iv

Es comprensible que el lector, en este o en otro pasaje, sienta asombro ante la rapidez con la que me adapté a las realidades de la nueva situación. Tiene que suceder forzosamente, en efecto, que el lector, rociado incesantemente durante los años, sí, durante los decenios de mi ausencia, con el brebaje de una deformada concepción marxista de la historia que la democracia vuelca sobre él, que el lector, digo, nadando en ese caldo, ya no sea capaz de ver más allá de sus propias narices. No quiero hacer aquí reproche alguno al honrado obrero, al honesto campesino. ¿Cómo va a protestar el modesto hombre de la calle si todos esos supuestos expertos y eruditos del tres al cuarto anuncian desde lo alto de su cátedra, en su aparente templo del saber y a lo largo de seis décadas, que el Führer ha muerto? Quién va a echarle en cara a ese hombre que, en medio de la diaria lucha por la existencia, no saque fuerzas para decir: «Pero ¿dónde está el cuerpo del Führer? ¿Dónde está enterrado? ¡Enseñádmelo!»

Y la mujer también, claro.

Pero si el Führer está de pronto donde siempre estuvo, a saber: en la capital del Reich, entonces la confusión, la inseguridad general del pueblo es, por supuesto, tan desproporcionada como el asombro. Y habría sido perfectamente comprensible que yo hubiera pasado días, o hasta semanas, inmovilizado por la sorpresa, paralizado ante lo inexplicable. Sin embargo, el destino ha querido que yo sea distinto, que se me diera a tiempo la posibilidad de formarme una opinión sensata, entre esfuerzos y penalidades, en años duros e instructivos, una opinión que se forjó en la teoría pero que tomó forma, hasta ser un arma perfecta, en el duro campo de batalla de la práctica, de manera que desde entonces determinó toda mi vida y mi obra de modo casi inalterable; y que tampoco ahora ha estado necesitada de novedades superficiales sino que, por el contrario, me ha ayudado a entender lo antiguo y también lo nuevo. Por eso ha sido, en definitiva, la conciencia de mi caudillaje, de mi misión como Führer, la que me ha sacado de mi infructuosa búsqueda de explicaciones.

Durante una de las primeras noches me movía nervioso en mi sillón, insomne después de la fatigosa lectura, cavilando sobre mi duro destino, hasta que de pronto se hizo en mí la luz. Me incorporé bruscamente; los ojos, abiertos de par en par por aquella súbita inspiración, contemplaban los grandes botes de cristal con golosinas de colores y muchas más cosas. Había sido el destino mismo —eso veía yo en mi interior como grabado en bronce brillante— el que había intervenido con mano invisible en el curso de los acontecimientos. Me di una palmada en la frente, era tan evidente que me reprendí a mí mismo por no haberme dado cuenta antes. Sobre todo porque no era la primera vez que el destino se había hecho con el timón para gobernar la nave. ¿No fue exactamente igual en 1919, en la hora más negra de la desdicha alemana? ¿No surgió entonces de la trinchera un cabo desconocido? ¿No se puso de manifiesto, pese al agobio producido por la exigua, por la miserable situación material, un talento oratorio entre tanta gente desprovista de esperanza, justamente donde nadie habría esperado encontrarlo? ¿No se reveló en ese talento un asombroso tesoro de saber y de experiencia, acumulado en los días amarguísimos de Viena, proveniente de un insaciable deseo de saber qué había llevado a aquel adolescente de despierta inteligencia a empaparse, desde la más tierna infancia, de todo lo que guardaba relación con la historia o la política? ¿Valiosísimos conocimientos, en apariencia reunidos al azar pero en realidad almacenados cuidadosamente por la providencia, una migaja tras otra, en un solo hombre? Y ese cabo insignificante, sobre cuyos solitarios hombros amontonaban sus esperanzas millones de personas, ¿no había roto las cadenas de Versalles[17] y de la Sociedad de Naciones? ¿No había sostenido con una facilidad procurada por los dioses las batallas que se había visto obligado a librar contra Francia, contra Inglaterra, contra Rusia? Ese hombre, de cultura pretendidamente mediocre, ¿no había llevado a la patria, contra el parecer unánime de todos los llamados expertos, a las más altas cimas de la gloria?

O sea, yo.

Cada episodio de entonces —ese era el silencioso fragor que tenía en los oídos—, cada una de aquellas circunstancias, había sido ya de por sí más improbable que todo lo que me había acaecido en los últimos dos o tres días. Mi mirada, cortante, se abrió paso en la oscuridad a través de un bote de Chupa Chups y otro de caramelos de frutas, y allí la clara luz de la luna iluminó fríamente, como una antorcha helada, mi súbita inspiración. Que un luchador solitario sacase a todo un pueblo de un empantanado laberinto…, ese extraño talento sin duda podía darse una vez cada cien o cada doscientos años. Pero ¿qué podía hacer el destino si esa maravillosa jugada ya estaba hecha? ¿Si entre el material humano disponible no había ninguna persona a la que se pudiera atribuir la necesaria presencia de espíritu?

Entonces, mal que bien, tendría que sacarlo de las reservas del pasado.

Y eso era, qué duda cabe, una suerte de milagro, no obstante uno incomparablemente más fácil de llevar a cabo que la tarea de fabricar para el pueblo, con la hojalata de mala calidad disponible, una nueva espada bien afilada. Y mientras estas evidencias, con su lúcida claridad, empezaban a calmar mi mente errática, surgió una nueva preocupación en mi pecho ahora ya despierto. Porque esa conclusión producía, como quien trae a un intruso, otra conclusión más: si el destino se veía obligado a poner en práctica semejante artimaña —y así había que llamarlo sin más rodeos—, la situación, aunque a primera vista pareciera relativamente tranquila, debía de ser en realidad aún más catastrófica que entonces.

¡Y el pueblo corría tanto mayor peligro!

Fue en aquel instante cuando con cegadora clarividencia, como si oyera un toque de clarín, tuve conciencia de que no era el momento de perder el tiempo con elucubraciones teóricas, de hundirme en mezquinas meditaciones sobre el «cómo» y el «si», sino en el «por qué» y el «qué», aspectos mucho más esenciales.

No obstante, había aún que responder a una pregunta: ¿por qué yo, si tantas grandes figuras de la historia de Alemania aguardaban la ocasión de llevar a su pueblo a nuevas glorias?

¿Por qué no un Bismarck, o un Federico II?

¿Un Carlomagno?

¿Un Otón?

Después de las reflexiones iniciales, la respuesta a esa pregunta resultaba tan fácil que casi sonreí, halagado: porque la hercúlea tarea que allí aguardaba ser superada parecía realmente apropiada para marcar su límite a los hombres más valientes, a los grandes, a los más grandes alemanes. Solo, sin depender de nadie, sin aparato de partido, sin potestad de gobierno, de eso había que encargar únicamente a quien ya había mostrado en una ocasión que estaba en situación de sacar el estiércol de las cuadras democráticas de Augías. La pregunta a la que había que responder era la siguiente: ¿quería yo imponerme por segunda vez todos aquellos dolorosos sacrificios? ¿Apechar con todas las privaciones, y hasta tragármelas lleno de asco y de desprecio? ¿Pasar la noche en una butaca cerca de un perol en el que de día se calentaban para el consumo salchichas de vaca? ¿Y eso por amor a un pueblo que ya en una ocasión, luchando por su destino, abandonó a su Führer? ¿Pues qué ocurrió con el ataque del grupo Steiner? ¿O con Paulus, ese canalla sin honor?[18]

Pero había que frenar el resentimiento, había que separar estrictamente la justa ira de la furia ciega. Así como el pueblo ha de ser fiel a su Führer, así también ha de ser fiel el Führer a su pueblo. El soldado de tropa siempre ha dado lo mejor de sí a las órdenes del oficial adecuado, no hay que hacerle reproches si no puede marchar fielmente al campo enemigo porque unos bellacos de generales, cobardes y desleales, pisoteándole con la capitulación, le privaron de morir la muerte gloriosa del soldado.

—¡Sí! —exclamé en la oscuridad del quiosco—. ¡Sí, quiero! ¡Y así lo haré! ¡Sí, sí, y una vez más, sí!

La noche me respondió con negro silencio. Luego se oyó, no lejos de allí, un grito solitario:

—¡Eso es! ¡Son todos unos cabrones!

Debería haber sido un toque de aviso para mí. Si hubiera sabido las innumerables penalidades, los amargos sacrificios que a partir de aquel momento tendría que consumar, los duros tormentos de aquel desigual combate, habría pronunciado mi juramento con tanta más fuerza y con redoblado volumen de voz.