimamente los pantanos pasaban por ser algo rarísimo y, en lugar de secarlos, más bien se les echaba más agua. Y las autopistas las seguían construyendo polacos, rusos blancos, ucranianos y otros trabajadores extranjeros, con salarios que habrían sido más rentables para el Reich que todas las guerras. Si hubiera sabido entonces qué barato puede ser el polaco, habría podido saltarme igual de bien ese país.

Uno no acaba nunca de aprender.

Por un breve momento se me ocurrió pensar que entretanto el Pueblo Alemán podría haber quedado tan reducido que todas esas personas ahorradas habían dejado de existir por vía completamente natural. Pero la estadística decía que seguía habiendo 81 millones de alemanes. Probablemente causa extrañeza que no pensara antes en que quizá había desempleados. Eso se debe a que tenía en la memoria una imagen distinta del desempleado.

El desempleado que yo conocía se colgaba al cuello un letrero que decía «Busco toda clase de trabajo», y salía con él a la calle. Cuando había paseado con ese letrero largo tiempo sin éxito, se quitaba el letrero, cogía una bandera roja que le ponía en la mano un haragán bolchevique y salía a la calle con esa bandera. Un ejército millonario de hombres furiosos sin empleo era la condición previa ideal de todo partido radical, y, por suerte, el más radical de todos era el mío. Pero en las calles de esta última actualidad no veía a gente sin trabajo. No protestaba nadie. Y tampoco resultó ser cierto lo que yo suponía con mucha lógica, que se había concentrado a esa gente en un servicio del trabajo o en cualquier forma de campo de trabajo. En lugar de eso supe que habían elegido la curiosa solución de un tal señor Hartz[72].

Ese señor había descubierto que uno puede ganarse las simpatías de la clase trabajadora no sólo mediante salarios más altos o con medidas similares sino también proporcionando a sus representantes dinero y amantes brasileñas. Esa convicción había sido aplicada después, mediante varias leyes, a los desempleados, aunque naturalmente a un nivel considerablemente más bajo. En lugar de varios millones había una suma más pequeña, en lugar de auténticas brasileñas había mujeres de vida alegre rumanas o húngaras, a través de fotos de internet, lo que presuponía que cada parado tuviera uno o varios ordenadores. Los señores Rossmann y Müller podían así seguir llenándose los bolsillos en su actividad comercial carente de vendedores y de hojas de afeitar, sin tener miedo de que un parado les rompiera a pedradas la luna de los escaparates. Todo ello se pagaba con los impuestos del hombre de la calle que trabajaba en la fábrica de proyectiles shrapnels. Y para el nacionalsocialista con experiencia, todo, evidentemente, inducía a sospechar que se trataba de una conspiración del capital, de las finanzas internacionales judías: con el dinero de los pobres se apaciguaba a los aún más pobres para el bien de los ricos, hasta tal punto que estos últimos podían llevar a cabo con toda tranquilidad sus negocios sucios especulando con la crisis. Incluso los políticos de izquierdas no se cansaban de apuntar en esa dirección, si bien, naturalmente, suprimiendo el componente judío.

Esa explicación, sin embargo, no calaba lo suficientemente hondo. Ahí, sin duda alguna, había que recurrir no sólo a las finanzas judías sino a la internacional judía: sólo entonces quedaba a la vista la verdadera perversidad de todo el complot. Y esa era —de repente lo vi con claridad— la tarea que me proponía la providencia. Al final, sólo yo, en ese pseudomundo tan ofuscado en su liberalismo burgués, podía conocer y poner a la vista la verdad.

Porque de un modo superficial se habría podido atestar al señor Hartz y a sus auxiliares socialdemócratas la realización de sus presuntos fines. Un ordenador y una mujer bielorrusa en la pantalla, un habitáculo caliente y seco y comida suficiente: ¿no era todo eso una redistribución en el sentido socialista?

No, la realidad la distinguía sólo quien conocía al judío, quien sabía que allí no había derechas ni izquierdas, que ambas tendencias trabajaban perpetuamente y de perfecto acuerdo, de modo encubierto, sí, pero irrevocable. Y sólo el espíritu clarividente que ve a través de todos los velos podía reconocer que nada había cambiado en cuanto a la finalidad de eliminar a la raza aria. Y llegaría el combate final por los escasos recursos de la tierra: bastante más tarde de lo que yo había profetizado, pero llegaría. Y la meta se veía con tanta claridad que sólo un loco habría podido negarla. Las hordas judías se proponían, igual que antaño, inundar el Reich con sus repugnantes masas. Pero habían aprendido la lección de la última guerra. Como sabían que eran inferiores al soldado alemán, habían decidido socavar, disminuir, destruir la capacidad de defensa del pueblo. De forma que, el día decisivo, a los millones de asiáticos se enfrentaran sólo afeminados receptores de la paga de Hartz que, impotentes, agitarían sus ratones y sus aparatos de videojuegos.

Me estremecí de horror. Y vi claramente en qué consistía mi misión.

Se trataba de avanzar con determinación por ese camino. Lo primero que decidí fue buscar una nueva base. Mi hogar ya no sería el hotel: necesitaba un domicilio adecuado.