Llegado a este punto oigo, naturalmente, el coro de los puntillosos oficiales que claman a voz en grito: ¿cómo puede ir el Führer del movimiento nacionalsocialista al programa televisivo de un Alí Wizgür? Y puedo comprender esa pregunta si uno la plantea, digamos, desde una perspectiva artística, porque, como es natural, no se puede desfigurar mediante la política una gran obra de arte. Tampoco se completa La Gioconda con una cruz gamada. Pero la charla insustancial de un animador cualquiera —lo que era a fin de cuentas el tal Wizgür— nunca podrá contar entre los grandes valores de la cultura, más bien lo contrario. Pero si los reparos vienen de un sector que teme que la causa nacional sufra menoscabo al presentarla en un marco como ese, seguramente de bajísimo nivel, entonces he de replicar que hay cosas que la mayoría de la gente no puede comprender ni tampoco juzgar desde un punto de vista puramente intelectual. Es un asunto en el que, para decirlo con claridad, hay que confiar en el genio del Führer.
Tengo que confesar que en aquel momento yo era víctima de una especie de malentendido. Personalmente, por aquellas fechas todavía estaba convencido de que la señora Bellini y yo queríamos trabajar juntos en la realización de mi programa, por el bien de Alemania. De hecho, sin embargo, la señora Bellini sólo hablaba todo el tiempo de mi hipotético programa escénico. Pero por eso justamente se puede comprobar una vez más que el talento puro, innato, el instinto de un Führer, es infinitamente superior al saber adquirido. Mientras que el científico, con sus laboriosos cálculos, el político parlamentario, con sus esfuerzos por que se cumplan sus objetivos, se distrae demasiado fácilmente con cosas de poca monta, quien tiene verdadera vocación percibe de modo subliminal la llamada del destino, incluso cuando un nombre como Alí Wizgür parece estar en perfecta contradicción con ella. Creo, en efecto, que la providencia intervino ahí como lo hizo en 1941, cuando, en Rusia, una prematura y durísima irrupción del invierno frenó la ofensiva antes de que avanzáramos más al interior, y así nos regaló la victoria.
O nos la habría regalado si mis ineptos generales…
Pero ya no me altero por eso.
La próxima vez acometo la empresa de muy distinta manera, con un Estado Mayor adicto y leal, criado y crecido en las filas de mis SS: entonces todo es un juego de niños.
Pero en el caso de Wizgür el destino se sirvió del malentendido para acelerar mi decisión. Porque yo, y que tomen nota de esto los escrupulosos, yo habría ido también a su emisión si hubiera sabido de qué producto se trataba, pero, eso sí, después de un tiempo de reflexión que tal vez me habría hecho perder la ocasión. Ya muy pronto le expliqué a Goebbels que, si fuese necesario, estaría dispuesto a hacer el payaso con tal de atraer la atención de la gente. Porque no se puede ganar la voluntad de alguien que no escucha. Y escuchadores me aportó el tal Wizgür por cientos de miles.
Aquel Wizgür, si bien se mira, era uno de esos «artistas» que sólo puede engendrar una democracia burguesa. Debido al cruce genético, se unían en él la apariencia extranjera, incluso asiática, con un alemán impecable, aunque el acento resultaba difícilmente soportable. Y precisamente esa mezcla era, por lo visto, lo que facilitaba su función al tal Wizgür. Semejaba un poco la de aquellos actores blancos que en Estados Unidos se embadurnan de negro para que les den papeles de negros estúpidos. El paralelismo saltaba a la vista, pero en este caso no se trataba de consumir chistes de negros sino de extranjeros. Parecía ser tan grande la necesidad de ese tipo de chistes que había varios de esos comediantes raciales. No lo entendía. Para mí, el chiste racial o de extranjeros es una contradicción en sí misma. Para explicar esto puede servir un chistecito que me contó un camarada en 1922:
Se encuentran dos veteranos.
—¿Dónde le han herido a usted? —pregunta uno.
—En los Dardanelos —dice el otro.
El primero responde:
—¡Ahí precisamente dicen que duele muchísimo!
Un gracioso malentendido que puede contar cualquier soldado sin mayores dificultades. Con un trueque de personajes, hasta se llega a variar el efecto aleccionador. Este puede incluso aumentar si, cuando se reparten los papeles, se asigna el del hombre que pregunta a un notorio sabelotodo, por ejemplo a Roosevelt o a Bethmann-Hollweg[49]. Pero si se supone que el tonto que pregunta no es un veterano sino un pececito plateado, ya no resulta divertido, porque todos los oyentes piensan: ¿cómo va a saber el pez plateado dónde están los Dardanelos?
Un tonto que hace tonterías no es divertido. Un buen chiste ha de sorprender para que pueda desplegar a gran escala su efecto aleccionador. Y desde luego no puede sorprender que un turco sea un papanatas. Por otra parte, si el turco adoptara siempre en el chiste el papel de un científico genial, entonces, ya sólo por lo absurdo, tendría asegurado un éxito de hilaridad. Tales chistes, sin embargo, no los contaba ni el señor Wizgür ni ninguno de sus colegas. En ese oficio eran habituales las bufonadas y anécdotas en torno a extranjeros de poca o ninguna cultura que, en una jerga infame, chapurreaban cosas apenas inteligibles. Al mismo tiempo saltaba a la vista la usual mendacidad democrática de esa sociedad «liberal»: mientras que se consideraba reprobable medir por el mismo rasero a todos los extranjeros y por eso los humoristas políticos alemanes tenían que llevar a cabo una estricta separación de los distintos tipos, Wizgür y sus dudosos consortes siempre podían meter en el mismo saco, según les viniera en gana, a indios, árabes, turcos, polacos, griegos, italianos, con tal de que tuviesen cierta semejanza entre ellos.
A mí, desde luego, esa manera de actuar me resultaba muy oportuna, incluso en doble medida. El numeroso público del señor Wizgür me garantizaba también a mí muchos espectadores atentos; además, debido a la calidad de esos chistes, se podía dar por descontado que el público era en su mayor parte de sangre alemana. No porque los espectadores alemanes tuvieran una especial conciencia nacional, por desgracia, sino al revés, porque los turcos son un pueblo sencillo y orgulloso que, aunque gustan de contemplar la farsa sincera, interpretada por todo género de papanatas, sin embargo no tolera que los aleccionen y embromen sus antiguos compatriotas emigrados. Es esencial para el turco contar en todo momento con la estima y el respeto de su entorno: eso es incompatible con el papel de mentecato.
Así pues, considero esa forma de humor tan innecesaria como deplorable. Quien tiene ratas en casa no busca a un payaso sino al destructor de sabandijas. Pero cuando eso parecía necesario se trataba de mostrar, desde la primera salida a escena, que un alemán hecho y derecho, para guasearse de los miembros de razas inferiores, no necesitaba la ayuda de cómplices extranjeros.
Cuando llegué al estudio se me acercó una joven. Tenía pinta de deportista, uno la habría tomado por una joven ayudante de la Wehrmacht, pero desde mi experiencia con la tal Özlem había decidido ser algo más prudente. La joven estaba intensamente cableada, llevaba una especie de micrófono ante la boca y en general daba la impresión de que venía directamente de la jefatura de aviación.
—Hola —dijo la joven tendiéndome la mano—, soy Jenny. Y tú eres seguro… —Y aquí dudó un poco—. ¿Adolf…?
Durante un instante consideré lo que significaba esa familiaridad tan directa, incluso tan burda. Por otra parte, no pareció extrañar a nadie. La realidad es que ese fue mi primer contacto con la jerga del quehacer televisivo. Por lo visto, allí se opinaba, como vería después, que la experiencia del trabajo en una emisión tenía algo vinculante, de modo muy parecido al común combate en la trinchera, y que a partir de ese momento se formaba parte de una federación de combatientes cuyos miembros se prometían fidelidad y tuteo hasta la muerte o, al menos, hasta que finalizara la emisión correspondiente. Esa manera de abordar el trabajo me pareció al principio inapropiada, aunque por otro lado había que considerar, como circunstancia atenuante, que la generación de esa Jenny aún no había podido vivir la auténtica experiencia del frente. Pensé que yo cambiaría eso a medio plazo, pero de momento decidí adaptarme a aquel tono familiar y tranquilicé a la joven diciéndole:
—Puedes llamarme tío Wolf.
Frunció un momento el entrecejo y dijo:
—Bueno, señor, hummm, tío…, ¿quiere pasar conmigo a maquillaje?
—Claro —dije, y la seguí por las catacumbas de la emisora al tiempo que se apretaba contra la boca su varita del micrófono y decía «Elke, ya vamos para allá». En silencio, recorrimos los pasillos.
—¿Ha estado ya alguna vez en televisión? —preguntó entonces. Comprendí que ahora no era indicado el tuteo. Seguramente el aura del Führer la había intimidado.
—Varias veces —dije—, pero hace bastante tiempo.
—¡Ah! —dijo—, ¿le habré visto ya alguna vez?
—Creo que no —conjeturé—, fue también aquí en Berlín, en el estadio olímpico…
—¿Era usted el telonero de Mario Barth?
—¿Que yo era qué? —pregunté, pero ella ya llevaba rato sin escuchar.
—Me llamó usted la atención enseguida, fue súper la que organizó entonces. Me alegra muchísimo que haya dado el salto. Pero lo que hace ahora es diferente, ¿no?
—Es… Muy distinto —confirmé vacilante—, los Juegos se terminaron hace ya bastante tiempo…
—Hemos llegado —dijo la señorita Jenny, y abrió una puerta detrás de la cual había un tocador—, le dejo con Elke. Elke, este es…, hummm, el tío Rolf.
—Wolf —corregí—, tío Wolf.
Elke, una mujer en la cuarentena y de respetable apariencia, arrugó la frente y me miró primero a mí, luego un papel que había junto a sus adminículos.
—Yo no tengo aquí a ningún Wolf. En mi lista viene ahora Hitler —dijo.
Me tendió la mano, dijo: «Soy Elke», y luego: «¿Tú eres…?»
Al parecer había llegado otra vez a la trinchera del tuteo, pero me parecía que la señora Elke estaba en una edad demasiado avanzada para que yo fuera el tío Wolf.
—El señor Hitler —decidí.
—De acuerdo, señor Hitler —dijo la señora Elke—, siéntate. ¿Deseos especiales? ¿O me pongo sin más a trabajar?
—Confío totalmente en usted —dije, y tomé asiento—. No puedo ocuparme de todo.
—Así debe ser —dijo la señora Elke y, para proteger el uniforme, me puso una bata. Luego me miró a la cara—. Tiene usted un cutis estupendo —encomió, y agarró la polvera—. Muchas personas de su edad beben poquísimo. Tendría usted que ver el rostro de Balder…
—Yo bebo sobre todo agua de la fuente —confirmé—. Es una falta de responsabilidad dañar el cuerpo del pueblo.
La señora Elke dio una especie de bufido y hundió el cuartito y a nosotros dos en una inmensa nube de polvo.
—Perdón —dijo—, arreglo esto enseguida.
Luego, con una pequeña aspiradora, empezó a aspirar la nube y a dejar limpio el uniforme. Cuando estaba desempolvando grandes partes de mi peinado se abrió la puerta. En el espejo vi entrar a Alí Wizgür. Tosió.
—¿Pertenece el lanzanieblas al programa? —preguntó.
—No —dije.
—Ha sido culpa mía —dijo la señora Elke—, pero ya lo estamos arreglando.
Eso me gustó. Nada de evasivas, nada de pretextos, sino admitir estoicamente las faltas y deshacer lo hecho en responsabilidad propia. Una y otra vez era alentador ver que en las décadas pasadas el núcleo racial alemán no se había hundido totalmente en las aguas pantanosas heredadas de la democracia.
—Súper —dijo Wizgür, y me tendió la mano—. La señora Bellini ya me ha dicho que eres un fenómeno lanzando venablos. Soy Alí.
Saqué la mano libre de polvos de debajo de la bata y estreché la suya. De mi pelo caían pequeñas avalanchas.
—Mucho gusto. Me llamo Hitler.
—¿Y qué tal? ¿Marcha todo bien? ¿Sin problemas?
—Creo que sí. ¿No es así, señora Elke?
—Enseguida termino —dijo la señora Elke.
—Acojonante, el uniforme —dijo Wizgür—. ¡Qué tío! Parece realmente auténtico. ¿Dónde se consigue algo así?
—No, muy fácil no es —reflexioné—, al final iba casi siempre donde Josef Landolt, en Múnich…
—Landolt —caviló Wizgür—; no me suena. Pero Múnich…: ¿será entonces el de Pro Sieben? Disponen de varios proveedores fantásticos.
—Se habrá retirado seguramente —conjeturé.
—Ya lo veo, esto va a completarse de miedo, tú con la parte nazi y yo. Aunque, claro, el número del nazismo no es completamente nuevo.
—Y eso qué importa —comenté suspicaz.
—No, no, claro, ese número siempre es bueno —dijo él—. No importa en absoluto. Todo se ha hecho ya alguna vez… La martingala esta de los extranjeros la descubrí en Nueva York; en los noventa era allí el último grito. ¿De dónde has sacado tú el tema del Führer?
—En último término, de los germanos —dije.
Wizgür se echó a reír.
—La Bellini tiene razón, llevas tu tema adelante sin concesiones. Ok, nos vemos después. ¿Necesitas alguna frase para darte el pie? ¿O he de tocar algún tema antes de anunciarte?
—No hace falta —dije.
—Yo desde luego —dijo Wizgür— no podría hacerlo todo así, sin ningún texto. Estaría perdido. Pero por otra parte a mí jamás me gustó la improvisación en el teatro… ¡Adelante, tío! Nos vemos enseguida.
Y diciendo esto salió del cuarto.
En el fondo yo había contado con más instrucciones.
—¿Y ahora qué? —pregunté a la señora Elke.
—Esta sí que es buena —rio ella—, el Führer, que es el que conduce, no sabe adónde ir.
—No hay por qué ser tan impertinente —la censuré—, el Führer es el guía del Estado, no de los estudios de televisión.
La señora Elke, con una especie de resoplido, apartó deprisa la polverita de su ámbito de respiración.
—Esta vez no me hace usted la mala pasada —dijo, pasando así, al parecer, definitivamente al tratamiento de cortesía. Señaló un rincón de la habitación—. ¿Ve eso? En esa pantalla puede seguir el programa. Hay más, también en el vestuario y en el catering. Jenny vendrá a buscarlo y se encargará de que entre puntualmente en escena.
La emisión coincidía con todo lo que me habían contado y yo había visto de ella hasta entonces. Wizgür anunciaba varios fragmentos de programa, pasaban entonces varias peliculitas en las que Wizgür aparecía alternativamente como polaco o como turco y, en distintas variantes, elaboraba las deficiencias de estos representando chistes escénicos. No era, en definitiva, un Charlie Chaplin; por otro lado estaba bien así. El público acogía con simpatía su programa, y si se interpretaba el concepto con suficiente amplitud, el conjunto tenía como base, al menos en parte, una conciencia política, de manera que mi mensaje podía aspirar, sin duda alguna, a caer en suelo fértil.
El relevo había de tener lugar con una frase fija que Wizgür pronunció sin vacilar: «El comentario del día está a cargo de Adolf Hitler». Entonces salí por primera vez de entre bastidores a la luz cegadora de los reflectores.
Era como si, tras años llenos de privaciones en tierra extraña, volviera a casa, al Sportpalast. El calor de las luces me quemaba el rostro. Percibí los rostros del joven público: podían ser varios centenares, representantes de las decenas de miles, los cientos de miles que estaban ante los aparatos; era exactamente el futuro del país, eran los hombres sobre los que yo pensaba edificar mi Alemania. Noté la tensión en mi interior, y la alegría. Si alguna vez había tenido dudas, desaparecían ahora en el vértigo de la preparación. Estaba habituado a hablar durante horas, ahora bastarían cinco minutos.
Me acerqué a la tribuna del orador y guardé silencio.
Mi mirada recorrió el espacio del estudio de grabación. Escuché atentamente en el silencio, tenía curiosidad por saber si, como esperaba, aquellos decenios de democracia sólo habían dejado escasas huellas en la gente joven. Al oír mi nombre, el público soltó una carcajada, que pronto se extinguió; confrontado con mi persona, el auditorio se calmó. Pude leer en sus rostros cómo intentaban al principio reconocer a través de mi semblante los rostros de actores profesionales que conocían; veía la inseguridad que yo, con sólo mirarlos, sabía transformar en tenso silencio. Si había contado con gritos y abucheos, mi preocupación era injustificada: en cualquier reunión del Hofräukeller el alboroto habría sido mucho mayor. Me coloqué delante, hice como si empezara a hablar pero luego me limité a cruzar los brazos: al punto, el nivel del ruido descendió de nuevo hasta una centésima, incluso a una milésima parte del anterior. Con el rabillo del ojo vi que, como aparentemente no ocurría nada, el diletante Wizgür empezaba a sudar. Se veía enseguida que no conocía el poder del silencio, que más bien lo temía. Trataba de hacer visajes con las cejas como si yo hubiera olvidado mi texto. Una asistente trataba de hacerme señas y golpeaba nerviosa su reloj de pulsera. Prolongué aún más el silencio levantando lentamente la cabeza. Percibía la tensión de la sala, la inseguridad de Wizgür. Lo disfrutaba. Llené de aire los pulmones, me enderecé totalmente y di sonido al silencio. Basta que caiga un alfiler cuando todos esperan oír el tronar de los cañones.
¡Compañeros y compañeras de raza!
Lo que yo,
lo que nosotros
acabamos
de ver
en múltiples
variantes
es verdad.
Es verdad
que el turco no es creador de cultura
y también
que nunca
lo será.
Que es un alma mercenaria
cuyas facultades intelectuales
por lo general
no son superiores
a las de un esclavo.
Que el indio
tiene
una
naturaleza de charlatán perturbada por la religión.
Que en el polaco el sentido de la propiedad
privada
está alterado
¡de modo permanente!
Todo esto
son
verdades generales
que convencen
sin más explicaciones
a todos los compañeros
y a todas las compañeras de raza.
Sin embargo, es una
vergüenza nacional que aquí en Alemania
sólo
un partidario ¡turco! de nuestro movimiento
se atreva a decirlo en alta voz.
Compañeros y compañeras de raza:
cuando contemplo la actualidad alemana,
eso no me sorprende.
El alemán actual
separa sus desechos más a fondo
que sus razas
con una sola excepción:
en el terreno del humor.
Ahí
¡solamente!
el alemán hace chistes sobre el alemán,
el turco hace chistes sobre el turco.
El ratón doméstico hace chistes sobre el ratón
doméstico
y el ratón de campo sobre el ratón de campo.
Esto ha de cambiar
y esto cambiará.
A partir de hoy, a las 22.45 horas, el ratón doméstico
se burlará del ratón de campo,
el tejón, del corzo
y el alemán, del turco.
Por eso me adhiero
en la totalidad de su contenido
a la crítica a los extranjeros
de mi antecesor en la palabra.
Y dicho eso, me retiré.
El silencio era asombroso.
Con paso firme me metí entre bastidores. Del público aún no se oía una sola voz. Un colega le susurró algo al oído a la señora Bellini. Yo me puse junto a ella y observé de nuevo al público. Los ojos de la gente estaban desorientados, buscaban sostén en el escenario y vagaban de nuevo hasta la mesa del moderador. Allí estaba sentado el tal Wizgür que, perplejo, buscando una despedida graciosa, abría y cerraba la boca. La evidencia de aquella dificultad insuperable fue lo que produjo una verdadera explosión de risa en el público. Yo seguía, no sin satisfacción, su completa incapacidad, que finalmente se agotó en un tibio «Hasta la próxima vez y conecten de nuevo». La señora Bellini se aclaró la garganta. Pareció insegura durante un momento, de forma que decidí infundirle un poco de ánimo.
—Sé lo que está pensando —le dije.
—¿Ah, sí? —dijo—. ¿Lo sabe usted?
—Pues claro —respondí—. Me ocurrió lo mismo en una ocasión. Habíamos alquilado por primera vez el edificio del Circo Krone, y no era seguro que…
—Perdone —dijo la Bellini—, una llamada.
Se retiró a un rincón del fondo, entre bastidores, y se llevó al oído su teléfono móvil. Lo que oyó no pareció gustarle. Estaba yo tratando de interpretar la expresión de su cara cuando sentí una mano en el uniforme. Era el tal Wizgür, que me agarraba por el cuello de la guerrera. Su rostro ya no tenía nada de alegre. Una vez más eché dolorosamente de menos a mis SS, cuando me apretó contra las bambalinas y masculló:
—¡Hijo de puta, tú no te adhieres aquí a ningún orador anterior!
Con el rabillo del ojo vi que pasaban al lado algunos mantenedores del orden. Wizgür me empujó otra vez contra la pared, pero me soltó. Tenía la cabeza roja como la grana. Luego se dio media vuelta y vociferó:
—¿Qué especie de cabronada habéis preparado? ¡Yo pensaba que este gilipollas nos iba a soltar su número sobre los nazis!
Sin bajar el tono de voz se volvió después a Sawatzki, el que había reservado el hotel, que estaba a nuestro lado:
—¿Dónde está Carmen? ¿Dónde? ¿Está? ¿¡Carmen?!
Pálida, pero tensa y enérgica, la señora Bellini se acercó a toda prisa. Reflexioné sobre si podía contar en aquel momento con su completa fidelidad a la alianza, pero no llegué a ninguna conclusión definitiva. Con la mano hacía gestos como pidiendo calma y abrió la boca para decir algo pero no llegó a hablar.
—¡Carmen! ¡Por fin! ¡Qué cabronada es esta! ¿Lo has visto? ¿LO HAS VISTO? ¿Quién es ese hijo de puta? Dijiste que yo hago mi número sobre los extranjeros y que él hace su chorrada sobre los nazis. ¡Dijiste que me llevaría la contraria! ¡Que se escandalizaría por ver turcos en la televisión o algo así! ¡Y ahora esto! ¿Qué quiere decir eso de «partidarios del movimiento»? ¿Qué movimiento? ¿Y a santo de qué, partidarios? ¿Cómo quedo yo ahora con todo esto?
—Pero también te dije que él es distinto —dijo la señora Bellini, que con asombrosa rapidez se tenía otra vez perfectamente bajo control.
—¡Y a mí eso qué coño me importa! —se encrespó el tal Wizgür—, lo digo aquí y ahora: no quiero volver a tener a este hijo de puta en mi programa. ¡Este no se atiene a ningún acuerdo! No dejaré que este cabrón eche a perder el programa.
—Tranquilízate —dijo la Bellini, ahora con una mezcla curiosa de suavidad y energía en la voz—. La cosa no ha salido tan mal.
—¿Va todo bien por ahí? —preguntó uno de los dos encargados del orden.
—Sí, sí —dijo la señora Bellini en tono apaciguador—, lo tengo bajo control. Tranquilízate, Alí.
—No me tranquilizo en absoluto —vociferó Wizgür.
Luego me metió su dedo índice justo por debajo de la bandolera:
—No vas a estropearme nada, capullo. —Y al decir esto martilleaba incesantemente, como un pájaro carpintero, el dedo índice contra mi pecho—. Tú te crees que aquí sales triunfante con tu estúpido uniforme de Hitler y con ese estilo, oh, tan impenetrable, pero te digo que eso no es nada nuevo, eso es del año de la polca. Eres un aficionado. ¿Qué te crees que estás haciendo aquí? Llegas y te metes en el nido ya hecho. Pero quítate eso de la cabeza, amigo: ¡ni lo sueñes! Si aquí alguien tiene partidarios, ese soy yo. Este es mi público, estos son mis fans, y tú te largas de aquí. Eres un miserable aficionado, y tu uniforme y toda tu actuación es una perfecta basura. Con esa majadería podrás actuar pronto en cualquier carpa de cerveza de alguna feria o en un club de tiro al plato; te lo digo: más lejos no vas a llegar.
—No necesito llegar a ninguna parte —dije con serenidad—, tengo detrás de mí a millones de alemanes, de compañeros de raza que…
—¡Deja de una vez esa puta monserga! —bramó Wizgür—, ¡no estás en antena! ¿Crees que puedes provocarme? ¡A mí tú no me provocas! ¡¡¡A mí!!! ¡¡¡No!!!
—Calmaos los dos —dijo ahora la Bellini en voz muy alta—. Claro, aún tenemos que retocar todo esto un poco. Hay que ajustar un poco los detalles. Pero no ha estado tan mal. Es simplemente algo nuevo. Ahora vamos a sosegarnos y a ver lo que dicen las críticas…
Y si alguna vez, desde mi actualidad más reciente, estuve absolutamente seguro de mi vocación, fue en aquel momento.