xii

Produce asombro una y otra vez que, en el ario, el elemento creador nunca se deje avasallar. A mí mismo, que conozco el principio desde hace mucho tiempo, siempre me sorprende su casi infalible acierto, incluso en las circunstancias más desfavorables.

Dando por supuesto que el clima sea adecuado, naturalmente.

Las discusiones más estúpidas han sido siempre las que tuve que sostener, ya antes, sobre aquellos germanos que vivían en los bosques en tiempos remotos, y nunca lo he negado: cuando hace frío, los germanos no hacen nada. Bueno, tal vez fuego para calentarse. Se ve en el noruego, en el sueco. Por esa razón, cuando me enteré, no me sorprendió el éxito que tiene últimamente el sueco con sus muebles. En su chapuza de Estado, el sueco se pasa la vida de todos modos buscando leña para hacer fuego, entonces no hay que extrañarse si de allí sale alguna vez una mesa o una silla. O eso que ellos llaman sistema social y que a millones de parásitos les lleva gratis la calefacción a sus casas de madera, de lo cual por cierto sólo resulta que se vuelven aún más blandengues y continúan sin hacer nada. No, el sueco presenta, junto con el suizo, lo peor del germano, pero es —cosa que no hay que perder de vista— por una sencilla razón: por el clima. Pero en cuanto el germano llega al sur, despierta en él infaliblemente la creatividad, la voluntad creadora; entonces construye la Acrópolis en Atenas, la Alhambra en España, las pirámides en Egipto, todo eso se sabe, pero de puro evidente es fácil pasarlo por alto, muchos sólo ven los edificios y no ven al ario. Y en América ocurre lo mismo: sin los alemanes emigrados, el americano no sería nada; yo he lamentado repetidas veces que en aquel entonces no les ofrecieran a los alemanes un territorio propio; a principios del siglo XX perdimos cientos de miles de emigrantes que se hicieron americanos. Cosa extraña —quiero señalar—, porque los menos de ellos se dedicaron al campo, para eso podrían haberse quedado aquí. Pero la mayor parte pensarían seguramente que aquel país era mucho más grande y que al poco tiempo les adjudicarían su propia granja, y durante el tiempo de espera tuvieron que ganarse el pan de otra manera. Y así aquella gente se puso a trabajar en pequeñas actividades artesanales, como zapateros o carpinteros o en la física atómica, lo que se presentaba. Y un tal Douglas Engelbart, su padre ya había emigrado a Washington, lo que es más meridional de lo que cree la gente, el joven Engelbart va después incluso a California, lo que es aún más meridional, y su sangre germánica le bulle en las venas con aquel calor y enseguida inventa ese aparato, el ratón.

O sea: fantástico.

He de decir que a mí eso de los ordenadores nunca me pareció de gran utilidad. Me enteré un poco de refilón del cacharro que ese Zuse había montado, creo que fue promovido también por algún ministerio, pero en su conjunto aquello fue una cosa para profesores gafotas. Para el frente, demasiado poco manejable; no me habría gustado ver a ese Zuse abriéndose paso, con su cerebro electrónico en forma de armario, por los pantanos de Prípiat. O en la operación paracaidista de Creta; aquel hombre habría caído como una piedra, habrían tenido que darle además un planeador de carga, ¿y para qué? En el fondo, aquello era cálculo mental mejorado; se puede decir lo que se quiera contra Schacht[39], pero lo que llevaba a cabo aquel aparato de Zuse lo habría calculado Schacht, medio dormido, después de estar cuarenta y tres horas bajo fuego enemigo, y además untando al mismo tiempo de mantequilla una rebanada de pan de contrata. Por esa razón, cuando la señorita Krömeier me empujó hacia aquella pantalla, al principio me resistí.

—¡Yo no tengo que entender estos aparatos —dije—, aquí la secretaria es usted!

—Por eso se sienta usted aquí ahora mismo, mi Führer —dijo la señorita Krömeier, lo recuerdo como si fuera ayer—, porque, si no, luego viene lo de «Ayúdeme en esto» y «Ayúdeme en lo otro», y entonces a ver cuándo me dedico yo a mi propio trabajo.

La verdad es que no siento aprecio alguno por ese tono, pero ese estilo casi grosero me recordó mucho cómo me enseñó a conducir Adolf Müller[40]. Fue poco después de que a un chófer mío se le soltara una rueda durante el viaje; entonces Müller me reprendió con severidad, tengo que admitirlo, aunque seguramente no porque le importara gran cosa la causa nacional, sino porque tenía miedo de que, si yo me rompía la crisma, él perdía el encargo de imprimir el Völkischer Beobachter; Müller no era profesor de conducir, siempre fue sobre todo un hombre de negocios. Aunque tal vez soy injusto con él: según acabo de saber, parece que, nada más terminar la guerra, se pegó un tiro, y con un suicidio no se gana nada, a fin de cuentas. En cualquier caso, me llevó en su coche para que viera cómo se conduce correctamente o, en mi caso, lo que hay que tener en cuenta en un chófer. Fue una clase extraordinariamente valiosa, tanto como aprendí con aquel Müller no he aprendido con muchos profesores durante años. Además también quiero insistir aquí en que dejo que otras personas me digan algunas cosas, al menos cuando no se trata de los cretinos de siempre del Estado Mayor. Conducir un coche, sin duda lo saben hacer otros mejor que yo; pero si hay que rectificar una línea del frente o determinar cuánto tiempo se ofrece resistencia en una bolsa, eso sigo decidiéndolo yo y no un señor Paulus cualquiera que de pronto se echa a temblar y arroja la toalla.

¡Sólo de pensar en ello…!

En fin. La próxima vez.

En cualquier caso, debido a diversas reminiscencias, me declaré dispuesto a seguir las explicaciones de la señorita Krömeier, y tengo que decirlo: valió la pena. A mí me había intimidado sobre todo aquella máquina de escribir. Nunca he querido ser ni contable ni chupatintas, y mis libros siempre los he dictado. Sólo faltaba que me pusiera a teclear como cualquier estúpido cagatintas de una gaceta local, pero he aquí que llega esa maravilla del talento inventivo alemán: llegó ese aparato, el ratón.

Pocos inventos ha habido tan geniales.

Uno pasa el aparatito por encima de la mesa, y tal como uno lo va pasando por la mesa se va moviendo una mano pequeña por la pantalla. Y si se quiere tocar un punto de la imagen, uno aprieta el ratón y la manita ya está tocando el punto de la imagen. Es tan facilísimo que estaba realmente fascinado. Sin embargo, aquello habría sido sólo un divertido juguete si hubiera servido únicamente para simplificar diversas actividades de oficina. Pero resultó que aquel aparato era una asombrosa forma mixta.

Se podía escribir, también era posible relacionarse, a través de una red de distribución, con todas las personas e instituciones que también estuvieran dispuestas a ello. Además —a diferencia del teléfono— muchos abonados no tenían que estar ellos mismos delante de su ordenador, sino que podían dejar allí cosas, de forma que durante su ausencia se podía echar mano de ellas; cualquier pequeño mercachifle lo hacía. Pero lo que a mí más me gustaba era que de allí se podían extraer periódicos, revistas, todas las formas imaginables del saber. Era como una inmensa biblioteca con horario ilimitado de apertura. ¡Cómo había echado yo eso de menos! Cuántas veces, después de una dura jornada llena de difíciles decisiones relacionadas con la guerra, he querido leer algo a las dos de la madrugada. Y sí, el bueno de Bormann hacía lo que podía, pero ¿cuántos libros puede conseguir el jefe de la Cancillería del Reich? Además el sitio tampoco era ilimitado en la Wolfsschanze[41]. En cambio, esa tecnología denominada «interred» lo ofrecía casi todo a cualquier hora del día y de la noche. Sólo había que buscarlo en un aparato llamado «Google» y tocar el resultado con ese magnífico ratón. Y al cabo de poco tiempo comprobé que, de una manera u otra, siempre iba a parar a la misma dirección: una obra de consulta perfectamente germánica llamada Wikipedia, fácil de reconocer como un neologismo formado con «enciclopedia» y la vieja sangre germánica de los exploradores vikingos.

Eso era un proyecto ante el que casi se me saltaban las lágrimas.

Porque allí nadie pensaba en sí mismo. Con verdadera entrega y abnegación, sólo por el bien de la nación alemana, innumerables personas compilaban todo género de saber sin pedir a cambio un solo pfennig. Era una especie de «Socorro Invernal» del saber, que mostraba que, cuando faltaba un partido nacionalsocialista, el pueblo alemán también se protegía instintivamente a sí mismo. Eso sí, había que tener ciertas reservas frente al saber y la experiencia de tales abnegados compatriotas.

Así, sólo para poner un ejemplo, me enteré con gran regocijo de que mi vicecanciller Von Papen había afirmado en 1932 que, antes de que pasaran dos meses después de mi toma del poder, me tendrían tan aplastado contra la pared que tendría que gritar. Pero también se podía leer en interred que Von Papen pensaba llevar a cabo ese plan no en un plazo de dos, sino de tres meses, o también de seis semanas. A veces tenía además la intención no de ponerme contra la pared sino de arrinconarme. O también de acorralarme. Posiblemente tampoco iban a ponerme contra la pared sino a aplastarme contra ella, y la meta no era, lógicamente, que gritara sino que bramara. En último término, el ingenuo lector tenía que conjeturar él solo la verdad en el sentido de que Von Papen, en un periodo de tiempo de entre seis y doce semanas, pensaba presionarme de alguna manera hasta que yo soltara algún sonido agudo. Lo que en definitiva se acercaba asombrosamente a las verdaderas intenciones que tenía en aquella época ese estratega por designación propia.

—¿Tiene ya una dirección? —preguntó la señorita Krömeier.

—Vivo en un hotel —dije.

—Para el e-mail. Para el correo electrónico.

—Ese me lo envía usted también al hotel.

—Así que no tiene —dijo ella, y escribió algo en su ordenador—. ¿Qué nombre le pongo?

Le dirigí una severa mirada frunciendo el ceño.

—¿Con qué nombre, mi Führer?

—Con el mío —dije—, con cuál va a ser.

—Eso seguramente será difícil —dijo ella, y escribió algo.

—¿Y por qué puede ser difícil eso? —pregunté—. ¿Con qué nombre recibe usted su correo?

—Con el nombre de Vulcania17 arroba net de e —dijo ella—. ¿No se lo dije?: su nombre está prohibido.

—¿Cómo?

—Puedo intentarlo con otros servidores, pero eso no cambiará mucho. Y si no está prohibido, ya se lo habrá apropiado algún chiflado.

—¿Qué es eso de que se lo habrá apropiado? —pregunté irritado—, hay otras personas que se llaman Adolf Hitler, por supuesto. Hay también otras personas que se llaman Hans Müller. ¡Uno no puede reservarse un nombre!

Ella me miró, al principio ligeramente desconcertada, luego un poco como yo miraba muchas veces al anciano presidente del Reich, a Hindenburg.

—Cada dirección existe una sola vez —dijo con firmeza, pero tan despacio como si tuviera miedo de que yo no pudiera seguir sus explicaciones. Luego volvió a escribir.

»Aquí lo tenemos: Adolf punto Hitler está cogido —dijo—. Adolfitler de una pieza también, y Adolf barrabaja Hitler también, claro.

—¿Qué es eso de barrabaja? ¿Qué barrabaja? —traté de averiguar—, ¡yo sólo conozco la barra fija! —Pero la señorita Krömeier ya escribía otra vez.

—Pasa lo mismo con AHitler y ApuntoHitler —me hizo saber mientras seguía escribiendo—. Hitler solo y Adolf solo también.

—Pues entonces hay que recuperarlo —dije con obstinación.

—Ahí no se puede recuperar nada —respondió, impaciente.

—¡Bormann habría podido! Si no, jamás habríamos conseguido todas las casas del Obersalzberg. ¿Cree usted que ese monte estaba antes completamente deshabitado? Allí vivía gente, claro, pero Bormann tenía sus métodos…

—¿Prefiere que el señor Bormann se ocupe de su dirección electrónica? —preguntó la señorita Krömeier preocupada y también ligeramente ofendida.

—Por desgracia, Bormann está ilocalizable de momento —admití. Y, para no desanimar a la tropa, añadí—: Estoy seguro de que usted hace todo lo posible.

—Entonces sigo, si le parece —dijo—. ¿Cuál es su fecha de nacimiento?

—El veinte de abril de mil ochocientos ochenta y nueve.

—Hitler89 también ha volado, Hitler204…: nada, que no, que con su nombre no llegamos a ninguna parte.

—¡Qué desfachatez! —dije.

—¿Y si busca por ahí otro nombre? Yo tampoco me llamo Vulcaniadiecisiete.

—Pero ¡esto es una barbaridad! ¡No soy ningún chiquilicuatro!

—Pues así es en internet: el que primero llega se lo lleva. También puede elegir algo simbólico.

—¿Un pseudónimo?

—Algo por el estilo.

—Entonces…, tome usted wolf, «lobo» —dije de mala gana.

—¿Sólo wolf? Eso ya estará, seguro. Es demasiado fácil.

—Entonces ponga, por todos los demonios, Wolfs… schanze.

Lo escribió.

—Ya está cogido. Wolfsschanze6 sí está libre aún.

—¡Yo no soy Wolfsschanze6!

—Espere un momento, qué otra cosa hay… ¿Cómo se llamaba el sitio ese? ¿Obasalzbach?

—¡Berg! ¡Obersalzberg!

Escribió. Luego dijo:

—¡Que no! Obersalzberg6 tampoco lo querrá probablemente, ¿verdad?

Y sin esperar respuesta, continuó:

—Voy a probar con Cancillería del Reich. Eso le pega a usté. Y… sí, puede coger Cancilleríadelreich1.

—Cancillería del Reich, no —dije—, pruebe con «Nueva Cancillería. —Esa por lo menos me gustaba.

Tecleó de nuevo.

—¡Gool! —exclamó—. Eso es posible.

Luego me miró.

Seguramente yo parecía algo desmoralizado en aquel instante, en cualquier caso se vio en la obligación de decir con tono de consuelo, casi maternal:

—¡No ponga esa cara! Recibirá su correo en la Nueva Cancillería. ¡Suena de cine! —Hizo una pausa, sacudió la cabeza y añadió—: Si me permite que le diga: lo hace usted súper, de verdad. ¡Convincente a más no poder! Tengo que tener un cuidado loco para no pensar que usted vivió realmente allí…

Durante un momento ninguno de los dos dijo nada, mientras ella introducía más cosas en el ordenador.

—¿Quién supervisa todo esto, en el fondo? —pregunté entonces—… Porque ya no hay Ministerio de Propaganda.

—Nadie —dijo ella. Luego insistió, cautelosamente—: Pero… Usted lo sabe, ¿no? Es porque forma parte de su papel, ¿no? Quiero decir: que yo tenga que explicárselo todo como si alguien lo hubiera descongelado ayer.

—No le debo ninguna explicación —dije un poco más bruscamente de lo que me había propuesto—, responda a mi pregunta.

—No —dijo suspirando—, esto funciona todo de un modo bastante desordenado, mi Führer. ¡No estamos en China, oiga! ¡Allí tienen censura!

—Bueno es saberlo —dije.