Nunca había visto tan pálido a Sensenbrink. Aquel hombre nunca había sido un héroe, cierto, pero su rostro tenía el color de piel que yo había visto por última vez en 1917, en la trinchera, en aquel otoño lluvioso, cuando los muñones de piernas sobresalían entre el barro. Quizá se debía a que hacía algo de lo que no tenía costumbre, porque en lugar de llamarme por teléfono, vino personalmente al despacho para pedirme que fuera lo antes posible a la sala de reuniones. Por otra parte, en todo lo demás, su aspecto era de lo más deportivo.
—Es increíble —decía una y otra vez—, es increíble. No ha ocurrido en toda la historia de la empresa.
Luego agarró con su mano sudorosa el picaporte, para dejar el despacho, se dio media vuelta al salir y dijo:
—Si hubiera sabido esto aquel día en el quiosco… —Y corrió impetuosamente contra el marco de la puerta.
La bondadosa señorita Krömeier se levantó de un salto, pero Sensenbrink se llevó la mano a la cabeza, como en trance, y salió dando trompicones, mientras entremezclaba con varios «increíble» uno o dos «está bien, no me pasa nada». La señorita Krömeier me miró tan trastornada como si el ruso estuviera ya otra vez en las colinas de Seelow, pero le pedí con un gesto que se tranquilizara. Los últimos meses y semanas me habían enseñado a no tomar muy en serio los temores del señor Sensenbrink. Probablemente algún burócrata o demócrata había escrito otra vez, lleno de inquietud, una carta de protesta a algún fiscal del Estado, esas cosas se repetían sin cesar y la instrucción de la causa quedaba constantemente interrumpida, por absurda y carente de resultados. Quizá se tratara esta vez de algo un poco distinto y puede que se presentara algún funcionario personalmente en la casa; pero algo más alarmante no había que temer. Por lo demás, yo estaba dispuesto en todo momento, evidentemente, a asumir de nuevo el internamiento en una prisión militar.
Sin embargo, he de admitir que también me picaba un poco la curiosidad cuando me dirigía a la sala de reuniones. Podía deberse no sólo a que hacia allí iban también el señor Sawatzki o la señora Bellini, sino a que en los pasillos, de un modo general, se percibía cierto nerviosismo o expectación. En los vanos de las puertas había pequeños grupos de empleados que charlaban en voz baja y me miraban disimuladamente, indecisos o inseguros. Decidí dar un pequeño rodeo y fui a la cafetería de la empresa para que me dieran un poco de glucosa. Lo que quiera que ocurriese en la sala de reuniones, yo decidí realzar un tanto mi posición haciendo esperar a esos señores.
—Caray, tiene buenos nervios —dijo la señora Schmackes, que se encargaba de la cafetería.
—Lo sé —dije amablemente—, por eso fui el único que se atrevió a entrar en Renania.
—No exagere tampoco, yo también he estado allí —dijo la señora Schmackes—, y tampoco aguanto a esa gente de Colonia. ¿Qué le sirvo?
—Un paquetito de esa glucosa que tiene usted, por favor.
—Entonces me debe ochenta céntimos —dijo antes de inclinarse hacia delante con aire casi conspirativo—: ¿sabe que ha venido Kärrner, sólo por usted? Ya está aquí, está ya en la sala de reuniones, eso me han dicho.
—Vaya, vaya —dije mientras pagaba—, ¿y ese quién es?
—Mire, dicho a mi manera —dijo la señora Schmackes—: es el jefe de todo el cotarro. No suele notarse tanto porque normalmente la Bellini se basta y se sobra para llevar esto y, si quiere saber mi opinión, ella lo maneja todo mucho mejor. Pero cuando hay grandes catástrofes viene Kärrner en persona.
Me puso veinte céntimos sobre el mostrador.
—Y cuando hay grandes éxitos, también, claro. Pero esos han de ser desde luego bastante grandes. A la Flashlight no le va nada mal…
Desenvolví con cuidado un trozo de glucosa y me lo metí en la boca.
—¿No debería ponerse lentamente en camino?
—Eso decían también todos en el invierno de mil novecientos cuarenta y uno —denegué haciendo un gesto con la mano, pero luego caminé pausadamente en la dirección correcta. Se trataba de no dar la impresión de que aquella reunión me inspiraba miedo y que por eso no acudía a ella.
Entretanto, los grupos de los pasillos habían ido en aumento. Era casi como una doble fila de colaboradores, en medio de la que yo avanzaba como cuando se pasa revista a las tropas. Sonreí amablemente a algunas jóvenes, de vez en cuando doblé hacia atrás el brazo derecho para saludar, oí alguna risita que otra, pero también un «¡Usted puede con ello!».
Evidentemente. Lo único era saber con qué.
La puerta de la sala de reuniones estaba aún abierta, Sawatzki esperaba en el hueco. Vio ya de lejos que me acercaba y me hizo con la mano un gesto inequívoco de que me diera prisa. Estaba muy claro que con ello no me criticaba; al contrario, su rostro optimista me dio a entender enseguida que quería saber con urgencia, con una urgencia terrible, de qué se trataba. Reduje el paso un poco más, haciendo como de pasada un cumplido a una joven por su vestido de verano, realmente muy bonito. Mi velocidad casi me recordaba un poco la paradoja de Aquiles y la tortuga a la que nunca da alcance.
—Buenos días, señor Sawatzki —dije con voz firme—, ¿nos hemos visto ya hoy?
—Adentro con usted —apremió Sawatzki en voz baja—, adentro, adentro. Me muero de curiosidad.
—Ahí viene —dijo en el interior Sensenbrink—. ¡Por fin!
En la sala había más señores sentados en torno a la mesa. Más que la primera vez. Y directamente al lado de la señora Bellini había tomado asiento uno que debía de ser por lo visto el tal Kärrner; tenía aspecto de antiguo deportista, ya ligeramente metido en carnes, y contaría unos cuarenta años.
—Al señor Hitler lo conocen todos, como es natural —dijo, vuelto hacia el grupo, Sensenbrink, aún blanco como la tiza pero ya no tan sudoroso—, pero a la inversa es de suponer que no sea así, a pesar de que ya lleva algún tiempo colaborando con nosotros. Y como ahora están sentados a esta mesa quienes, si se me permite, tienen verdaderamente la última palabra en nuestra casa, quiero hacer una breve presentación.
Entonces Sensenbrink dio una serie de nombres y de cargos, una abigarrada sucesión de seniors y vice Account Managing Executives y todo eso que hay actualmente. Los títulos y los rostros eran en su totalidad tan intercambiables que se sabía al momento que el único nombre digno de ser tenido en cuenta era el de Kärrner, por tanto el único al que saludé con una discreta inclinación de cabeza.
—Muy bien —dijo Kärrner—, una vez que ya todos sabemos quiénes somos, ¿podríamos ir desvelando la sorpresa? Tengo otro meeting en breve.
—Por supuesto —dijo Sensenbrink.
A mí me llamaba la atención que aún no me hubieran ofrecido un asiento. Por otra parte, no me habían preparado tampoco ninguna especie de escenario provisional como el día en que me presenté a la empresa. Se podía dar por hecho que no era un número de mi programa lo que ahora esperaban de mí sino que mi posición era inatacable. Miré a Sawatzki. Sawatzki había cerrado el puño derecho, se lo había puesto delante de la boca y no paraba de balancear los nudillos, como si estuviera amasando.
—Todavía no es oficial —dijo Sensenbrink—, pero lo tengo de fuente absolutamente segura. Con más exactitud: de dos fuentes absolutamente seguras. Es a causa del special sobre el NPD. El programa especial que transmitimos inmediatamente después del golpe de Bild.
—¿Y qué es lo que ocurre? —preguntó Kärrner con impaciencia.
—El señor Hitler recibe el Premio Grimme[62].
En la sala se hizo un silencio sepulcral.
Luego Kärrner tomó la palabra.
—¿Y eso es seguro?
—Segurísimo —dijo Sensenbrink, y se volvió a mí—. Pensaba que el plazo de solicitud ya había expirado, pero alguien lo nominó en el último momento. Me dijeron que usted arrasó. Alguien empleó la expresión «como un tsunami».
—¡Una victoria relámpago! —exclamó Sawatzki excitado.
—¿Somos ahora cultura? —oí a medias hablar a uno de los innumerables ejecutivos. Todo lo demás quedó ahogado por la salva de aplausos. Kärrner se levantó, casi al mismo tiempo estaba de pie la señora Bellini, luego se levantó todo el grupo. Se abrió la puerta vidriera, dos señoras dirigidas por Hella Lauterbach, la secretaria de recepción de Sensenbrink, entraron trayendo varias botellas de vino espumoso agrio. No necesité mirar para saber que Sawatzki en esos momentos estaba encargando que trajeran la bebida afrutada de Bellini. De fuera se colaban diversas personas, mecanógrafos, asistentes, becarios y ayudantas. Las palabras «Premio Grimme» se alternaban incesantemente con «¿de verdad?» e «¡increíble!». Vi a Kärrner, que se abría paso trabajosamente hacia mí entre el gentío, con la mano extendida y una curiosa expresión en la cara.
—Lo sabía —exclamó excitado mirando alternativamente a Sensenbrink y a mí—, yo lo sabía. ¡Podemos hacer algo más que comedia-basura! ¡Podemos hacer mucho más!
—¡Calidad! —gritó Sensenbrink con una nota falsa en la voz. Y de nuevo, más fuerte aún—: ¡Calidad!
Eso me ayudó a deducir que el tal Premio Grimme parecía ser por lo visto una reputada marca de calidad para radio y televisión.
—Usted es bueno, simplemente —dijo una suave voz femenina justo a mi lado. Me di media vuelta. Junto a mí estaba, en otro corrillo, la espalda de la señora Bellini.
—Devuelvo a mi vez el piropo —dije, sin volverme hacia ella más de lo necesario, de forma que no llamara la atención.
—¿Ha pensado alguna vez en hacer una película? —susurró.
—Hace tiempo que no pienso en ello —respondí por encima del hombro—, quien ha trabajado ya una vez con Riefenstahl…
—¡Que hable! ¡Que hable! —se oyó entre la muchedumbre.
—Tiene que decir algo —apremió Sensenbrink. Y aunque normalmente no suelo hablar en tales ocasiones de la vida de sociedad, en aquel momento resultaba inevitable. La muchedumbre retrocedió un poco y enmudeció, sólo Sawatzki se abrió paso un momento para entregarme un vaso de esa bebida de Bellini. Lo acepté agradecido y paseé la mirada por el público. Lamentablemente no había preparado nada, por eso había que echar mano de los modelos ya acreditados.
¡Compañeros y compañeras de raza!
Me dirijo a ustedes
para
dejar claras dos cosas
en esta hora de triunfo:
este triunfo es sin duda una buena noticia,
es merecido,
merecidísimo. Nos hemos impuesto frente a
producciones mayores, más caras,
internacionales también.
Pero esta victoria
sólo puede ser una etapa
en el camino a la victoria final.
Debemos la victoria sobre todo al gran trabajo de ustedes.
A su apoyo incondicional, fanático.
Pero queremos también
recordar en estos momentos a las víctimas,
que dieron su sangre por nuestra causa…
—Perdón —dijo Kärrner de pronto—, pero yo de eso no sé nada.
Fue sólo entonces cuando me di cuenta de que por lo visto, distraído como estaba, me había pasado un poco demasiado al modelo estándar de los primeros discursos después de los éxitos de la guerra relámpago. Posiblemente resultaba poco adecuado. Reflexioné sobre si debería quizá presentar una disculpa o algo por el estilo, pero me lo impidió una voz.
—Que en un momento como este piense también en ella… —dijo una empleada para mí desconocida con una expresión de rostro que denotaba inmensa emoción—. Sólo hace una semana que la señora Klement, de la contabilidad de salarios… Esto es tan… —Y entonces resolló conmovida en el pañuelo.
—La señora Klement…, ¡claro! Cómo he podido olvidarlo —dijo Kärrner con el rostro un poco demudado—. Perdone, continúe. Esto me resulta muy desagradable.
Di las gracias a Kärrner con una inclinación de cabeza y traté otra vez de coger el hilo:
Yo mismo soy presa de la emoción cuando
tomo conciencia del destino
que me ha deparado la providencia:
haber devuelto la libertad y el honor
a la empresa Flashlight.
El oprobio que comenzó hace veintidós años en el bosque de Compiègne
ha quedado borrado
en el mismo lugar…, perdón, en Berlín.
Quiero terminar recordando
a todas las personas sin nombre que no cumplieron menos con su deber,
que pusieron en juego su vida y su salud,
y que en todo momento estuvieron dispuestas,
como valientes oficiales y soldados alemanes…
Aquí tuve que introducir ligeros cambios debido a algunas miradas irritadas:
… y también como honrados directores escénicos y cámaras y ayudantes de cámara,
como alumbrantes y maquilladores,
a ofrecer por la empresa el último sacrificio que
ha de ofrecer un…, un director escénico
y un alumbrante.
Muchos de ellos yacen ya enterrados junto a las tumbas en las que ya reposan sus padres que intervinieron en la gran…
en las mucho mayores producciones televisivas.
Son testigos del callado heroísmo de todos aquellos…
Y aquí se puso la cosa un poco más difícil:
… que, como la señora Klement de la contabilidad de salarios, han defendido el futuro
de la eterna Alemania grande y libre…,
¡de la gran empresa alemana Flashlight! Sieg! ¡Victoria!
Y, en efecto, lo mismo que en tiempos pasados en el Reichstag, me respondió el grito: «Heil!»
«Sieg…»
«Heil!!!»
«Sieg…»
«Heil!!!»