Es una creencia errónea muy extendida que quien ha nacido para caudillo, el Führer nato, ha de saberlo todo. No ha de saberlo todo. Ni siquiera ha de saberlo casi todo, y hasta puede ocurrir que no tenga que saber nada de nada. Puede ser el más ignorante de los ignorantes. Sí, hasta ciego y sordo, tras un trágico impacto de bomba enemiga. Con una pierna postiza. O incluso sin brazos ni piernas, de manera que al formar ante la bandera hasta le resulte imposible hacer el Saludo Alemán y al cantar el himno sólo brote una amarga lágrima de los ojos sin luz. Voy aún más lejos: el Führer nato puede carecer de memoria. Ser completamente amnésico. Porque la capacidad específica del Führer no consiste en acumular una árida serie de hechos: su capacidad específica es decidir con rapidez y asumir la responsabilidad. Esto se suele tomar a chacota, conforme al viejo chiste sobre el hombre que —con ocasión de una mudanza, por ejemplo— no carga con cajones sino con «la responsabilidad». Pero en el estado ideal, el Führer se encarga de que cada persona actúe con eficacia en el lugar adecuado. Bormann no era un líder nato, sino un maestro en el arte de pensar y recordar. Lo sabía todo. A sus espaldas, muchos le llamaban «el fichero del Führer»; eso siempre me emocionaba, no habría podido desear mejor confirmación de mi política. Era, en cualquier caso, un cumplido mucho mayor que los que he recibido por Göring («el globo cautivo del Führer»).
En último término fue ese saber, esa habilidad para separar lo útil de lo carente de sentido, lo que me capacitó para prescindir de la pérdida de un Bormann y aprovechar las posibilidades que podía ofrecerme aquella productora. Era absurdo querer resolver yo solo el problema de un empadronamiento oficial, por eso puse la regulación de mi precaria situación documental en manos de alguien que disponía seguramente de mayor capacidad de maniobra en sus relaciones con las autoridades locales: Sensenbrink. Este dijo al momento:
—Por supuesto que podemos encargarnos de ello nosotros. Usted se ocupa de su programa, todo lo demás corre de nuestra cuenta. ¿Qué necesita?
—Pregunte a esa señora Krytschwyx o como se llame. Supongo que un documento de identidad. Y no sólo eso.
—¿No tiene usted pasaporte? ¿Ni documento de identidad? ¿Cómo es posible?
—Nunca he necesitado nada de eso.
—¿No ha estado nunca en el extranjero?
—Claro que sí. Polonia, Francia, Hungría…
—Bueno, sí, pero eso pertenece a la Unión Europea…
—Y en la Unión Soviética.
—¿Y entró allí sin pasaporte?
Reflexioné un momento.
—No recuerdo que nadie me lo pidiera —respondí ateniéndome a los hechos.
—¡Qué raro! Pero ¿América? Me refiero a que, teniendo cincuenta y seis años, habrá estado alguna vez en América.
—Lo tenía cuidadosamente planeado —dije indignado—, pero luego, lamentablemente, me vi obligado a posponerlo.
—Bueno, vale, sólo necesitamos sus documentos, entonces alguno de nosotros podrá sin duda encargarse de tramitarlo todo con los despachos oficiales y con los seguros.
—Ese es el problema. No hay documentos.
—¿Que no tiene documentos? ¿Ninguno? ¿Tampoco en casa de su novia? ¿O sea, en su casa?
—Mi último hogar —dije con abatimiento— fue pasto de las llamas.
—Pero… Hummm… ¿Lo dice en serio?
—¿Ha visto usted cómo quedó la Cancillería del Reich?
Se echó a reír.
—¿Tan horrible fue?
—No sé qué tiene de divertido —dije—; fue horrible.
—Bueno, vale —dijo Sensenbrink—, yo no soy un experto, pero algunos documentos sí que harán falta. ¿Dónde ha estado empadronado antes? ¿O asegurado?
—Siempre he tenido cierta aversión a las burocracias —dije—, y he preferido establecer yo mismo las leyes.
—¡Ufff! —suspiró Sensenbrink—. La verdad es que nunca he tenido un caso así. Bueno, ya veremos lo que conseguimos. Pero lo que sí necesitamos absolutamente es su verdadero nombre.
—Hitler —dije—, Adolf Hitler.
—Mire, realmente comprendo muy bien su situación. Atze Schröder[35] hace exactamente igual que usted, él también quiere que lo dejen en paz fuera del escenario, y precisamente con un tema tan delicado está claro que uno, como artista, debería ser muy prudente. Pero ¿lo ven también así las oficinas estatales?
—Los detalles no me interesan…
—Me lo creo —rio Sensenbrink, en mi opinión con cierta condescendencia—. Usted es para mí el auténtico artista. Pero sería más fácil, de verdad. Mire, contributivamente no es problema alguno. Hacienda es la única oficina a la que eso le da perfectamente igual, esos gravan con impuestos incluso a ilegales, con esos puede usted incluso convenir el pago en efectivo. Y en cuanto al modo de realizar nosotros los pagos, por supuesto que podremos ayudarle a gestionar la cuenta corriente, si a usted no le importa, así que lo de los bancos no sería tan importante de momento. Pero las oficinas de empadronamiento o la seguridad social: no sé si ahí lo vamos a conseguir.
Noté que ahora aquel hombre necesitaba apoyo moral. No se debe pedir demasiado a la tropa. Al fin y al cabo no ocurre todos los días que el canciller del Reich, dado por muerto hace largo tiempo, se mueva por el país vivito y coleando.
—Tiene que ser difícil para usted —dije con indulgencia.
—¿El qué?
—Bueno, seguramente no se tropieza usted a menudo con alguien como yo.
Sensenbrink se rio sin inmutarse.
—Claro que sí. Al fin y al cabo es nuestro oficio.
Su flema era tan sorprendente que tuve que insistir:
—¿Así que hay más como yo?
—Oiga, usted sabe sin duda mejor que nadie que en su ramo hay barbaridad de gente… —dijo Sensenbrink.
—¿Y los mete a todos en la televisión?
—¡Cuánto trabajo tendríamos! No, sólo contratamos a aquellos en los que tenemos fe.
—Eso está muy bien —le apoyé—, hay que luchar por la causa con una fe realmente fanática. ¿Entonces tiene también a Antonescu?[36] ¿O al Duce?
—¿A quién?
—Ya sabe: a Mussolini.
—¡No! —dijo Sensenbrink de modo tan terminante que pude oír a través del auricular cómo sacudía la cabeza—. ¿Qué íbamos a hacer con un Antonini? A ese no lo conoce nadie.
—¿O a Churchill? ¿A Eisenhower? ¿A Chamberlain?
—¡Ah, ahora comprendo adónde quiere ir a parar! —lanzó Sensenbrink por el teléfono—. No, ¿qué gracia tendría eso? Eso no hay quien lo venda, no, no, usted lo hace perfectamente tal como lo hace. Nos quedamos con una sola figura, nos quedamos con nuestro Hitler.
—Muy bien —le alabé. Y enseguida volví a insistir—: ¿Y si va y llega Stalin mañana?
—Olvídese de Stalin. —Ahí me aseguró su fidelidad—. Nosotros no somos el History Channel.
Ese era el Sensenbrink que yo quería oír. El Sensenbrink fanático, despertado a la verdad por el Führer. Y no puedo dejar de subrayar, precisamente aquí, qué importante es esa voluntad fanática.
Concretamente el desarrollo, no siempre carente de problemas, de la última guerra mundial lo puso de manifiesto con máxima claridad. Como es natural, hay personas que dicen al llegar a este punto: pero ¿fue de verdad la falta de voluntad fanática la causante de que, después de la Primera Guerra Mundial, también la siguiente tuviese un final desfavorable? ¿No fue tal vez otra la causa? ¡Quizá no hubo suficiente material humano de refuerzo! Todo eso es posible, tal vez incluso cierto, pero al mismo tiempo es síntoma de una vieja enfermedad alemana, a saber: buscar siempre la falta en detalles nimios y pasar por alto, sin más, los grandes y claros nexos causales.
Sí, por supuesto, no se puede negar que hubo cierta inferioridad numérica de la tropa en la última guerra mundial. Sin embargo, esa inferioridad no fue en absoluto decisiva; al contrario, el pueblo alemán habría prevalecido frente a una superioridad enemiga mucho mayor aún. Sí, yo lamenté la falta de una mayor superioridad enemiga al principio de los años cuarenta, hasta sentí un poco de bochorno. Federico el Grande, por ejemplo: ¡qué inferioridad tenía aquel hombre! ¡Por cada granadero prusiano había doce enemigos! Y en Rusia, por cada soldado de tropa había tres o cuatro.
Bueno, después de Stalingrado, la superioridad enemiga estaba ya, en efecto, claramente más en consonancia con el honor de la Wehrmacht. El día del desembarco aliado en Normandía, el enemigo avanzó con 2600 bombarderos y 650 aviones de caza; por su parte, la Luftwaffe contaba —si recuerdo bien— con dos aviones de caza: en un caso como este, la relación de fuerzas sí se puede calificar de honrosa. En tales situaciones me adhiero de corazón a la opinión del ministro doctor Goebbels, cuando le exige a un pueblo como el alemán que, si no es posible eliminar esa desventaja, la compense de otro modo, ya sea con armas mejores, con generales más avisados o, como en este caso, con la ventaja de una moral superior. Sin duda, al principio puede parecerle difícil al simple piloto de caza hacer caer del cielo tres bombarderos con cada disparo de su ametralladora, pero con una moral superior, con un espíritu indomable y fanático, ¡no hay nada imposible!
Esto es hoy tan válido como entonces. Precisamente en estos días he dado con un ejemplo que yo mismo no hubiera creído posible. Pero es verdadero en todo. Se trata de un hombre, supongo que un empleado de mi hotel, al que he podido observar varias veces cuando llevaba a cabo una actividad interesante y nueva. Aunque no es seguro que la actividad sea nueva, yo la recuerdo distinta, a saber: con una escoba o con un rastrillo. Ese hombre, en cambio, marchaba con un aparato de factura completamente nueva, un soplador-aspirador de hojas portátil. Un aparato fascinante que soplaba con una fuerza inmensa, sin duda se había hecho necesario porque la evolución, entretanto, había producido una forma más resistente de follaje.
Con ese ejemplo, por cierto, se puede comprobar muy bien que el combate racial no ha finalizado en modo alguno, que también sigue empeñado, incluso con más violencia, en la naturaleza; eso ni siquiera lo niega la prensa burguesa actual. Esta escribe de vez en cuando sobre ardillas negras americanas que desplazan a las de color pardo, tan queridas de los alemanes; sobre colonias de hormigas africanas que penetran a través de España, de balsaminas indo-germanas que se multiplican aquí. Este último hecho es desde luego ejemplar, las plantas arias exigen aquí, por supuesto con plena justificación, el espacio donde establecerse al que tienen derecho. Ese follaje nuevo, más resistente, aún no lo he podido ver, la hojarasca que había en el aparcamiento del hotel me parecía completamente normal, pero el aparato soplador se puede utilizar igual, como es lógico, contra la hojarasca habitual. Con un Königstiger se puede luchar también, no sólo contra el T-34 sino, en caso de necesidad, contra uno de los anticuados BT-7.
Cuando observé la primera vez a aquel hombre, me puso de un humor de perros. Me desperté por la mañana —serían como las nueve— debido a un ruido infernal, como si mi almohada estuviera junto a un órgano de Stalin. Me levanté furioso, corrí a la ventana, miré fuera y descubrí a aquel hombre que manejaba el aparato soplador. Al punto aumentó mi furia porque una mirada a los árboles de alrededor me hizo ver que ese día soplaba un viento muy fuerte. Era completamente absurdo, eso saltaba a la vista, querer dirigir la hojarasca, en un día así, de un sitio a otro. Primero pensé en salir disparado y, escandalizado, pedirle explicaciones, pero luego mudé de parecer. Porque yo no tenía razón.
Aquel hombre había recibido una orden. La orden decía así: soplar hojarasca. Y él ejecutaba la orden. Con una fidelidad fanática que le habría venido bien a Zeitzler[37]. Un hombre cumplía una orden. Así de sencillo era aquello. ¿Y se quejaba por eso? ¿Gritaba diciendo que aquello era absurdo con tanto viento? No, cumplía su deber metiendo ruido con ánimo valeroso y estoico. Como los fieles miembros de las SS, que sin tener en cuenta la gran carga que suponía para ellos cumplieron su tarea por millares aunque también habrían podido rezongar: «¿Qué hacemos con tantísimos judíos? ¡Todo esto es absurdo, nos llegan a un ritmo tan acelerado que no damos abasto para enviarlos a las cámaras de gas!»
Aquello me emocionó; me vestí deprisa, salí, me acerqué a él, le puse la mano en el hombro y dije: «Buen amigo, quiero darle las gracias. Yo lucho por hombres como usted. Porque sé que de esta máquina sopladora, sí, de cada máquina sopladora sale el hálito ardiente del nacionalsocialismo».
Exactamente esa es la voluntad fanática que necesita este país. Y un poco de eso esperaba yo también haber despertado en Sensenbrink.