Me alegró no haberme enterado de cómo dividieron el Reich las potencias vencedoras después de la guerra. Si hubiera estado presente, ver aquello me habría partido el alma. Pero también hay que decir que, dado el estado en que se encontraba el país por aquellas fechas, el asunto ni mejoraba ni empeoraba el guiso. Sobre todo porque, como pude deducir por los documentos —sesgados sin duda por la propaganda—, guisar, se guisaba poquísimo. El invierno de 1946 parece que fue poco agradable en general. Yo, mirándolo bien, no veo nada malo en ello: según el viejo ideal espartano de educación, el rigor implacable sigue produciendo los niños y los pueblos más fuertes, y un invierno de hambre que se graba despiadadamente en la memoria de una nación velará con tanta más tenacidad por que en el futuro ese pueblo se lo piense mejor antes de perder otra guerra mundial.
Si he de creer a los historiadores democráticos, después de que yo abandonara la política activa a finales de abril de 1945 se siguió combatiendo apenas una mísera semana. Es impresentable. La resistencia de la guerrilla organizada por Himmler, los Werwölfe, fue prohibida por Dönitz, y las instalaciones de los búnkeres, que a Bormann le costaron tan caras, no fueron utilizadas adecuadamente. Bueno, que el ruso lanzaría sobre Berlín sus masas de pueblos, sin importarle cuántas vidas humanas iba a cobrarse aquello, con eso siempre se había contado. Pero he de admitir que estuve buscando en los documentos, con cierta alegría previa, la serie de terribles sorpresas con que se habían tropezado aquellos insolentes americanos, pero para mi hondísimo desengaño tuve que comprobar que no hubo ninguna.
Una tragedia.
Otra vez quedó comprobado lo que yo escribí en 1924: que al final de una guerra los elementos más valiosos del pueblo han caído generosamente en el frente y sólo quedan los desechos mediocres y de baja calidad, que naturalmente se tienen por demasiado valiosos o incluso, cosa absurda, por demasiado finos para organizarles desde la clandestinidad un baño de sangre por todo lo alto a los americanos.
Y también admito otra cosa: llegado a este punto de mis reflexiones hice una anotación. Es interesante cómo, con cierta distancia, uno puede contemplar las cosas de manera completamente distinta. Habiendo sido yo mismo quien llamó la atención sobre esa circunstancia de la temprana muerte de los mejores elementos del pueblo, era extraño que hubiese podido creer que en esta guerra iba a ser distinto. Así que anoté concienzudamente: «Próxima guerra: ¡primero los peores!» Luego, cuando me vino la idea de que una ofensiva inicial de los peores posiblemente no aportaría el éxito deseado, corregí la nota con «los mediocres primero», luego con «los mejores primero, pero después cambiarlos a tiempo por mediocres y, si hubiese lugar, por los peores», para añadir después otra vez «mezclar también desde bastante buenos hasta buenísimos». Al final lo taché todo una vez más, escribí «repartir mejor los buenos, los mediocres y los peores», y aplacé la solución del problema. Contra lo que supone la gente de mente estrecha, el Führer no tiene que saber siempre enseguida la respuesta adecuada, sólo ha de tenerla preparada en el momento oportuno, en este caso, digamos, preparada para cuando estalle la próxima guerra.
El transcurso de los acontecimientos tras la denigrante capitulación de ese inepto de Dönitz solamente me produjo una sorpresa relativa. Los aliados se pelearon por el botín, en efecto, tal y como yo lo había previsto; pero, lamentablemente, no dejaron por eso de hacer el reparto. El ruso se quedó con su parte de Polonia y, a cambio, regaló generosamente al polaco Silesia; Austria, con varios socialdemócratas a la cabeza, se quitó de en medio optando por la neutralidad. En el resto de Alemania, simulando una especie de elecciones, instalaron unos gobiernos fantoches, más o menos disfrazados, al mando de unos personajes como los antiguos presidiarios Adenauer[42] y Honecker[43], el rollizo economista adivino Erhard[44] o —tampoco fue una gran sorpresa— Kiesinger[45], uno de aquellos centenares de miles de individuos tibios y mediocres que en 1933 aún pudieron entrar a toda prisa en el partido. Quiero decir que me causó cierta satisfacción leer que, para aquella veleta al viento de las ideologías, fue precisamente esa afiliación al partido la causa de su ruina.
Por supuesto, las potencias vencedoras también realizaron su viejo proyecto de inyectar al pueblo un federalismo totalmente exagerado, para garantizar la disensión permanente dentro de la nación. Había, claro, numerosos estados federales —así los llamaban—, que al momento se entrometían en todos los asuntos de los demás y pulverizaban las resoluciones que tomaba el absolutamente inepto Parlamento federal. Esa medida hasta llegó a dejar la huella más absurda y duradera precisamente en mi querida Baviera. Allí, donde yo había colocado la primera piedra de mi movimiento, se admiraba a los más estúpidos fanfarrones, que trataban de ocultar su hipócrita religiosidad y su permanente venalidad vaciando y agitando grandes jarras de cerveza y en los que la esporádica visita de burdeles era lo más honrado.
En el norte del país se había instalado en cambio la socialdemocracia, que estaba transformando su esfera de dominio en un gigantesco hogar romántico-social para afiliados y que para ello dilapidaba a manos llenas el peculio nacional. El resto de las figuras de esa república me parecieron todas en la misma medida poco dignas de mención, se trataba de la habitual turba charlatana de políticos parlamentarios cuyos representantes más funestos, como ya ocurriera tras la Primera Guerra Mundial, eran nombrados cancilleres con la mayor urgencia. Tiene que haber sido un «bromazo» especial del destino que precisamente eligiera al más tosco y cebón[46] de todos esos microbios intelectuales para lanzarle al amplio regazo la llamada reunificación.
Hay que admitir que esa presunta «reunificación» fue una de las pocas mentiras propagandísticas extraordinariamente bien hechas de esa república: porque para una auténtica reunificación faltaban algunos componentes no del todo irrelevantes, como justamente aquella Silesia regalada a los polacos, pero también Alsacia-Lorena o Austria. Puede comprobarse ya lo precario de la actuación de aquellos actores gubernamentales en el hecho de que todo lo que lograron fue quitarle al ruso, en aquella época bastante debilitado, unos cuantos kilómetros cuadrados completamente depauperados, y no en cambio al enemigo secular francés una próspera región que habría hecho avanzar realmente al país.
Sin embargo, cuanto mayor es la mentira, tanto más se le presta crédito: en agradecimiento por su heroica hazaña de la «reunificación» aquel ocupante del puesto de canciller pudo «gobernar» el país durante dieciséis años, cuatro más que yo. Inconcebible. Y eso que aquel hombre se parecía a Göring después de la toma de un quintal métrico de Barbital. Su apariencia física, ya de por sí, lo dejaba a uno paralizado. Quince años he trabajado para tener un partido de vigorosa apariencia y ahora leo que se puede administrar igual de bien este país envuelto en una chaqueta de punto. Sólo me alegró que Goebbels no llegara a saberlo. El pobre hombre ardería de vergüenza en la tumba hasta que saliera humo de la madre tierra alemana.
El enemigo secular francés se había convertido entretanto en nuestro más íntimo amigo. A cada instante se abrazaban aquellos fantoches del gobierno y juraban que nunca más volverían a pelearse como auténticos hombres. Esa firme voluntad fue cimentada en una alianza europea, semejante a esas pandillas que forman a veces los colegiales. Esa pandilla pasaba el tiempo discutiendo quién tenía más derecho a ser el jefe y quién tenía que aportar golosinas, y cuántas. La parte oriental del continente trataba por su parte de imitar las estupideces de la parte occidental, aunque con una diferencia: allí no se discutía en absoluto, porque de lo que se trataba era, única y exclusivamente, de bailarle el agua a las dictaduras bolcheviques. Mientras leía tales cosas me puse tan malísimo que varias veces pensé que vomitaría. Pero luego no tenía ganas.
Que en occidente se dedicaran fundamentalmente a pelearse como niños era debido a que de las cosas más importantes se ocupaban los financieros judíos norteamericanos, que allí seguían llevando la batuta. Se habían asegurado, de entre la masa restante alemana, los servicios de aquel blandengue de Sturmbannführer Wernher von Braun[47], un oportunista al que yo siempre consideré un tipo poco fiable y que, como era de esperar, estuvo inmediatamente dispuesto a vender al mejor postor sus conocimientos adquiridos en la producción de nuestros V2. Sus cohetes garantizaban el transporte de las armas de destrucción masiva americanas y con ello la hegemonía mundial, lo que —eso fue lo desconcertante— en menos de cuarenta y cinco años llevó en el Este a la bancarrota del modelo judeo-bolchevique. Y tengo que confesar abiertamente que eso, al principio, me desconcertó muchísimo.
¿Qué añagaza podía estar escondida detrás de todo aquello?
¿Desde cuándo el judío arruinaba al judío?
El enigma tuvo que quedar de momento sin resolver. El hecho incontestable era el siguiente: a consecuencia de la eliminación de los sistemas de dominio bolcheviques se había entregado un tratado de paz y la independencia al régimen títere alemán. Por supuesto que sin cohetes propios no se podía hablar de auténtica independencia. Al contrario, los gobiernos de todos los colores no se empeñaban en tener un armamento sólido sino en implicarse más y más en los conflictos europeos, lo que facilitó en extremo la política exterior; en el fondo, docenas de amables deferencias prescribían lo que había que hacer: se podría haber confiado igual el gobierno a un niño de cinco años.
La única ideología imperante consistía en una expansión totalmente inmoderada de esa alianza infantil, lo que llevó a que prácticamente todos pertenecieran a ella, incluso los más subdesarrollados pobladores de las regiones marginales europeas. Pero cuando todo el mundo está en el mismo club, ya no significa nada especial ser socio. Quien quiere entonces buscar ventajas asociándose a otros ha de fundar un nuevo club dentro del club. Tales aspiraciones las hubo también allí, como era de esperar; los más fuertes ya reflexionaban sobre cómo agruparse en un club propio o cómo excluir a los más débiles, lo que lógicamente convertía en un absurdo completo el club originario.
Sin embargo, la actualidad alemana aparecía verdaderamente estremecedora. A la cabeza del país estaba una mujer fondona con el poder de irradiación optimista de un sauce llorón, una mujer que se desacreditaba ella misma por haber participado en la pesadilla bolchevique del este alemán durante treinta y seis años sin que su entorno hubiese podido percibir en ella el menor asomo de malestar. Se había unido a los bebedores sentimentales bávaros, una copia lamentable —eso me parecía a mí— del nacionalsocialismo, que embellecía unos elementos a medio hacer, de apariencia social, no con ideología nacional sino con la vieja y bien conocida actitud ultramontana de reptar ante el Vaticano que en tiempos pasados tenían los elementos del Zentrum, el partido católico. Otras lagunas del programa se rellenaban con Cazadores de Montaña y con bandas de música; aquello era tan mezquino que uno tenía ganas de deshacer a porrazo limpio las filas de aquella gentuza embustera.
Pero como eso aún no bastaba para gobernar, la mujer del Este eligió otra agrupación que constaba de jovencitos faltos de consejo y orientación y que se permitían tener, como mascota, un ministro de Asuntos Exteriores impresentable en todos los aspectos. Era característico de aquellos miembros del partido de jovencitos que a cada movimiento se les salía por los poros su inseguridad e inexperiencia. Nadie en el mundo habría confiado a tales cobardes figuras ni una caja de chinchetas si hubiera habido siquiera un asomo de alternativa. Pero no lo había.
A la vista de la socialdemocracia me venían lágrimas a los ojos cuando pensaba por ejemplo en un Otto Wels, en un Paul Löbe. Por supuesto, habían sido individuos sin patria, bribones, de eso no cabe duda, pero bribones con cierto porte. Hoy la socialdemocracia estaba dirigida por un impertinente flan bamboleante y por una insípida gallina cebona. Quien buscaba sus esperanzas más a la izquierda se veía incluso completamente traicionado. Allí no había ni uno que supiera cómo se rompía una jarra de cerveza sobre la cabeza del adversario político; el jefe de aquella pocilga tenía además más miedo por el barniz de su coche deportivo que por los problemas de sus partidarios.
El único rayo de esperanza en todo aquel desastre democrático era un extraño partido que se llamaba «Los Verdes». Allí había también, claro, estúpidos pacifistas perfectamente ingenuos; pero hasta nuestro movimiento tuvo que deshacerse en 1934 de sus SA, un mal asunto, pero necesario, con el que desde luego no nos cubrimos de gloria pero al menos nos libramos de Röhm[48]. No, lo que me agradó relativamente en esos Verdes fue que disponían de un fundamento de cuya existencia no habría podido saber entonces el NSDAP, pero cuya toma en consideración no podía parecerme mal. Después de la guerra, debido a una enorme industrialización y motorización, se habían producido daños considerables en el país, en el aire, en la tierra, en las personas. Esos Verdes se habían consagrado plenamente a la protección del medio ambiente alemán, y también a la protección de las montañas bávaras, a las que yo había cobrado tanta afición y cuyos bosques habían quedado, al parecer, muy resentidos. Una estupidez, sin embargo, era el rechazo de la energía atómica, con la que se podían hacer cosas fabulosas; doblemente lamentable era que, debido a algunos incidentes ocurridos en Japón, casi todos los partidos se hubieran decidido a prescindir de ella, y a perder así el acceso a material fisionable apto para la guerra. Pero en lo militar, a esa república no se la podía tener en cuenta de todos modos.
A lo largo de decenios, toda aquella nulidad de políticos habían arruinado y desmoralizado de tal manera al mejor ejército del mundo que uno habría querido ponerlos a todos contra el paredón. Sí, claro, yo mismo he repetido y recomendado insistentemente que no se debe eliminar del todo al Este, que allí siempre debe haber cierto conflicto, que un pueblo sano necesita una guerra cada veinticinco años para renovar la sangre. Pero lo que ocurrió en aquel Afganistán no fue un conflicto permanente para fortalecer a la tropa: fue una perfecta tomadura de pelo. Aquellos datos impecables en cuanto al número de víctimas no se debían —como yo supuse al principio— a una extraordinaria superioridad técnica sino a que sólo habían enviado allí a un puñado de hombres. Desde el punto de vista militar, la empresa era —eso estaba claro ya a primera vista— muy problemática; la cantidad de tropas enviadas no se ajustaba tampoco al objetivo que se quería alcanzar sino que, conforme al mejor estilo parlamentario, se fijaba en función de que no surgiese el descontento ni en la población ni entre los «aliados». Como era de esperar, no se logró ni lo uno ni lo otro. El único resultado fue que la muerte heroica, el más noble final en la vida de un soldado, prácticamente ya no se daba. Se celebraban solemnes funerales, cuando lo indicado habrían sido festejos públicos; el Pueblo Alemán llegó a considerar lo más normal del mundo que los soldados regresaran del frente, ¡y a lo mejor incluso ilesos!
Sólo una cosa era realmente satisfactoria: el judío alemán, al cabo de sesenta años, aún seguía diezmado. Aún se contabilizaban alrededor de cien mil, una quinta parte escasa de los que había en 1933; la pesadumbre que eso causaba se mantenía dentro de unos límites, lo que parecía lógico, pero que no era totalmente de esperar. Si se tiene en cuenta la avalancha de protestas que causaba por ejemplo la lenta desaparición del bosque alemán, se habría podido considerar posible que hubiera una especie de «repoblación forestal» semita. Sin embargo, hasta lo que yo sé, nuevas colonias judías y el restablecimiento de la situación anterior —que por sentimentalismo estaba tan generalizado sobre todo con los edificios (la Frauenkirche y la Ópera Semper, en Dresde, y muchos más)— brillaron por su ausencia.
No cabe duda de que la creación del Estado de Israel había contribuido hasta cierto punto a descongestionar esto; con mucho sentido común se había situado ese Estado en medio de pueblos árabes, de manera que, a lo largo de décadas, de siglos, todos los implicados estuviesen incansablemente a vueltas con ellos mismos. La consecuencia —no intencionada por supuesto— de la disminución del número de judíos fue lo que se dio en llamar «milagro económico». La historiografía democrática lo atribuyó, como es natural, al gordinflón de Erhard y a sus cómplices angloamericanos, pero cualquier persona normal podía ver que ese bienestar coincidía con la desaparición de los parásitos judíos. Quien aún no quería creerlo sólo tenía que mirar a la parte oriental del país, donde —el colmo de la estupidez— se había importado durante décadas al bolchevique y sus doctrinas judías.
Del mismo modo se habría podido encomendar allí la administración a una horda de monos degenerados; ellos lo habrían hecho mejor. La llamada reunificación no había cambiado nada, todo lo más se tenía la impresión de haber cambiado los monos por otros monos. Había una masa de millones de parados y una rabia sorda entre la gente, un descontento con la situación que me recordaba a 1930, sólo que en aquel entonces aún no había para ello estas palabras certeras: «hastío de la política»; significaba que a un pueblo como al alemán no se le podía dar gato por liebre durante un tiempo ilimitado.
Dicho de otra manera: en su conjunto, para mí el estado de cosas era estupendo. Tan estupendo que enseguida decidí examinar más detenidamente la situación en el extranjero. Por desgracia, un mensaje urgente me lo impidió. Un desconocido se dirigía a mí con un problema militar, y como de momento no tenía que dirigir un Estado, decidí ayudar a ese compatriota a corto plazo. Las siguientes tres horas y media las pasé con un simulacro de rastreador de minas llamado Buscaminas.