xxix

Me había puesto temprano en camino. Había decidido disfrutar de ese día. Porque es algo grande, algo especial, entrar en un lugar silencioso después de un triunfo aplastante: un despacho antes de que empiece el ajetreo diario; un estadio, vacío ya de un público delirante, por el que todavía sopla el viento del vencedor; o, digamos también, el París conquistado a las cinco de la mañana.

Iba a pie, quería tener la ciudad para mí. El sol iluminaba ya la clara mañana de primavera, el aire tenía un agradable frescor y era más puro que al mediodía. En las zonas verdes, berlineses vestidos con negligencia llevaban sus perros por primera vez ese día a la calle; las locas que ya me iban siendo familiares recogían en sus bolsitas los habituales excrementos. Una fumadora, distraída o más bien medio dormida aún, hizo que me riera para mis adentros al llevarse a la boca la bolsa para después acercar la mano del cigarrillo a lo que había dejado su perrito, que era realmente pequeñísimo. Sacudió la cabeza, se frotó los ojos y subsanó el error.

Los pájaros entonaban sus cantos matinales, de nuevo me llamó la atención cuánto más silenciosa es una ciudad sin el fuego de los cañones antiaéreos. Reinaba un ambiente extraordinariamente apacible, la temperatura era ya a esas horas muy agradable. Di un pequeño rodeo, para pasar por el quiosco de los periódicos, pero incluso allí había todavía un profundo silencio. Respiré hondo y marché a buen paso hasta que llegué al edificio de la productora. Abrí la puerta de entrada, comprobé satisfecho que ni siquiera el portero estaba en su puesto. Había colocado la víspera una funda protectora sobre el teléfono; como ya otras muchas veces, no pude menos que ver en ello, con gran satisfacción, un indicio más de su enorme esmero en el trabajo. Delante de su garita había grandes paquetes de periódicos que después tenía que repartir. A Bormann no le habría gustado, pero yo no soy de esos que en cosas sin importancia piensan siempre en las jerarquías, por eso tampoco tuve inconveniente alguno en coger yo mismo la lectura matinal. Tomé el lápiz que colgaba del mostrador sujeto a una larga cadena y anoté en uno de los talones de entrega: «He cogido yo mismo mis periódicos. Gracias», y firmé con «A. Hitler». El Bild-Zeitung, comprobé satisfecho, me había declarado, una vez más, vencedor del día en no sé qué cosa. Disminuía la urgencia de nivelar de nuevo la prensa alemana.

Luego, con los periódicos bajo el brazo, avancé pensativo por los pasillos. La luz del sol entraba por las ventanas de arriba, detrás de las puertas vidrieras cerradas se veían refulgir algunos aparatos de teléfono, pero no se oía voz alguna. En los despachos, las sillas estaban delante de las mesas, era como si se pasara revista a un desfile de muebles. Torcía por el pasillo que me llevaba a mi despacho cuando percibí una luz a través de la puerta. Me acerqué vacilante.

La puerta estaba abierta. Detrás, en su mesa, estaba la señorita Krömeier y tecleaba en su aparato.

—Buenos días —dije.

—Tengo que decirle antes que nada, mi F… —dijo un poco envarada—, que ya no puedo saludar, y que tampoco puedo trabajar aquí. Ya no puedo hacer nada de eso.

Luego respiró hondo y se inclinó sobre su mochila. Se la puso sobre las piernas, abrió la cremallera, la cerró de nuevo y depuso la mochila sin haber sacado nada de ella. Se levantó, abrió un cajón de la mesa, miró dentro, cerró otra vez el cajón, se sentó y siguió escribiendo.

—Señorita Krömeier, yo…

—A mí también me jode pero no es posible —dijo mientras escribía en el ordenador—. ¡Vaya putada!

Luego me miró y dijo:

—¿Por qué no puede hacer usted esas cosas que hacen los otros? ¿Como ese gamberro que siempre hace de cartero? ¿O como ese otro, el bávaro? ¿Por qué no puede usted gesticular mucho, por ejemplo, y luego se pone a hablar con algún acento divertido? ¡Para mí ha sido estupendo esto, de verdad! ¡Me ha gustado mogollón trabajar aquí!

Miré a la señorita Krömeier y pregunté con cierta torpeza:

—¿Que gesticule mucho?

—¡Sí! ¡O se pone a insultar a la gente! ¡Ni siquiera tiene que ser divertido! ¿Por qué tiene que ser usted siempre Hitler?

—No se tiene opción —dije—. La providencia nos pone en nuestro lugar, y en él cumplimos con nuestro deber.

Negó con la cabeza.

—Ahora escribo el anuncio para el concurso interno —suspiró—, y recibirá de inmediato una suplente. Eso será enseguida, ya verá, seguro que habrá muchísima gente que quiera subirse al carro.

Bajé la voz y dije con voz queda pero firme:

—Usted deja ahora mismo de escribir y me dice lo que pasa. ¡Inmediatamente!

—Bueno, que ya no puedo trabajar aquí —dijo con obstinación.

—Vaya, así que no puede… ¿Y por qué no?

—Porque ayer estuve en casa de mi abuela.

—¿Y eso tengo que entenderlo?

La señorita Krömeier respiró hondo.

—Yo a mi abuela le tengo cariño. Viví en su casa casi un año cuando mi madre anduvo mucho tiempo enferma. Y ayer estuve otra vez con ella. Y va y me pregunta que qué hago ahora, y entonces le conté que trabajaba con un artista de primera. ¡Estaba yo tan orgullosa! Y entonces va y pregunta que quién es, y yo le digo que lo adivine, y ella no da con ello y entonces le digo que con usted. Y entonces se pone furiosísima, a la abuela le dio un verdadero ataque de rabia. Y luego va y se pone a llorar, y dice que no tiene ninguna gracia lo que hace usted. Que eso no es cosa de risa. Que no se puede ir por ahí como va vestido usted. Y yo le dije que todo eso era sátira. Que usted lo hace para que no vuelva a ocurrir. Pero ella dice que no es sátira. Dice que usted dice ni más ni menos lo que decía Hitler. Y que entonces la gente también se reía. Y yo estoy allí y pienso, bueno, joder, es una vieja, y está exagerando. Nunca ha contado mucho de la guerra, y está furiosa sólo porque seguro que las pasó canutas. Y entonces va a su mesita escritorio y coge un sobre que había allí y saca de él una foto.

Hizo una breve pausa y me miró fijamente:

—Tendría usted que haber visto cómo sacó la foto. Como si valiera un millón de euros. Como si fuera la última foto del mundo. Me he hecho una copia. Tuve que insistir media hora hasta que soltó la foto para que pudiera copiarla.

Se inclinó de nuevo y sacó de la mochila una fotocopia que me puso delante. Miré la foto. En ella había un hombre, una mujer y dos niños en un prado, podía ser a orillas de un lago, en cualquier caso estaban echados sobre una manta o sobre una gran toalla de playa. Era de suponer que se trataba de una familia. El hombre en traje de baño tendría unos treinta años, pelo negro y corto, aspecto deportivo, la mujer rubia era muy atractiva. Los niños llevaban puestos sombreros de papel, hechos seguramente con un periódico, y en la mano llevaban espadas de madera con las que posaban riéndose. Y lo del lago yo lo había adivinado bien: debajo de la foto alguien había escrito con un lápiz oscuro «Wannsee, verano de 1943». En su conjunto parecía tratarse de una familia intachable.

—¿Qué pasa con esto?

—Es la familia de mi abuela. Su padre, su madre, sus dos hermanos.

No he estado en la guerra seis años seguidos sin barruntar las tragedias a que da lugar. Las heridas que abre en las almas la muerte a destiempo.

—¿Quién murió? —pregunté.

—Todos. Seis semanas después.

Miré al hombre, a la mujer, a los dos chavalitos, y tuve que carraspear. Se puede pedir al Führer del Reich alemán que tenga inexorable dureza consigo mismo y también con su pueblo, y yo sigo siendo el primero que me la exijo a mí mismo. También me hubiera mostrado sin duda inflexible y férreo si se hubiera tratado de una fotografía de fecha reciente, por ejemplo, de un soldado de esa nueva Wehrmacht, incluso si, en el transcurso de esa increíble intervención en Afganistán, hubiera sido víctima de la incapacidad de la política. Sin embargo, la fotografía, que procedía de modo tan evidente de la época que para mí seguía siendo cercana, esa foto me tocó el corazón.

Seguramente no se me puede echar en cara que no haya estado dispuesto en todo momento y sin vacilar, en los frentes oriental y occidental, a sacrificar a cientos de miles de personas para salvar a millones. A enviar a la muerte a hombres que habían tomado las armas convencidos de que yo ponía en peligro sus vidas y, llegado el caso, las sacrificaría, por el bien del Pueblo Alemán. Y quizá había sido aquel hombre uno de ellos, era muy posible que se encontrase entonces de permiso en casa. Pero la mujer. Los niños. Sí, la población civil en general… Seguía sintiendo una opresión en la garganta ante mi impotencia para defender mejor al pueblo dentro de nuestras fronteras, y frente a ese borracho de Churchill, que no se avergonzaba de hacer que los más inocentes entre todos los inocentes murieran abrasados en una tempestad de fuego, como antorchas vivientes de su odio destructor.

Toda la cólera y la ira de aquellos años renacieron en mí, y dije con ojos húmedos a la señorita Krömeier:

—Lo siento, sinceramente. Pondré, se lo prometo, lo pondré todo de mi parte para que ningún bombardero inglés se atreva jamás a acercarse a nuestras fronteras y a nuestras ciudades. Nada quedará en el olvido, y un día les haremos pagar mil veces cada una de las bombas que arrojaron…

—Pero oiga —dijo la señorita Krömeier hablando atropelladamente—, pero oiga, deje de hablar un momento. Sólo un momento. No sabe en absoluto de lo que está hablando.

A eso desde luego tenía que acostumbrarme. Hace mucho tiempo que al Führer no se le hacen reproches, y encima de manera injusta; el Führer está normalmente muy arriba en la jerarquía nacional para que alguien pueda hacerle reproches. Tampoco se debe censurar al Führer sino confiar en él; por tanto, toda censura a un superior es injustificada y muy especialmente a mí, pero sin embargo… La señorita Krömeier parecía sinceramente contrariada y por eso me tragué por una vez aquel comentario que seguramente había dicho porque estaba furiosa, puesto que su objeción era sin duda una perfecta estupidez. Justamente en ese aspecto no sabe nadie mejor que yo de lo que está hablando.

Así pues, guardé silencio por un momento.

—Si quiere tener el día libre… —empecé a hablar después—, creo que la situación es difícil para usted. Sólo quiero que sepa que aprecio extraordinariamente su trabajo. Y si a su señora abuela no le basta con eso, quizá sirva de algo decirle que su furia recae sobre quien no tuvo la culpa. Los bombardeos fueron idea de Churchill…

—¡No recae sobre quien no tuvo la culpa, eso es lo malo! —gritó la señorita Krömeier—. ¿Quién habla aquí de bombardeos? Esas personas no murieron en ningún bombardeo. ¡Sino en la cámara de gas!

Quedé inmóvil un instante y miré otra vez la foto. El hombre, la mujer, los niños, no tenían aspecto de delincuentes, ni de gitanos, ni tenían apariencia alguna de judíos. Aunque, en sus facciones, si se miraba realmente con mucho detenimiento…, no, eso también podía ser imaginación.

—¿Dónde está su abuela en la foto? —pregunté, pero al momento adiviné la respuesta.

—Ella es quien hizo la foto —dijo la señorita Krömeier con una voz como de madera tosca, sin desbastar. Inmóvil, miraba la estantería de enfrente—. Es la única foto de su familia que le ha quedado. Y mi abuela ni siquiera está en ella.

Y una lágrima, negra de rímel, le resbaló por el rostro.

Le alargué un pañuelo. Primero no reaccionó, luego lo cogió y se repartió con él mucho rímel por la cara.

—Quizá fuera un error —dije—. Quiero decir que esas personas no tienen en absoluto apariencia de…

—¿Qué clase de argumento es ese? —preguntó la señorita Krömeier con frialdad—. De modo que si los mataron por equivocación, entonces ya todo está fetén, ¿no? No, no, el error es que alguien diera en la idea de que había que matar a los judíos. ¡Y a los gitanos! ¡Y a los gais! Y a todos los que no le cuadraban. Mire, le voy a revelar en qué consiste el truco: si no se mata a todos esos, tampoco se mata a nadie por error. Así es de sencillo.

Yo permanecía un poco perplejo allí delante, estaba enormemente sorprendido por esa explosión, incluso si uno toma en consideración el mundo afectivo, bastante más blando, de una mujer.

—Así que fue un error —puntualicé, pero no llegué a terminar la frase, porque saltó al momento y vociferó:

—¡No! No fue un error. ¡Eran judíos! Los gasearon de modo perfectamente legal. Sólo porque no llevaban la estrella. Pasaron a la clandestinidad y se quitaron la estrella porque esperaban que nadie se diera cuenta de que eran judíos. Pero por desgracia alguien dio el soplo a la policía. Así que no sólo eran judíos, eran judíos ilegales además. ¿Está ahora tranquilo?

Lo estaba, en efecto. Era desde luego asombroso, ni siquiera yo habría detenido nunca a esas personas, tan alemanas parecían, estaba sorprendido; en un primer momento hasta pensé que debería felicitar a Himmler, cuando tuviera ocasión, por su sólido e incorruptible trabajo. Pero justamente en aquel momento no me pareció oportuno dar una respuesta directa y verídica.

—Perdone —dijo luego de pronto en medio del silencio—. Usted no tiene la culpa. Y además da igual. Yo no puedo hacerle eso a mi abuela, no puedo seguir trabajando para usted. Sería su final. Es sólo que… ¿No puede usted decir simplemente «siento lo de la familia de su abuela, lo de entonces fue un horror y una locura?» ¿Como diría cualquier persona normal? ¿O que usted se esfuerza por que la gente comprenda por fin qué clase de canallas fueron todos aquellos? ¿Que usted trabaja conmigo, que todos los que estamos aquí trabajamos para que nunca vuelva a ocurrir algo así?

Y luego añadió casi en tono de súplica:

—Porque eso es lo que hacemos aquí, ¿no? ¡Diga usted eso, simplemente! Dígalo por mí.

Me acordé de los Juegos Olímpicos de 1936. Quizá no por obra de la casualidad, ya que la joven rubia de la foto me recordaba enormemente a la esgrimidora judía Helene Mayer. Se tienen juegos olímpicos en el país, se tiene una estupenda ocasión de hacer la mejor propaganda, una propaganda inmejorable. Se puede impresionar positivamente al extranjero, se puede ganar tiempo para el rearme, si aún se es débil. Y uno tiene que decidir si durante ese tiempo sigue persiguiendo a los judíos y destruye así todas esas ventajas. Ahí hay que fijar prioridades. Así que uno deja participar a la tal Helene Mayer, aunque luego sólo gane una medalla de plata. Uno tiene que decirse también a sí mismo: sí, vale, no perseguiré a ningún judío durante quince días. O incluso durante tres semanas. Y lo mismo que en aquel entonces, ahora lo importante era ganar tiempo. Claro, he recibido ya un primer aplauso del pueblo, he tenido cierto éxito. Pero ¿estaba ya a la cabeza de un movimiento? Yo necesitaba y apreciaba a la señorita Krömeier. Y si la señorita Krömeier tenía al parecer una parte, aún no revelada, de sangre judía en sus venas, en ese caso se trataba de saber manejar ese hecho.

No es que eso me molestara. Si el resto de material genético es bastante bueno, el cuerpo puede asimilar un determinado componente judío sin que este influya en el carácter y en los atributos raciales. Siempre que Himmler discutía esto, yo le ponía como ejemplo a mi valiente Emil Maurice. Un bisabuelo judío no le impidió ser mi mejor hombre en docenas de reyertas en las salas, fielmente a mi lado, en primera línea del frente contra la ralea bolchevique. Intervine personalmente para que se quedara en mis SS: porque una convicción fanática, de granito, lo puede todo, puede hasta influir en la masa hereditaria. Yo, por cierto, lo he visto con mis propios ojos, cómo Maurice, con el tiempo y con una voluntad férrea, destruía en él cada vez más componentes judíos. Hasta cierto punto una «nordificación» mental por propia iniciativa… ¡Fenomenal! Sin embargo, la buena de la señorita Krömeier, muy joven aún, no estaba todavía preparada para actuar así. La conciencia de ese pequeño componente judío le hacía perder firmeza, y eso había que impedirlo. En gran parte también por su buena influencia sobre el señor Sawatzki y al revés. Olimpia 1936. Era imprescindible ocultar los propios fines.

Por otro lado, me dolía que la señorita Krömeier criticara la obra de mi vida. En cualquier caso la de mi vida hasta ese momento. Decidí ir por el camino directo. El camino de la verdad eterna, no falseada. El camino en línea recta del alemán. De todos modos, los alemanes no sabemos mentir. O por lo menos, no muy bien.

—¿De qué canallas habla usted? —pregunté con toda calma.

—De quién va a ser, de los nazis.

—Señorita Krömeier —empecé—, seguramente no le gustará oírlo, pero se equivoca en muchas cosas. No es culpa suya, pero se equivoca. Hoy se suele presentar aquello como si entonces algunos nacionalsocialistas, convencidos y decididos a llegar hasta el final, hubiesen engañado a todo un pueblo. Y eso no es completamente equivocado, pues ese intento lo hubo, en efecto. En mil novecientos veinticuatro, en Múnich. Pero fracasó, con víctimas mortales. La consecuencia fue que se intentó por otro camino. En mil novecientos treinta y tres, el pueblo no tuvo que rendirse ante una operación de propaganda. Fue elegido un Führer, de una manera que ha de considerarse democrática incluso en el sentido actual. Fue elegido un Führer que había dado a conocer sus planes con claridad meridiana. Los alemanes le eligieron. Sí, incluso judíos. Y quizá incluso los padres de su señora abuela. El partido ya tenía entonces cuatro millones de afiliados. Y eso sólo porque a partir de mil novecientos treinta y tres ya no se permitió que ingresara nadie más. En mil novecientos treinta y cuatro habrían podido ser ocho millones, doce millones. No creo que cualquiera de los partidos actuales tenga una aceptación ligeramente aproximada.

—¿Y qué quiere decirme con eso?

—O había un pueblo entero de canallas… O lo que ocurrió no fue una canallada sino la voluntad de un pueblo.

La señorita Krömeier me miró consternada, con los ojos muy abiertos.

—¡Eso…, eso no puede decirlo usted de esa manera! La gente no quería que muriera la familia de mi abuela. Eso lo planearon las personas que fueron acusadas en…, sí, en Núremberg.

—Señorita Krömeier, por favor. Lo de Núremberg fue sólo un espectáculo para embaucar al pueblo. Si usted busca responsables no tiene más que dos posibilidades. O se atiene a la línea del NSDAP, y eso significa que es responsable quien en el Estado del Führer es responsable: o sea, el Führer y nadie más. O tiene usted que condenar a quienes votaron o no destituyeron a ese Führer. Y fue gente común y corriente la que decidió elegir a un hombre completamente fuera de lo común y poner en sus manos el destino de su país. ¿Quiere prohibir las elecciones, señorita Krömeier?

Me miró insegura.

—Yo quizá no entienda de eso tanto como usted, usted seguramente ha leído y ha estudiado todo eso. Pero…, pero eso también le parece mal a usted, ¿no? Lo que pasó entonces. Usted también quiere impedir que eso vuelva a…

—Usted es una mujer —dije con indulgencia—, y las mujeres son siempre muy impulsivas en lo que tiene que ver con los sentimientos. Así lo quiere la naturaleza. Los hombres son más objetivos, no pensamos en categorías de malo, no malo, y cosas por el estilo. Para nosotros lo importante es llevar a cabo una misión, descubrir, poner y perseguir objetivos. Pero esas cuestiones no permiten sentimentalismos. Son las cuestiones más importantes del día de mañana. Puede parecer duro, pero no debemos volver la vista al pasado entre lamentos sino que hemos de hacerlo para aprender. Lo hecho, hecho está. Los errores no están para lamentarlos sino para no volver a cometerlos. Después de un incendio no seré yo quien llore durante semanas y meses por la antigua casa. Yo soy el que construye la casa nueva. Una casa mejor, más sólida, más bella. Pero sólo puedo desempeñar ahí el papel que me asignó la providencia. Para esa casa, sólo puedo ser un pequeño y humilde arquitecto. El propietario, señorita Krömeier, el propietario es y seguirá siendo siempre el Pueblo Alemán.

—Y ese pueblo no puede olvidar nunca… —dijo la señorita Krömeier con un gesto exhortatorio.

—¡Exacto! No debe olvidar nunca qué fuerzas hay dormidas en él. Qué posibilidades tiene. El Pueblo Alemán puede cambiar el mundo.

—Sí —objetó—, pero ¡sólo para bien! No puede ocurrir otra vez que el Pueblo Alemán haga algo malo.

Fue entonces cuando me di cuenta claramente del aprecio en que tenía a la señorita Krömeier. Porque es asombroso cómo muchas mujeres llegan por intrincados caminos al punto de destino correcto. La señorita Krömeier lo había visto: la historia la escriben los vencedores. Y un enjuiciamiento positivo de la actuación del Pueblo Alemán presupone, evidentemente, victorias alemanas.

—Ese, exactamente ese tiene que ser nuestro objetivo —prometí—, y lo lograremos: si el Pueblo Alemán se impone por sus éxitos, dentro de cien, de doscientos, de trescientos años, usted y yo sólo encontraremos himnos de alabanza en los libros de historia.

Una suave sonrisa pasó por su cara:

—Dentro de doscientos años lo leerán otros. Usted y yo nos habremos ido al otro barrio.

—Bueno —dije pensativo—, al menos hay que suponerlo.

—Lo siento —dijo después pulsando un botón del teclado. Yo conocía ya el sonido, era el ruido con el que la señorita Krömeier imprimía documentos en el aparato de uso común que había en el pasillo—. De verdad que me habría gustado seguir trabajando aquí.

—¿Y si usted no se lo dice a su señora abuela?

La respuesta me alegró tanto como me dolió:

—Ni hablar. Yo no le miento a mi abuela.

Pero yo podría someterla a toda prisa a un tratamiento especial, pensé automáticamente, aunque sólo por un momento. Visto con realismo no se puede someter a nadie a un tratamiento especial si no se tiene una Gestapo. O a un Heinrich Müller[63].

—No se precipite, por favor —dije—. Comprendo su situación, pero comprenda también, se lo ruego, que no voy a tener buenas colaboradoras a un precio más barato la docena. Si no tiene nada en contra, yo intercedería con su señora abuela para que usted siga en mi despacho.

Me miró.

—No sé si…

—Ya verá cómo elimino todos los reparos de la anciana señora —afirmé. Se palpaba el alivio de la señorita Krömeier.

Hay muchas personas que no se habrían lanzado a esa empresa. Personalmente nunca he tenido motivos para dudar de mi fuerza de convicción. Y no sólo porque sé que a mis espaldas se murmuraba que cada vez que estaba en las proximidades de la señora Goebbels se oía cómo sus ovarios crepitaban o tableteaban o producían el ruido que el tosco humor del soldado considerase adecuado. No, ese género de burlas se queda corto. En este caso se trata de la enorme seguridad que irradia el vencedor, un vencedor que no tiene dudas. Correctamente aplicado, eso produce su efecto en las mujeres, tanto en las jóvenes como en las viejas. Las judías no son una excepción, al contrario, en su sed de asimilación, de normalidad, son, como me dice la experiencia, especialmente propensas a ello. Helene Mayer, nuestra esgrimidora judía de los Juegos Olímpicos, hasta saludó con el brazo en alto al recibir la medalla de plata. O cuando pienso en las decenas de millares que creían que podían sentirse alemanes sólo porque en la anterior guerra mundial se habían estado escaqueando en el frente y a veces, mintiendo como bellacos, habían llegado a recibir una Cruz de Hierro.

Quien hace esas cosas mientras los propios compañeros de raza están recibiendo los palos, mientras sus tiendas son boicoteadas y destrozadas, ese se deja engañar mucho más aún sesenta años después, sobre todo —y esto no lo digo con falso orgullo sino porque corresponde a la verdad más profunda— por uno que conoce a fondo las virtudes y defectos de esa raza.

Y todos esos románticos que creen en los clichés y que consideran necesaria una extraordinaria soltura que pueda medirse con la supuesta superior inteligencia de esos taimados parásitos, esos, «por desgracia», van a llevarse un desengaño. Al fin y al cabo, hacer pasar una cámara de gas por el cuarto de las duchas no era ciertamente, ya entonces, el colmo de la astucia. Y en este caso en concreto bastó la medida usual de cortesía y atención, en combinación con el sincero y entusiasta encomio del excelente trabajo de su inteligente nieta. Dije, en esencia, que la señorita Krömeier era indispensable para mi trabajo, y el brillo en los ojos de la vieja foca me comunicó que no tendría necesidad de una nueva mano derecha. En cuanto a reparos de carácter ideológico, la señora, de todos modos, a partir de aquel momento ya no oía sino lo que quería oír.

Pero fue una ayuda, por supuesto, que no hiciese esa visita en uniforme.