Era asombroso cómo mi vestimenta habitual contribuía a que la gente me reconociera mejor. Ya al montarme en el coche de alquiler, el chófer me saludó jovialmente y con familiaridad.
—¡Qué hay, jefe! ¿De nuevo por aquí?
—Así es. —Asentí con la cabeza y le di la dirección.
—¡Correcto!
Me recliné en el asiento. Yo no había encargado ningún coche de alquiler especial, pero si aquel era un modelo corriente, era comodísimo.
—¿Qué coche es este? —pregunté de pasada.
—¡Un Mercéeh!
Me vino una oleada de recuerdos nostálgicos, un súbito sentimiento de maravillosa seguridad. Pensé en Núremberg, en las brillantes asambleas generales del partido, el viaje por la esplendorosa ciudad antigua, el viento del verano tardío, o del temprano otoño, que, como un lobo, rondaba en torno a la visera de mi gorra.
—Yo también tuve uno —dije absorto en mis recuerdos—, un cabriolé.
—¿Y qué tal? —preguntó el chófer—. ¿Tira bien?
—No tengo carnet de conducir —dije espontáneamente—, pero Kempka[26] no se quejaba nunca.
—¡Un Führer que conduce al pueblo y que no tiene carnet de conducir! —El chófer se reía a carcajadas—. ¡El chiste es cojonudo!
—Pero viejo.
Se produjo una breve pausa en la conversación. Luego el chófer reanudó la charla:
—Y qué, ¿lo tiene aún? El coche. ¿O lo vendió?
—A decir verdad no sé lo que ha sido de él —dije.
—Una pena —dijo el chófer—. ¿Y qué hace usté en Berlín? ¿Jardín de invierno? ¿El gallo rojo?
—¿El gallo rojo?
—Sí, hombre, ¿en qué cabaré? ¿En qué escenario? ¿Dónde actúa?
—Tengo la intención de hablar en breve por radiotelevisión.
—Lo que me imaginaba —dijo el chófer con una sonrisa que me pareció satisfecha—. Así que otra vez planes por todo lo alto, ¿no?
—Los planes los forja el destino —dije con voz firme—, yo sólo hago lo que se debe hacer, ahora y en el futuro, para el bien de la nación.
—¡Es usted fenomenal, oiga!
—Lo sé.
—¿Le gustaría hacer una pequeña visita a sus antiguos lugares de trabajo?
—Después, quizá. No quisiera llegar tarde.
Ese había sido, al fin y al cabo, el motivo de haber pedido un coche de punto. Debido a mis limitados medios económicos, había ofrecido dirigirme a pie o en tranvía al edificio de la productora, pero Sensenbrink, contando con los imponderables y con los posibles atascos, había insistido en pedir un coche de alquiler.
Miré por la ventanilla para reconocer algunas zonas de la capital del Reich. No era fácil, también porque el chófer evitaba las grandes arterias para avanzar mejor. Apenas se veían edificios antiguos; satisfecho, asentí varias veces con la cabeza. Parecía evidente que al enemigo, en efecto, no le había quedado prácticamente nada. Había que averiguar aún cómo era posible que, pasados apenas setenta años, hubiera otra vez allí tanta ciudad. ¿No esparció Roma sal por todo el suelo de Cartago, una vez conquistada la ciudad? Yo, en cualquier caso, habría esparcido en Moscú trenes enteros cargados de sal. ¡O en Stalingrado! Por otra parte, Berlín, desde luego, no era una huerta. El hombre creativo, por supuesto, puede construir un coliseo sobre un suelo salado; visto sólo desde el punto de vista de la técnica arquitectónica y de la estática de los edificios, una cantidad de sal esparcida en el suelo es incluso completamente irrelevante. Y también era probable, claro, que el enemigo hubiera estado lleno de consternación ante las ruinas de Berlín como estuvieron los avaros ante las de Atenas. Y que luego, en un desesperado esfuerzo por salvar la civilización, reconstruyera la ciudad de la mejor manera que podían hacerlo unas razas de segunda y tercera clase. Porque ya a primera vista, para los habituados ojos del experto, no había duda alguna de que lo que allí se había construido era en su mayor parte de inferior calidad. Un conjunto horriblemente monótono, que aún resultaba peor porque en todas partes había las mismas tiendas. Primero pensé que dábamos vueltas en redondo, hasta que me di cuenta de que había docenas de cafés del señor Starbuck. Ya no había aquella diversidad de panaderías, por doquier se veían las mismas carnicerías, hasta encontré varios «Servicio de limpieza relámpago Yilmaz». Los edificios correspondientes eran del mismo aburrido porte.
El de la productora no constituía una excepción. Apenas era posible imaginar que dentro de quinientos o mil años la gente se detuviera llena de admiración delante de ese bloque, o más bien bloquecito. Me llevé incluso un verdadero desengaño. La casa era una especie de antigua fábrica, aquella «productora» de tanta envergadura no parecía valer gran cosa.
Una joven rubia, un poco demasiado maquillada, vino a buscarme a la recepción y me llevó a la sala de reuniones. No quise ni imaginarme cómo sería la tal sala. Las paredes estaban desnudas, revestidas de hormigón puro, pero interrumpidas a trechos por obra de albañilería con ladrillos desnudos. Puertas no había prácticamente ninguna, de vez en cuando se tenía la perspectiva de algunas salas grandes en las que varias personas, a la luz de unos tubos fluorescentes, trabajaban ante pantallas de televisión. Quien viera todo aquello pensaría que las últimas obreras de la fábrica de munición habían abandonado las instalaciones cinco minutos antes. Los teléfonos sonaban incesantemente. De pronto comprendí por qué el pueblo se veía obligado a gastar una fortuna en tonos de llamada: para que en ese campo de trabajos forzados se supiera al menos cuándo sonaba el teléfono propio.
—Supongo que todo esto es por causa de los rusos —conjeturé.
—Pues sí, si usted quiere… —dijo la joven sonriendo—. Pero seguramente habrá leído que, por desgracia, no han querido asociarse. Ahora tenemos la plaga de la langosta irano-americana.
Suspiré. Lo que siempre había temido. Sin espacio vital, sin suelo que alimentara al pueblo con pan, entonces, claro, había que comer langostas, como el último negro. Miré enternecido a aquella joven que, infatigable y con paso elástico, caminaba a mi lado. Me aclaré la garganta, pero me temo que se notó un poco mi emoción cuando le dije:
—Es usted muy valiente.
—Desde luego —dijo sonriente—, no quiero tener este puesto subalterno toda mi vida.
Claro. «Puesto subalterno». Tenían que prestar servicios auxiliares, para los rusos. No pude explicarme de buenas a primeras cómo ocurría eso en este mundo nuevo, pero no podía ser más típico de aquella escoria de la humanidad. No quería imaginar en qué podrían consistir esos «servicios auxiliares» bajo el yugo bolchevique. Me detuve de golpe y la agarré por el brazo.
—¡Míreme! —dije. Y cuando se volvió hacia mí un poco sorprendida, la miré fijamente a los ojos y añadí con solemnidad—: Le prometo firmemente que tendrá el porvenir que corresponde a su origen. ¡Trabajaré personalmente con todas mis fuerzas para que usted y todas las mujeres alemanas no sigan sirviendo mucho tiempo a esas gentes inferiores! Le doy mi palabra, señorita…
—… Özlem —dijo.
Sigo recordando hoy aquel momento como algo bastante desagradable. Durante una fracción de segundo, mi cerebro buscaba explicaciones de cómo una honrada muchacha alemana podía apellidarse Özlem, pero no encontré ninguna, claro. Le quité la mano del brazo y me di abruptamente la vuelta para continuar andando. Por mí habría dejado plantada allí sin más a aquella pérfida: tan engañado, tan estafado me sentía. Lamentablemente, no conocía el camino. Por tanto, la seguí en silencio, pero determiné ser aún más precavido en esta nueva época. Esos turcos no sólo estaban omnipresentes en el negocio de los establecimientos de limpieza, sino también, como por brujería, en todas partes.
Cuando entramos en la sala de reuniones, Sensenbrink se levantó, vino a mi encuentro, y me guio, por así decirlo, a través del interior de la sala, en la que estaba sentado un grupo en torno a una mesa relativamente larga, formada por elementos más pequeños. Reconocí también a Sawatzki, el que había reservado el hotel. Aparte de él había como media docena de hombres más bien jóvenes, vestidos con trajes sastre, y una mujer que sería probablemente la tal «Bellini». Tendría unos cuarenta años, el pelo negro, debía de ser de Tirol del Sur, y ya al entrar en la sala lo noté: aquella mujer mandaba más que todos los otros pánfilos juntos. Sensenbrink trató de dirigirme, agarrándome el brazo, al otro extremo de la mesa, donde, como vi mirando de reojo, habían improvisado una especie de tablado o podio. Al separarme con un ligero movimiento del brazo él se quedó empujando el vacío. Me dirigí con paso firme a la señora, me quité la gorra y la sujeté bajo el brazo.
—Esta es… La señora Bellini —dijo Sensenbrink de modo totalmente innecesario—, Executive Vice President de Flashlight. Señora Bellini, le presento a nuestra promesa recién descubierta, al señor…, hummmm…
—Hitler —completé aquel indigno balbuceo—, Adolf Hitler, canciller del Reich de la Gran Alemania, retirado.
Me dio la mano, que, con una inclinación no muy pronunciada, me acerqué a la boca para insinuar un beso. Luego me enderecé de nuevo.
—Señora, encantado de conocerla. ¡Cambiemos todos juntos a Alemania!
Sonrió, algo desconcertada, eso me pareció, pero yo ya conocía mi indudable efecto en las mujeres. Es prácticamente imposible para una mujer no sentir nada cuando cerca de ella se encuentra el comandante en jefe del ejército más poderoso del mundo. Para no ponerla sin necesidad en un apuro, me volví con un «¡Caballeros!» al resto del grupo; finalmente, me dirigí de nuevo a Sensenbrink:
—Bueno, querido Sensenbrink, ¿qué asiento me tiene asignado?
Sensenbrink señaló una silla al otro extremo del grupo allí reunido. Ya había contado con algo así. No era la primera vez que algunos señores de una determinada industria se decidían a considerar qué peso real tenía el futuro Führer de Alemania. Bien, yo quería mostrarles ese peso: pero era dudoso que ellos supieran levantarlo en alto.
En la mesa había café, tazas, botellitas de zumo y de agua, además de una jarra de agua, por la que opté. Luego permanecimos sentados un minuto.
—Bueno —dijo Sensenbrink—, ¿qué nos ha traído hoy?
—A mí —dije.
—No, entiéndame: qué nos va a presentar hoy.
—¡Yo ya no digo nada sobre Polonia! —intervino Sawatzki sonriendo.
—Bien —dije—, eso nos hará avanzar a todos. Creo que la cuestión está clara: ¿cómo pueden ustedes ayudarme a ayudar a Alemania?
—¿Y cómo quiere ayudar usted a Alemania? —preguntó la señora Bellini, haciéndome a mí y a los otros circunstantes un extraño guiño con los ojos.
—Pienso que todos saben, en el fondo de su alma, lo que necesita este país. De camino hacia aquí he visto las dependencias en las que ustedes se ven obligados a trabajar. Esas naves de almacén en las que ustedes y sus compañeros han de trabajar como esclavos. Speer[27] tampoco se andaba con chiquitas cuando se trataba de hacer trabajar con eficiencia a los obreros extranjeros, pero esta estrechez…
—Son oficinas de espacios abiertos —dijo uno de los hombres—, las hay en todas partes.
—¿Quiere decir tal vez que ha sido idea suya? —insistí.
—¿Qué significa eso de «idea mía»? —dijo él, riendo y mirando alrededor—, mi opinión es que lo hemos decidido entre todos…
—Lo ve usted —dije, me levanté y me dirigí directamente a la señora Bellini—, ese es mi tema. Hablo de responsabilidad. Hablo de decisiones. ¿Quién ha instalado aquí esas jaulas de masas? ¿Ha sido él? —Y señalé al señor de quien no había sido la idea—. ¿O él? —Ahora fijé la vista en el vecino de Sensenbrink—. O el señor Sawatzki: ahí tengo serias dudas. No lo sé. Mejor aún: los mismos señores no lo saben. ¿Y qué van a hacer sus propios trabajadores si en el lugar de trabajo no entienden lo que ellos mismos dicen? ¿Si tienen que gastar un dineral en tonos de teléfono sólo para que su teléfono pueda distinguirse del teléfono del vecino? ¿Quién es el responsable? ¿Quién ayuda al trabajador alemán en su desamparo? ¿A quién recurrirán? ¿Ayuda el jefe inmediato? No, porque ese envía a la gente a ese otro, y ese a su vez a aquel otro. ¿Y es un caso aislado? No, no es un caso aislado sino una insidiosa enfermedad que se propaga por doquier en Alemania. Si compra usted hoy una taza de café, ¿sabe quién es el responsable de ella? ¿Quién hace ese café? Este señor —y otra vez señalé con el dedo al señor de quien no había sido la idea—, este señor cree, por supuesto, que es el señor Starbuck. Pero usted, señora Bellini, y yo sabemos: ese Starbuck no puede hervir café en todas partes al mismo tiempo. Nadie sabe de quién proviene ese café, sabemos sólo que no ha sido Starbuck. Y si usted va al tinte, ¿sabe quién ha limpiado su uniforme? ¿Quién es ese supuesto Yilmaz? Mire, por eso necesitamos un cambio en Alemania. Una revolución. Necesitamos responsabilidad y fuerza. Un Führer para el país que tome decisiones y que responda de ellas, con el alma y con la vida, con todo. Porque si quiere usted atacar Rusia, ni siquiera puede decir: oh, eso en cierto sentido lo hemos decidido todos juntos, como diría este compañero. ¡Ahora nos sentamos todos juntos y votamos levantando la mano si ponemos cerco a Moscú! Eso es también de una maravillosa comodidad, y si la cosa fracasa, el fracaso es de todos, o, mejor aún: del pueblo, porque nos ha votado. No, Alemania tiene que saberlo de nuevo: lo de Rusia, no fue el comandante Brauchitsch[28], no fue el general Guderian, no fue Göring, fui yo. Las autopistas: eso no fue cualquier chiquilicuatro, fue el Führer. ¡Y así tienen que ser las cosas de nuevo en todo el país! Cuando uno come un panecillo por la mañana, sabe que ha sido el panadero. Si usted invade mañana el resto de Chequia, sabe que ha sido el Führer.
Con esto, volví a tomar asiento.
A mi alrededor se había hecho el silencio.
—Eso…, no es divertido —dijo el vecino de Sensenbrink.
—Eso asusta —dijo el señor de quien no había sido la idea.
—Les había dicho que era bueno —dijo Sensenbrink orgulloso.
—De alucine… —añadió Sawatzki, el que había reservado el hotel, pero no quedaba claro lo que quería decir.
—Imposible —dijo con decisión el vecino de Sensenbrink.
La señora Bellini se levantó. Inmediatamente las cabezas se volvieron hacia ella.
—El problema es —dijo— que ya sólo os gusta el humor de un Mario Barth[29].
No dejó caer en saco roto ese comentario. Luego tomó de nuevo la palabra, que de todos modos, aparte de ella, nadie quería tomar de momento.
—Sólo os dais cuenta de que el contenido es bueno cuando el tipo que está ahí arriba en el escenario sonríe más que el público que está aquí abajo. Observad un poco el panorama de nuestro humor en televisión: nadie puede decir una agudeza sin medio caerse de risa para que todos noten dónde está la agudeza. Y si alguien conserva hasta cierto punto la serenidad, entonces ponemos carcajadas de fondo.
—Pero eso ha dado buenos resultados —dijo uno que hasta ese momento no había abierto la boca.
—Puede ser —dijo la señora, por la que yo empezaba a sentir respeto—, pero ¿qué vendrá después? Creo que hemos llegado a un punto en el que el público acepta tales cosas porque es lo que hay. Y el primero que ponga el nuevo y decisivo acento es el que, a largo plazo, dejará atrás a la competencia. ¿No es así, señor… Hitler?
—Decisiva es la propaganda —dije—. Tienen ustedes que enviar un mensaje distinto al de los demás partidos.
—Oiga —dijo ella—: usted no ha preparado esto, ¿verdad?
—¿Para qué? —dije—. El fundamento granítico de mi cosmovisión lo elaboré hace un tiempo suficientemente largo. Eso me pone en situación de confrontar con mis conocimientos cualquier aspecto del acontecer mundial y sacar de ello las conclusiones adecuadas. ¿Cree usted que el caudillaje se aprende en sus universidades?
Ella golpeó la mesa con la palma de la mano.
—Está improvisando —afirmó radiante—, lo dice sobre la marcha, así, sin más. ¡Y sin alterar un músculo de la cara! ¿Saben ustedes lo que eso significa? Eso significa que no ocurrirá que tras dos emisiones no sepa ya qué decir. Ni que empezará a vociferar pidiendo más autores: ¿me equivoco, señor Hitler?
—Yo no permito que esos llamados autores se entrometan en mi trabajo. Mientras yo escribía Mi lucha, Stolzing-Cerny[30] muchas veces…
—Comprendo poco a poco lo que quieres decir, Carmen —dijo ahora el señor del que no había sido la idea, y se echó a reír.
—… Y lo ponemos como contrapunto —dijo la señora Bellini— donde más llame la atención. Tendrá un programa permanente con Alí Wizgür.
—Pues estará encantado —dijo Sawatzki.
—Ese más vale que se fije en sus cuotas —dijo la señora Bellini—, dónde están ahora, dónde estaban hace dos años…, y dónde estarán pronto.
—¡La Segunda Cadena puede ir preparándose para lo que se le viene encima!
—Deberíamos tener una sola cosa muy clara —dijo la señora Bellini, y de pronto me miró muy seria.
—¿Cuál es?
—Estamos de acuerdo en que el tema «judíos» no es divertido.
—En eso tiene usted toda la razón —me adherí a su opinión, casi con alivio. Allí había por fin alguien que sabía de lo que hablaba.