ix

Para un movimiento joven no hay nada más peligroso que el éxito inmediato. Se han dado los primeros pasos, aquí se han conseguido algunos seguidores, allí se ha pronunciado un discurso, quizá ya se ha acometido la anexión de Austria o de los Sudetes, y uno se imagina demasiado fácilmente que está en una especie de etapa intermedia desde la que se podría lograr la victoria final de un modo mucho más sencillo. Y, en efecto, yo había logrado en un periodo de tiempo bastante breve algunas cosas sorprendentes que confirmaban la elección del destino. ¡Cuánto había tenido que luchar, que batallar en 1919, en 1920! ¡Cómo me azotaba el rostro el viento huracanado de los medios de comunicación, los espumarajos de los partidos burgueses! ¡Con qué ímprobo esfuerzo desgarré una pieza tras otra del entramado judío de mentiras, sólo para verme después embadurnado de nuevo, de un modo aún más pegajoso, por las glándulas de aquella sabandija, puesto que el adversario, con una superioridad numérica cien veces, mil veces mayor, me rociaba con su veneno, inagotable y cada vez más repugnante: y aquí, en esta nueva época, yo ya había encontrado al cabo de pocos días el acceso a la televisión, que además estaba completamente dejada de lado por el enemigo político! Era demasiado hermoso para ser verdad: en los últimos sesenta años, el adversario no había aprendido absolutamente nada en asuntos de comunicación con el pueblo.

¡Qué películas no habría mandado rodar yo en su lugar! Idilios en lejanos países a bordo de grandes barcos de «Fuerza a través de la alegría» que surcan las aguas del Pacífico o navegan a lo largo de los imponentes fiordos de Noruega; relatos de jóvenes soldados de la Wehrmacht que llevan a cabo valerosamente la primera ascensión de formidables macizos rocosos, para morir, al pie de una pared, en los brazos de su gran amor, una jefe de grupo de la Liga de Muchachas Alemanas, la cual hondamente afectada pero fortalecida consagra su vida a la Sección Femenina del Partido Nacionalsocialista. Ya lleva en su seno al valiente vástago de su amante muerto, ahí hasta se puede pasar por alto que no estuvieran casados, porque donde toma la palabra la voz de la sangre limpia, tiene que enmudecer un Himmler[31]. En cualquier caso, las últimas palabras de su amante no se le van de la cabeza mientras desciende al valle en el crepúsculo; impresionadas, algunas vacas lecheras la miran cuando pasa, el cielo va quedando cubierto poco a poco por una enorme bandera con la cruz gamada. Eso sí que serían películas, a fe mía. Al día siguiente, en cada secretaría de la Sección Femenina se agotarían los formularios de solicitud de ingreso.

La joven se llamaría Brunhilda.

En cualquier caso, políticamente, no se hacía uso en absoluto de ese medio. Cuando se veía la televisión, lo único que ese gobierno había hecho por el pueblo parecía ser una medida que se llamaba «Harzcuatro»[32] y que nadie podía soportar. El nombre de esa medida se pronunciaba, por principio, en un tono ofensivo, y sólo me quedaba esperar que esas personas no fueran una parte demasiado grande de la sociedad, porque ni recurriendo a las mayores reservas de imaginación podía imaginarme asistir, junto con cientos de miles de esas tristes figuras, a la ceremonia de izar bandera en el Campo Zeppelin de Núremberg.

Las negociaciones con la señora Bellini resultaron exitosas. Desde un principio yo había dejado muy claro que, además de dinero, necesitaba un aparato del partido, un despacho. La señora Bellini primero pareció un poco sorprendida, pero inmediatamente después me aseguró su apoyo incondicional: un despacho y una secretaria. Hubo una considerable suma global para gastos de vestimenta y viajes de propaganda, para materiales de investigación que habían de actualizar mis conocimientos y para algunas cosas más. Los recursos económicos no parecían ser un problema, sino más bien la aceptación de las necesidades representativas de un jefe de partido. Así, se comprometieron a encargar en una exclusiva sastrería a medida varios trajes «fieles reproducciones de los originales» y asimismo mi querido sombrero que tanto me gustaba llevar en el Obersalzberg[33] y en las montañas. En cambio, me negaron radicalmente un Mercedes descubierto con chófer, alegando que eso resultaba muy poco serio. Cedí de mala gana, pero sólo para guardar las apariencias, puesto que ya había conseguido bastante más de lo que me habría atrevido a esperar. Por eso, visto precisamente con mirada retrospectiva, ese fue el momento más peligroso de mi nueva carrera, cualquier otro seguramente se habría arrellanado en su poltrona y así habría fracasado en toda la línea, pero yo, tal vez debido a mi edad, sometía permanentemente la marcha de los acontecimientos al más despiadado y frío análisis.

Así, por ejemplo, el número de mis seguidores era tan escaso como jamás lo fuera antes. Y Dios sabe que puedo remitir a reducidos números de seguidores en tiempos pasados; recuerdo muy bien que en 1919, en mi primera visita al partido, que entonces aún era el Partido de Trabajadores Alemanes, me encontré con siete personas. Pero hoy sólo he podido contar conmigo mismo, tal vez, hasta cierto punto, con la señora Bellini o con el quiosquero, pero dudo que esos dos tengan la madurez necesaria para poseer el carnet del partido, por no hablar de que estuviesen dispuestos a pagar cuotas de afiliados o incluso a encargarse de la defensa de la sala blandiendo la pata de una silla. El quiosquero, en especial, me parecía en el fondo de orientación liberal o incluso izquierdista, aunque de corazón honradamente alemán. Por tanto, seguí manteniendo disciplinadamente mi férreo programa diario. Levantarme hacia las once de la mañana, encargar al personal del hotel uno o dos trozos de tarta y trabajar incansablemente hasta avanzada la noche.

Es decir, me habría levantado a las once si de madrugada, como hacia las nueve, no hubiera sonado el teléfono y estuviera al aparato una señora con un impronunciable nombre eslavo. Jodl, mi consejero estratégico, nunca habría pasado esa llamada, pero Jodl, por desgracia, parecía pertenecer ya a la historia alemana. Todavía medio dormido busqué el auricular.

—¿Hrmf?

—Buenos días, aquí Krwtsczyk —sonó jubilosa una voz despiadadamente alegre—. ¡De Flashlight!

En esas tempranas horas matinales si algo me irrita es ese espantoso buen humor, como si llevaran tres horas despiertos y ya hubiesen arrollado a Francia. Sobre todo porque la mayor parte de ellos, aun siendo unos repugnantes madrugadores, están muy lejos de haber realizado grandes hazañas. Precisamente en Berlín me tropecé a menudo con personas que no ocultaban a nadie que se habían levantado al amanecer sólo para poder salir de la oficina más temprano aún. He recomendado a varios de esos partidarios de la lógica de las ocho horas que empezaran a trabajar hacia las diez de la noche, así podrían marcharse a casa a las seis de la mañana para llegar allí quizá antes de que se levantara la gente. Algunos hasta tomaron en serio la propuesta. Por mi parte, opino que por la mañana temprano sólo tiene que trabajar el panadero.

Y la Gestapo también, evidentemente. Para sacar de la cama a la chusma bolchevique, en cualquier caso si no se trata de panaderos bolcheviques. Estos están también despiertos, claro, y entonces la Gestapo tiene que levantarse a su vez más temprano aún, y así sucesivamente.

—¿Qué desea?

—Llamo del departamento administrativo —dijo alegremente la voz—. Estoy preparando todos los documentos, y tendría algunas preguntas que hacerle. No sé ahora si…, ¿lo hacemos por teléfono…? ¿O preferiría usted pasar por aquí?

—¿Qué preguntas?

—Bueno, preguntas muy generales. Seguridad social, datos bancarios, esas cosas. Lo primero, por ejemplo, sería saber a qué nombre extiendo los papeles.

—¿A qué nombre?

—Quiero decir, bueno, que no sé cómo se llama usted.

—Hitler, Adolf Hitler —suspiré.

—Sí —rio de nuevo con su espantoso entusiasmo matinal—. No, me refería a su verdadero nombre.

—¡Adolf Hitler! —dije, ahora ya algo enojado.

Durante un momento hubo un silencio.

—¿De verdad?

—¡Sí, por supuesto!

—Bueno, entonces esto es…, esto es desde luego una casualidad…

—¿Cómo casualidad?

—Pues eso, bueno, que se llame usted así…

—¡Qué demonios! ¡Usted se llama también de alguna manera! Y yo no estoy aquí con la boca abierta de asombro y diciendo «¡ohhh, qué casualidad!».

—Sí, claro…, pero es que su físico también coincide. Quiero decir, coincide con el nombre.

—¿Y qué? ¿Es que usted parece distinta de como se llama?

—No, pero…

—¡Pues entonces! ¡Termine de preparar de una vez esos condenados papeles!

Y con esto coloqué de un golpe el auricular en el aparato.

A los siete minutos volvió a sonar el teléfono.

—¿Qué pasa ahora?

—Sí, aquí otra vez la señora… —Y vino entonces ese extraño apellido oriental, que sonaba como cuando se hace una bola de papel con un parte de la Wehrmacht—. Es que…, me temo que así no puede ser…

—¿Qué no puede ser?

—Mire, no quiero ser descortés, pero…, esto jamás lo aceptarán en el departamento jurídico, yo no puedo…, quiero decir que si ven el contrato y allí pone «Adolf Hitler»…

—Bueno, ¿qué quiere poner en él, si no?

—Verá, disculpe que se lo vuelva a preguntar, pero: ¿de verdad se llama usted así?

—No —dije, rabioso—, claro que no me llamo así de verdad. Mi nombre verdadero es Ephraim Askenase.

—Ya lo sabía yo —dijo con perceptible alivio—, ¿cómo se escribe Efraim? ¿Con efe o con pe hache?

—¡Era una broma! —grité en el auricular.

—¡Ah, vaya! ¡Qué lástima!

Oí cómo tachaba varias veces. Luego dijo:

—Yo…, por favor, creo que sería mejor que pasara un momento por aquí. Necesito algo así como su pasaporte. Y sus datos bancarios.

—Pregunte a Bormann —dije con bastante brusquedad, y colgué. Luego me senté. Era enojoso, en efecto. Y difícil. Pesaroso, casi acongojado, volé con el pensamiento a mi fiel Bormann. Bormann, que siempre me buscaba las películas para ver por la noche, para que pudiese relajarme un poco después de haber dedicado intensamente el día a la guerra. Bormann, que había arreglado de un modo tan sin fricciones el asunto de los habitantes del Obersalzberg. Bormann, que se había ocupado también de un modo práctico de mis ingresos por la venta del libro, Bormann, el fiel entre los fieles. Con él yo sabía que tenía muchas cosas, que tenía casi todo en las mejores manos. Bormann, eso podía darse por seguro, habría liquidado este género de contratos sin el menor contratiempo. «Última advertencia, señora Gruñona. O extiende ahora mismo voluntariamente esos documentos para el contrato o usted y toda su familia vuelven a encontrarse en Dachau[34]. Y ya sabe cuánta gente regresa de allí». Ya entonces no se apreciaba debidamente esa capacidad que tenía Bormann de compenetrarse con la gente, cómo sabía tratarla. En un abrir y cerrar de ojos me habría procurado al momento un piso, una impecable documentación personal, cuentas bancarias, todo. Aunque, bien mirado, era más de suponer que se hubiera encargado de que nadie volviese a preguntar una segunda vez por semejantes garambainas burocráticas. Pero, en fin, ahora las cosas tenían que funcionar sin él. Y también había que rematar definitivamente el asunto, desde el punto de vista documental. Estaba por saber cómo resolvería yo estos asuntos dentro de treinta años, pero de momento tenía que atenerme, lo quisiera o no, a los usos actuales. Me puse a cavilar.

Seguramente tendría que darme de alta en alguna oficina de empadronamiento. Por otra parte, no tenía ni domicilio fijo ni documento alguno que acreditara mi origen. La solidez de mi existencia se basaba fundamentalmente en el hecho de vivir en un hotel y de contar con la aceptación de la productora, pero no tenía ningún documento probatorio. Furioso, apreté el puño y lo alcé contra el techo. El papeleo, la burocracia alemana de funcionarios burgueses con sus normativas mezquinas y obtusas: la eterna pesadilla del Pueblo Alemán que volvía a introducirme entre las ruedas sus palos como patas de araña. Mi situación parecía no tener salida cuando sonó otra vez el teléfono, y sólo mi férrea voluntad, la presencia de espíritu y capacidad de decisión del antiguo combatiente me llevaron a la meta. Descolgué, seguro de encontrar una solución, pero todavía inseguro de cómo.

—Aquí otra vez la señora Krwtsczyk, de Flashlight.

Y entonces fue fácil.

—¿Sabe usted? —dije—, póngame con Sensenbrink.