No me equivoco muchas veces. Al contrario: me equivoco incluso poquísimas veces. Es una de las ventajas de entrar en la vida política teniendo ya una consumada experiencia de la vida, y digo «consumada» con intención. Porque en estos tiempos hay muchísimos que se dicen políticos, que quizá hayan estado un cuarto de hora tras el mostrador de una tienda o que una vez, al pasar, miraron por la puerta abierta de una nave de fábrica, y que ahora creen saber cómo es la vida real. Pienso, a modo de ejemplo, en ese ministro liberal de origen asiático[51]. Ese hombre interrumpió su especialización en medicina para meterse a politicastro, y entonces uno sólo puede preguntarse: ¿y para qué? Bueno, si en lugar de eso hubiera dicho que primero se dedica a terminar su especialización, para después ejercer la medicina durante diez o veinte años a razón de cincuenta, sesenta horas semanales, para más tarde, acrisolado ya por la dura realidad, formarse poco a poco una opinión y, una vez afirmada esta, hacer de ella una cosmovisión, a fin de poder empezar luego, con la conciencia tranquila, un trabajo político razonable, entonces la cosa, si venían a añadirse circunstancias favorables, seguramente habría sido aceptable. Pero ese muchachito pertenece a esa nueva y horrible remesa que piensa: primero nos metemos en política, y las ideas irán afirmándose por el camino de un modo u otro. Y así sale la cosa, en efecto. Así hoy se habla en favor del mundo financiero judío y mañana se corre detrás del bolchevismo judío, y eso ocurre en definitiva con el jovencito en cuestión: como el tonto de la clase que siempre corre detrás del autobús. A mí todo eso me resulta abominable. Si hubiera esperado hasta haber acumulado las primeras experiencias del frente, el desempleo, el albergue para hombres en Viena, el rechazo por parte de esos imbéciles engreídos de la Academia, entonces él sabría de lo que habla. De esa forma sólo habría errores en casos muy excepcionales. Como en ese asunto del Bild-Zeitung. Ahí, he de confesarlo, me equivoqué.
Había contado con que esa chusma de periodistas me atacaría a mí, a mi política, a mis discursos. La realidad es que lanzaron contra mí sobre todo a una horda de fotógrafos. Y ya dos días después apareció una gran fotografía mía en la que estoy de pie ante una de las mesitas altas del quiosquero tomando té en un vaso de cartón. Él se había puesto a mi lado, con una botella de limonada en la mano que sin embargo por la forma podría ser una botella de cerveza. En grandes caracteres ponía sobre la foto:
Por la noche, en la televisión, arremete contra los extranjeros y contra nuestros políticos, de día se junta a beber con sus amigos: el más repugnante “humorista” de Alemania, que se hace llamar “Adolf Hitler” y que sigue ocultando su nombre al país (BILD ha informado). El “humorista” nazi (a la izquierda) se ha atildado, ha soltado el uniforme, se hace pasar por un simple ciudadano. ¿Planea ya el próximo golpe de mal gusto?
BILD seguirá informando.
Hay que admitir en efecto que el quiosquero, en lo concerniente a la mera indumentaria, no había tenido su mejor día. Eso era debido a que quería llevar a cabo trabajos de renovación en las contraventanas. Por eso se había puesto algunas prendas ya desechadas y, encima, una chambra de trabajo, que se quitaba cuando se tomaba un descanso para fumar; tenía sin duda el aspecto desaliñado que suele tener —nadie puede apreciar eso mejor que yo— quien está llevando a cabo trabajos de pintura. Pero el quiosquero no se reunía conmigo para emborracharse, pues además yo no cultivo en absoluto la amistad de bebedores. No obstante, aquel asunto fue para mí francamente desagradable, a fin de cuentas el quiosquero no merecía semejante tratamiento. Por suerte, supo tomar el asunto como era debido. Yo me había puesto enseguida en camino, avanzada la mañana, para pedirle disculpas por las molestias. Pero apenas tuvo tiempo para mí.
Lo encontré delante de su quiosco, de pie, atendiendo a una cantidad asombrosa de gente, a pesar del tiempo lluvioso y frío. En el quiosco, por encima de la ventanilla por donde vendía, destacaba un gran cartel: «Compren Bild: ¡hoy conmigo y con el Hitler loco de YouTube!»
—Viene usted en el momento oportuno —exclamó cuando me vio.
—En realidad quería disculparme —repliqué—, pero ahora no sé muy bien por qué.
—Yo tampoco —rio el quiosquero—, coja uno de los rotuladores y firme. Es lo menos que puede hacer por su compañero de bebercio.
—¿Es usted de verdad? —preguntó enseguida un obrero de la construcción que me tendía su periódico.
—Sí, yo mismo —dije firmando la hoja.
—Cuando me enteré, encargué al momento un contingente suplementario —contó el quiosquero mientras vendía por encima de las cabezas—. Sí, vaya usted hacia allá, el señor Hitler firma con mucho gusto.
Lo cierto es que a mí no me gusta tanto firmar. No se sabe lo que la gente puede hacer con esa firma. Uno escribe ingenuamente su nombre en un papel, al día siguiente alguien elabora encima de él una declaración, y de pronto uno ha regalado irreparablemente la Transilvania a quién sabe qué corruptos territorios de los Balcanes. O se ha capitulado incondicionalmente, aunque siga habiendo en los búnkeres un gran número de armas de represalia con las que se podría lograr a voluntad que se produjera el giro en la guerra. Pero, al fin y al cabo, firmar en un periódico parecía inofensivo. Además me alegraba que por primera vez nadie se quejara de que yo no firmara como el señor Stromberger, o como quienquiera que fuese, sino con mi nombre.
—¡Aquí, por favor, sobre la foto!
—¿Puede usted escribir encima «Para Helga»?
—¿Puedes decir también la próxima vez algo contra los curdos?
—Nosotros luchar juntos entonces. Así habríamos ganado guerra.
A una niña pequeña, con su periódico, la empujaron hacia delante, yo firmé muy despacio; que fotografiaran la escena: los niños confían en el Führer, como antes. Y no sólo los niños. Se acercó una anciana decrépita, con uno de esos carritos modernos para caminar y un brillo en los ojos. Me puso delante su periódico y me dijo con voz temblorosa: «¿Se acuerda? En 1935, en Núremberg, yo estaba en la ventana de enfrente cuando usted presidía el desfile. Siempre tuve la sensación de que me miraba. ¡Qué orgullosos estábamos de usted! Y ahora…, no ha cambiado usted nada».
—Y usted tampoco —le mentí bromeando, y le estreché emocionado la mano. No es que me acordara de aquella señora, pero ese sincero afecto tenía un encanto particular. En cualquier caso, cuando Sensenbrink me llamó nervioso por teléfono, pude disipar tranquilamente su ansiedad con esa prueba de confianza del pueblo y rechazar de nuevo su deseo de contraatacar con abogados. Tampoco me asustó el día siguiente. Como es natural, el periódico había pasado por alto la aceptación fotográfica y, en su lugar, publicaba una línea completamente irrelevante: «Hitler, el loco de YouTube: ahora vota Alemania». Añadían varias fotos de campos de concentración que mostraban el trabajo, feo pero desgraciadamente necesario, de las SS. Tengo que decir que me sulfuré un poco. Porque, cuando se trata de grandes misiones, es siempre un procedimiento poco serio el de mostrar casos aislados de escasa importancia que dan pequeños toques desagradables a la empresa. Hay por ejemplo una gran autopista que transporta miles de millones de mercancías, relevantes para la economía nacional, y siempre se encuentra al borde del camino un lindo conejillo que tiembla de miedo. Se construye un canal que crea cientos de miles de puestos de trabajo, y, naturalmente, se encuentra a algún que otro pequeño labrador que ha de retirarse y que derrama amargas lágrimas. Pero por eso yo no puedo dejar de lado el futuro del pueblo. Y cuando se ha comprendido que millones de judíos —sí, tantísimos había en aquel entonces—, que millones de judíos deben ser exterminados, entonces, como es natural, siempre hay alguno ante el que el alemán sencillo y compasivo piensa: oh, bueno, tan horrible no era ese judío, a ese o a aquel otro judío se los habría podido seguir aguantando unos años más. Para un periódico así es facilísimo apelar a la faceta sentimental de la gente. Es lo de siempre: todo el mundo está convencido de que hay que combatir a las ratas, pero cuando hay que poner manos a la obra se tiene gran compasión de la rata aislada. Bien entendido: se tiene sólo compasión, no el deseo de quedarse con la rata. No hay que confundir ambas cosas. Pero esa confusión intencionada era, por supuesto, la que estaba en la base de las fotos que acompañaban la encuesta. La votación, cuyo correcto desarrollo de todos modos había que poner en duda, daba a elegir tres respuestas que me arrancaron una sonrisa, mezcla de furia y de satisfacción. Algo así podría haberlo ideado incluso yo. Las opciones de respuesta decían así:
1. ¡Basta ya! ¡Desconectad al Hitler de YouTube!
2. No, ese hombre no tiene ninguna gracia, eso lo nota también MyTV.
3. Nunca lo he visto. Esa basura nazi no me interesa.
Habría tenido que contar con algo así, claro. Tales cosas pertenecen al carácter y al instrumentario calumniosos de la prensa difamatoria burguesa, todavía, por lo visto, plagada de judíos. Uno tenía que vivir con ello, sobre todo porque también faltaban las posibilidades necesarias para internar a esa chusma embustera. Como comprobé, por ejemplo, con ocasión de un pequeño control de infraestructura a través de interred: en el campo de concentración de Dachau sólo quedaban en pie dos barracas. Situación intolerable, ya después de la primera ola de detenciones habría que haber puesto en marcha otra vez los crematorios.
Sensenbrink, como es natural, iba frenético de un lado a otro. Son siempre los «grandes estrategas» los primeros que pierden los nervios. «Acabarán hundiéndonos —gemía una y otra vez—, acabarán hundiéndonos. MyTV ya se ha puesto nervioso, garantizado. ¡Tenemos que dar una entrevista a esa gente!» Le indiqué a Sawatzki, el que había reservado el hotel, que no perdiera de vista a aquel elemento tan poco de fiar. La señora Bellini, en cambio, fue como si recobrara toda su energía. Desde Ernst Hanfstaengl[52] nadie había hecho tanto por ponerme en relación con la gente importante o semiimportante. Y además tenía un aspecto aún más estupendo, una auténtica hembra de pura raza.
Y sin embargo cedí a los cuatro días.
Ese es el único episodio que me sigo reprochando hoy. Debería haberme mantenido firme e inflexible, pero también es posible que yo ya hubiera perdido un poco la costumbre. Y además nunca habría imaginado ni en sueños lo que pasó.
Habían publicado una gran foto mía, mostraba cómo acompañaba hasta la puerta de la empresa a la estimable señorita Krömeier. La foto, que estaba hecha a la clara luz del primer atardecer, había sido desfigurada expresa y deliberadamente, como pude ver enseguida gracias a mis largas conversaciones de antaño con Heinrich Hoffmann[53]. La fotografía estaba innecesariamente borrosa, muy ampliada y presentada como si hubiera hecho falta un espía, con larguísimos años de experiencia en el oficio, para lograr esa foto. Lo que, evidentemente, era una estupidez. Ese día pensaba dar un pequeño paseo, por eso había acompañado a la señorita Krömeier hasta la salida, donde después cogió el autobús. En esa foto le abría la puerta de la empresa. Encima ponía en gruesos caracteres:
Salen furtivamente por una puerta lateral, miran en torno: el “cómico” nazi y su misteriosa beldad. El hombre que hasta hoy oculta su nombre a toda Alemania y que siembra cizaña contra los extranjeros, el hombre que se alza como adalid de la decencia, maneja en la penumbra sus poco apetitosos asuntos.
¿Quién es la misteriosa mujer que se deja cortejar por él?
BILD lo ha sabido a través de su entorno inmediato:
La desconocida se llama Vera K. Tiene 24 años, es auxiliar administrativa y tiene una extraña afición por la ropa negra, que a menudo es de cuero. En los correspondientes foros de internet usa el nombre de “Vulcania 17”, allí se informa sobre misas negras y música de terror. El loco y la novia del terror: ¿qué nos puede hacer temer aún esta horrible pareja?
BILD promete: seguimos en ello.
—Esto es corresponsabilidad familiar —dije con frialdad—. ¡Y la señorita Krömeier ni siquiera es de mi familia!
Estábamos sentados en la sala de conferencias la señora Bellini, Sensenbrink, Sawatzki, el que reservó el hotel, y yo. Y fue naturalmente el gran estratega, Sensenbrink, quien preguntó al momento:
—Pero no habrá nada, ¿no? Quiero decir, entre la pequeña Krömeier y usted.
—No diga tonterías —intervino al punto la señora Bellini—. El señor Hitler también me ha abierto la puerta alguna vez. ¿Quiere preguntarme también a mí?
—Tenemos que ir sobre seguro —dijo Sensenbrink encogiéndose de hombros.
—¿Sobre seguro? —replicó la señora Bellini—. ¿En cuanto a qué? Yo no voy a perder un solo momento reflexionando sobre ese repugnante asunto. La señorita Krömeier puede hacer lo que quiera, el señor Hitler puede hacer lo que quiera. Ya no vivimos en los años cincuenta.
—Pese a todo, no debería estar casado —dijo Sensenbrink con firmeza—, en cualquier caso no debería estarlo si hay algo con la señorita Krömeier.
—Usted no lo ha entendido aún —dijo la señora Bellini, y se volvió hacia mí—. A ver, ¿está usted casado?
—En efecto —dije.
—Vaya, fantástico —se lamentó Sensenbrink.
—Déjeme adivinar —dijo la Bellini—. ¿Desde mil novecientos cuarenta y cinco? ¿En abril?
—Claro —dije—. Fue asombroso que la prensa lo publicara. En aquellos días la ciudad estaba llena de bolcheviques, y eso no era propicio.
—Sin querer meterme demasiado en sus asuntos personales —intervino Sawatzki, el «reservador» del hotel—, creo más bien que hay sobradas razones para considerar viudo al señor Hitler.
Se podría decir lo que se quisiera, pero, incluso en la línea de fuego, ese Sawatzki pensaba con rapidez, claridad, de modo fiable y pragmático.
—No lo puedo confirmar con absoluta certeza —dije—, pero yo lo he leído igual que el señor Sawatzki.
—¿Y ahora? —se volvió la señora Bellini a Sensenbrink—, ¿contento?
—Es parte de mi oficio plantear también las preguntas desagradables —dijo Sensenbrink con insolencia.
—La cuestión es: ¿qué hacemos? —resumió la señora Bellini.
—Pero ¿es que tenemos que hacer algo? —preguntó Sawatzki con serenidad.
—Le doy la razón, señor Sawatzki —dije—, o le daría la razón si se tratara sólo de mí. Pero si no hago nada, mi entorno seguirá sufriendo las consecuencias. Al señor Sensenbrink tal vez no le vendría mal —dije con una sarcástica mirada de reojo—, pero no puedo exigirles eso a usted y a la empresa.
—Por la empresa y por nosotros no habría el menor inconveniente, pero a nuestros accionistas es imposible pedirles eso —replicó secamente la señora Bellini—. Lo cual significa, por tanto, que no hay entrevista poniendo nosotros las condiciones. Sino poniendo ellos las suyas.
—Usted responde de que no lo parezca —dije, y como sospechaba que la señora Bellini no aceptaba órdenes tan alegremente como Sawatzki, añadí enseguida—: Pero en el asunto mismo tiene toda la razón. Nosotros les concedemos una entrevista. Por ejemplo en el hotel Adlon. Y ellos pagan.
—Qué cosas se le ocurren —se burló Sensenbrink—, en esta situación no creo que podamos obtener honorarios.
—Es una cuestión de principios —dije—. No veo por qué hay que malgastar el peculio del pueblo en esa basura de periódico. Si ellos pagan la cuenta, a mí me basta.
—¿Y cuándo?
—Lo antes posible —dijo la señora Bellini muy acertadamente—. Digamos que mañana. Entonces quizá nos den un día de descanso.
Asentí.
—Entretanto nosotros, por cierto, deberíamos intensificar nuestro trabajo de relaciones públicas.
—¿Es decir?
—No debemos dejar la información en manos del enemigo político. Eso no debe pasarnos otra vez. Es cuestión de editar un periódico propio.
—¿A ser posible, el Völkischer Beobachter? —se mofó Sensenbrink—. Somos una productora, no una editora de periódicos.
—No tiene que ser un periódico —intervino al momento Sawatzki, el «reservador» del hotel—; de todos modos, el punto fuerte del señor Hitler es la imagen en movimiento. Tenemos los vídeos: ¿por qué no los ponemos en una homepage propia?
—Con todas las actuaciones que ha habido hasta ahora en HD. Para tener un valor añadido comparado con las grabaciones de YouTube —siguió reflexionando la señora Bellini—. Y así tendríamos una plataforma cuando quisiéramos comunicar algo especial. O la propia visión de las cosas. Suena bien. Ocúpese de que la sección de Online nos pase varios diseños.
Pusimos fin a la reunión. Cuando salía, vi que aún había luz en mi despacho. Entré para apagarla. Mientras el Reich no esté totalmente dotado de energías regenerativas, todo ese combustible es carísimo. Uno, de momento, no piensa muchas veces en ello, pero luego, treinta años después, vienen los lamentos cuando al blindado, poco antes de El Alamein, le faltan justo las gotas de carburante necesarias para la victoria final. Abrí la puerta y vi a la señorita Krömeier sentada, inmóvil, ante su mesa. Sólo ahora me di cuenta de que aún no le había preguntado cómo se encontraba. Los cumpleaños, fallecimientos, llamadas telefónicas personales: antes siempre me recordaba esas cosas Traudl Junge[54] o, ahora, la señorita Krömeier: pero en este caso, eso había pasado inadvertido, naturalmente.
Miraba consternada la pantalla. Luego levantó la vista hacia mí.
—¿Sabe usted qué correos recibo? —preguntó, pálida.
La pobre criatura me conmovió hondamente.
—Lo siento mucho, señorita Krömeier —dije—. Para mí es fácil soportar estas cosas, estoy habituado a enfrentarme con tales ataques cuando defiendo el futuro de Alemania. Tengo la plena responsabilidad; pero es imperdonable que el enemigo político, en lugar de eso, arrastre por el lodo a una pequeña empleada.
—Eso no tiene que ver con usted —dijo, negando con la cabeza—. Eso es la basura supernormal del Bild. Si sales una vez en ese jodido periódico de las tías con el culo al aire todo el mundo tiene derecho a lanzarse a la caza. Recibo fotos de pollas de todo tipo, recibo correos repugnantes, diciendo todo lo que quieren hacer conmigo; a las tres palabras ya dejo de leer. Desde hace siete años soy Vulcania17, pero ya puedo ir olvidándome. El nombre está contaminado, y ahora —pulsó abatida una tecla—, ahora ha pasado a la historia.
Es desagradable no poder tomar una decisión. Si Blondi hubiera vivido, ahora habría podido al menos acariciarla; un animal, y en especial un perro, siempre puede relajar pasablemente la tensión en momentos así.
—Y con internet no acaba esto —dijo. Miraba al vacío—. En internet al menos se puede leer aún lo que piensa la gente. Pero en la calle no es posible. En la calle sólo se pueden hacer conjeturas, y prefiero no hacerlas.
Respiró hondo sin moverse.
—Tendría que haberla prevenido —dije tras un momento de silencio—. Pero he subestimado al enemigo. Siento muchísimo que tenga usted que pagar ahora los vidrios rotos por mí. Nadie sabe mejor que yo que el futuro de Alemania exige sacrificios.
—¿No puede dejarlo ni siquiera por dos minutos? —dijo la señorita Krömeier. Parecía haber perdido realmente los nervios—. ¡No se trata del futuro de Alemania! ¡Esto es de verdad! ¡Esto no es nada chistoso! ¡Esto no es tampoco una entrada en escena! ¡Esto es mi vida, que esos hijos de puta están destrozando con lo que escriben!
Me senté en la silla que había frente a su mesa.
—No puedo dejarlo ni dos minutos —dije con seriedad—. Tampoco quiero dejarlo ni dos minutos. Defenderé hasta el final lo que considero correcto. La providencia me ha colocado en este puesto, aquí estaré defendiendo a Alemania hasta el último cartucho. Y seguramente podrá usted objetar: ¿no puede a pesar de todo el señor Hitler transigir por una vez durante dos minutos? Y en tiempos de paz estaría incluso dispuesto a ello: por complacerla a usted, señorita Krömeier. Pero no quiero. Voy a decirle por qué. Y estoy seguro de que entonces usted tampoco lo deseará.
Me miró sin comprender.
—Si hago concesiones, no las hago por usted, las hago, en último término, porque esa gaceta embustera me obliga a ello. ¿Quiere usted eso? ¿Quiere que haga lo que exige ese periódico?
Negó con la cabeza, primero despacio, luego con obstinación.
—Estoy orgulloso de usted —dije—, y sin embargo hay una diferencia entre usted y yo. Lo que me exijo a mí mismo no puedo exigírselo a todos los demás. Señorita Krömeier, tengo toda la comprensión del mundo si usted quiere dejar de trabajar para mí. La empresa Flashlight la colocará con toda seguridad en otro sitio en el que no esté expuesta a tantas contrariedades.
La señorita Krömeier suspiró. Luego se incorporó en el asiento y dijo con voz firme:
—¡Un cuerno voy a marcharme yo de aquí, mi Führer!