Lo más importante que he aprendido en mi carrera política es a calibrar correctamente los deberes de representación. En el fondo siempre he despreciado esa dependencia de los patrocinadores, pero el político ha de hacer a menudo concesiones en este aspecto, por el futuro del país. Puede ser que estrechar muchas manos en público, gozar de gran prestigio entre lo más granado de la sociedad, constituya un incentivo para esa casta de actores políticos, para gentes que confunden la vida en público con una vida para el público, para la nación, para el modesto hombre de la calle que se quita el pan de la boca. Y quien dedica aunque sólo sean quince minutos a las noticias del televisor, verá infaliblemente al menos media docena de esas reverencias convertidas en seres humanos que se arrastran delante de las personas importantes, cualesquiera que sean. Siempre he comprobado eso con asco y he soportado diversas visitas de cortesía con rabia, y sólo por amor a la causa, por el partido, por el Pueblo Alemán, por la conservación de la raza o por un nuevo automóvil Mercedes.
Bueno, y por el piso de cuatrocientos metros cuadrados en la Prinzregentenplatz.
Y bueno, también por el Obersalzberg.
Pero todo eso eran adquisiciones que, al fin y al cabo, junto con el aliciente del Führer, también aumentaban el del partido y, con ello, del movimiento. Basta pensar en la masa de visitantes del Berghof para que nadie afirme que eso tuviera que ver con descanso. O aquella visita de Mussolini: ¡atroz! Un Führer no puede retirarse de la vida pública, o sólo por poco tiempo, digamos. Si su capital del Reich se ha convertido en puro escombro, entonces puede meterse durante bastante tiempo en un búnker. Por lo demás, el Führer pertenece a su pueblo. Por eso me alegra haber recibido esa invitación de Múnich.
Ya a finales de agosto me había escrito una prestigiosa revista de sociedad; la redactora me pedía hacer una visita a su magacín con ocasión de la antigua fiesta popular de la Gran Alemania, rebautizada ahora de nuevo como Oktoberfest. En Flashlight todos me aconsejaron aceptar la invitación a esos festejos; yo estaba dubitativo al principio. En la primera etapa de mi carrera nunca estuve allí; sin embargo, los tiempos habían cambiado y con ello también la importancia de esa fiesta tradicional que duraba escasamente dos semanas. Como me aseguraron varias veces, la Oktoberfest se había convertido entretanto en una verbena popular que se las arreglaba perfectamente sin que el pueblo participase demasiado en ella. Quien quería sentarse en una de esas carpas y tomarse algo tenía que reservar un sitio meses antes, a veces años antes, o bien diferir la visita para una hora del día en la que un alemán decente nunca aparecería por allí.
Ahora bien, ninguna persona mentalmente sana planificaría, evidentemente, con meses o años de antelación, algo tan inocente como ir a una fiesta popular. La consecuencia era, así me lo dijeron, que por la mañana y al principio de la tarde iban por allí alemanes sin decoro y extranjeros y turistas atraídos por el aura de la célebre fiesta que intentaban enconadamente convertir el día en noche. Tanto la señora Bellini como Sensenbrink me aconsejaron no aparecer a esas horas del día, porque aparecer a esas horas daba pie a que le tomaran a uno por una personalidad insignificante de la que incluso se podía prescindir. Las noches, en cambio, no pertenecían a la población local sino a los consorcios multinacionales de cualquier ramo de la industria. Prácticamente todas las empresas medianamente importantes se sentían obligadas a organizar para sus clientes o para la prensa visitas a la fiesta; pero algunos órganos de prensa, insatisfechos con lo que ocurría en la empresa o con los invitados que había en ella, habían decidido organizar ellos mismos su correspondiente visita a la fiesta; una forma de proceder, eso me pareció, muy sensata y, en el fondo, muy propia de Goebbels. Muchos de esos encuentros, así me aseguraron, casi equivalían ya en importancia a un baile de la ópera. Y entre esos encuentros de alta calidad se hallaba el de aquella revista de sociedad. Mi contestación afirmativa tuvo, además, mucho efecto desde el punto de vista de la propaganda, porque, como yo nunca había tomado parte antes en esa fiesta, varios periódicos sensacionalistas escribieron en sus portadas: «Hitler por primera vez en la Fiesta de Octubre». En vista de mi presencia en la prensa, pensé bastante satisfecho que la organización de un nuevo Völkischer Beobachter pasaba más y más a segundo plano.
Llegué a la ciudad hacia mediodía y aproveché el tiempo para ir a algunos de mis lugares predilectos. En la Logia del Mariscal —la Feldherrnhalle—, me detuve un momento pensando en la sangre de fieles camaradas allí derramada, pasé emocionado delante del Hofräukeller, luego me fui, un poco angustiado, a la Königsplatz. Pero cómo me saltó de alegría el corazón cuando vi allí indemnes todos aquellos magníficos edificios: los Propileos. La gliptoteca. La colección de antigüedades. Y —apenas me había atrevido a esperarlo— también seguían allí el Edificio del Führer y el Edificio Administrativo, y hasta seguían estando en uso. Así que incluso esos jueces democráticos que velan sobre las convicciones políticas habían comprobado que la Königsplatz sólo quedaba terminada mediante esas maravillosas construcciones. Vagabundeé alegremente un poco por Schwabing, los pies me llevaron como por sí solos a la Schellingstrasse, y allí a un inesperado reencuentro. Apenas es posible imaginar mi inmensa alegría cuando me saludó el rótulo de la Osteria Italiana, tras la que se escondía nada menos que mi habitual casa de comidas, la Osteria Bavaria. Me habría gustado mucho entrar en ella para tomar cualquier cosa, un agua mineral, pero el tiempo apremiaba y había que regresar al hotel donde por la noche me recogió un coche de punto.
La llegada al Teresienwiese fue decepcionante. La policía acordonaba grandes superficies de terreno; sin embargo, no conseguía ni seguridad ni orden. Apenas hube bajado del coche, dos tipos completamente borrachos se acercaron a mí, tambaleándose, y después trataron de meterse en los asientos de atrás.
—¡Brrralleeiiiinschraaasse! —murmuró uno de ellos, mientras que el otro parecía estar ya medio dormido.
El chófer, un hombre robusto, alejó entonces de su vehículo a los dos borrachos diciendo: «¡Fuera de aquí, esto no es un taxi!», antes de acompañarme al lugar del acto.
—Disculpe usted —me dijo—, es el pan de cada día en esta mierda de fiesta.
Cruzamos los pocos metros de calle para entrar en el real de la fiesta. Mi impresión: apenas podía uno comprender que se le ocurriera a alguien organizar allí una reunión de relevancia social. En los solares rodeados de vallas que había en el entorno se apoyaban los borrachos, que orinaban constantemente hacia el otro lado de la valla. A muchos de esos tipos los esperaban mujeres que, en un estado igual de inseguro, querrían sin duda hacer lo mismo pero por un resto inconsciente de pudor no se atrevían. Una pareja apoyada en una columna publicitaria trataba de intercambiar caricias. Por lo que se veía, él tendía a meterle la lengua en la boca, pero no la encontraba porque se deslizaba hacia abajo, así que se conformó con la nariz. Ella, respondiendo a su insistencia, abrió la boca y movió la lengua a lo tonto en el aire. Luego los dos, primero despacio, luego cada vez más deprisa, resbalaron hacia el suelo siguiendo la redondez de la columna. Ella se reía dando chillidos mientras caía y trataba de decir algo, pero por falta de consonantes no podía hacerse entender. Él cayó tendido debajo de ella, se removió y se incorporó un poco, se sentó un momento y entonces, sin decir palabra, hundió una mano en su escote. No era seguro que ella lo notara, pero tres italianos que estaban cerca los miraban con interés y decidieron acortar la distancia para seguir mejor lo que estaba ocurriendo. Aquel degradante espectáculo no llamó la atención a nadie más, menos que a nadie a la policía, que estaba atareada recogiendo a quienes yacían inconscientes, que no eran pocos.
Contrariamente a lo que indica su nombre, el Teresienwiese, o Prado de Teresa, tiene muy pocas o ninguna zona verde; sólo junto a los árboles que lo limitan todo alrededor hay algunos retazos de hierba, en eso no ha habido ningún cambio desde mi primera estancia aquí. En prácticamente cada uno de esos retazos de verde había —en la medida en que pude observarlo—, un borracho inconsciente en el suelo, y donde aún no había ninguno los ojos veían sin demasiado esfuerzo que se acercaba alguien para derrumbarse allí al momento o para vomitar o para ambas cosas.
—¿Es siempre así? —pregunté al chófer.
—El viernes es peor —dijo el chófer con ecuanimidad—. ¡Mierda de fiesta!
No puedo explicarlo, pero de pronto caí en la cuenta, la sangre bulléndome en la cabeza, del motivo de ese debacle humano. Sólo podía tratarse de una decisión que tomó el NSDAP en 1933 y cuya finalidad era, evidentemente, aumentar más aún la popularidad del partido entre el pueblo: en su momento se había puesto precio fijo a la cerveza. Pero desde entonces otros partidos parece que también habían querido asegurarse la popularidad de la misma manera.
—¡Muy propio de esos imbéciles! —exploté—. ¿Es que no han aumentado el precio de la cerveza? ¡Noventa pfennigs por la jarra de a litro hoy en día es para echarse a reír!
—¿Cómo que noventa pfennigs? —preguntó el chófer—. El litro cuesta nueve euros. Con propina, diez.
Al pasar vi los asombrosos montones de difuntos de taberna. Esos partidos, pese a su miserable gestión, tenían que haber aportado de algún modo un inesperado bienestar. Sí, bueno, no hacer guerras ahorraba en efecto alguna que otra suma de dinero. Por otra parte: cuando se veía el estado del pueblo, incluso el más obcecado tenía que admitir que los alemanes del año 1942 o 1944, incluso en las noches de los más terribles bombardeos, se encontraban en mejor estado que en esta noche de septiembre de comienzos del tercer milenio.
Al menos en lo físico.
Seguí, asombrado por lo que veía, al chófer, que a la entrada de la carpa oficial me puso en manos de una joven rubia y luego regresó a su vehículo. La chica tenía cables alrededor de la cabeza y un micrófono delante de la boca, y dijo sonriendo: «Hola, soy Tschill. ¿Usted es…?»
—Ephraim Askenase —dije, un poco irritado—. ¿Es que soy tan difícil de reconocer?
—Gracias. Askenase… Askenase… —repitió—, no lo tengo en la lista.
—¡Por todos los demonios! —mascullé—. ¿Tengo aspecto de llamarme Askenase? ¡Hitler! ¡Adolf Hitler!
—Pues dígalo enseguida —se quejó excitadísima, de forma que casi lamenté mi observación anterior—. Si usted supiera la cantidad de gente que pasa por aquí. ¡No puedo reconocerlos a todos! ¡Y si además todos van y dicen un nombre falso! Antes he confundido a la mujer de Boris Becker con su última pareja, y él me ha puesto a parir…
Deplorar algo no me es ajeno. Un auténtico Führer sufre con cada uno de sus compañeros de raza como con su propio hijo. Pero la compasión nunca ha ayudado a nadie.
—Haga el favor de tener más entereza —dije con severidad—. Está en ese puesto porque su superior se fía de usted. Pórtese lo mejor que pueda y él no dejará de ayudarla.
Me miró un poco desconcertada, pero —como ocurre no pocas veces en la trinchera— se recobró un poco precisamente por mis duras palabras, asintió y me llevó adentro, al acto que tenía lugar en el piso superior de la carpa, donde me condujeron enseguida a la directora de la revista. Se trataba de una señora rubia y madura, de fulgurantes ojos azules y vestida con el dirndl, el traje regional bávaro, una mujer que, gracias a su despierta forma de ser, me podía imaginar en todo momento como jefa de oficina en la central del partido. Una revista no hubiera dejado yo forzosamente a su cargo, aunque alguna revistilla del corazón que contiene además consejos sobre salud y patrones de jerséis, quién sabe, eso tal vez sí sería posible. Además se veía que tenía ganas de hablar, parecía haber criado ya cuatro o cinco hijos y encontrarse ahora bastante sola en casa.
—Ah —dijo sonriendo de oreja a oreja—, el señor Hitler.
Y los rabillos de los ojos relampagueaban con picardía, como si hubiera hecho un chiste estupendo.
—En efecto —dije.
—Pero qué bien que haya venido.
—Sí, yo también me alegro sobremanera, señora —dije, y antes de que yo pudiera responder nada más, iluminó su rostro con una sonrisa aún más brillante y se volvió hacia un lado, de lo que deduje que ahora hacían seguramente la obligatoria foto. Miré con gesto serio en la misma dirección, a continuación hubo un relámpago y mi audiencia había terminado. Esbocé a toda prisa un pequeño plan cuatrienal, que preveía que la redactora, el año próximo, charlaría aquí conmigo por lo menos cinco minutos, y un año después, veinte: por supuesto sólo en teoría, porque para entonces tenía la intención de rechazar de plano invitaciones como esa. Entonces tendría que darse por satisfecha con uno como Göring.
—Nos veremos seguramente después —dijo la redactora con voz suave—, espero que tenga un poquito de tiempo para nosotros.
Tras lo cual una joven, vestida con traje regional, tiró de mí para llevarme a donde había otras mujeres vestidas con traje regional.
Esa es una de las costumbres más terribles con las que me he tropezado nunca; no sólo la directora o aquella otra joven: todas las mujeres que allí había se sentían obligadas a embutirse en un vestido que trataba de aproximarse al de la población campesina, pero que ya a la primera mirada resultaba ser, pura y simplemente, una horrorosa imitación. No es que en la Liga de Muchachas Alemanas no se hubiera trabajado en una dirección parecida, pero, como dice el nombre, se trataba de jovencitas. Esto, en cambio, era un grupo de señoras cuya edad juvenil había quedado, para la gran mayoría, al menos diez años atrás, si no veinte o treinta. Me llevaron hasta una mesa donde se bebía cerveza y en torno a la que ya estaban sentadas varias personas.
—¿Qué le traigo? —preguntó una camarera cuyo traje regional poseía al menos la autenticidad del honrado uniforme de trabajo—. ¿Una jarra de litro?
—Agua mineral —pedí.
Asintió y se fue.
—Oh, oh, un profesional —dijo un orondo hombre de color que estaba sentado al final de la mesa junto a una pálida rubia—, pero tú tener que pedir en jarra. Es más bonito para los fotógrafos. Créeme, yo hago esto desde hace cincuenta años. —Mostró una sonrisa increíblemente amplia que dejó al descubierto inconcebibles cantidades de dientes—. ¿Cómo se le ocurre eso? ¿En la Fiesta de Octubre y con un vaso de agua?
—¡Oh, no crea! ¡Líbrame del agua mansa! —dijo frente a mí una con traje regional y que parecía un poco marchita, y que, como más tarde supe, se ganaba la vida en una de esas series chapuceras. Es decir, a no ser que en esos momentos trabajara en otro programa que, si me había enterado bien, consistía en ir con otros personajes de tercera fila como ella a una selva virgen y allí dejar que la observaran cómo se abría paso a través de gusanos y excrementos.
—Hace cosas bien divertidas, ya he visto algo de usted —dijo, tragó un sorbo de su jarra y se inclinó hacia delante para permitirme echar una mirada a lo hondo de su escote.
—Mucho gusto —dije—, también he visto una o dos cosas suyas.
—¿Tengo que saber quién es usted? —preguntó un joven rubio sentado casi enfrente de mí.
—Pues claro —dijo el negro de la jarra de litro mientras firmaba a otro joven una foto con un grueso rotulador—, es el Hitler de Wizgür. Los viernes en MyTV. O sea, no, ahora tiene un programa propio. Tienes que verlo, te tiras por los suelos…
—Pero distinto de lo de siempre, es político también, hasta cierto punto —dijo la del escote entrado en años—, casi como Harald Schmidt[70].
—A mí ese me hace bien poca gracia —dijo el rubio, y se volvió hacia mí—. Sorry, esto no va contra usted, pero eso de la política, mire, aquí nosotros no cambiamos nada de nada. Los partidos y todo lo demás, mire, todo eso no es más que un lío y un enredo.
—Es exactamente lo que diría yo —dije mientras la camarera me ponía delante mi vaso de agua. Tomé un sorbo y miré por encima de la mesa hasta la sala principal de la carpa, para ver cómo cantaban allí todos balanceándose agarrados del brazo. Pero nadie lo hacía. Estaban de pie sobre las mesas y los bancos, a excepción de quienes caían al suelo en ese momento. Gritaban pidiendo un Anton. Yo trataba de recordar si Göring, después de asistir a una de esas fiestas, había hablado alguna vez de tan desastroso estado de las masas, pero mi memoria no me aportó el menor indicio en esa dirección.
—¿De dónde es usted? —preguntó la señora entrada en años—. Usted es del sur de Alemania, ¿verdad?
El escote estaba otra vez abierto delante de mí, como la limosnera que pasan en las iglesias.
—De Austria —dije.
—¡Como el auténtico! —dijo el escote.
Asentí y paseé la mirada por la sala. Se oyeron risas agudas, luego algunas de las señoras, en sus ridículos trajes, intentaron subir a los bancos y convencer a otras para que hicieran lo mismo. Animaban poco esas señoras con su forzado buen humor, del que al mismo tiempo emanaba una terrible desesperación. Quizá engañaban también las apariencias, y sólo se debía a los labios, que a menudo estaban muy hinchados y que, pese a todos los esfuerzos, conferían a la zona de la boca el aire de quien está enfadado, y hasta ligeramente ofendido. Miré de pasada los labios del escote ajado que tenía enfrente. Con todo, parecían normales.
—A mí es que no me gusta que me pinchen —dijo el escote.
—¿Cómo dice?
—Estaba usted fijándose en mi boca, ¿no?
Tomó un trago de cerveza.
—No dejo que ningún médico me meta mano ahí. Aunque a veces pienso para mis adentros que así lo tendría más fácil. No se vuelve una más joven.
—¿Un médico? ¿Está enferma?
—Es usted una delicia —dijo el escote, y se inclinó tanto sobre la mesa que se habría podido coger el contenido con la mano. Me agarró el hombro y lo giró de manera que ambos mirásemos en la misma dirección. Olía claramente a cerveza aunque todavía no era desagradable. Luego, moviendo ligeramente de un lado a otro el índice de la mano derecha, empezó a señalar a las más diversas señoras:
—Mang. Gubisch. Mang. Praga. Nosé. Mang. Mühlbauer, ya hace tiempo. Nosé. Nosé. Mühlbauer. Chequia. Mangmang. Algún chapucero, luego Mang, y la reparación la ha pagado RTL 2 o Pro Sieben o la productora, para no sé qué reportaje.
Luego se dejó caer de nuevo en su asiento y me miró.
—A usted también le han hecho algo, ¿no?
—¿Que a mí me han hecho algo?
—¡Ese parecido, por favor! Todo el ramo trata de adivinar quién lo ha conseguido. Aunque —y aquí tomó otro gran trago de cerveza—, si me pregunta usted: habría que demandar a ese tío.
—Señora, no sé en absoluto de qué está hablando.
—¡De operaciones! —dijo irritada—. Y no haga como si no hubiera habido ninguna. ¡Eso es estúpido!
—Claro que ha habido operaciones —dije con enfado. A su manera, no dejaba de ser simpática—. León marino, Barbarroja, Ciudadela…
—No me suena ninguno. ¿Y quedó contento?
Abajo, en la sala, tocaban Aviador, saluda al sol. Aquello me puso nostálgico. Suspiré.
—Al principio fue todo muy bien, pero luego hubo complicaciones. No es que los ingleses fuesen mejores. Ni los rusos… Pero a pesar de todo.
Me miró fijamente.
—No se ven cicatrices —dijo con aire de entendida.
—No, si no me quejo —dije—. Las heridas más hondas las deja el destino en nuestros corazones.
—En eso tiene usted razón —dijo sonriendo, y me presentó en alto su cerveza. Respondí a su saludo con mi agua mineral.
Seguí tratando de indagar en aquella extraña reunión. La joven generación apenas estaba representada; sin embargo, había que comportarse como si uno acabara de cumplir los veinte años. A eso se debía seguramente aquel desfile de escotes, pero también el comportamiento de algunas personas. Era chocante. Una vez que esa impresión se hubo apoderado de mí, ya no me dejó. Todos esos hombres eran incapaces de soportar virilmente la decadencia física y compensarla con trabajo intelectual o por lo menos con cierta madurez. Todas esas mujeres que, después de haber criado a sus hijos para el pueblo, no descansaban satisfechas sino que se comportaban como si ahora, y sólo ahora, tuviesen la irrecuperable ocasión de reclamar por unas horas su juventud perdida. Uno habría querido agarrar por el cuello a cada una de esas personas y gritarles: «¡Haga un esfuerzo! ¡Es usted una vergüenza para usted mismo y para su patria!» En estas cavilaciones estaba cuando alguien se acercó a la mesa y golpeó en ella con los nudillos.
—¡Buenas tardes! —dijo con el inconfundible acento bávaro que tanto me recordaba a la bellísima ciudad de Núremberg. Su pelo era largo y oscuro, tendría cuarenta y tantos años o más y, por lo que parecía, llevaba con él a su hija.
—¡Lothar! —dijo el escote ajado corriéndose hacia un lado—. Siéntate, campeón.
—No —dijo Lothar—, me quedo muy poco tiempo. Pero quería decirte que lo que haces es muy bueno. He visto el número del viernes pasado, es divertido, claro, pero lo que dices es verdad, ni más ni menos. Lo de Europa y todo lo demás. Y la semana anterior, lo de los fulanitos sociales esos…
—Parásitos sociales —corregí.
—… Exacto —dijo—, eso y lo de los niños. Los niños son realmente nuestro futuro. Siempre das en el clavo. Sólo quería decirte eso.
—Gracias —dije—. Eso me alegra. Nuestro movimiento está necesitado de apoyo. Me alegraría que su hija estuviera también entre nuestros patrocinadores.
De pronto parecía estar furioso, luego soltó una carcajada y se volvió a su hija.
—Es él otra vez. ¡Y siempre tan a lo bestia! Justo donde más duele. —Luego golpeó de nuevo con los nudillos en la mesa—: ¡Hasta luego, nos vemos!
—Pero usted sabe que no es su hija, ¿no? —preguntó el escote cuando Lothar se hubo marchado.
—Me lo imaginaba —dije—, claro, no hija biológica, eso no es posible desde el punto de vista puramente racial; supongo que ha adoptado a la chica. Yo siempre lo he recomendado, antes de que una pobre chica se críe sin padres en un orfanato…
El escote puso los ojos en blanco.
—¿Sabe usted también decir algo completamente normal? —suspiró—. Tengo que ir al baño un momento. ¡No se marche! Es usted terrible, no cabe duda, pero al menos no es aburrido.
Tomé un trago de agua. Reflexionaba sobre qué opinión me merecía aquella velada cuando noté detrás de mí un gran alboroto, una señora con una manada de reporteros gráficos. La señora parecía ser una de las atracciones principales de la fiesta, ya que, prácticamente sin interrupción, acudían a ella fotógrafos y cámaras de televisión. Tenía una tez meridional, lo que producía un contraste curiosísimo con su traje regional bávaro, y su escote estaba relleno de modo casi grotesco. Si el conjunto de su persona aún se podía considerar vistoso en un sentido muy vulgar, esa impresión desaparecía al momento tan pronto abría la boca. Hablaba en un tono alto y agudo que superaba a todos los chirridos de sierras radiales que yo conocía. Como eso no se oye en las fotografías, a los reporteros gráficos les daba exactamente igual. Estaba justo chillando algo delante de una cámara cuando un fotógrafo me divisó al fondo y dirigió a la señora hacia mi mesa, por lo visto, para hacer una foto de nosotros dos juntos. Aquello no pareció gustarle a la señora.
Conozco esa expresión del rostro. Se podía ver cómo, detrás de los ojos que parecían reír, una calculadora tanteaba si la foto podría aportarle una ventaja o no. Lo que a mí me ayudaba a ver aquello era que en mi cabeza tenía lugar el mismo cálculo, aunque con bastante más rapidez, y además con resultado negativo. Ella, en cambio, parecía no haber llegado todavía a ninguna conclusión, se notaba en que vacilaba. Las consecuencias le parecían dudosas, y por tanto un riesgo del que habría preferido desembarazarse con alguna frase chistosa. Sin embargo, a esas alturas, uno de los fotógrafos que habían acudido había lanzado ya al campo de batalla la consigna «La Bella y la Bestia», tras lo cual ya no había quien detuviera a la jauría de reporteros. Así pues, la calculadora exótica hizo una huida hacia delante y con una risa chillona se lanzó encima de mí.
Ese tipo de mujer no es nuevo, ya lo había hace setenta años, aunque no fuesen tan famosas. Eran y son, entonces y hoy, mujeres con un deseo desmedido de notoriedad y con escasa autoestima que quieren nivelar tratando afanosamente de ocultar todos sus supuestos defectos. Por razones incomprensibles, ese tipo de mujer sólo considera apropiado para tal fin un método: tratar de poner en ridículo lo que está ocurriendo. Es el tipo más peligroso de mujer con que se puede tropezar un político.
—Pero ¡qué superguay! —chilló tratando de echárseme al cuello—. ¡Quién lo habría pensado! ¿Puedo llamarte Adi?
—Puede llamarme señor Hitler —repliqué con frialdad.
A veces eso basta para ahuyentar a la gente. Pero ella, en cambio, se me sentó en el regazo y dijo:
—¡Bueno, esto es de alucine, señor Hitler! ¿Qué hacemos ahora los dos para estos fotógrafos tan divertidos? ¿Hummmmm?
En situaciones como esa uno no tiene nada que ganar y todo que perder. Y noventa y nueve de cien hombres habrían perdido aquí los nervios y se habrían batido en retirada con pretextos como «alineamiento del frente», «nueva formación de unidades». Lo observé a menudo antaño, en el invierno ruso de 1941, que cayó de golpe sobre mis soldados con temperaturas entre 30° y 50° bajo cero. Entonces tampoco faltó gente que decía: «¡Demos marcha atrás, atrás!» Sólo yo conservé la serenidad y dije: «De ninguna manera, no se retrocede ni un metro. A quien se retire se le fusila». Napoleón fracasó, pero yo mantuve el frente solo, y en la primavera acosábamos a los sanguinarios y zanquituertos perros siberianos como si fueran liebres, por el Don y hasta Rostov, hasta Stalingrado y luego más allá; pero no quiero entrar ahora en detalles sin necesidad.
En cualquier caso, una retirada no entraba en consideración entonces y tampoco en esta desagradable situación en la carpa de la fiesta. La situación no es nunca desesperada cuando se tiene la voluntad fanática de conseguir la victoria. Piénsese sólo en el milagro de la Casa de Brandeburgo en 1762. Muere la zarina Isabel, su hijo Pedro firma la paz, Federico el Grande está salvado. Si Federico hubiera capitulado antes, no se habría producido ningún milagro, no habría habido un reino de Prusia, ni nada de nada, sólo una zarina muerta. Muchos dicen que no hay que contar con milagros. Yo digo: ¡sí! Sólo hay que esperar a que lleguen. Hasta entonces se trata de mantener la posición. Una hora, un año, una década.
—Mire, señora —dije para ganar tiempo—, me alegro muchísimo de estar de nuevo aquí, en la hermosa ciudad de Múnich, en mi capital del Movimiento: ¿lo sabía usted?
—No, qué interesante —chilló desconcertada, y ya levantaba los brazos para revolverme el pelo. Para esa clase de mujeres, pocas cosas hay más fáciles que desacreditar a las autoridades deteriorando su aspecto físico. Pensé que si la providencia tenía proyectado un milagro, aquel era el momento de llevarlo a cabo.
De pronto, alguien del grupo de los fotógrafos me plantó delante de mis narices un grueso rotulador negro.
—Un autógrafo en el vestido bávaro —dijo.
—¿En el vestido?
—¡Pues claro!
—¡Sí! ¡Súper! —Esto último vino de entre las filas de sus colegas.
Los instintos más bajos del ser humano son los más fieles aliados, sobre todo cuando no se tienen otros. Por supuesto que aquella mujer no tenía ningún interés en un traje firmado. Sin embargo, los fotógrafos insistían en ello, porque preveían una variante de la picante foto habitual con el escote. Y ella podía luchar de modo muy limitado contra esos deseos. Quien a hierro mata, a hierro muere, incluso si el hierro es sólo una máquina fotográfica. Asintió entonces con un chillón «¡súper!». Pensé que sería en cualquier caso una posibilidad de detener al enemigo, y a lo mejor hasta de conseguir nuevas tropas.
—¿Me permite, señora?
—Pero sólo en la tela —chilló con voz insegura—. Y no muy grande.
—Por supuesto —dije, y puse manos a la obra. Cada segundo de tiempo ganado contaba el doble, así pues, completé mi firma con algunos detalles ornamentales. Yo mismo tenía la sensación de estar haciendo el tonto; tenía que terminar, de lo contrario aquello iba a parecer el álbum de poesías de una niña de colegio, todo lleno de dibujitos.
—Ya he terminado —dije como quien lo lamenta, y me incorporé en el asiento.
Algún fotógrafo dijo: «¡Uyuyuy!» La señora siguió su mirada.
Vi con sorpresa que, horrorizada, abría los ojos de par en par.
—Perdone —dije—, quizá los ángulos no hayan salido muy perfectos. En un bloc de dibujo corriente no habría ocurrido, claro. ¿Sabía usted que yo quise ser pintor…?
—¿Está loco? —chilló, y saltó fuera de mi regazo. Apenas pude creerlo. El milagro del Prado de Teresa.
—Perdone, señora —dije—, no acabo de entender…
—¡No puedo andar por la fiesta con una cruz gamada en el pecho!
—Pues claro que puede —dije apaciguándola—, ya no estamos en 1924. En este país no habrá quizá un gobierno decente, pero para esos charlatanes del Parlamento la libertad de opinión es un derecho inalienable y…
Ya no escuchaba y, clamando al cielo, se frotaba con tal fuerza en el escote que causaba un efecto casi frívolo. Y aunque yo no comprendía bien por qué estaba tan fuera de sí, la situación parecía salvada. Era ella la que no salía nada favorecida en las fotos. En realidad, lo que salió en televisión fue mejor aún; allí se podía ver bien cómo se ponía de pie de un salto y, con la cara desfigurada y desatándose en improperios, no parecía alegre en absoluto. La mayor parte de las emisiones terminaban mostrando cómo se marchaba furiosa en un taxi pocos minutos después soltando unos tacos asombrosos.
Hubiera preferido, por supuesto, una intervención, en conjunto, algo más digna. Por otra parte, dadas las circunstancias, el resultado fue más que aceptable, el perjuicio propio me pareció, en cualquier caso, menor que el del adversario. El pueblo sigue amando al vencedor que sabe defenderse, que ahuyenta a una persona así con no más esfuerzo que a una mosca molesta.
Iba a pedir más agua mineral cuando pusieron otra botella sobre la mesa. «Con un saludo de aquel señor», dijo la camarera señalando en una dirección. Miré entre el torbellino de gente y vi, unas mesas más allá, a un personaje rubio con el color de la piel de un pollo de la Fiesta de Octubre. Las arrugas de la cara daban a la figura la apariencia de un Luis Trenker[71] muy viejo y, en su conjunto, parecía todo él una especie de extraña sonrisa. Cuando percibió mi mirada, el señor levantó el brazo doblado con un movimiento que terminaba en el puño cerrado con el pulgar hacia arriba; al mismo tiempo intentaba tan desesperada como inútilmente ensanchar su curtida sonrisa.
Me froté los ojos y decidí marcharme lo antes posible. Era concebible que en aquel lugar las bebidas estuviesen contaminadas. Porque justo al lado de aquel señor estaba sentada una copia exacta de la mujer que acababa de salir de la carpa con una cruz gamada en el pecho.