Entretanto, afortunadamente, algo sucedió por fin, Cuando, hundido en mis elucubraciones, volví al quiosco de los periódicos vi que el vendedor hablaba en tono persuasivo con dos señores con gafas de sol. Llevaban trajes sastre, pero corbata no, no eran de edad avanzada, podrían tener treinta años, el más bajo de los dos era tal vez más joven aún, aunque por la distancia no podía hacerme una idea clara. A pesar de la indiscutible buena calidad de su traje, era sorprendente que el mayor no se hubiera afeitado. Cuando estuve más cerca, el quiosquero, excitado, me llamó por señas.
—¡Venga usted, venga usted!
Y dirigiéndose de nuevo a aquellos señores dijo:
—¡Este es! Es fantástico. ¡Impresionante! Con este dan ustedes sopas con honda a todos los demás.
No me apresuré. Un verdadero Führer nota en los mínimos detalles si otros tratan de hacerse con el control de una situación. Cuando otros dicen «¡deprisa, deprisa!», el auténtico Führer siempre tratará de no apresurar las cosas, de evitar una actuación equivocada por precipitación, mostrando especial circunspección justo cuando los otros sólo saben correr con desatino como gallinas ahuyentadas. Hay momentos, naturalmente, en los que la prisa es necesaria, por ejemplo cuando se está en una casa que es pasto de las llamas, o cuando uno quisiera poner cerco y embolsar, con una maniobra de pinza, a un gran número de divisiones inglesas y francesas, a fin de aniquilar hasta el último hombre. Pero esas situaciones son más raras de lo que se cree, y en la vida cotidiana la serenidad —siempre unida, como es natural, a una osada capacidad de decisión— es la que prevalece en la mayoría de las situaciones, del mismo modo que, enfrentado con el horror de las trincheras, sobrevive muchas veces quien camina por las líneas con indiferencia y fumando tranquilamente su pipa en lugar de, lloriqueando como una mujeruca, tirarse al suelo aquí o allá. Por otra parte, fumar en pipa no es garantía de salir con vida de situaciones de crisis; en la Gran Guerra también mataron, evidentemente, a fumadores de pipa, uno sería un cretino si creyera que fumar en pipa tiene alguna función protectora, además se puede estar sin pipa e incluso sin tabaco, cuando por ejemplo no se fuma, como es mi caso.
Tales eran mis pensamientos cuando el quiosquero se me acercó con impaciencia, y poco faltó para que tirase de mí, como si fuera una mula, para llevarme a la pequeña «conferencia». Quizá me resistí un poco, en efecto, al fin y al cabo yo —sin estar inseguro— me habría sentido más cómodo en mi uniforme. Pero eso ya no podía cambiarlo.
—Este es —repetía el quiosquero con impaciencia—, y estas —y entonces señaló con la mano a los dos señores—, y estas son las personas de las que le hablé.
El de más edad estaba de pie junto a uno de los pequeños veladores altos y, con una mano en el bolsillo del pantalón, tomaba café de una taza de cartón como en días anteriores había visto ya varias veces que hacían los obreros. El más joven depuso su taza, levantó sus gafas de sol hasta el nacimiento del pelo tratado con demasiada brillantina y dijo:
—Así que usted es el niño prodigio. Bueno, el uniforme aún es susceptible de mejora.
Le dirigí una mirada tan breve como superficial y me volví al quiosquero:
—¿Quién es este?
Al quiosquero le salieron unas manchas rojas en la cara cuando oyó mi pregunta.
—Estos señores son de una productora. Proveen a todas las grandes cadenas. ¡MyTV! ¡RTL! ¡Sat I! ¡Pro Sieben! ¡Todo el sector privado! Puede decirse así, ¿no?
La última pregunta iba dirigida a los dos señores.
—Puede decirse así —dijo el de más edad con un deje de superioridad. Luego sacó la mano del bolsillo, me la tendió y dijo:
—Me llamo Joachim Sensenbrink. Y este es Frank Sawatzki, trabaja conmigo en Flashlight.
—Ah —dije estrechándole la mano—. Y yo me llamo Adolf Hitler.
El más joven sonrió divertido, casi me pareció que con aire de superioridad.
—Nuestro común amigo nos ha hablado con verdadero entusiasmo de usted. Diga algo, para que le oigamos.
Y al mismo tiempo, sonriendo, se puso dos dedos sobre el labio superior y dijo con voz engolada:
—Esta-mañana-a las seis-menos cuarto-hemos-empezado a contestar-al fuego enemigo[22].
Me volví a él y le examiné de arriba abajo. Luego dejé que hubiera un breve intervalo de silencio. A menudo no se da al silencio la debida importancia.
—Vaya —dije—, de modo que quiere usted hablar de Polonia. Polonia. Bueno, bien. ¿Qué sabe usted exactamente de la historia de Polonia?
—Capital, Varsovia, invadida en 1939, reparto con los rusos…
—Eso —repliqué cortándole la palabra— es ciencia libresca. Cualquier polilla del papel puede aprenderlo. ¡Responda usted a mi pregunta!
—Pero si he…
—¡Mi pregunta! ¿No entiende el alemán? ¡Qué! ¡Sabe! ¡Usted! ¡De la historia de Polonia!
—Yo…
—¿Qué sabe usted de la historia de Polonia? ¿Conoce las vinculaciones internas de los hechos? ¿Y qué sabe sobre la mezcla de pueblos en Polonia? ¿Qué sabe sobre la llamada política polaca de Alemania después de 1919? Y ya que habla de responder al fuego enemigo: ¿sabe acaso adónde se disparaba?
Hice una breve pausa, para dejarle que respirase hondo. Al adversario político hay que arrollarlo en el momento oportuno. No cuando no tiene nada que decir sino cuando trata de decir algo.
—Yo…
—Si usted ha oído ese discurso mío, entonces seguro que sabe también cómo continúa, ¿no?
—Eso…
—Le escucho…
—No estamos aquí…
—Voy a ayudarle: «A partir de ahora…» ¿Sabe seguir ahora?
—…
—«A partir de ahora una bomba será contestada con otra bomba…» Escríbalo, a lo mejor algún día volverán a preguntarle por las grandes frases de la historia. Pero quizá sea usted mejor en cuestiones prácticas: dispone de 1,4 millones de hombres y de treinta días para conquistar todo un país. Treinta días, más no, porque, por el oeste, los franceses y los ingleses están preparándose febrilmente para la guerra. ¿Por dónde empieza usted? ¿Cuántos grupos de ejércitos forma? ¿Cuántas divisiones tiene el enemigo? ¿Dónde cree que habrá la mayor resistencia? ¿Y qué hace para que el rumano no intervenga?
—¿El rumano?
—Perdone usted, caballero. Tiene razón, por supuesto: ¿a quién le interesa el rumano? Ese general marcha naturalmente siempre a Varsovia, a Cracovia, no mira ni a derecha ni a izquierda, para qué iba a hacerlo, el polaco es un adversario fácil, el tiempo es estupendo, la tropa, excelente, pero ¡caramba!, ¿qué es eso? Nuestro ejército tiene un montón de pequeños orificios entre los omóplatos, y de esos orificios fluye sangre de héroes alemanes, porque súbitamente en cientos de miles de espaldas de soldados alemanes se han incrustado millones de balas de fusiles rumanos. Pero bueno, ¿cómo ha ocurrido eso? Sí, ¿cómo es posible eso? ¿Será tal vez que nuestro joven general ha olvidado la alianza militar polaco-rumana? ¿Ha estado usted por cierto en la Wehrmacht? Ni con la mejor voluntad puedo imaginarme qué aspecto tendría usted vestido de uniforme. ¡No encontraría el camino a Polonia para ningún ejército del mundo! ¡Usted no encuentra ni su propio uniforme! Yo, en cambio, puedo decirle en todo momento dónde está mi uniforme. —Y metí la mano en el bolsillo interior y con la palma de la mano planté el resguardo sobre la mesa.
»¡En la tintorería!
Entonces, del mayor de los dos, Sensenbrink, vino un ruido extraño, y sus fosas nasales lanzaron dos potentes chorros de café sobre mi camisa prestada, sobre la del quiosquero y sobre la suya propia. El más joven estaba sentado al lado, perplejo, mientras que el de más edad empezaba a toser.
—Eso —resolló, jadeando agachado debajo de la mesa—, eso no ha sido juego limpio.
Se metió la mano en el bolsillo del pantalón, sacó un pañuelo, y sonándose liberó poco a poco sus vías respiratorias.
—Pensé —dijo con voz carrasposa—, pensé al principio que íbamos a asistir a una parodia militar, un poco al estilo de ese Mr. Bean. Pero con la tintorería me ha dado el golpe de gracia.
—¿No se lo había dicho? —dijo triunfante el quiosquero—. Se lo dije: este hombre es genial. ¡Lo es!
Yo no sabía a ciencia cierta cómo debía clasificar el surtidor de café y los comentarios. Ninguno de esos hombres de la radio me resultaba simpático, pero eso tampoco fue distinto en la República de Weimar. A esos tipos de la radio había que soportarlos en determinada e inevitable medida. Además yo no había dicho nada, en cualquier caso nada de lo que tenía que decir y pensaba decir. No obstante, era perceptible una considerable aceptación.
—Es usted un fenómeno, de verdad —jadeó Sensenbrink—. Pone una buena base y después: ¡zas! Da el golpe. Fantástico. ¡Y qué espontáneo parecía todo! Pero tenía preparado el número, claro, ¿verdad?
—¿Qué número?
—¡Cuál va a ser, el de Polonia! ¿O me va a contar que se lo ha sacado de la manga?
Sensenbrink parecía entender algo más del asunto, en efecto. Una guerra relámpago tampoco se la saca uno de la manga, por supuesto. Quizá hasta había leído a Guderian[23].
—Claro que no —le di la razón—, el número de Polonia estaba totalmente planeado desde junio.
—¿Entonces? —insistió mientras, en parte apesadumbrado, en parte divertido, contemplaba su camisa—. ¿Tiene usted alguno más como ese?
—¿Cómo que más?
—Eso, un programa —dijo—, u otros textos.
—Naturalmente. He escrito dos libros.
—Increíble —se asombró—. Ya podía haber aparecido antes. ¿Qué edad tiene exactamente?
—Cincuenta y seis años —dije ateniéndome a la realidad.
—Claro. —Se rio—. ¿Se maquilla usted mismo? ¿O tiene maquillador?
—Normalmente, no. Sólo cuando me filman.
—Sólo cuando le filman. —Volvió a reírse—. Muy bien. Mire, cuando haya oportunidad quiero presentarle a algunas personas de la empresa. ¿Dónde puedo dar con usted?
—Aquí —dije con voz firme.
A lo que el quiosquero me interrumpió al momento y añadió:
—Ya les he dicho que de momento su situación personal está todavía un poco…, por aclarar.
—Ah, sí, cierto —dijo Sensenbrink—. Hoy por hoy está usted, cómo diría, sin patria…
—De momento estoy sin vivienda —admití—, pero desde luego no estoy sin patria.
—Comprendo —dijo Sensenbrink, y se volvió con aire de persona experimentada a Sawatzki:
—Pues eso no puede ser. Búsquele algo. Este hombre tiene que poder prepararse. Por bueno que sea, si se presenta así a la señora Bellini, le da con la puerta en las narices antes de que nos demos ni cuenta. No tiene que ser precisamente el Adlon, ¿verdad?
—Me basta con un alojamiento modesto —dije adhiriéndome a su opinión—, el búnker del Führer tampoco era Versalles.
—Bien —hizo el balance Sensenbrink—. ¿Y de verdad no tiene mánager?
—¿No tengo qué?
—Carece de importancia, eso está aclarado. —Cambió de tema—: En realidad quiero llevar adelante el asunto para que se pueda tomar una decisión lo antes posible, deberíamos llevar la cosa a término esta semana. Pero oiga, le habrán entregado su uniforme para entonces, ¿no?
—Quizá esta misma tarde —le tranquilicé—, porque es una limpieza relámpago.
Al oírlo, le entró un ataque de risa.