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Estaba nervioso, pero sólo un poco. Ese nerviosismo suave a mí me tranquiliza, es una prueba de que estoy concentrado. Habíamos trabajado cuatro meses y medio para prepararlo: como antaño del Hofräukeller, me desvinculé ahora del programa de Wizgür; como antaño al Circo Krone, me trasladé ahora a un nuevo estudio que acogía mi propio programa. Según decían, los ingresos por publicidad de la industria alemana alcanzaban un nivel comparable a las subvenciones en 1933, poco antes de la toma del poder. Yo esperaba con ilusión los próximos acontecimientos, pero conservaba una férrea concentración. Una vez más pasé revista brevemente a mi imagen en el espejo. Impecable.

Primero mostraron la cabecera en la pantalla del estudio. Había quedado bien, mi estima por el antiguo «reservador» del hotel, Sawatzki, había ido en aumento. Empezaba con la melodía del título, en una simple secuencia de tonos bajos; se me veía en películas antiguas, pasando revista al desfile de las SA en Núremberg. Luego algunas tomas antiguas de Riefenstahl, de Triunfo de la voluntad. Y al mismo tiempo una voz muy agradable cantaba como si fuera un aire de moda:

«Ha vuelto, ha vuelto».

Después pasaron varios planos excelentes de la campaña de Polonia. Bombarderos en picado sobre Varsovia. Cañonazos. Vertiginosos tanques de Guderian. Luego varias fotografías muy buenas mías de cuando visitaba a las tropas en el frente.

«Ha vuelto —cantaba la agradable voz de mujer—, eso me dicen».

Luego venían algunas tomas recientes. Me mostraban paseando por la nueva Potsdamer Platz, comprando varios panecillos a una panadera, y me gustaron especialmente unas escenas en las que en un parque infantil acariciaba la cabeza de dos niños pequeños, un niño y una niña. La juventud es nuestro futuro.

«Que aún no haya estado conmigo —se quejaba la voz, y era comprensible— yo no puedo comprenderlo, y por eso me pregunto, qué puede haber ocurrido». Cuando oí la canción por primera vez durante la discusión sobre la melodía del título, me emocionó mucho porque yo, en efecto, no podía decir lo que había ocurrido. Las fotos me presentaban ahora en el interior de un Maybach negro, viajando al lugar de la grabación, un cine fuera de uso. Y mientras llegado allí me apeaba, me dirigía al cine y la cámara detrás de mí se movía hacia arriba, hacia los caracteres que presentaban el nombre de la emisión —«Habla el Führer»—, la señora cantaba el final de su canción, hábilmente recortado:

«Ha vuelto, vueltoooo».

Habría podido ver ese film de cabecera una y otra vez, pero a más tardar en la escena de los panecillos tenía que ponerme en camino, entre bastidores, para, al acabar la canción, estar sentado ante mi mesa de despacho y recibir con serio semblante el aplauso con que me saludaban. En su conjunto aquello era un poco más relajante que, por ejemplo, en el Sportpalast, pero, debido a la introducción, estaba cargado de solemnidad.

Me habían instalado un hermoso estudio, sin punto de comparación con la sencilla tribuna que tenía en el programa de Wizgür. Habían tomado como modelo la Wolfsschanze, una especie de compromiso. Yo había propuesto primero el Obersalzberg, la señora Bellini dijo que eso resultaba demasiado alegre y amable y propuso el búnker del Führer; al final convinimos en que fuera la Wolfsschanze. Incluso viajé hasta allí con un grupo de la productora, en realidad más por curiosidad, porque como es natural habría podido dibujarles de memoria la completa estructura del complejo, con todo detalle, el interior y el exterior, incluido el personal de vigilancia. Pero la señora Bellini insistió, no sin razón, en que el equipo de la productora tenía que formarse una impresión personal in situ.

Yo contaba firmemente con que los rusos habían derribado en su zona de influencia todo lo que daba testimonio de nuestro pasado, pero contra el hormigón armado de la organización Todt[64] no tenían, como es lógico, la menor perspectiva de éxito. En Viena, hasta tuvieron que dejar en pie las torres de la defensa antiaérea, simplemente porque no pudieron volarlas. Se las habría podido llenar, hasta el techo, de TNT, pero Tamms, ese diablo de arquitecto, había tenido la genial ocurrencia de ponerlas en barrios residenciales. Allí siguen hasta hoy. Monumentos del arte alemán de la fortificación, impresionantemente lúgubres.

En cambio, los polacos convirtieron la Wolfsschanze en una especie de parque de recreo, a uno casi le duele en el alma esa ingenuidad desprovista de interés con la que hoy pasea por el recinto el último majadero, ignorante de todo. Allí no hay la seriedad necesaria, así que, en definitiva, prefiero esos centros de documentación que ahora instalan por todas partes. Como es natural, en ellos el pueblo se ve sometido a un constante machaqueo ideológico, pero en general la seriedad y también los objetivos del movimiento están descritos de modo correcto, incluido el problema de los judíos. Por supuesto, un poco desfigurado tendenciosamente por esos desfacedores de entuertos, pero de todos modos no de tal manera que no escriban por doquier, para más seguridad, qué «inhumana» era nuestra política. Goebbels se lo habría tachado al momento: «Si ustedes tienen que escribirlo expresamente, entonces el texto es malísimo. Un buen texto tiene que estar redactado de tal manera que el lector no pueda menos que pensar al instante: “Eso era desde luego inhumano”. Entonces —y sólo entonces— creerá que lo ha notado él mismo».

El bueno de Goebbels. Cuánto quería yo a sus hijos, para mí eran lo más delicioso del búnker.

La Wolfsschanze, sí, bueno: ahora hay un hotel, en la cantina ofrecen cada día comida de Masuria, y cerca de allí hay un campo de tiro en el que se puede disparar con fusiles de aire comprimido, en total un conjunto lamentable. Si me dejaran a mí regentar el establecimiento, habría puesto nuestras armas originales, el fusil 43, la pistola 35, la Luger, la pistola Walther o también la PPK, aunque tal vez la PPK no, porque cuando pienso en mi estupenda PPK de toda la vida me vuelven siempre esos dolores de cabeza tan molestos. Debería preguntar quizá a un médico alguna vez, pero en los últimos tiempos me resulta difícil. Era muy práctico tener siempre cerca a Teo Morell[65]. A Göring no le gustaba, pero Göring tampoco era una lumbrera en todos los aspectos.

Esperé hasta que se hubo extinguido por completo el aplauso, lo que por lo general ponía a prueba los nervios de todos: los míos, los del público y los de la gente de la emisora, porque yo quería silencio absoluto. Y siempre he conseguido acallar a todos los públicos.

¡Compañeros y

compañeras de raza!

Sabemos

que una nación

vive de su suelo.

Su suelo

es

su

espacio vital. Sin embargo,

¿en qué

estado

se halla

ese suelo

hoy?

La «canciller»

dice:

excelente.

Veamos.

En este país antes se consideraba

la mayor alabanza

que alguien dijera: aquí

se puede comer directamente del suelo.

¿Dónde, pregunto a esa

«canciller»,

le gustaría a usted comer directamente del suelo?

Aún estoy esperando respuesta, porque

la «canciller» lo sabe:

el suelo alemán está contaminado

por el veneno del gran capital,

de la plutocracia internacional.

El suelo alemán está lleno de basura,

el niño alemán necesita sillas altas,

para sentarse sin que peligre su salud,

el hombre alemán, la mujer alemana,

la familia alemana huye lo más lejos posible

a edificios elevados,

el perrito alemán

—se llama Struppi

o quizá también Spitzl

pisa

con su delicada patita

en un tapón corona,

o pasa la lengua por

dioxina y muere

entre dolores

y convulsiones.

Pobre, pobre

Struppi.

Y ese

es el suelo,

del que quisiera

comer directamente nuestra

«canciller».

¡Pues bien, que aproveche!

Nuestra invitada de hoy es una experta en suelo

alemán.

La política verde

Renate Künast.

Un ordenanza de las SS, alto y esbelto, la hizo entrar. Se llamaba Werner, era rubio, tenía excelentes modales, y aunque se percibía en aquella señora la aversión que le producía el uniforme, su mímica denotaba también cierta admiración por su atractivo físico. Una mujer es una mujer.

La idea relativa a Werner procedía de Sawatzki. En el equipo de Flashlight se opinaba que yo necesitaba un asistente.

—Es importante —apuntó Sensenbrink—. Eso le da a usted la posibilidad de dirigir la palabra a un tercero. Cuando el invitado es flojo, cuando no prende una observación, entonces no está usted solo con el público.

—Así que puedo echarle la culpa a otro.

—Por así decirlo.

—Yo no hago eso. El Führer delega la actividad, pero no la responsabilidad.

—Pero el Führer no abre la puerta cuando llaman al timbre —había objetado la señora Bellini—. Y además, invitados tendrá usted más que de sobra.

Eso era verdad, en efecto.

—Usted también tenía entonces algún ayudante. ¿Quién le abría la puerta?

Se quedó callada un momento y luego añadió:

—Es decir, no a usted sino a Hitler.

—Sí, de acuerdo —dije—. ¿La puerta? Habrá sido la Junge. O al final quizá alguno de los de Schädle…

—Pero, por favor —suspiró Sensenbrink—, a esos no los conoce ni Dios.

—¿Pues qué creía usted? ¿Que Himmler me planchaba el uniforme personalmente cada mañana?

—¡A ese al menos lo conocería la gente!

—No compliquemos tanto las cosas —frenó la señora Bellini—. Usted no ha mencionado ahora a un SS de poca importancia, sino a… ¿Schäuble?

—Schädle[66].

—Eso. Como suplente. Subimos un piso más arriba. Es sólo simbólico.

—Bueno, está bien —dije—, entonces acabará siendo Bormann.

—¿Quién? —preguntó Sensenbrink.

—¡Bormann! ¡Martin Bormann! Jefe de la Cancillería.

—No me suena en absoluto.

Estaba a punto de leerle la cartilla, pero la señora Bellini me detuvo.

—Sus conocimientos son formidables —dijo con voz apaciguadora—, es fantástico que sepa todos esos detalles, eso ya no lo tiene nadie. Pero si queremos llegar a las masas, alcanzar la gran cuota de pantalla —y ahí hizo, no con poco acierto, una breve pausa—, entonces sólo podemos buscar a su asistente en un círculo muy reducido. Véalo con realismo: podemos tomar a Goebbels, a Göring, a Himmler, a lo mejor también a Rudolph Hess[67]

—A Hess, no —intervino Sensenbrink—, con ese siempre hay un factor de compasión. El pobre viejo, encerrado a perpetuidad por los malditos rusos…

—… Sí, bueno, lo veo también así —prosiguió la señora Bellini—, pero esos son todos los candidatos que tenemos. Si no, a los treinta segundos de programa cada espectador pregunta quién es ese tipo raro que está al lado del Führer. No es bueno que haya irritación. Usted ya irrita bastante.

—Goebbels nunca me abriría la puerta, si llaman al timbre —dije, un poco terco, pero sabía por supuesto que ella tenía razón. Y es evidente que Goebbels me habría abierto la puerta. Goebbels lo habría hecho todo por mí. Un poco como Foxl en la trinchera. Pero yo también lo veía claramente: Goebbels no podía ser. Habrían hecho de él un Quasimodo, como el jorobado Fritz en aquella sensacional película de Frankenstein con Boris Karloff. Lo habrían moldeado como una criatura grotesca, y cada vez que apareciera en escena cojeando habría sido objeto de burlas. Goebbels no merecía eso. Göring y Himmler, en cambio… Sin duda tenían sus méritos, pero aún ardían las brasas de una justa ira por su traición. Por otra parte, habrían apartado la atención de mi persona. Ya había visto lo que había ocurrido con Wizgür.

—¿Y si tomamos al soldado desconocido? —Eso venía del «reservador» del hotel, de Sawatzki.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó la señora Bellini.

Sawatzki se incorporó en el asiento.

—Uno alto y superrubio —dijo—, uno con pinta de SS.

—No está mal —opinó la señora Bellini.

—Göring sería el que más haría reír —dijo Sensenbrink.

—No queremos risas estúpidas —dije al mismo tiempo que la Bellini.

Nos miramos. Me gustaba cada vez más.

—Qué bien que haya venido —saludé a la señora Künast, y le ofrecí un asiento. Se sentó con displicencia como quien está habituado a las cámaras.

—Sí, yo también me alegro —dijo con aire sarcástico—, en cierto modo.

—Seguramente se está preguntando por qué la he invitado a mi programa.

—¿Porque no ha aceptado nadie más?

—No, no, también habríamos podido tener a su compañera de partido, a la señora Roth. Ahora se me ocurre: ¿podría hacerme un favor?

—Eso depende.

—Elimine por favor de su partido a esa mujer. ¿Cómo se va a cooperar con un partido que alberga algo tan horroroso?

—Mire, eso no ha impedido hasta ahora ni a los socialdemócratas ni a los cristianodemócratas…

—Y eso la ha dejado también a usted asombrada, ¿verdad?

Durante un breve momento pareció desconcertada.

—Quisiera dejar aquí bien claro que Claudia Roth hace un trabajo excelente y que…

—Tiene usted razón, a lo mejor basta con mantenerla simplemente alejada de las cámaras, en un sótano sin ventanas, y aislado del ruido…, pero así estamos ya en el tema: la he invitado porque, como es natural, tengo que hacer planes para el futuro, y si veo las cosas con claridad, para hacerse con el poder se necesitan mayorías parlamentarias…

—¿Mayorías parlamentarias?

—Sí, claro, como en 1933; entonces necesité aún al Partido Nacional, el DNVP, el Partido Nacional del Pueblo Alemán. Esto podría seguir el mismo camino en un futuro previsible. Pero por desgracia ya no existe el DNVP, y ahora he pensado que voy a examinar quién entra en consideración para un nuevo Frente de Harzburg[68]

—¿Y usted va y se le ocurre rellenar ese hueco precisamente con los Verdes?

—¿Y por qué no?

—Veo ahí muy pocas posibilidades —dijo frunciendo el ceño.

—Su modestia la honra, pero no ponga su lámpara debajo del celemín. Su partido tal vez sea más adecuado de lo que usted cree.

—Pues estoy llena de curiosidad.

—Supongo que tenemos visiones de futuro compatibles. Dígame, por favor: ¿dónde ve a Alemania dentro de quinientos años?

—¿Dentro de quinientos años?

—O de trescientos.

—No soy profetisa, me atengo más bien a las realidades.

—Pero tendrá sin duda un proyecto de futuro para Alemania.

—Pero no para trescientos años. Nadie sabe lo que habrá dentro de trescientos años.

—Yo sí.

—¿Ah, sí? ¿Qué habrá dentro de trescientos años?

—En sus proyectos de futuro, los Verdes piden consejo al Führer del Reich alemán: ya le he dicho que una cooperación no es tan inimaginable…

—Guárdesela para usted. —Künast echó rápidamente marcha atrás—. Los Verdes se las arreglan estupendamente sin usted…

—Bueno, muy bien, dígame entonces: ¿cuántos años futuros abarca su planificación? ¿Cien?

—Eso es una estupidez.

—¿Cincuenta? ¿Cuarenta? ¿Treinta? ¿Veinte? Mire: yo cuento hacia abajo y usted se limita a decir: «¡Stop!»

—Ninguna persona puede decir seriamente que es capaz de prever la evolución futura por un periodo, digamos, superior a diez años.

—¿Diez?

—… O, si usted quiere, quince.

—Bueno, vale: ¿dónde ve usted a Alemania dentro de quince minutos?

Künast suspiró.

—Si insiste en saberlo: veo la Alemania del futuro como un país altamente tecnológico sobre todo en técnica del medio ambiente, un país no contaminante, en cuanto a política energética abastecido de modo sostenible, incluido en una Europa en paz bajo el techo de la UE y de la ONU…

—¿Lo tiene usted, Werner? —pregunté a mi ordenanza.

—… Incluido en una Europa en paz bajo el techo de la UE y de la ONU —anotó obedientemente Werner.

—Pero ¿sabe usted que la UE existirá hasta entonces? —pregunté.

—Evidentemente.

—¿Están los griegos aún entre ellos? ¿Los españoles? ¿Los italianos? ¿Los irlandeses? ¿Los portugueses?

Künast suspiró:

—¿Quién puede decir eso hoy?

—¡En la política energética sí puede! Ahí piensa usted en mis dimensiones. Pocas o ninguna exportación, total autarquía proveniente de renovadas materias primas, del agua, del viento, eso es seguridad político-energética incluso dentro de cien, de doscientos, de mil años. Usted sabe ver un poco el futuro. Y qué voy a decir: es lo que yo he exigido siempre…

—¡Un momento! Pero ¡por motivos totalmente equivocados!

—¿Qué tienen que ver los motivos con una economía energética sostenible? ¿Hay buenas y malas ruedas eólicas?

Me miró con irritación.

—Si la entiendo bien —insistí—, para la cría de delfines adecuada a la especie está permitido emplear la buena y saludable energía solar, pero si se colonizan los campos de cultivo ucranianos con campesinos soldados germánicos, ¿dispondrán sólo de electricidad de lignito? ¿O de energía atómica?

—No —protestó Künast—, en ese caso se colonizan con ucranianos. ¡Si es que se los coloniza!

—¿Y los ucranianos pueden utilizar en ese caso energía eólica? ¿O tiene usted también ideas especiales para eso? ¿Tiene una lista de las clases de energía y de su correcta utilización?

Se reclinó en el asiento.

—Sabe muy bien que por ahí no va la cosa. Tal como usted argumenta, podría preguntar también si la masacre de millones de judíos habría sido mejor con energía solar…

—Interesante —dije—, pero el tema de los judíos no es divertido.

Durante un momento no se oyó nada en el estudio.

—El silencio en la televisión es siempre un derroche de valiosas frecuencias de público —dije—. Hagamos mejor entretanto un poco de publicidad.

Se amortiguó un poco la luz. Llegaron varios maquilladores y nos renovaron los rostros. Künast cubrió con la mano su micrófono.

—Lo que usted organiza aquí está realmente en el límite —dijo con voz apagada.

—Conozco, como es natural, el sentir y la sensibilidad de su partido —dije—, pero ha de admitir que no he sido yo quien ha empezado con los judíos.

Reflexionó un momento. Entonces volvió a encenderse la luz. Esperé a que terminara el aplauso, luego pregunté:

—¿Me acompaña a la mesa de los mapas, por favor?

En el estudio habíamos reconstruido la antigua mesa de mapas de la Wolfsschanze. Yo había encargado un hermoso mapamundi en relieve de gran tamaño.

—¿Por qué —pregunté mientras me acercaba tranquilamente a él— en los últimos tiempos prescinde su partido de la experiencia, del saber de un hombre como el antiguo ministro de la Guerra, Fischer?

—Joschka Fischer no ha sido nunca ministro de Defensa —replicó Künast con brusquedad.

—Tiene razón —asentí—, nunca le he visto como ministro de Defensa. Sólo se pueden defender territorios del Reich, y Kosovo desde luego no forma parte de él de modo inmediato. Dada su lejanía, tampoco habría tenido sentido una anexión: ¿o lo ve usted de otra manera?

—Pero ¡si nunca fue objeto de discusión la anexión de Kosovo! ¡Se trataba de las depuraciones étnicas…! Pero no voy a explicarle ahora el asunto de la intervención en Kosovo. ¡Era sencillamente imposible mirar para otro lado!

—Nadie comprende eso mejor que yo —dije con gravedad—. Tiene toda la razón, no había alternativa alguna, yo conozco eso por el año 1941. ¿Y a qué se dedica ahora ese Fischer?

Sus ojos oscilaban entre las vivencias actuales del señor Fischer y una consideración comparada de la política balcánica de los últimos setenta años. Se decidió por lo primero.

—Lo importante es que los Verdes no tienen que preocuparse por tener grandes talentos en sus propias filas. Joschka Fischer ha sido y es una importante personalidad en la historia del movimiento verde, pero ahora les llega el turno a otras personas.

—¿A usted, por ejemplo?

—También a mí, entre muchos otros.

Entretanto, habíamos llegado a la mesa de los mapas. Yo había hecho marcar con banderines los lugares donde operaba la Bundeswehr.

—¿Puedo preguntar cómo quieren terminar victoriosamente los Verdes la intervención en Afganistán?

—Qué es eso de «terminar victoriosamente»: la intervención militar tiene que terminar lo antes posible. Eso sólo lleva a más violencia…

—En Afganistán, nosotros no tenemos nada que ganar: yo lo veo también de modo muy parecido. ¿Qué pintamos nosotros allí?

—Un momento —dijo ella—, pero…

—No me diga ahora, se lo ruego, que tiene otra vez escrúpulos debido a mis motivos —dije—. No me diga que sólo usted puede retirarse de Afganistán y que yo tendría que quedarme.

—No estoy segura de si voy a seguir diciendo algo —dijo, y recorrió el estudio con la vista. Su mirada se detuvo debajo de la mesa de los mapas.

—Ahí hay una cartera —dijo Künast con suficiencia—, ¿es ese su sitio?

—La habrá olvidado alguien —dije con aire ausente—; ¿dónde está Stauffenberg[69], por cierto?

El asunto de la cartera debajo de la mesa de los mapas había sido idea mía. Lo cierto es que, cuando entré en la Wolfsschanze, recordé el incidente con toda precisión. Y propuse incluirlo en la emisión como elemento fijo. Y también que nos acercásemos siempre a la mesa de los mapas. La cartera, opinaba yo, habría que esconderla de nuevo para cada invitado en cada emisión.

—Una vez que nos hemos puesto de acuerdo en cuanto a la retirada de Afganistán —dije, inclinado sobre la mesa—, díganos para terminar una última cosa: cuando los Verdes se hagan con el poder gubernamental en este país, ¿qué país será el primero que se anexionen?

—Esa cartera hace tictac —dijo Künast extrañada.

Había sido idea de Sensenbrink. La tuvo poco antes que yo.

—No diga bobadas —le advertí—. Una cartera no hace tictac. Una cartera no es un despertador. ¿Qué país, ha dicho?

—¿Sale ahora confeti de ahí? ¿O harina? ¿Hollín? ¿Pintura?

—Por Dios, mire usted misma.

—Cómo le gustaría a usted eso. No he perdido el juicio, oiga.

—Entonces nunca lo sabrá —dije—. Nosotros, en cambio, hemos aprendido varias cosas interesantes sobre su simpático partido. ¡Muchas gracias por haber estado con nosotros, señora Renate Künast!

En medio del aplauso miré entre bastidores. Allí estaban Sensenbrink y la señora Bellini. Aplaudían y, alternativamente, me tendían el puño cerrado con el pulgar levantado.

Era una sensación agradable.