xix

Fue un pequeño y hermoso triunfo que la joven recepcionista del hotel me recibiera por primera vez con el Saludo Alemán. Iba yo a la sala del desayuno y mientras replicaba a su saludo replegando el brazo, ella bajaba ya el suyo.

—Sólo puedo hacerlo ahora porque usted se levanta muy tarde y el vestíbulo está vacío en este momento —me guiñó un ojo sonriente—, así que no me delate.

—Ya sé que los tiempos son difíciles —dije con voz apagada—. ¡Aún! Pero llega el tiempo en el que usted podrá defender de nuevo con la cabeza alta la causa de Alemania.

Luego pasé deprisa a la sala del desayuno.

No todos los empleados habían reconocido los signos del tiempo con tanta clarividencia como la joven recepcionista. Nadie daba taconazos y el saludo seguía siendo en general un insípido «Buenos días». Por otra parte, las miradas eran mucho menos reservadas que antes, en medida creciente desde que yo había pasado a llevar ropa civil. En este sentido era un poco como en la República de Weimar, como aquel nuevo comienzo cuando salí de la cárcel; también ahora había que empezar otra vez desde cero, con la diferencia de que la influencia y las costumbres de la burguesía decadente habían calado todavía más en el proletariado: por eso, aún más que entonces, la piel de oveja de la indumentaria civil tenía que contribuir a crear confianza. De hecho, por las mañanas podía tomar mi muesli, y mi zumo de naranja con simiente de lino triturado, y percibir en las miradas una aprobación sin límites del trabajo realizado por mí hasta ese momento. Estaba pensando en levantarme a por una manzana cuando oí que cabalgaban las valquirias. Con un gesto rutinario que había copiado de algunos jóvenes ejecutivos, saqué el teléfono y me lo llevé al oído.

—Hitler al habla —dije, con una discreción ejemplar en el tono.

—¿Ha leído ya el periódico de hoy? —preguntó sin preámbulos la voz de la señora Bellini.

—No —dije—, ¿por qué?

—Pues échele un vistazo. Vuelvo a llamarle dentro de cinco minutos.

—Un momento —dije—, ¿qué significa eso? ¿De qué periódico estamos hablando?

—Del que lleva su foto en la primera página —dijo la señora Bellini.

Me levanté y me fui a la pila de periódicos. Había allí varios ejemplares del Bild-Zeitung. Y delante estaba yo retratado bajo este titular: «Hitler demente en YouTube: ¡Los fans aplauden su agitación difamatoria!»

Me llevé el periódico a la mesa y me senté. Luego empecé a leer.

En el pasado asesinó a millones de personas: ahora millones le aclaman en YouTube. En el show de Ali Wizgür, “Brutal, viejo”, y con un programa de mal gusto y extravagantes asertos, un “humorista” llamado “Adolf Hitler” hostiga contra los extranjeros, contra las mujeres y la democracia. En los servicios de protección de menores, en los partidos políticos y en el Consejo Central Judío están horrorizados.

¿Les apetece ver unas muestras de su “arte”?

— Los turcos no son creadores de cultura.

— 100.000 abortos al año son intolerables, así nos faltarán después cuatro divisiones para la guerra en el Este.

— Las operaciones de cirugía estética son la profanación de la raza llevada a la práctica.

En los alemanes de más edad, tal agitación difamatoria despierta penosos recuerdos. Hilde W. (92), jubilada de Dormagen: “¡Qué horror! ¡Con el mal que causó ese hombre!” Los políticos no pueden explicarse su éxito. Markus Söder, ministro del Partido Cristianosocial de Baviera: “Absurdo. ¡Eso ya no tiene nada que ver con el humor!”

El experto en sanidad del Partido Soacialdemócrata, Karl Lauterbach, a BILD: “Está en el límite, hiere los sentimientos”. La jefa de los Verdes, Claudia Roth: “Funesto, siempre apago el televisor cuando aparece”. Dieter Graumann, presidente del Consejo Central Judío: “De un mal gusto inconcebible. Consideramos si presentar denuncia”.

Lo más curioso: nadie conoce el verdadero nombre del “humorista” que tiene un parecido aterrador con el monstruo nazi.

BILD ha indagado y preguntado a la jefa de MyTV, Elke Fahrendonk:

BILD: ¿Esto qué tiene que ver con la sátira y el humor?

Fahrendonk: Hitler pone al descubierto contradicciones extremas de nuestra sociedad: así, ese estilo extremadamente polarizante tiene su justificación artística.

BILD: Por qué no dice ese Hitler loco de la TV cómo se llama en la realidad?

Fahrendonk: Atze Schröder hace lo mismo, él también tiene derecho a una vida privada.

BILD promete: seguimos en la brecha.

Tengo que admitirlo: me sorprendió. No por la confusa percepción de la realidad que tiene un periódico, eso se sabe de sobra, se sabe que los mayores necios del país los encuentra uno sobre todo en sus redacciones. Sin embargo, yo había percibido aquel Bild-Zeitung como una institución secretamente afín. Algo inhibida, sin duda, con una hipocresía pequeñoburguesa que aún tiene miedo de hablar alto y claro, pero que no obstante, en numerosas posiciones de contenido, marcha en una dirección parecida. Poco de eso se percibía allí, de entrada. Oí cabalgar a las valquirias y cogí el teléfono.

—Hitler al habla.

—Estoy espantada —dijo la señora Bellini—. ¡No nos han prevenido en absoluto!

—¿Pues qué espera usted de un periódico?

—No hablo del Bild, hablo de MyTV —se exaltó la señora Bellini—. Si hablaron con la Fahrendonk, podría haber venido por esa parte al menos un toque de aviso.

—¿Qué habría cambiado?

—Nada —suspiró ella—, en eso tiene usted razón, seguramente.

—Es sólo un periódico, al fin y al cabo —dije—. Todo eso no me interesa.

—A usted no, tal vez —dijo la señora Bellini—, pero a nosotros, sí. Quieren derribarlo. Y nosotros hemos invertido no poco en usted.

—¿Eso qué significa? —pregunté en tono cortante.

—Eso significa —dijo la señora Bellini casi con frialdad— que Bild nos ha pedido informes por escrito. Y que tenemos que hablar.

—No sé de qué.

—Yo sí. Si le tienen a usted en el punto de mira, entonces no dejarán piedra sin mover. Yo querría saber si hay algo que ellos podrían encontrar.

Divierte una y otra vez observar cómo les entra de pronto el miedo a nuestros capitostes de la vida económica. Cuando el negocio les parece lo suficientemente atractivo, vienen corriendo llenos de alegría y no se cansan de ofrecerle dinero a uno. Cuando todo marcha bien, son también los primeros que quieren aumentar su lote de ganancia explicando que al fin y al cabo ellos han afrontado todo el riesgo. Pero en cuanto algo parece peligroso lo primero que hacen es cargar sobre otros ese riesgo tan meritorio.

—Si esa es su preocupación —me burlé—, entonces viene bastante tarde. ¿No cree que habría debido preguntar antes?

La señora Bellini carraspeó.

—Me temo que hemos de confesarle una cosa.

—¿Qué cosa?

—Le hemos sometido a control. Es decir, no me entienda mal: no hemos puesto a nadie que le vigile o algo así. Pero hemos contratado a una agencia especializada. Me refiero a que hay que estar seguro de que uno no da empleo a un nazi vocacional.

—Vaya —dije irritado—, pues la habrá dejado tranquila el resultado.

—Por un lado, sí —dijo la señora Bellini—, no hemos encontrado nada desfavorable.

—¿Y por otro lado?

—Por otro lado no hemos encontrado absolutamente nada. Es decir, es como si usted no hubiera existido antes.

—¿Y ahora qué? ¿Quiere que le diga que a lo mejor sí he existido antes?

La señora Bellini hizo una breve pausa.

—No nos entienda mal, por favor. Todos navegamos en el mismo barco, sólo queremos evitar que al final —y ahí soltó una risa un poco forzada—, que nosotros, por supuesto sin saberlo, tengamos aquí como al Hitler auténtico…

Hizo entonces una pausa muy breve antes de añadir:

—Apenas puedo creer lo que estoy diciendo.

—Yo tampoco —dije—, eso es alta traición.

—¿Puede usted por un momento hablar en serio? —preguntó la señora Bellini—. Sólo quiero que me responda a una pregunta: ¿está seguro de que los de Bild no podrán sacar a la luz nada que pueda emplearse contra usted?

—Señora Bellini —dije—, no he hecho nada en mi vida de lo que tenga que avergonzarme. Ni me he enriquecido injustamente ni he hecho nunca nada en interés propio. Pero en el trato con la prensa eso será de poco provecho. En cualquier caso hemos de contar con que ese periódico invente una montaña de embustes de la peor especie. Es de suponer que una vez más me atribuirán hijos ilegítimos, eso es, ya se sabe, lo peor que da en imaginar la prensa difamatoria burguesa. Pero esa inculpación me trae sin cuidado.

—¿Hijos ilegítimos? ¿Nada más, fuera de eso?

—¿Qué va a ser, fuera de eso?

—¿Qué hay en cuanto a antecedentes nacionalsocialistas?

—Son impecables —la tranquilicé.

—¿Así que nunca ha estado en un partido de derechas? —insistió.

—¿Adónde quiere ir a parar? —Me reí de esa primitiva pregunta capciosa—. ¡Prácticamente soy cofundador del partido! ¡Miembro número 555!

—¿Cómo?

—No irá a creer que fui un mero simpatizante.

—¿Fue quizá un pecado de juventud? —dijo la señora Bellini tratando otra vez de desvirtuar, de un modo bien burdo, lo impecable de mi orientación política.

—Pero ¡qué se cree usted! Haga cuentas conmigo. En mil novecientos diecinueve tenía treinta años. Incluso yo mismo fragüé con otros la patraña: ¡los quinientos anteriores los inventamos para que mi número de afiliado causara mejor impresión! Es un engaño del que estoy bien orgulloso. Le aseguro, pues, que lo peor que puede poner sobre mí ese periódico es que Hitler falsificó su número de afiliado. Creo que eso puedo aceptarlo.

Al otro lado de la línea hubo de nuevo una pausa. Luego la señora Bellini dijo:

—¿Mil novecientos diecinueve?

—Sí. ¿Cuándo, si no? Sólo se puede ingresar una vez en un partido, si no se sale uno. ¡Y yo desde luego no me he salido!

Se echó a reír, parecía aliviada:

—Yo puedo aceptar eso. «Hitler de YouTube: en mil novecientos diecinueve mintió al ingresar en el partido». Por ese titular incluso yo pagaría dinero.

—Entonces, vaya a su puesto y mantenga la posición. ¡No cedemos ni un metro de terreno!

—¡A sus órdenes, mi Führer! —Oí reír a la señora Bellini. Luego cortó la conversación. Dejé el periódico sobre la mesa y vi de pronto dos radiantes ojos azules infantiles bajo una mata de pelo rubia, un niño que, tímidamente, tenía las manos en la espalda.

—Pero bueno, ¿a quién tenemos aquí? —pregunté—. ¿Cómo te llamas?

—Yo —dijo el enano—, yo soy Reinhard.

Era realmente un niño muy rico.

—¿Cuántos años tienes? —pregunté. Sacó vacilante una mano de detrás de la espalda y presentó tres dedos antes de añadir, vacilante, un cuarto. Un encanto.

—Conocí una vez a un hombre que se llamaba Reinhard[50] —dije, y le pasé con suavidad la mano por la cabeza—, vivía en Praga. Es una ciudad preciosa.

—¿Tú le querías? —preguntó el chiquillo.

—Le quería incluso mucho —dije—, era un hombre estupendo. Se encargó de que muchísimos hombres malos no pudieran hacer más daño a gente como tú y yo.

—¿Cuántos? —preguntó el niño, que cobraba visiblemente confianza.

—¡Muchísimos! ¡Miles! ¡Un hombre valiente y cabal!

—¿Los metía en la cárcel?

—Sí —asentí—, también.

—Entonces seguro que les daba un azote en el trasero —rio aquel maravilloso golfillo, y sacó la otra mano de detrás de la espalda. Me presentó un Bild-Zeitung.

—¿Me lo has traído? —pregunté.

Asintió.

—¡De mamá! Está sentada allí. —Y señaló una mesa de la sala, más alejada. Luego metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un rotulador—. Me ha dicho que te pregunte si pintas un auto aquí encima.

—Un coche —reí—, ¿estás seguro? ¿No habrá dicho mamá más bien un autógrafo?

El niño arrugó su linda frente y reflexionó intensamente. Luego me miró atribulado:

—No lo sé. ¿Me pintas un auto?

—¿No es mejor que preguntemos a mamá?

Y diciendo eso me levanté, cogí de la mano al hombrecito y se lo devolví a la madre. Le firmé el periódico, y al niño le dibujé un bonito automóvil en un papel, un espléndido Maybach de doce cilindros. Cuando retorné a mi sitio, sonó el teléfono. Era la señora Bellini.

—Lo hace usted bien.

—Me gustan los niños —dije—. Nunca pude fundar una familia propia. ¡Y deje de observarme de una vez!

—Pero ¡qué niños! —preguntó la señora Bellini con acento de sorpresa—. No, me refiero a que usted argumenta bien, sabe replicar. Lo hace tan bien que el señor Sensenbrink y yo hemos pensado que podríamos ofrecerles enseguida una entrevista. ¡A los de Bild!

Reflexioné un momento, luego dije:

—No lo haremos. Pienso que de todos modos saldremos bastantes veces en la portada. Y la entrevista la tendrán cuando la deseemos nosotros. Y ellos acepten nuestras condiciones.