Ya los primeros pasos me resultaron difíciles. Sin embargo, no es que me fallaran las fuerzas; lo cierto era que con aquella ropa prestada me veía como un idiota. El pantalón y la camisa aún eran aceptables. El quiosquero había traído un par de pantalones limpios de algodón, de color azul, que él denominaba «vaqueros», y una camisa limpia de algodón, a cuadros rojos. Yo había esperado más bien traje y sombrero, pero al observar con más detalle al vendedor de periódicos tuve que desecharlo como pura ilusión. Aquel hombre no llevaba traje en su propio quiosco, y, hasta donde había podido observar, su clientela también se vestía de manera muy poco burguesa. Los sombreros —esto sólo para completar mi relato— eran por lo visto desconocidos en todas partes. Decidí dar dignidad al conjunto, en la medida de lo posible, con mis modestos recursos y, en lugar de su extraña idea de llevar la camisa suelta sin más, por encima del pantalón, metí la camisa hasta bien abajo por dentro de la cinturilla. Con el cinturón conseguí sujetar correctamente el pantalón, un poco ancho pero bien recto y ceñido hasta arriba. Luego pasé mi correa sobre el hombro derecho. La impresión general no era desde luego la de un uniforme alemán, pero en cualquier caso, al menos, sí la de un hombre que sabía vestirse con decoro. Los zapatos, en cambio, seguían siendo un problema.
Como el quiosquero, según me aseguró, no conocía a nadie con la talla de zapatos adecuada, había traído un extraño par que pertenecía a un sobrino preadolescente, aunque había que preguntarse si a aquello se le podía dar el nombre de zapatos. Eran blancos, enormes, con una suela inmensa, de forma que uno caminaba con ellos como si fuera un payaso de circo. Tuve que contenerme para no lanzar esos grotescos zapatos contra la cabeza de aquel estúpido mercachifle.
—Yo no me pongo eso —recalqué—, parezco un bufón.
Ofendido sin duda, comentó que tampoco él estaba de acuerdo con mi manera de llevar la camisa, pero no se lo tuve en cuenta. Apreté las perneras del pantalón contra las pantorrillas y metí el vaquero en mis botas.
—Por lo visto usted no quiere de ningún modo tener la apariencia de una persona normal —comentó el vendedor.
—¿Dónde estaría yo si siempre hubiera hecho todo como las llamadas personas normales? —repliqué—. ¿Y dónde estaría Alemania?
—Hummm —dijo el vendedor, apaciguado, mientras se encendía otro cigarrillo—, también se puede ver así.
Dobló mi uniforme y lo metió en una interesante bolsa. Lo llamativo en ella no era sólo el material, una especie de materia plástica muy fina, por lo visto mucho más resistente y flexible que el papel. Lo interesante era el letrero que llevaba impreso: «Media Markt», se leía; al parecer, esa bolsa había servido de envoltura al periódico para retrasados mentales que había visto debajo de aquel banco del parque. Eso indicaba que el vendedor, en el fondo de su ser, era una persona sensata: se había quedado con lo útil, la bolsa, pero había tirado la majadería del contenido. El vendedor me entregó la bolsa, me explicó cómo se iba a la tintorería y dijo alegremente: «¡Que usted lo pase bien!»
Así pues, me puse en camino, aunque no directamente a la tintorería. Mi primer itinerario me llevó de vuelta al descampado en el que me había despertado. Pese a mi denuedo y a mi firme determinación, no podía negar que abrigaba la vaga esperanza de que tal vez alguien del pasado me hubiera acompañado al presente. Encontré el ya familiar banco del parque en el que había descansado la primera vez, crucé la calle con mucha prudencia para encontrar, entre los edificios, el camino que llevaba a aquel terreno baldío. Allí, al final de la mañana, todo estaba silencioso. Los muchachos hitlerianos no jugaban, estarían en la escuela. El solar estaba vacío. Bolsa en mano, me dirigí con paso vacilante hacia el ya casi inexistente charco junto al que había despertado. Todo estaba silencioso, tan silencioso como es posible en una gran urbe. Se oía ligeramente el ruido del tráfico, pero también un abejorro.
—Psss —dije—, ¡psss!
No ocurrió nada.
—Bormann —llamé en voz baja—. ¡Bormann! ¿Está usted en alguna parte?
Una ráfaga de viento atravesó el descampado, una lata vacía rodó y chocó contra otra. Fuera de eso nada se movió.
—¿Keitel?[19] —llamé entonces—. ¿Goebbels?
Pero nadie respondió. Bueno, de acuerdo. Incluso era mejor así. El fuerte es más poderoso cuando está solo. Eso era válido tanto antes como ahora; ahora más que nunca. Y a partir de ahora yo tenía las cosas claras. Yo solo, sin ayuda de nadie, debía salvar al pueblo. Y solo también, a la Tierra, y solo también, a la humanidad. Y el primer paso por el camino que me marcaba el destino llevaba a la tintorería.
Con mi bolsa en la mano regresé lleno de decisión al viejo pupitre escolar en el que había estudiado las más valiosas lecciones de mi vida: la calle. Anduve atentamente por aquel camino, comparé casas y calles, examiné, sopesé, valoré, calculé. Un primer balance dio un resultado claramente positivo: el país, o al menos la ciudad, aparecía libre de escombros, despejada; en su conjunto se podía certificar que su estado era tan satisfactorio como antes de la guerra. Los nuevos Volkswagen daban impresión de solidez, circulaban con menos ruido que antes, aunque estéticamente no fueran del gusto de todos. Sin embargo, lo que saltaba a la vista, cuando uno se fijaba, eran los numerosos e irritantes pintarrajos en todas las paredes. Sin duda yo estaba al corriente de aquella técnica; ya entonces, en Weimar[20], los esbirros comunistas pintarrajeaban por todas partes sus payasadas bolcheviques. Y en buena parte fue de ellos de quienes yo aprendí. Pero en aquel tiempo aún se podían leer las consignas de ambos bandos. Ahora, comprobé, numerosos mensajes, que el autor por lo visto consideraba de suficiente relevancia como para embadurnar con ellos las fachadas de las casas de honrados ciudadanos, simplemente eran imposibles de descifrar. Sólo podía esperarse que eso se debiera a la falta de cultura de la chusma izquierdista, pero cuando, al continuar mi camino, vi que los mensajes seguían siendo ilegibles, sospeché que tras ellos se escondían tan importantes eslóganes como nuestro Deutschland erwache, «Despierta, Alemania», o Sieg heil!, «Salve victoria». Ante tanto diletantismo, de pronto tuve un ataque de rabia. Allí faltaba, claramente, la mano conductora, la organización estricta. La cosa era aún más irritante si se consideraba que muchos de esos letreros habían sido elaborados con abundancia de pintura y evidente empeño. ¿O se había creado durante mi ausencia una escritura propia para las consignas políticas? Decidí ahondar en ese asunto; me acerqué a una señora que llevaba a su hijo de la mano.
—Disculpe la molestia, señora —le dije, y con la mano libre señalé uno de los letreros de la pared—, ¿qué pone ahí?
—¿Cómo voy a saberlo? —preguntó la señora clavándome una extraña mirada.
—¿Así que a usted también le parece rara esa letra? —seguí indagando.
—La letra también, sí —dijo la señora titubeando, y tiró de su hijo para seguir adelante—, pero ¿se encuentra usted bien?
—No se preocupe —dije—, sólo voy un momento a la tintorería.
—Más valdría que fuera a la peluquería —exclamó la mujer.
Volví a un lado la cabeza, la incliné hasta el cristal de un moderno automóvil y me examiné el rostro. La raya estaba bien marcada, aunque no fuese perfecta, y el bigote seguramente habría que recortarlo un poco dentro de unos días, pero en conjunto la visita al peluquero no era de momento decisiva para la guerra. Calculé que lo más adecuado estratégicamente para un lavado corporal más a fondo era el día o la noche siguiente. Así que me puse de nuevo en camino, pasando junto a esa propaganda mural presente por doquier, que lo mismo podría haber estado escrita en caracteres chinos. Lo que también me llamó la atención fue que la población estaba equipada, en admirables proporciones, de receptores de radio. En un sinnúmero de ventanas había instaladas antenas de radar que indudablemente estaban al servicio de la transmisión por radio. Y si yo consiguiera hablar por radio, entonces sería fácil ganar nuevos y convencidos compañeros de raza. ¿No había escuchado en vano un programa de radio que sonaba como si tocaran músicos borrachos, como si balbucientes locutores leyeran lo que aquí habían pintarrajeado en la pared de modo tan indescifrable? Yo sólo tenía que hablar un alemán inteligible, eso tendría que bastar: una nimiedad. Animado, optimista, apreté el paso y vi a corta distancia el letrero de «Yilmaz. Limpieza relámpago».
Eso llegaba de modo un poco inesperado.
Sí, claro, todos esos periódicos ya me habían hecho suponer la existencia de lectores turcos, aunque las circunstancias de su presencia en Berlín seguían sin aclarar. Y desde luego en mi recorrido a pie me había llamado la atención este o aquel transeúnte cuya ascendencia aria, dicho suavemente, parecía dudosa no sólo en la cuarta o quinta generación sino más bien hasta en el último cuarto de hora. Pero aunque no quedaba muy claro qué función desempeñaban aquellas gentes de raza ajena, sus actividades no parecían ser las que ejercen las clases dirigentes. También por esa razón era difícil imaginar que hubieran tomado posesión de empresas medianas incluso dándoles su nombre, y hasta por razones de propaganda económica no era fácil de comprender, según mi experiencia, que se hubiera bautizado un «Servicio de limpieza relámpago» con el nombre de Yilmaz. ¿Desde cuándo era un «Yilmaz» garantía de camisas limpias? Como mucho, un «Yilmaz» garantizaba el más o menos satisfactorio funcionamiento de una vieja carreta tirada por burros. Pero yo no tenía otra tintorería como alternativa. Y también era importante presionar al enemigo político actuando a toda velocidad. Por eso tenía necesidad, en efecto, de una limpieza relámpago. Abrigando considerables dudas, entré.
Me recibió un desfigurado campanilleo. Olía a artículos de limpieza, hacía calor, claramente demasiado calor para una camisa de algodón, pero a la sazón no estaban disponibles, lamentablemente, los magníficos uniformes del Afrikakorps. No había nadie en la tienda. Sobre el mostrador había un timbre, como los que se ven muchas veces en los hoteles.
No pasó nada.
Se oía claramente una quejumbrosa música oriental; en alguna zona de trabajo de la trastienda, alguna lavandera de Anatolia sentiría la nostalgia de su patria lejana: extraño comportamiento, sobre todo si se tiene la suerte de vivir, en lugar de en su tierra, en la capital del Reich alemán. Examiné las prendas de vestir que colgaban en hileras detrás del mostrador. Estaban envueltas en una tela transparente, semejante al material con el que estaba fabricada mi bolsa. Al parecer lo envolvían todo, de un modo general, en esa materia. Yo ya había visto en una ocasión algo semejante en varios laboratorios, pero durante los últimos años parece ser que IG Farben había hecho considerables progresos en ese campo. Según mis informaciones, la producción de tal material estaba vinculada en decisivas proporciones a la posesión de petróleo, y por consiguiente su precio era elevado. Sin embargo, el modo de tratar las materias plásticas y de hacer uso del automóvil llevaba a la conclusión de que el petróleo no parecía ser ya un problema. ¿Se habría quedado tal vez el Reich con los yacimientos rumanos? Improbable. ¿Había encontrado Göring al final nuevos pozos en el suelo patrio? Me acometió una risa amarga: ¡Göring! Él, más que petróleo en Alemania encontraría oro en su propia nariz. ¡Ese morfinómano incapaz! Qué habrá sido de él. Parecía más plausible que se hubieran encontrado otros recursos, y…
—¿Ya rato esperar?
Un europeo meridional de pómulos asiáticos se asomaba, por una abertura de la zona posterior, al local de venta.
—¡Desde luego! —dije con enojo.
—¿Por qué no llamar? —Señaló el timbre que había sobre el mostrador y apretó despacio con la palma de la mano. El timbre sonó.
—¡Yo había tocado aquí! —dije con firmeza, y abrí la puerta de entrada. Sonó de nuevo el extraño repique de campanillas.
—¡Tiene que tocar aquí! —dijo sin mostrar interés, y volvió a apretar su timbre del mostrador.
—Un alemán toca sólo una vez —dije con irritación.
—Entonces, aquí —dijo el tintorero y mestizo de grado incierto, y volvió a tocar con la palma de la mano. De pronto me entraron unas ganas enormes de enviar a las SA, para que le destrozaran el tímpano con su propio timbre. O, mejor aún: ambos tímpanos, así en el futuro podría explicar a sus clientes dónde tenían que hacer señas con la mano al entrar. Suspiré. Era desde luego molesto carecer de los más simples cuerpos auxiliares. Seguramente ese asunto tendría que esperar a que las cosas volvieran un poco a su ser en este país, pero mentalmente empecé ya a confeccionar una lista de sujetos nocivos para el pueblo, y el tintorero Yilmaz se encontraba entre los primeros. Entretanto, no me quedó otro remedio que poner fuera de su alcance, furioso, el timbre del mostrador.
—Oiga usted —pregunté con malos modos—, ¿también limpia cosas? ¿O es que en las tintorerías de su pueblo sólo se dedican a tocar timbres?
—¿Qué usted querer?
Puse mi bolsa sobre el mostrador y saqué el uniforme. El hombre olisqueó en el aire, luego dijo: «Ah, usted, hombre de gasolinera», y cogió el uniforme con indiferencia.
A mí me daba igual lo que creyera un no votante de raza ajena, pero, sin embargo, no pude pasar totalmente por alto aquello. De acuerdo, aquel hombre no era de aquí, pero ¿podía haber caído yo en el olvido hasta ese punto? Por otra parte, antes el pueblo me reconocía sólo por las fotos de los periódicos, que solían presentarme desde un ángulo lateral especialmente favorecedor. Y el encuentro con la persona de carne y hueso muchas veces produce un efecto inesperadamente distinto.
—No —dije con firmeza—, yo no soy el hombre de la gasolinera.
Tras lo cual sin mirarle a él directamente dirigí la vista hacia arriba, para mostrarle con mayor claridad, gracias al ángulo visual más fotogénico, a quién tenía delante. El hombre de la limpieza me examinó con escaso interés, más bien como guardando las apariencias; sin embargo, no le parecí por completo un extraño. Se inclinó entonces hacia delante por encima del mostrador y fijó la mirada en mi pantalón, metido de manera impecable en las botas de caña.
—No sé… ¿Usted famoso pescador?
—Pero haga un esfuerzo —dije enérgicamente y no poco frustrado. Hasta con el vendedor de periódicos, que tampoco era de seguro un genio, había podido partir de ciertos conocimientos previos. ¡Y ahora esto! ¿Cómo iba a reintegrarme a la Cancillería del Reich si nadie sabía quién era?
—Momento —dijo aquel lerdo de importación—, busco hijo. Siempre mira tele, siempre mira interné, sabe todo. ¡Mehmet! ¡Mehmet!
No tardó mucho en llegar a la tienda el tal Mehmet. Un adolescente de elevada estatura, de aspecto pasablemente limpio, vino hacia nosotros arrastrando los pies, junto con un amigo o hermano. La masa hereditaria de aquella familia no parecía ser cosa de poca monta, ambos llevaban las prendas viejas de hermanos aún más altos, por lo visto casi auténticos gigantes. Camisas como sábanas, pantalones extraordinariamente grandes.
—Mehmet —dijo su progenitor, y me señaló con el dedo—, ¿conoces hombre?
Los ojos de aquel muchacho, que ya apenas era un muchacho, brillaron.
—¡Eh, tío, hombre, claro! Este es el que hace siempre las cosas de los nazis…
¡Vaya, ya era algo, al menos! Lo había formulado, indudablemente, de manera un poco desaliñada, pero a fin de cuentas no del todo inexacta.
—Se dice nacionalsocialismo —le corregí con benevolencia— o política nacionalsocialista, eso también se puede decir.
Satisfecho, viéndome confirmado, miré a «Yilmaz-el-del-tinte».
—Este es Stromberg[21], el de la serie del canal Pro Sieben —dijo Mehmet con voz segura.
—Brutal —dijo su amigo—. ¡Stromberg en vuestra lavandería!
—No —se corrigió Mehmet—, este es el otro Stromberg. El tío que imita a Stromberg.
—¡Atiza! —varió el amigo ligeramente su afirmación—. ¡El otro Stromberg! ¡En vuestra lavandería!
Me habría gustado replicarle algo, pero tengo que admitir que estaba, pura y simplemente, conmocionado. ¿Quién era yo ahora? ¿Un distribuidor de gasolina? ¿Un pescador? ¿Un actor?
—¿Me firma un autógrafo? —preguntó Mehmet, contento.
—Que sí, que sí, señor Stromberg, a mí también —pidió el amigo—, ¡y foto!
Y al decir eso balanceaba una maquinita de un lado a otro, como si yo fuera un perrillo y la máquina de fotos un bocado exquisito.
Era como para volverse loco.
Pedí que me dieran el resguardo, soporté que me hicieran una foto de recuerdo con aquellos extraños individuos y dejé la limpieza relámpago, no sin haber firmado, con un lápiz de color que me dieron, dos pliegos de papel de envolver. Hubo una breve crisis en la producción de autógrafos cuando se dieron cuenta de que no había firmado con «Stromberg».
—Ah, claro —tranquilizó el amigo, sin que quedara claro si quería apaciguarme a mí o a Mehmet—, ¡si no es Stromberg!
—Así es —le ayudó Mehmet—. Usted no es ese, sino el otro.
He de confesar que no había apreciado debidamente la magnitud de mi misión. En aquel entonces, después de la Gran Guerra, yo era al menos un hombre oscuro salido del pueblo. Ahora era el señor Stromberg, pero el otro. El hombre que siempre hacía las cosas de los nazis. El hombre del que da completamente igual qué nombre ha puesto en un pliego de papel de envolver.
Algo tenía que ocurrir.
Urgentemente.