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Cuando llegué por la mañana al despacho que habían puesto a mi disposición, tuve de nuevo conciencia de cuán largo era el camino que me quedaba por recorrer. Entré en una habitación de unos cinco metros por siete, y, como mucho, dos metros y medio de altura. Pensé con tristeza en mi Cancillería del Reich. Eso sí que eran espacios. Al entrar, uno tenía cierta sensación de enanez, y temblaba ante aquel poder, ante aquella avanzada civilización. No ante la magnificencia; bien entendido, eso nunca ha significado nada para mí, esa ostentación, pero en la Cancillería, cuando se recibía a alguien, a ese se le notaba que percibía, incluso físicamente, la superioridad del Reich alemán. Eso lo consiguió Speer maravillosamente: sólo en la Gran Sala de Recepción, aquellas arañas de cristal, creo que una sola pesaba una tonelada; si se hubiera desprendido del techo, el hombre de debajo habría quedado hecho puré, una papilla de huesos y sangre y de carne aplastada, y quizá habrían asomado cabellos por algún lado. A mí casi me daba miedo ponerme debajo. Naturalmente no dejaba que se me notara, pasaba por debajo de esas arañas como si nada, es cuestión de habituarse a esas cosas.

Pero ¡exactamente así debe ser!

No es tolerable que uno plante en un sitio una Cancillería que ha costado millones y millones y que luego entre alguien en ella y piense: «Pues vaya, yo me la había imaginado más grande». Esa persona no debe pensar, esa persona ha de percibirlo físicamente al momento: ¡Él no es nada, el pueblo alemán lo es todo! Un Herrenvolk, un pueblo de señores. Tiene que exhalar un aura, como el papa, pero naturalmente un papa que a la menor réplica golpea con llama y espada como Dios mismo. Entonces tienen que abrirse esas imponentes puertas de doble batiente, y por allí aparece el Führer del Reich alemán, y los visitantes extranjeros tienen que sentirse como Ulises delante de Polifemo, pero ese Polifemo tiene dos ojos. ¡A ese no se le viene con embustes!

Y también tiene una puerta, no un peñasco.

Y escaleras rodantes, uno casi cree estar en los almacenes Kaufof de Colonia. Les hice una visita poco después de la arianización, y algo había que concederle al tal Tietz: los judíos saben instalar almacenes. Pero he aquí la diferencia, también: allí el cliente había de creer que era el rey, pero cuando entraba en la cancillería, el cliente sabía que allí tenía que inclinarse, al menos en espíritu, ante una cosa más grande. Yo nunca he sido partidario de que todos los visitantes anden con la cabeza gacha y hasta se arrastren por el suelo.

El suelo del despacho puesto a mi disposición consistía en un conglomerado de tejidos de color verde oscuro, no eran alfombras sino una especie de revestimiento del piso, fabricado con un tejido de malísima calidad, como amazacotado; nadie se habría atrevido a confeccionarle con esa tela un uniforme de invierno al soldado alemán. Yo ya había visto en varias ocasiones ese tipo de suelos, al parecer era algo habitual, así que al menos no tenía que considerarlo una ofensa personal. Era sin duda un elemento constitutivo de esta época mezquina. En el futuro, me lo propuse firmemente, habría otros suelos para el trabajador alemán, para la familia alemana.

Y otras paredes.

Las paredes eran delgadas como el papel, debido probablemente a la falta de materia prima. Yo tenía una mesa escritorio, a todas luces de segunda mano, y tenía que compartir la habitación con otra mesa, destinada probablemente a la mecanógrafa que me habían prometido. Di un hondo suspiro y miré por la ventana. La ventana daba a un aparcamiento con multicolores contenedores que tenían su razón de ser en la cuidadosa separación de basuras que se hacía, también probablemente debido a escasez de materia prima. No quise elucubrar sobre cuál de esos toneles había aportado el contenido con el que, en último término, se había confeccionado aquella mísera moqueta. Luego me reí silenciosamente a la vista de la amarga ironía del destino. Si en aquel entonces este pueblo se hubiera esforzado un poco más en el momento oportuno, hoy, con las materias primas de todos los países del Este, no tendría necesidad de andar recolectando basuras. Se habrían podido arrojar descuidadamente toda clase de desechos en dos contenedores o incluso en uno solo. No salía de mi asombro, no entendía nada.

Esporádicamente aparecían ratas en el patio, alternándose con grupos de fumadores. Ratas, fumadores, ratas, fumadores, y así sucesivamente. Contemplé de nuevo mi modesta, casi mísera mesa de despacho y la pared barata, relativamente blanca, que había detrás. Uno podía colgar allí lo que quisiera, incluso un águila imperial de bronce: mejorar, no mejoraría. Ya podía estar uno contento si la pared no se derrumbaba con el peso. En el pasado tuve un despacho de cuatrocientos metros cuadrados, ahora el Führer del Reich de la Gran Alemania estaba instalado en una caja de zapatos. ¿Adónde había ido a parar el mundo?

¿Y qué había sido de mi mecanógrafa?

Miré la hora. Eran las doce y media pasadas.

Abrí la puerta y eché una mirada. No se veía a nadie excepto a una señora de mediana edad en traje de chaqueta. Se rio cuando me vio.

—¡Ah, es usted! ¿Está ensayando ya? ¡Todos sentimos mucha curiosidad!

—¿Dónde está mi secretaria?

Se detuvo un momento para reflexionar. Luego dijo:

—Estará a tiempo parcial, ¿no? Si es así probablemente vendrá sólo por las tardes. Hacia las dos.

—¡Qué me dice! —exclamé desconcertado—. ¿Y qué hago yo hasta entonces?

—No sé —dijo ella, y riendo se dio media vuelta para seguir su camino—; ¿una pequeña guerra relámpago tal vez?

—Lo tendré en cuenta —dije en tono glacial.

—¿De verdad? —Se paró y otra vez se dio la vuelta—. Pues qué bien. Me encantaría que hiciera uso de ello en su programa. ¡Aquí estamos todos embarcados en la misma empresa!

Me fui otra vez a mi despacho y cerré la puerta. Sobre ambas mesas había una máquina de escribir sin rodillo delante de un televisor puesto allí probablemente por equivocación. Decidí seguir formándome en radiotelevisión, pero no encontré la cajita de control. Qué fastidio. Agarré furioso el teléfono…, pero luego volví a poner el auricular en su sitio. No sabía con quién tendría que ponerme en comunicación la central. En ese entorno, toda aquella moderna infraestructura técnica no me aportaba absolutamente nada. Suspiré y por un momento me asaltó la angustia y el desaliento. Pero fue un instante muy breve: aparté con decisión la tentación de la debilidad. Un político saca el máximo provecho de lo que tiene a su disposición. O de lo que no tiene, como en este caso. Bueno, también podía salir a la calle y contemplar entretanto al nuevo Pueblo Alemán.

Salí a la puerta y miré alrededor. Enfrente había una pequeña zona verde, cuyos árboles de hoja caduca ya presentaban colores otoñales muy intensos. Seguían, a derecha e izquierda, otros edificios. Mi mirada fue a caer sobre una loca que llevaba a su perro de la correa, caminando por el borde de esa franja verde, y estaba recogiendo lo que este había soltado por detrás. Consideré un momento si ya estaría esterilizada, pero llegué a la conclusión de que en cualquier caso no podía ser muy representativa de Alemania. Tomé otra dirección y, al azar, tiré hacia la izquierda.

En la pared había un distribuidor automático de cigarrillos en el que seguramente se proveían los fumadores que compartían el aparcamiento con las ratas. Pasé delante de él y junto a varios transeúntes. Era evidente que mi uniforme no molestaba a nadie, eso podía deberse a que tales cosas no parecían ser tan raras por allí. Me crucé con dos hombres en uniformes de la Wehrmacht, pasablemente imitados; con una enfermera y con dos médicos. Esa acumulación de personas disfrazadas me venía muy bien; ya no aprecio tanto el llamar la atención desde que una vez, cuando salí de la cárcel, sufrí una verdadera persecución por parte de mis partidarios. Hubo que engañarlos, en el más auténtico sentido de la palabra, con pequeñas maniobras, para poder tomarme un respiro sin que me molestaran los fotógrafos. Pero en este entorno especial hasta cierto punto actuaba como yo mismo, y sin embargo de incógnito; ideal para estudiar al pueblo, porque en presencia del Führer mucha gente no se comporta con la misma naturalidad. En esos casos digo siempre: «¡Por Dios, no se moleste!», pero precisamente el hombre de la calle nunca hace caso, claro. En mi época de Múnich, la gente modesta me tenía un apego terrible. Eso aquí no me habría gustado nada. Yo quería ver al alemán auténtico, genuino, al berlinés.

Unos minutos después pasé por un edificio en obras. Hombres con casco iban y venían cansinamente; en lo esencial era igual que lo que yo conocía de mi época de miseria en Viena, cuando buscaba trabajo en las obras para ganarme el pan. Miré con curiosidad por la valla, esperaba poder ver cómo crecían las casas, pero por lo visto la técnica no había hecho demasiados progresos. En el piso superior, un capataz le echaba un rapapolvo a un muchacho joven, podría ser un estudiante obrero, un futuro arquitecto, una persona joven, llena de optimismo, como lo fui yo en tiempos. También él tenía que someterse a la violencia, pura y dura, que pesaba sobre el obrero; el mundo despiadado de las obras era hoy el mismo de antes. Ya podía aquel joven haber adquirido conocimientos de lingüística y de filosofía de la naturaleza: eso no contaba en aquel universo de cemento y acero. Por otra parte, aquello significaba también lo siguiente: la masa brutal, primitiva, seguía existiendo, yo sólo tenía que despertarla. Y la calidad de la sangre también parecía muy aprovechable.

Continuando mi paseo observé los rostros que me salían al paso. En general no había habido muchos cambios. Las medidas tomadas durante mi gobierno parece que habían surtido efecto, aunque hubiesen quedado interrumpidas. Sobre todo apenas se veían mestizos. Se veían influencias orientales relativamente fuertes, a menudo elementos eslavos en los rostros, pero eso siempre había sido así en Berlín. Lo nuevo, en cambio, era un considerable elemento turco-árabe en el panorama callejero. Mujeres con pañuelos en la cabeza, turcos de avanzada edad con chaqueta y gorra de contrabandista. Sin embargo, era evidente que no se había producido una mezcla de sangres. Los turcos tenían aspecto de turcos, no se constataba una mejoría aportada por la sangre aria, aunque los turcos tenían seguramente un considerable interés en ella. No obstante, seguía sin explicarme qué hacían por la calle tantísimos turcos. Además, a esa hora. En cualquier caso, no se trataba, al parecer, de personal de servicio importado de Turquía; prisa no se apreciaba que tuvieran. Antes bien, su modo de andar dejaba entrever cierta indolencia.

Un timbrazo me sacó de mis elucubraciones. Una campanada como la que se oye en los colegios al final de cada hora de clase o cuando termina la jornada escolar. Alcé la vista: en efecto, no lejos de allí había un centro escolar. Aceleré el paso y me senté en un banco vacío que había enfrente del edificio. Quizá se trataba de un recreo o de cualquier otra posibilidad que me permitiera observar más de cerca a la juventud. Y efectivamente del edificio salía un río de gente, pero era por completo imposible identificar con cierta precisión el tipo de colegio. Pude distinguir algunos chicos, no parecía sin embargo que también hubiera chicas de la misma edad. Las que salían del edificio parecían alumnas de primaria o ya en edad de traer hijos al mundo. A lo mejor la ciencia había descubierto un camino para evitar esos desconcertantes años de la pubertad y catapultar inmediatamente, sobre todo a las jóvenes, a una edad fértil. La idea, en el fondo, se caía por su peso, puesto que el fortalecimiento físico durante largos años de juventud sólo tiene su sentido en el varón. Los espartanos de la Grecia clásica no lo hacían de otro modo. A favor de ello hablaba también, en cualquier caso, el hecho de que las jóvenes se vistieran poniendo de relieve su cuerpo, dando a entender así de modo inequívoco su deseo de buscar pareja para fundar una familia. Por otra parte, y eso me resultó otra vez muy extraño, las menos de ellas eran alemanas. Parecía tratarse de un colegio para jóvenes turcos que estudiaban en Alemania. Ya al cabo de pocos retazos de conversación se fue configurando un cuadro sorprendente, realmente casi satisfactorio.

Pude observar, en efecto, de qué modo tan manifiesto se veía en aquellos estudiantes turcos que mis principios habían sido aceptados como correctos y transformados en directivas. A los jóvenes turcos sólo les enseñaban, eso saltaba a la vista, los conocimientos lingüísticos más elementales. Apenas se descubría una frase construida correctamente, aquello semejaba más bien una estacada lingüística, atravesada por una espiritual alambrada de espino y surcada de granadas mentales, como los campos de batalla del Somme. Lo que quedaba podía bastar a lo sumo para entenderse de modo precario, pero no para una resistencia organizada. A falta de un vocabulario suficiente, la mayor parte de las frases se completaban con amplia gesticulación; se empleaba un auténtico lenguaje mímico de acuerdo con las ideas que yo mismo había desarrollado y deseado: fue para Ucrania, ciertamente, para el territorio ruso conquistado, pero sin duda era igual de adecuada para cualquier otro grupo de población sometida. Además se había añadido, por lo visto, otra medida técnica, algo que yo, evidentemente, no había podido adivinar: al parecer, esos estudiantes turcos tenían que llevar en los oídos pequeños tapones destinados a impedir la entrada de información o de elementos del saber innecesarios. El principio era simple y parecía funcionar casi demasiado bien: algunas de esas jóvenes figuras a modo de estudiantes dirigían miradas de tal pobreza intelectual que apenas era posible imaginar qué actividad útil podrían desempeñar un día en la sociedad. En cualquier caso, la acera no la barrían ni ellos ni nadie, como pude comprobar con una rápida ojeada.

Cuando los estudiantes de ambas razas me vieron, algunos de los rostros mostraron la alegría del reconocimiento. Era evidente que los colegiales de origen alemán me conocían, seguramente por las clases de historia; los de origen turco sacaban su saber de las profundidades del aparato de televisión. Ocurrió lo que tenía que ocurrir. Me identificaron otra vez equivocadamente con el «otro señor Stromberg», tuve que firmar algunos autógrafos y hacerme varias fotografías con diversos estudiantes. El revuelo no fue exagerado pero sí tan considerable que perdí transitoriamente la visión de conjunto y casi tuve la absurda impresión de que los estudiantes alemanes se expresaban también con el mismo elemental chapurreo. Cuando vi con el rabillo del ojo a otra chiflada que, con un cuidado verdaderamente extraordinario, recogía los distintos trozos de excrementos de su perro, consideré llegado el momento de retirarme al sosiego y a la soledad de mi despacho.

Llevaba sentado unos diez minutos ante mi escritorio y contemplaba el último relevo de la guardia de fumadores y ratas cuando se abrió la puerta y entró una persona que posiblemente había dejado de pertenecer poco tiempo atrás a aquel grupo de colegialas de edad imprecisa. Pero llevaba ropa negra y larga en consonancia con sus cabellos largos, oscuros y lisos que peinaba con raya al lado. Y ciertamente, quién habría sabido apreciar mejor que yo la preferencia por lo oscuro, por lo negro incluso; su efecto, muy en especial en las SS, era de gran elegancia. Pero a diferencia de mis hombres de las SS, aquella joven era de una palidez casi inquietante, lo que llamaba especialmente la atención porque usaba una barra de labios llamativamente oscura, casi azulada.

—Pero ¡por Dios! —dije levantándome de un salto—, ¿se encuentra usted bien? ¿Tiene frío? Siéntese enseguida.

Me miró impasible, masticando chicle, sacó después los dos tapones con cordones que llevaba en los oídos y dijo:

—¿Hummm?

Empecé a dudar de la teoría de los tapones para los turcos. Aquella joven no tenía nada de asiática; en otro momento yo tendría que ir al fondo de ese asunto. Y tampoco parecía tener frío; en cualquier caso, dejó resbalar por el hombro una mochila negra y se quitó el abrigo negro de entretiempo. Debajo llevaba ropa normal, si se exceptúa sólo que era también toda de color negro.

—Vaya —dijo entonces, sin darle más vueltas a mi pregunta—, usted debe de ser el señor Hitler, digo yo.

Y me tendió la mano.

Le estreché la mano, me senté de nuevo y dije de modo algo cortante:

—¿Y usted quién es?

—Vera Krömeier —dijo—. ¡Esto es superguay! Oiga, ¿puedo hacerle enseguida una pregunta? ¿Es esto Mezod Actin?[38]

—Perdone, ¿cómo dice?

—Que sí, joper, lo que hace también ese de Niro. Y el Pachino. Mezod Actin. ¡Cuando uno está del todo metido en su papel!

—Mire, señorita Krömeier —dije con firmeza poniéndome de pie—, no sé exactamente de qué está hablando, pero decisivo es sobre todo que usted sepa de qué estoy hablando yo, y ahí…

—Ahí tiusté más razón que un santo —dijo la señorita Krömeier sacándose con dos dedos el chicle de la boca—. ¿Anda por aquí alguna papelera? En eso casi nunca piensan.

Miró en derredor, no descubrió ninguna papelera, se levantó diciendo «momento», se metió de nuevo el chicle en la boca y salió. Yo estaba un poco sin saber qué hacer en medio de la habitación. Luego volví a sentarme. Al poco rato regresó con una papelera vacía en la mano. La puso en el suelo, se sacó otra vez el chicle de la boca y lo dejó caer satisfecha en el cesto.

—Vale —dijo—. Mejor.

Luego se volvió hacia mí:

—¿Y cuáles son sus planes, jefe?

Suspiré. Así que ella también. No me quedaba sino empezar otra vez por el principio.

—En primer lugar —dije—, no hay que decir «jefe» sino «Führer». Es decir, «mi Führer», si usted quiere. Y deseo que salude como es debido cuando entre aquí.

—¿Que salude?

—¡Con el Saludo Alemán, como es natural! ¡Levantando el brazo derecho!

Comprendió, se le iluminó el rostro, y se puso de pie de un salto:

—¡¿Qué le decía yo?! ¡Eso es, sí, eso exactamente! ¡Mezod Actin! ¿Quiere que se lo haga ahora mismo?

Asentí. Salió por la puerta, la cerró, llamó con los nudillos, y cuando dije «¡Adelante!» entró, levantó el brazo en vertical y gritó: «¡BUENOS DÍAS, MI FÜHRER!» Y luego añadió: «Esto hay que decirlo a gritos, ¿verdad? Lo vi una vez en una peli». Luego hizo una pausa, asustada, y vociferó: «¿O HAY QUE DECIRLO TODO A GRITOS? CON ESE HITLER GRITABAN TODOS COMO LOCOS, ¿NO?» Me miró fijamente a la cara y dijo después con voz preocupada, pero en un volumen normal:

—Lo he hecho mal otra vez, ¿a que sí? ¡Pues mire que lo siento! ¿Cogerá ahora a otra?

—No —dije tranquilizándola—, está bien. No espero perfección de ningún compañero de raza. Sólo espero que dé lo mejor, cada uno en su puesto. Y usted me parece que está en el mejor camino para conseguirlo. Pero hágame un favor, se lo ruego. ¡No vuelva a gritar!

—¡Como usted mande, mi Führer! —dijo ella. Y luego añadió—: Así es okey, ¿no?

—Sí, muy bien —la alabé—. Aunque la mano debería ir un poco más hacia delante. Al fin y al cabo no está usted saludando en una escuela de pueblo.

—Como usted mande, mi Führer. ¿Y ahora qué hacemos?

—Primero —dije— enséñeme cómo se maneja este televisor. Luego quite de su mesa el suyo, aquí no le pagan para que vea la televisión. Y luego necesitamos una máquina de escribir decente para usted. No cualquier aparato, necesitamos el tipo de letra Antiqua 4 mm, y lo que escriba para mí lo escribe con un interlineado de un centímetro. De lo contrario sólo puedo leer el texto con gafas.

—No sé escribir a máquina —dijo ella—, sólo sé con el pecé. Y si usted me lo quita, pues a ver qué hago. Pero, primero: con el ordenador sacamos todos los tamaños de letra que necesite. Y, segundo: puedo conectarle ya su ordenador.

Y entonces me presentó una de las más asombrosas conquistas de la historia de la humanidad: el ordenador.