La primera mañana que pasé en mi nuevo alojamiento fue para mí, aun teniendo en cuenta los hechos excitantes que habían ocurrido antes, una de las más fatigosas de mi vida. La gran reunión en el domicilio de la productora se había retrasado, lo que no me vino mal, ya que no era tan osado como para creer que no necesitaba, y en considerable medida, ponerme al día en todo lo relativo a la actualidad. Pero una casualidad me abrió una nueva fuente de información: el aparato de televisión.
La forma del aparato había cambiado tanto desde los primeros diseños de 1936 que de entrada, sencillamente, no lo reconocí. Al principio supuse que la pantalla plana y oscura que había en mi habitación era una especie de curiosa obra de arte. Pero luego conjeturé que debido a su forma plana serviría para colgar, sin arrugas, mi camisa por la noche; la verdad es que en esta época moderna, debido a los nuevos conocimientos o a la afición por las formas extrañas, había que habituarse a muchas cosas. Por ejemplo, se consideraba tolerable no ofrecer al huésped un cuarto de baño, sino instalarle en la habitación una especie de aseo empotrado; en él no había bañera, y la ducha, en forma de cabina de cristal, quedaba más o menos dentro de la habitación. Durante varias semanas seguí tomando aquello por un signo de modestia, más aún, de la pobreza de mi habitación, hasta que me enteré de que en los ambientes de la arquitectura actual esas cosas eran signo de originalidad y progreso. Por eso fue también una casualidad la que me llevó a fijar mi atención en el televisor.
Había olvidado colgar el letrero en la puerta de la habitación y una mujer de la limpieza entró cuando estaba dedicado a mi bigote delante del aseo empotrado. Cuando me di la vuelta sorprendido, ella se disculpó, dijo que volvería más tarde, y al salir fijó la mirada en el aparato sobre el que estaba colgada mi camisa.
—¿Le pasa algo al televisor? —preguntó, y antes de que pudiese responder, cogió una cajita y conectó el aparato. Este mostró al momento una imagen que ella cambió varias veces pulsando los botones de la cajita.
—Pues sí funciona —dijo satisfecha—, ya pensaba que…
Entonces se marchó y me dejó lleno de curiosidad.
Quité con cuidado la camisa del aparato. Luego eché mano de la cajita.
De modo que así eran ahora los aparatos de televisión. Era negro, no tenía interruptores, botones, nada. Cogí la cajita, pulsé al azar el uno, y el aparato se puso en marcha. El resultado fue frustrante.
Vi un cocinero que picaba verduras. No podía creerlo: ¿se desarrollaba y utilizaba una técnica tan avanzada para acompañar a un ridículo cocinero? Bueno, no podía haber juegos olímpicos cada año, ni tampoco a cada hora del día, pero en algún lugar de Alemania o incluso del mundo tenía que haber algo más relevante que aquel cocinero. Poco después vino a añadirse una mujer que, admirada, conversaba con el cocinero sobre su verdura picada. Me quedé con la boca abierta. El Pueblo Alemán había recibido de la providencia el regalo de tan maravillosa, de tan grandiosa posibilidad de propaganda, y él lo desaprovechaba elaborando anillos de puerros. Estaba furiosísimo, en un primer momento me habría gustado tirar por la ventana el aparato entero, luego, no obstante, me di cuenta de que la cajita tenía muchos más botones de los que hacían falta si uno se limitaba a conectar y desconectar. Así que pulsé el número dos, y al punto desapareció el cocinero para dar paso enseguida a otro cocinero que analizaba con gran orgullo la diferencia entre dos variedades de nabos. Otra pánfila, tan memorable al menos como la del primer cocinero, estaba al lado del segundo, y contemplaba con asombro la sabiduría de aquel mago de las hortalizas. Exasperado, pulsé el tres. No era así como yo me había imaginado este mundo nuevo, moderno.
El cocinero de los nabos desapareció cediendo el paso a una mujer gorda, que estaba asimismo junto a un fogón. Aquí, sin embargo, el trabajo de cocinar era más bien accesorio, la mujer tampoco dijo lo que iba a poner de comida, sino que con el dinero de que disponía no tenía ni para empezar. Eso, después de todo, era una buena noticia para un político: así pues, en los últimos sesenta y seis años la cuestión social no había encontrado aún solución. Bueno, no se podía esperar otra cosa de esos charlatanes demócratas.
Por una parte, era asombroso que la televisión se ocupara tan ampliamente de eso: comparada con una carrera final de cien metros, aquella gorda quejumbrosa era desde luego poco fecunda en acontecimientos. Por otra parte, me sentí aliviado porque por fin nadie prestaba mayor atención al proceso del guiso, y la que menos la misma gorda. Toda su solicitud era para una persona joven de desastrada apariencia que se acercaba a ella por un lateral, decía algo que sonaba como «grmmmms» y respondía al nombre de Menndi. Menndi —eso explicaron— era la hija de la mujer gorda, y acababa de perder un puesto de aprendiz. Mientras yo seguía asombrado de que a la tal Menndi le hubiera ofrecido alguien un aprendizaje, oí que rechazaba, por ser pura «bazofia», la comida de aquella olla. Sin salir de mi asombro, pasé a otra emisora en la que un tercer cocinero picaba carne y explicaba cómo tenía agarrado el cuchillo, y por qué. También le habían puesto como ayudante a una empleada de la televisión, joven y rubia, que con cara de admiración hacía gestos de asentimiento. Desanimado, desconecté el aparato y tomé la decisión de no volver a acercarme y, en cambio, hacer un nuevo intento con la radio, pero después de escudriñar cuidadosamente la habitación comprobé que no había.
Si hasta en aquel modesto alojamiento no había radio sino únicamente un aparato de televisión, entonces era inevitable concluir que el aparato de televisión había pasado a ser el medio más importante de los dos.
Consternado, me senté en la cama.
Admito que en tiempos pasados me sentí orgulloso porque, tras haber hecho indagaciones largo tiempo por cuenta propia, logré poner en evidencia con fulminante claridad, en cualquiera de sus disfraces, las retorcidas mentiras judías que propaga la prensa. Pero ahora ya no me servía mi habilidad. Ahora sólo había verborrea en la radio y cocineros en la televisión. ¿Qué verdad iban a mantener oculta?
¿Había nabos mentirosos?
¿Había puerros mentirosos?
Sin embargo, si ese era el medio de comunicación de la época —y de eso no cabía la menor duda—, no me quedaba otra opción. Tenía que aprender a entender el contenido de ese televisor, tenía que empaparme de él, aunque en lo intelectual fuese de tan pocos recursos y tan repugnante como la comida de la olla de la mujer gorda. Decidido, me levanté, llené de agua una jarra en el aseo empotrado, cogí un vaso, bebí un trago y, así pertrechado, me senté ante el aparato.
Volví a conectarlo.
En el primer canal, el cocinero de los puerros ya había terminado de guisar, y en su lugar un hortelano, ante la admiración de una empleada de la televisión que asentía con la cabeza, hablaba de babosas y de la mejor manera de combatirlas. Eso era sin duda de considerable importancia para la alimentación del pueblo, pero ¿como contenido de un programa televisivo? Puede que también me pareciera tan superfluo porque pocos segundos después otro hortelano hacía saber las mismas cosas con palabras casi idénticas, pero en otro canal y en el lugar del cocinero de los nabos. Surgió en mí entonces cierta curiosidad por saber si también la mujer gorda había pasado entretanto al huerto para enfrentarse no con la hija sino con las babosas. Pero no fue así.
Por lo visto, el televisor se había enterado de que yo había estado viendo otros programas, en cualquier caso un locutor resumió para mí lo ocurrido hasta ese momento. Menndi —según el balance del locutor— había perdido su puesto de aprendiz y no quería consumir la comida de su madre. La madre estaba triste. Al mismo tiempo aparecían las escenas que había visto ya un cuarto de hora antes.
—¡Bien, de acuerdo! —dije en voz alta para que se enterase también el aparato—. Pero no tiene usted que dar tanto detalle, no tengo demencia senil.
Seguí buscando en el aparato ahora ya casi con la rutina de un experto, y enseguida me detuve, sorprendido.
Ante mí estaba sentado un hombre que leía un texto que parecía contener una especie de noticias, aunque eso no podía asegurarse de modo concluyente. Porque mientras el hombre estaba sentado a una mesa escritorio y daba una serie de noticias, pasaban constantemente por la pantalla bandas escritas: algunas llevaban números, otras, textos, como si lo que decía el locutor fuese en definitiva tan poco importante que se pudieran al mismo tiempo leer las bandas o al revés. El hecho indiscutible era que a quien quisiera abarcarlo todo le daba irremisiblemente un ataque de apoplejía. Los ojos me ardían, y cambié de programa pero aterricé en un canal que hacía lo mismo, aunque con bandas de otro color y con otro locutor. Con un supremo esfuerzo intenté asimilar lo que ocurría durante varios minutos. Al fin y al cabo parecía tratarse de algo relativamente importante, pues la actual canciller alemana había declarado o dicho o decidido algo; sin embargo, era imposible entender las palabras. Me agaché justo delante del aparato, intenté casi a la desesperada tapar con las manos ese indigno revoltijo de palabras para concentrarme en el contenido de lo que estaban diciendo, pero de continuo se entremetían nuevos despropósitos por entre casi todos los sitios imaginables de la pantalla. La hora del día, las cotizaciones en bolsa, el precio del dólar, la temperatura en los más apartados rincones del orbe terrestre, mientras la boca del locutor difundía, impasible, aspectos del acontecer mundial. Era como si a uno le llegaran las informaciones desde las profundidades de un manicomio.
Y como si aquella absurda comedia de locos no fuera suficiente, de vez en cuando un texto publicitario anunciaba, con mucha frecuencia pero siempre de sopetón, en qué empresa se podían adquirir viajes de recreo al precio más ventajoso, una afirmación que por lo demás anunciaban de forma absolutamente idéntica un gran número de empresas. Ninguna persona normal podría retener en la memoria los nombres de esas empresas, pero todos pertenecían a un grupo llamado w.w.w. Yo sólo podía esperar que tras ellos se escondiera, en último término, el nombre moderno de nuestra organización «Fuerza a través de la alegría»[24], que estructuró el tiempo libre de sesenta millones de alemanes. Por otra parte, era completamente inimaginable que un hombre tan inteligente como Ley hubiera concebido y organizado algo que, en alemán, sonaba como la tiritera de un chiquillo que sale de la piscina muerto de frío: veveve…
No sé cómo en esa situación aún pude sacar fuerzas para tener un pensamiento propio, pero de pronto me vino la inspiración: esa locura organizada era un sofisticado truco propagandístico. Era patente que el pueblo, confrontado con tan terribles noticias, no perdía el ánimo porque aquellas franjas siempre en movimiento tranquilizaban y daban a entender que lo que el locutor leía en ese momento no era tan importante como para no poder optar en la misma medida por las informaciones deportivas de debajo. Hice un gesto de aprobación con la cabeza. En mis tiempos, con esa técnica se habría podido comunicar al pueblo, de un modo como accidental, no pocas cosas. Quizá no exactamente un Stalingrado pero sí, por ejemplo, el desembarco de tropas aliadas en Sicilia. Y luego, si triunfaba la Wehrmacht, se habría hecho exactamente lo contrario: retirar al punto las bandas escritas y decir en pleno silencio: «Heroicas tropas alemanas han devuelto la libertad al Duce».
¡Eso sí que impresionaría!
Seguí buscando. Ahora mostraban a unos señores jugando al billar, que pasaba por ser un deporte. Eso se sabía, como yo ya había observado, por el nombre del canal, que estaba pegado a la imagen en una esquina superior del aparato. Otro canal traía asimismo deportes; en él, sin embargo, la cámara seguía a unos hombres que jugaban a las cartas. Si esos eran los deportes actuales, podía uno echarse a temblar en cuanto a la aptitud para el servicio militar. Por un momento pensé que Leni Riefenstahl[25] quizá habría podido sacar más partido de aquellas cosas aburridísimas que ocurrían ante mis ojos, pero hasta los grandes genios de la historia encuentran un límite para su arte.
Por otra parte, posiblemente también había cambiado la manera de hacer películas. En cualquier caso, durante mi búsqueda, pasé por varios canales que emitían algo que me recordaba ligeramente a las películas de dibujos animados de antes. Las alegres aventuras de Mickey Mouse, por ejemplo, estaban aún entre mis mejores recuerdos. Pero lo que aquí ocurría era apropiado para producir ceguera súbita. Una serie continua de trozos inconexos de conversación quedaba interrumpida por la aún más frecuente inserción de potentes explosiones.
Lo cierto es que los siguientes canales resultaban cada vez más raros. Había algunos que sólo emitían explosiones sin dibujos animados; por breves momentos me asaltó incluso la sospecha de que podía tratarse de una especie de música, antes de llegar a la conclusión de que en el fondo la finalidad de todo ello era la venta de un producto perfectamente absurdo llamado tono de llamada. No podía entender para qué se podía necesitar un sonido determinado. ¿Trabajaba toda esa gente en la rama de accesorios del cine sonoro?
Por otra parte, la venta a través del televisor no era por lo visto tan rara. Otros dos o tres canales emitían sin interrupción las charlas de vendedores ambulantes, como los de las ferias. Con la correspondiente frivolidad, aquella verborrea también quedaba contrarrestada por los textos escritos que aparecían en cada esquina del aparato. Los propios vendedores vulneraban de continuo todos los principios de una actuación seria, ni siquiera se preocupaban de tener un aspecto físico que inspirase confianza, y hasta los de edad avanzada llevaban horrendos aretes en las orejas como los gitanos. Se reconocía fácilmente que el reparto de papeles obedecía a la tradición del timo más descarado: siempre había uno que mentía como un bellaco ensalzando algo. El otro, en cambio, tenía que estar al lado con la boca abierta de puro asombro, tenía que soltar un «¡oh!» y un «¡no!» y también «pero ¡es increíble!». Era en su conjunto un perfecto paso de comedia y uno tenía continuamente unas ganas enormes de disparar contra aquella chusma con un cañón de defensa antiaérea de 8,8, de manera que a esos bribones y estafadores les saltaran, como un surtidor, sus embustes de las tripas.
Mi furia también se debía, en último término, a que yo, confrontado con esa demencia colectiva, tenía cada vez más miedo de perder la razón. ¿Quién vería por propia voluntad tales cosas? Sin duda, hombres inferiores que apenas saben leer ni escribir; pero ¿fuera de ellos? Le dije a voces al aparato que había que meter a todo ese círculo de existencias fracasadas en un campo de trabajo, de forma que el recuerdo de esos desastrosos manejos quedara eliminado, de una vez para siempre, de la sana conciencia del pueblo. Desanimado, tiré a la papelera la cajita de control.
¡Qué tarea sobrehumana me había impuesto!
Para reprimir mi cólera, al menos hasta cierto punto, decidí salir a la calle. No mucho tiempo, claro, porque no quería alejarme demasiado del teléfono, pero sí ir un momento a la limpieza relámpago para recoger el uniforme. Entré en la tienda suspirando, dejé que me saludaran con «señor Stromberg», recogí la guerrera, para mi sorpresa impecablemente limpia, y emprendí deprisa el camino de regreso. Apenas veía el momento de poder presentarme al mundo vestido otra vez como de costumbre. Pero, claro, nada más regresar, la empleada de la recepción me dijo que me habían llamado por teléfono.
—Vaya —dije—, claro. Precisamente ahora. ¿Y quién?
—Ni idea —dijo la empleada mirando distraída hacia el televisor.
—Pero bueno, ¿no ha tomado nota? —le dije impaciente y en tono imperioso.
—Ha dicho que volverá a llamar —intentó disculpar su deficiente comportamiento—. ¿Es que era importante?
—¡Se trata de Alemania! —dije lleno de indignación.
—Qué memez —dijo ella, y siguió viendo la televisión—. ¿Tiene un móvil?
—¡YO QUÉ SÉ! —grité furioso, y me dirigí abatido a mi cuarto para continuar mis indagaciones televisivas—. ¡Ellos sabrán qué les ha movido a llamarme!