xxiii

El problema de esos parlamentarios es que, sencillamente, no han comprendido nada. Quiero decir: ¿por qué en definitiva hice esa guerra? ¡No fue desde luego porque me gustara mucho hacer guerras! Odio hacer la guerra. Si Bormann aún estuviera aquí cualquiera podría preguntarle, él lo confirmaría al momento. Es una cosa horrible, yo habría cedido con muchísimo gusto a otro esa tarea si hubiera habido alguien mejor. Y, bueno, sí, a corto plazo no he de ocuparme por ahora de eso, pero a medio y largo plazo sin duda me caerá encima otra vez. ¿Quién iba a encargarse de ello si no? ¿Qué otro haría ese género de cosas? Si hoy se pregunta a un parlamentario, va y afirma sin más que hoy ya no son necesarias las guerras. Eso es lo que afirmaban también entonces, y ya entonces era un error tan grande como hoy. No se puede considerar absurda la idea de que esta tierra no crece. Pero sí el número de seres humanos en ella. Y cuando a los hombres empiecen a escasearles los recursos naturales, ¿qué raza será la que disponga de esos recursos?

¿La más simpática?

No, la más fuerte. Y por eso he hecho todo lo posible por fortalecer la raza alemana. Y frenar enérgicamente al ruso antes de que nos arrolle. En el último momento, pensaba yo. Al fin y al cabo, en aquel entonces vivían dos mil trescientos millones de personas en el mundo. ¡Dos mil trescientos millones!

Nadie podía saber que caben en él tres veces más.

Pero, y aquí viene lo decisivo: de esos hechos hay que sacar las conclusiones correctas. Y la conclusión correcta no reza, evidentemente: como ahora somos siete mil millones, aquello no fue necesario. La conclusión correcta reza, antes bien: si entonces ya tuve razón, hoy tengo tres veces razón. Eso es simple aritmética, eso se lo calcula a usted cualquier alumno de tercer grado.

Por eso, todo este asunto de mi regreso tiene para mí en estos momentos una enorme fuerza de convicción. Porque ¿por qué viven ahora estos siete mil millones de personas en este mundo?

Porque yo hice una guerra que era por completo —para emplear esa palabra tan de moda— sostenible. Si todas esas personas se hubieran reproducido desde entonces, ahora estaríamos en ocho mil millones. Y la mayor parte de ellos serían sin duda alguna rusos, que habrían invadido hace tiempo este país, que habrían cosechado nuestros frutos, ahuyentado nuestros ganados, esclavizado a los hombres aptos para el trabajo, masacrado a los otros, para abusar después de nuestras inocentes doncellas con sus sucios dedos. La providencia, por tanto, vio que mi primera tarea era eliminar el exceso de población bolchevique. Y ahora me llama, naturalmente, a cumplir el resto de la misión. El intermedio fue necesario para no desperdiciar mis fuerzas en estos decenios que han pasado y que son necesarios para que pudieran aparecer las secuelas tardías de la guerra, y que fueron: disensión entre los aliados, desintegración de la Unión Soviética, pérdidas de territorios rusos y, naturalmente, la reconciliación con nuestro aliado más próximo, Inglaterra, para, más tarde, poder atacar unidos. Hoy sigue siendo un enigma para mí por qué no fue así ya entonces. ¿Cuántas bombas habríamos debido arrojar sobre sus ciudades hasta que comprendieran que son amigos nuestros?

Aunque, cuando uno contempla las cifras actuales, no se puede entender muy bien para qué se necesita aún a Inglaterra; esa isla decrépita ya no es, en verdad, una potencia mundial. Bueno, tampoco hay que responder enseguida a todas las preguntas. Por otra parte, se acerca poco a poco el último momento en el que aún es posible tomar medidas enérgicas. Y por eso me quedé tan horrorizado ante la situación en que se encuentran las llamadas fuerzas nacionales de este país.

Al principio había supuesto que actuaría más o menos en solitario. El destino, sin embargo, ya había instalado a algún que otro aliado. Pero eso ya era una prueba de incapacidad: que yo necesitase meses para enterarme de que había alguien que se sentía llamado a proseguir el trabajo del partido nazi, del NSDAP. Estaba tan indignado por ese mísero trabajo de propaganda que me busqué al ayudante de dirección Bronner y a un cameraman y viajé a Berlín-Köpenick, donde residía, con el nombre de NPD, Partido Nacional Democrático de Alemania, la mayor agrupación de esa índole. Para decirlo enseguida: casi me habría puesto a vomitar nada más llegar.

Admito que la Casa Parda de Múnich no era nada sensacional, pero en cualquier caso era seria, representativa. O cuando pienso en el Edificio Administrativo, a un tiro de piedra de allí, eso sí que era una casa, por ella yo habría ingresado al momento en cualquier partido. Pero aquel tugurio, cubierto de nieve, en Berlín-Köpenick…: lastimoso.

Aquella casucha miserable estaba, temblorosa de frío, en un solar entre dos inmuebles de alquiler, como el pie de un niño en las pantuflas demasiado grandes de su padre. El edificio mismo quería aparentar mucho más de lo que daba de sí, lo que seguramente se debía a que algún idiota había tenido la feliz idea de dar un nombre a aquel chamizo y atornillarle en la fachada, con letras grandes y, por añadidura, de una fealdad secular: «Carl-Arthur-Bühring-Haus»; el conjunto daba la impresión de un flotador infantil bautizado con el nombre de «Wallenstein». En la placa del timbre ponía «Central del Partido NPD», en letras tan pequeñas que había que llamarlo cobardía ante el enemigo. Era increíble, era como en la época de Weimar: la idea de la raza, la causa nacional, quedaba una vez más desacreditada, desvalorizada, ridiculizada, por un hatajo de descerebrados. Apreté furioso el timbre y, como no hubo reacción alguna con la rapidez suficiente, lo aporreé varias veces con el puño. La puerta se abrió.

—¿Qué desea? —preguntó un jovencito con sarpullido en la piel y gesto irritado.

—¿Qué se imagina usted? —pregunté con frialdad.

—¿Tiene permiso para rodar?

—¿Qué especie de horrendo gañido es ese? —le vociferé—. ¿Desde cuándo se esconde un movimiento nacional tras esos subterfugios de leguleyo? —Abrí la puerta de golpe—. ¡Quítese de en medio! ¡Es usted una auténtica afrenta para el Pueblo Alemán! ¿Dónde está su jefe?

—Yo… Un momento… Espere… Voy a buscar a un…

El jovencito desapareció y nos dejó en una especie de recibidor. Miré a mi alrededor. La casa necesitaba una mano de pintura, olía a humo frío. Había por allí varios programas del partido, con eslóganes estúpidos. «Acelerar la marcha», decía uno entre comillas, como si en realidad no hubiera que acelerar. «Millones de extranjeros nos cuestan miles de millones», ponía en una pegatina: pero lo que no ponía, como es natural, era quién fabricaría entonces los cartuchos y granadas para la tropa, quién cavaría entonces los búnkeres para los soldados. En cualquier caso, el jovencito que yo había visto sería tan inútil con la pala como en campaña.

Nunca en mi vida me he avergonzado tanto de un partido nacional. Al pensar que la cámara filmaba todo aquello tuve que dominarme para que no me asomaran a los ojos lágrimas de furia. Para aquella gentuza no se había dejado matar por once tiros de bala Ulrich Graf; Von Scheubner-Richter[55] tampoco había caído bajo los disparos de la policía de Múnich para que tal chusma, en sus destartalados tugurios, escarneciera la sangre de hombres meritorios. Oí que en una habitación vecina el jovencito balbuceaba perplejo algo al teléfono. La cámara lo grababa todo, toda aquella torpeza; era bien amargo: pero seguramente no quedaba otro remedio que limpiar por fin de estiércol el pozo negro. Al final no pude aguantar y fui temblando de ira al cuarto vecino.

—… Yo le habría prohibido la entrada, pero no sé… Es igual que Adolf Hitler, lleva el uniforme…

Arranqué de la mano el auricular al mocito y vociferé en él:

—¿Quién es el inútil que lleva este negocio?

Fue sorprendente con qué rapidez Bronner, el ayudante de dirección tan apático por lo general, dio la vuelta a la mesa y, con un placer sin reservas, pulsó un botón del teléfono. Ahora, en efecto, se podían oír bien en la habitación las respuestas por un pequeño altavoz que llevaba el aparato.

—Permita usted —dijo el altavoz.

—¡Cuando yo permita algo, ya se enterará usted! —grité—. ¿Cómo es que no hay ningún jefe en la oficina? ¿Cómo es que sólo mantiene la posición este gafitas? ¡Usted viene aquí ahora mismo y me da explicaciones! ¡Ahora mismo!

—Pero ¿quién está al aparato? —dijo el altavoz—. ¿Es usted ese loco de YouTube?

Admito que determinados sucesos del pasado reciente puede que no sean muy fáciles de comprender para el hombre de la calle. Por otra parte, hay que tener aquí un doble rasero: quien quiere dirigir un movimiento nacional también ha de poder reaccionar a los más imprevisibles avatares del destino. Y cuando el destino llama a su puerta, no tiene que preguntar: «¿Es usted el loco de YouTube?»

—Bien —dije—, no creo que haya usted leído mi libro.

—Sobre eso no digo nada —dijo el altavoz—, y ahora salga usted de la secretaría o doy orden de que lo echen.

Me reí.

—He ocupado Francia —dije—, he ocupado Polonia. He ocupado Holanda y Bélgica. He cercado a centenares de miles de rusos antes de que pudieran decir esta boca es mía. Y ahora estoy en lo que usted llama su secretaría. Y si posee un ápice de verdadero sentimiento nacional venga aquí y deme explicaciones sobre la manera como dilapida el legado étnico.

—Haré que lo…

—¿Quiere usted alejar por la fuerza al Führer del Reich de la Gran Alemania? —pregunté serenamente.

—Usted no es el Führer.

Por razones no del todo comprensibles, el ayudante de dirección Bronner apretó el puño en ese momento y sonrió de oreja a oreja.

—Es decir, naturalmente: Hitler —dijo el altavoz atragantándose—. No es Hitler.

—Vaya, vaya —dije con calma, con toda calma, con tanta calma que Bormann ya habría repartido cascos protectores—. Pero —proseguí con mucha cortesía—, si lo fuera, ¿tendría seguramente el honor de poder contar con su lealtad incondicional al movimiento nacionalsocialista?

—Yo…

—Espero aquí en el acto al jefe del Reich competente. ¡En el acto!

—Ese no puede en este momento…

—Tengo tiempo —le dije—, cada vez que echo una mirada al calendario lo compruebo: tengo una enorme cantidad de tiempo.

Entonces colgué. El jovencito me miró desconcertado.

—Eso no lo ha dicho en serio, ¿verdad? —preguntó el cameraman inquieto.

—¿Cómo dice?

—Yo no tengo una enorme cantidad de tiempo. Termino mi jornada a las cuatro.

—Vale, vale —lo calmó Bronner—, si es necesario traemos un relevo. Esto se está poniendo interesante.

Sacó del bolsillo su teléfono portátil y se puso a manipular en él.

Me senté en una de las sillas libres.

—¿Tendrá quizá algo para leer? —pregunté al jovencito.

—Voy…, voy a ver, señor…

—Me llamo Hitler —dije en tono imparcial—. He de decir una cosa: la última vez que tuve que presentarme de modo tan laborioso me encontraba en una tintorería regentada por turcos. ¿Tienen esos anatolios algún parentesco con usted?

—No, es sólo…, que nosotros… —tartamudeó el jovencito.

—Sí, bueno. No veo en este partido un gran futuro para usted.

Sonó el teléfono e interrumpió la búsqueda de lectura del jovencito. Levantó el auricular y casi pareció ponerse firme.

—Sí —dijo en el auricular—, sí, sí, aún está aquí.

Luego se dirigió a mí:

—El presidente federal para usted.

—No estoy disponible. Ha pasado el tiempo de las conversaciones telefónicas. Quiero verle en persona.

Aquel flaco jovencito no tenía mejor aspecto cuando sudaba. El muchachito no parecía haber frecuentado ninguna de nuestras escuelas para la élite nacionalsocialista, ni tampoco haber practicado deportes marciales, ni tan siquiera parecía ser miembro activo de ningún club deportivo. Una persona medianamente en sus cabales no puede entender que el partido no haya eliminado sin concesiones, ya en el mismo proceso de admisión, a tal desecho racial. El jovencito murmuró algo en el auricular. Luego colgó.

—El señor presidente le ruega un poco de paciencia —dijo el muchachito—, pero vendrá lo antes posible. Esto es para MyTV, ¿no?

—Esto es para Alemania —corregí.

—¿Puedo ofrecerle entretanto algo de beber?

—Puede tomar asiento entretanto —dije, y le miré preocupado—. ¿Hace usted deporte?

—Prefiero no… —dijo—. Y el señor presidente federal llegará en cualquier momento…

—Deje el balbuceo —dije—. Ágil como un galgo, resistente como el cuero y duro como el acero de Krupp. ¿Conoce eso?

Asintió vacilante.

—Pues entonces aún no está todo perdido —dije con cierta indulgencia—. Sé que tiene miedo de hablar. Pero basta con que se limite a utilizar la cabeza. Ágil como un galgo, resistente como el cuero, duro como el acero de Krupp: ¿diría que es ventajoso disponer de esas cualidades cuando se persigue un gran objetivo?

—Diría que no hacen daño —dijo con cautela.

—¿Y es usted —pregunté— ágil como un galgo? ¿Es duro como el acero de Krupp?

—Yo…

—No lo es. Es usted lento como un caracol, frágil como los huesos de un anciano, y blando como la mantequilla. Detrás del frente que usted defiende hay que evacuar al momento a las mujeres y a los niños. Cuando nos veamos la próxima vez, estará usted en otra forma. ¡Retírese!

Con una expresión ovejuna en el rostro, se alejó.

—¡Y deje de fumar! —le vociferé cuando se marchaba—. Huele usted a jamón ahumado barato.

Cogí uno de aquellos folletos diletantes pero no tuve ocasión de leerlos.

—Ya no estamos solos —dijo Bronner mirando por la ventana.

—¿Hummm? —preguntó el cámara.

—No tengo ni idea de quién los ha puesto sobre aviso, pero ahí fuera hay cantidad de equipos de televisión.

—Habrá sido alguno de los policías —conjeturó el cámara—. Por eso tampoco nos echan. No queda bien que un nazi ponga en la calle al Führer ante las cámaras de televisión.

—Pero ¡si no lo es…! —caviló Bronner.

—Actualmente no, Bronner —le corregí con severidad—. Se trata primero de unificar el movimiento nacional y de alejar a los idiotas nocivos. Y aquí —dije con una mirada de reojo al muchachito—, aquí estamos en un auténtico nido de idiotas nocivos.

—¡Ahora llega uno! —dijo Bronner—. Creo que es el Gran Mandamás.

En efecto se abrió la puerta y entró una endeble figura.

—Qué bien —dijo con respiración entrecortada, y me tendió su mano gordinflona—, el señor Hitler. Me apellido Apfel, Holger Apfel[56]. Presidente federal del Partido Nacional Democrático Alemán. Sigo sus emisiones con gran interés.

Contemplé un momento aquella curiosa figura. El Berlín bombardeado no tenía un aspecto más triste. Sonaba como si tuviera constantemente un bocado de pan con embutido en la boca, y, al fin y a la postre, también era ese su aspecto. Ignoré su mano y pregunté:

—¿No sabe usted saludar como un alemán de bien?

Me miró molesto, como un perro al que dan al mismo tiempo dos órdenes.

—Siéntese —le comuniqué—. Tenemos que hablar.

Respirando hondo, se hundió en el asiento enfrente del mío.

—Así pues, usted —dije— representa aquí la causa nacional.

—Forzado por la necesidad —replicó con un conato de sonrisa—, usted lleva ya bastante tiempo sin ocuparse de ella.

—Tengo que repartir mi tiempo —respondí escuetamente—. La cuestión es esta: ¿qué ha hecho usted en este periodo intermedio?

—No creo que tengamos que escondernos por falta de éxitos —dijo—; entretanto representamos a los alemanes en Mecklenburgo-Pomerania y en Sajonia y nuestros camaradas de…

—¿Quién?

—Nuestros camaradas.

—Se dice compañeros de raza —dije—. Un camarada es alguien con el que uno ha estado en la trinchera. A excepción de mi modesta persona no veo aquí a nadie a quien pueda aplicarse esto. ¿Opina usted de otra manera?

—Para nosotros, los nacionaldemócratas…

—Nacionaldemocracia —me burlé—: ¿eso qué es? La política nacionalsocialista reclama un concepto de democracia que no es apropiado para un nombre. Cuando la democracia termina con la elección del Führer, ustedes siguen teniendo la democracia en el nombre. ¿Cuán estúpido hay que ser?

—En nuestra condición de demócratas nacionales nos atenemos firmemente, como es natural, a la constitución y…

—No me parece que haya estado usted en las SS —dije—, pero al menos espero que haya leído mi libro, ¿no?

Me miró un poco inseguro y dijo después:

—Bueno, hay que informarse ampliamente, y aunque el libro no es muy fácil de conseguir en Alemania…

—¿Adónde quiere ir a parar? ¿Es una especie de disculpa por haber leído mi libro? ¿O por no haberlo leído? ¿O por no haberlo entendido?

—Mire, esto está llegando demasiado lejos. ¿No podríamos desconectar la cámara por un momento?

—No —dije secamente—. Ha perdido usted demasiado tiempo. Es un cuentista, trata de sacar partido del ardiente amor a la patria de los alemanes de ideología nacional, pero cada palabra que sale de su inútil boca hace que el movimiento retroceda varias décadas. Ni siquiera me extrañaría que, en definitiva, esto de aquí fuese un albergue, socavado por bolcheviques, para traidores a la patria.

Trató de recostarse en el asiento para mostrar una sonrisa de superioridad, pero yo no tenía la intención de dejarlo escabullirse tan fácilmente.

—¿Dónde —dije en tono glacial— está en sus «folletos» la idea de la raza? ¿La idea de la sangre alemana y de la limpieza de sangre?

—Bueno, no hace mucho que insistí en que Alemania es para los alemanes…

—¡Alemania! Esa «Alemania» es un estado minúsculo en comparación con el país creado por mí —puntualicé—, e incluso el Reich de la Gran Alemania era demasiado pequeño para aquel pueblo. Necesitamos más que Alemania. ¿Y cómo lo obtendremos?

—Nosotros, hummm, nosotros cuestionamos la, hum mm, legitimidad de los tratados sobre reconocimiento de fronteras impuestos por las potencias vencedoras…

Tuve que reírme sin querer; admito que se trataba de una risa de desesperación. Aquel hombre era un inconcebible fantoche. Y ese perfecto retrasado mental dirigía la mayor unión nacional en suelo alemán. Me incliné hacia delante y chasqueé los dedos.

—¿Sabe usted lo que es esto?

Me miró sin comprender.

—Esto es el lapso de tiempo que se necesita para salir de la Sociedad de Naciones. «Cuestionamos la legitimidad y blablablá»: ¡qué verborrea quejumbrosa! Uno sale de la Sociedad de Naciones, se rearma y se apropia de lo que necesita. Y cuando se tiene un pueblo de pura sangre alemana, que lucha con voluntad fanática, entonces se consigue todo lo que se ha de tener en este mundo. De modo que, ¡otra vez!: ¿dónde está en ustedes la idea de la raza?

—Bueno, no se hace uno alemán por el pasaporte sino por nacimiento, eso lo pone en nuestros…

—Un alemán no habla con retorcidas fórmulas de leguleyo, sino alto y claro. La base de la subsistencia del Pueblo Alemán es la idea de la raza. Si no se inculca incesantemente al pueblo lo irrenunciable de esa idea, dentro de cincuenta años no tendremos ejército sino una merienda de negros, como en el Imperio austriaco.

Sin salir de mi asombro me dirigí al jovencito.

—Dígame, ¿ha elegido usted a esta especie de tarugo democrático?

El jovencito hizo un incierto movimiento de cabeza.

—¿Así que este era el mejor hombre disponible?

Se encogió de hombros. Me levanté, resignado.

—Vámonos —dije con amargura—. No me extraña que este partido no propague el terror.

—¿Y lo de Zwickau qué fue?[57]

Ese era Bronner.

—¿Lo de Zwickau? —pregunté—. ¿Qué tiene que ver eso con terror? Nosotros llevábamos el terror a la calle. Con ello nos apuntamos en 1933 un éxito formidable. Pero eso tenía una causa. Las SA recorrían la región en camiones, rompían los huesos a la gente y agitaban banderas. Banderas, ¿lo oye? —le grité, ya sin poderme dominar, a aquel mamarracho, hasta el punto de que dio un paso atrás.

»¡Banderas! ¡Eso es importante sobre todo! ¡Si uno de esos necios obcecados con el bolchevismo está en una silla de ruedas ha de saber también quién le ha clavado en ella a golpes y por qué! ¿Y qué hace ese trío de imbéciles en Zwickau? Matan a un extranjero tras otro…: sin bandera. Enseguida piensa todo el mundo que fue casualidad o que fue la mafia. ¿De qué va a tener miedo la gente entonces? Sólo porque dos de esos estúpidos se suicidaron se llegó a saber que existían esos fracasados mentales.

Alcé desesperado las manos al cielo.

—¡Si hubieran caído a tiempo en mis manos esos señores, habría desarrollado un programa de eutanasia especial para ellos!

Me volví furioso al mamarracho:

—O los hubiera formado todo el tiempo necesario hasta que trabajasen con sensatez. ¿Ofrecieron ustedes al menos su ayuda a esos tres mentecatos?

—Yo no he tenido nada que ver con ese asunto —dijo vacilante.

—¡Y encima seguro que está orgulloso de ello! —grité. Si hubiera llevado hombreras se las habría arrancado del traje delante de las cámaras. Me fui horrorizado a la puerta y salí.

Me encontré ante una selva de micrófonos.

—¿De qué han hablado?

—¿Aceptará una candidatura para el NPD?

—¿Es usted miembro del partido?

—Una colección de gallinas —dije desengañado—. Sólo digo una cosa: aquí, a un alemán decente no se le ha perdido nada.