iii

Los días y las noches siguientes serían una dura prueba para mí. En una situación de lo más indigna, precariamente alojado entre dudosas publicaciones, entre tabacos, golosinas y latas de bebidas, por la noche acurrucado en una butaca relativamente limpia, pero no demasiado, tuve que ponerme al corriente de lo ocurrido durante los últimos sesenta y seis años sin llamar desfavorablemente la atención. Porque mientras que otros, sin resultado alguno, se habrían devanado los sesos horas y días intentando comprender el problema científico y queriendo buscar en vano la solución del enigma de aquel viaje en el tiempo, tan fantástico como inexplicable, mi intelecto, que trabaja con método, estaba en cumplida situación de adaptarse a la realidad. En lugar de lamentarse quejumbrosamente aceptó los nuevos hechos y examinó la situación. Ante todo —para adelantarme brevemente a los acontecimientos— porque las condiciones habían cambiado y parecían ofrecer más y mejores posibilidades. Resultaba, por ejemplo, que en el transcurso de los últimos sesenta y seis años el número de soldados soviéticos asentados en el territorio del Reich alemán y sobre todo en el área de Berlín había disminuido considerablemente. Se partía de un número que oscilaba entre los treinta y los cincuenta hombres, en lo que pude ver al instante una muchísimo mejor perspectiva de éxito para la Wehrmacht, si se comparaba con la última evaluación de mi Estado Mayor, que calculaba unos dos millones y medio de soldados enemigos sólo en el frente oriental.

Así, por un instante se me ocurrió pensar que había sido víctima de un complot, de un secuestro, durante el cual el servicio secreto enemigo posiblemente me estaba gastando una broma pesada y compleja para arrancarme de esa forma, contra mi férrea voluntad, valiosos secretos. Pero los requisitos técnicos para crear un mundo completamente nuevo en el que yo además pudiese moverme con plena libertad eran prácticamente irrealizables; por tanto, esa variante de la realidad era casi más impensable aún que la realidad con la que me tropezaba a cada segundo, que podía agarrar con las manos, ver con los ojos. No, en ese extraño aquí y ahora era cuestión de combatir. Y la primera medida antes del combate es, como siempre, la información.

No es difícil imaginar que, sin la infraestructura necesaria, la adquisición de información fiable de última hora me causaba considerables problemas. Las condiciones no podían ser peores: en lo tocante a la política exterior, yo no disponía ni del servicio de contraespionaje ni del Ministerio del Exterior; en política interior, el contacto con la Gestapo no era fácil de gestionar de momento. También me parecía arriesgado consultar en fechas próximas una biblioteca. Por tanto, tenía que conformarme con el contenido de numerosas publicaciones cuya fiabilidad, por otra parte, no podía comprobar, y asimismo con comentarios y jirones de conversación de los transeúntes. El quiosquero había tenido la deferencia de permitirme usar un aparato de radio, que debido al progreso de la técnica durante aquel intervalo de tiempo había quedado reducido a un tamaño increíblemente pequeño. Aparte de eso, desde 1940 las costumbres de la Radio de la Gran Alemania habían experimentado un cambio estremecedor. Nada más encender se oía un ruido infernal, frecuentemente interrumpido por una inconcebible verborrea, totalmente ininteligible. Cuando aquello se prolongaba, en el contenido no había la menor variación, únicamente aumentaba la frecuencia del cambio entre estruendo y verborrea. Recuerdo haber intentado en vano durante varios minutos descifrar el ruido de aquel milagro de la técnica, luego lo apagué horrorizado. Estuve sentado como un cuarto de hora, inmóvil, casi petrificado, antes de decidirme a posponer de momento mi pugna con aquel aparato. Así pues, al final tuve que recurrir otra vez a los productos de la prensa allí disponibles, cuyo objetivo principal nunca ha sido, y por supuesto tampoco podía ser en la actualidad, una información histórica conforme con la verdad.

Un primer balance, que sin duda tuvo que ser incompleto, aportaba los siguientes datos:

1. Era evidente que el turco no había venido en socorro nuestro.

2. Con motivo del setenta aniversario de la invasión de la Unión Soviética con la operación Barbarroja, había amplia información acerca, sobre todo, de ese aspecto de la historia de Alemania. Al hacerlo se presentaba aquella operación con tintes, en su conjunto, negativos. Se afirmaba en general que la campaña no había sido victoriosa, que incluso se había perdido la guerra entera.

3. A mí se me daba por muerto. Afirmaban que me había suicidado. Y desde luego me acuerdo de haber discutido esa posibilidad, teóricamente, en el círculo de los más allegados, y, en el recuerdo, me faltan sin duda varias horas de un tiempo ciertamente difícil. Pero al final sólo tenía que mirarme a mí mismo para comprobar la realidad.

¿Estaba muerto?

Ya se sabe la opinión que le merecen a uno nuestros periódicos. El sordo escribe lo que le cuenta el ciego, el tonto del pueblo lo corrige, y los compañeros de los otros periódicos lo plagian. De cada historia se hace un nuevo recuelo con el mismo insípido amasijo de mentiras, para presentar a continuación el «maravilloso» mejunje al pueblo ignorante. Aunque en este caso yo también estaba dispuesto a permitir que hubiera una especie de indulgencia. Que el destino permita intervenir de modo tan notable en su propio mecanismo ocurre tan raras veces que incluso para las mentes más privilegiadas ha de ser difícil entenderlo, y mucho más aún para el representante medio de nuestros llamados periodistas.

4. Pero en lo concerniente a todos los demás asuntos, se trataba de otorgar al cerebro el estómago de un jabalí. Todas esas falsas valoraciones aparecidas en la prensa por ignorancia o malevolencia, valoraciones militares, histórico-militares, políticas, y relativas de un modo general a cualquier tema incluida la economía, había que ignorarlas: de lo contrario un hombre pensante se volvería loco, simplemente, en vista de tanta estupidez impresa.

5. O terminar padeciendo úlcera de estómago, de una manera tan embrutecida y absurda garabateaban a su gusto su imaginaria visión del mundo los cerebros, degenerados por la sífilis, de la prensa difamatoria liberada por lo visto de todo control estatal.

6. El Reich alemán parecía haber dado paso a una «República Federal», cuyo gobierno estaba, a juzgar por las apariencias, en manos de una mujer («canciller federal»), aunque antes ya había sido confiado a cancilleres masculinos.

7. De nuevo había partidos y, por supuesto, el improductivo tira y afloja que infaliblemente traen consigo. La casi indestructible socialdemocracia estaba otra vez haciendo de las suyas, y sin provecho alguno, a costa del sufrido Pueblo Alemán. Otras asociaciones, por su parte, vivían parasitariamente de la riqueza del pueblo; sobre su «trabajo» casi no había apreciación —lo que asombra— ni siquiera en la prensa embustera, tan benévola en lo demás. No existían, en cambio, actividades de mi partido, el NSDAP, el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán; era posible que, si en efecto había habido derrota en el pasado, las potencias victoriosas hubieran impedido el trabajo del partido, o que incluso la organización se hubiera visto obligada a pasar a la ilegalidad.

8. Nuestro órgano, el Völkischer Beobachter, no estaba en venta en ninguna parte. En cualquier caso, el quiosco de aquel vendedor de periódicos, al parecer desde luego bastante liberal, no lo tenía, y tampoco había allí ningún tipo de publicación de orientación germano-nacional.

9. El territorio del Reich parecía claramente menguado; sin embargo, los Estados que lo rodeaban seguían siendo en su mayoría los mismos, incluso Polonia continuaba por lo visto con su antinatural existencia, ¡en parte además en el antiguo territorio del Reich! Pese a mi desapasionamiento, en este punto no pude reprimir cierta indignación; en un primer momento llegué a exclamar en la oscuridad nocturna del quiosco: «¡Para esto podría haberme ahorrado la guerra entera!»

10. La moneda ya no era el marco del Reich, aunque la idea que yo perseguía, convertirla en la moneda europea oficial, al parecer había sido realizada por otros, probablemente por algunos aficionados ignorantes del bando de las potencias victoriosas. De momento, las cuentas se pagaban en una moneda artificial llamada «euro», que por supuesto, como era de esperar, inspiraba el mayor recelo. Habría podido decirle eso a quienquiera que fuese el que lo había dispuesto.

11. Parecía haber una especie de paz imperfecta; sin embargo, la Wehrmacht seguía estando en guerra, aunque entretanto había cambiado de nombre, se llamaba Bundeswehr y se encontraba en un estado envidiable, condicionado sin duda por el progreso de la técnica. Si se podía dar crédito a las cifras publicadas, había que partir de una invulnerabilidad práctica del soldado alemán en el frente; sólo en casos aislados se producían bajas. Es posible imaginar mi tristeza cuando suspirando pensé en mi propio y trágico destino, en las amargas noches en el búnker, cavilando, inclinado lleno de angustia sobre los mapas en el centro de operaciones, luchando con un mundo hostil y contra el destino. Por aquel entonces se desangraban en numerosos frentes más de cuatrocientos mil soldados, y eso sólo en enero de 1945: con esta fabulosa tropa de hoy, yo, sin la menor duda, habría barrido y lanzado al mar a los ejércitos de Eisenhower; en pocas semanas, las hordas de Stalin habrían sido aplastadas como gusanos en los Urales y en el Cáucaso. Esta fue realmente una de las pocas buenas noticias que me llegaron: la futura conquista de espacio vital en el norte, sur, este y oeste no me parecía tener menor perspectiva de éxito con esa nueva Wehrmacht que con la antigua. Por lo demás, responsable de ello parecía ser la reforma llevada a cabo recientemente por un joven ministro, que estaba sin duda a la altura de un Scharnhorst[12], pero que debido a una intriga de doctos profesores de universidad, tan envidiosos como estrechos de miras, se había visto obligado a tirar la toalla[13]. Por lo visto en la actualidad las cosas funcionaban como en aquellos años en la Academia de Viena, a la que un día presenté lleno de ilusión mis esbozos y dibujos: los pobres de espíritu, corroídos por la envidia, siguen poniendo trabas al genio pujante que muestra resueltamente su superioridad, porque no pueden soportar que su brillo eclipse de modo tan manifiesto y deprimente el débil resplandor de su propia llamita, inspiradora sólo de compasión.

Así son las cosas.

Ante esas circunstancias, en su conjunto bastante insólitas, también pude comprobar, con satisfacción, que al menos de momento no amenazaba un peligro inmediato, aunque sí había evidentes cosas desagradables. Como corresponde a un espíritu creativo, últimamente yo solía trabajar mucho, pero también descansaba mucho para poder conservar el vigor y la rapidez de reacción habituales. El vendedor de periódicos, en cambio, condicionado por su trabajo, solía abrir su quiosco por la mañana temprano, de forma que yo, que a menudo había prolongado mis lecturas hasta muy avanzada la madrugada, no podía contar a partir de esa hora con un sueño reparador. Se añadía como agravante que ese hombre tenía ya por la mañana una en verdad enervante necesidad de hablar, mientras que, por lo general, yo a esas horas necesito disponer de cierta fase de reflexión. Ya la primera mañana entró con auténtico dinamismo en el quiosco, gritando:

—¡Qué hay, mi Führer!, ¿cómo ha pasado la noche?

Y al mismo tiempo abrió, sin la menor dilación, el hueco por donde vendía, de manera que una luz clarísima iluminó cegadoramente el quiosco. Lancé un suspiro, guiñé los torturados ojos, me esforcé en rememorar las circunstancias de mi estancia allí. En el búnker no estaba, eso lo vi clarísimo al momento. Si así hubiera sido, instantáneamente habría podido mandar fusilar a aquel cernícalo. Esa pesadilla mañanera era, indiscutiblemente, una perfecta erosión de mis defensas, una desmoralización. Sin embargo, me contuve, me hice cargo de mi situación, hasta me infundí aliento a mí mismo para calmarme diciéndome que aquel cretino no tenía apenas alternativa, dado su oficio, y que, a su obtusa manera, probablemente hasta creía que me estaba haciendo un favor.

—¡Arriba! —vociferaba ahora el mercachifle—, ¡venga, ayúdeme!

Y al decir eso señalaba con la cabeza varios portarrevistas transportables, uno de los cuales ya estaba empujando él hacia el exterior.

Me incorporé suspirando para, todavía soñoliento, hacer lo que él deseaba. Era desde luego paradójico: anteayer yo todavía desplazaba al 12.° Ejército, hoy desplazaba estantes. Mi mirada fue a posarse en el último número de Caza y perro. Así que algunas cosas seguían existiendo. Y aunque nunca he sido un ferviente cazador sino que he tenido una actitud más bien crítica frente a la caza, en aquel momento sentí por un instante el deseo de huir de aquel extraño modo de vida, de moverme con un perro por el campo, de observar en plena naturaleza, contemplando de cerca a los seres vivos, cómo el mundo nace y perece… Luego abandoné con un esfuerzo mis ensueños. En pocos minutos preparamos los dos el quiosco para la venta. El hombre sacó dos sillas plegables y se sentó al sol delante de la caseta. Me ofreció el otro asiento, sacó del bolsillo de la camisa una cajetilla, le dio unos golpecitos para que salieran varios cigarrillos y me los ofreció.

—No fumo —negué con la cabeza—, pero muchas gracias.

Cogió un cigarrillo, se lo puso en la boca, sacó un mechero del bolsillo del pantalón y lo encendió. Aspiró el humo, lo expulsó placenteramente y dijo:

—¡Hummmm! ¡Y ahora un café! ¿Para usted también? Es decir, si le apetece: aquí sólo tengo café instantáneo.

No me sorprendió. El inglés, naturalmente, seguía bloqueando las rutas marítimas, he tenido el «gusto» de conocer hasta la saciedad ese problema; se comprendía que en mi ausencia el nuevo gobierno del Reich —comoquiera que estuviese constituido o comoquiera que se llamase— debió de tener, y tenía aún, las mayores dificultades para solucionarlo. La valiente y sufrida población alemana tenía, pues, que trabajar, como desde hacía tanto tiempo, con sucedáneos. «Aguachirle» sería el nombre adecuado de ese sucedáneo, y al momento recordé la barrita dulzona de cereal prensado que había de sustituir forzosamente al estupendo pan alemán. El pobre vendedor de periódicos se avergonzaba ante su invitado porque, acogotado por esos parásitos británicos de la humanidad, no podía ofrecer nada mejor. Era casi indignante. Sentí una oleada de compasión.

—Usted no tiene la culpa, buen hombre —le tranquilicé—, de todos modos no soy aficionado al café. Pero sí le agradecería que me diera un vaso de agua.

Así pasé mi primera mañana de aquella extraña nueva época, al lado de aquel fumador que vendía periódicos, imbuido del firme propósito de observar y analizar a la población y de aprender cosas nuevas basándome en su modo de comportarse, hasta que el hombre aquel, sirviéndose de las relaciones a las que había aludido, me pudiese procurar alguna pequeña actividad.

Las primeras horas del quiosco pertenecían a los obreros sencillos y a los jubilados. No hablaban mucho, compraban tabaco, el periódico de la mañana; muy solicitado, en especial por la gente mayor, era sobre todo uno llamado Bild[14], yo supuse que era porque el editor empleaba de preferencia una letra enorme para que las personas con vista cansada pudieran informarse. Una idea excelente, tuve que admitir para mis adentros, en eso ni siquiera había pensado el diligente Goebbels: con esa medida habríamos provocado sin duda aún más entusiasmo en esos grupos de población. Precisamente entre las personas mayores del Volkssturm, en los últimos días de guerra que viví, había fallado la energía, la voluntad de resistencia y la capacidad de sacrificio: ¿quién habría podido sospechar que recursos tan sencillos como una letra de gran tamaño producirían tanto efecto?

Por otra parte: también había escasez de papel. Ese Funk había sido, en suma, un necio incurable.

Poco a poco, mi presencia delante del quiosco empezó a causar problemas. De vez en cuando había risas, justamente entre los obreros jóvenes; también, con más frecuencia, aceptación, que se ponía de manifiesto en las palabras «cool» y «superguay», incomprensibles ambas, sin duda, pero la expresión del rostro era señal de innegable respeto.

—Bien, ¿verdad? —El vendedor miraba con rostro radiante al cliente—. ¿A que no se nota ninguna diferencia?

—Ninguna —dijo el cliente, un obrero de unos veintitantos años, y dobló su periódico—. Pero ¿está permitido eso?

—¿El qué? —preguntó el vendedor.

—Bueno, ir con ese uniforme.

—¿Qué reparos pueden ponerse a la guerrera militar alemana? —pregunté receloso y también con ligera irritación en la voz.

El cliente se rio, probablemente para apaciguarme.

—Desde luego le queda estupenda. No, quiero decir que para usted será su trabajo, pero ¿no se necesita un permiso especial cuando uno la lleva puesta constantemente en público?

—¡Sólo faltaría! —repliqué indignado.

—Bueno, lo digo solamente —dijo un poco intimidado— porque en este Estado…

Eso me dio que pensar. No lo había dicho con mala intención, y desde luego el estado de mi uniforme no era muy bueno.

—Sí, está un poco sucio —admití algo deprimido—, pero aun sucio, el uniforme del soldado sigue siendo más honorable que el impecable frac de la falaz diplomacia.

—¿Por qué va a estar prohibido? —preguntó serenamente el de los periódicos—: No lleva ninguna cruz gamada.

—Pero ¿a qué viene eso? —grité furioso—. ¡Ustedes también sabrán seguramente cuál es mi partido!

El cliente se despidió haciéndose cruces. Cuando se hubo marchado, el vendedor de periódicos me pidió que me sentara de nuevo, y me habló con calma.

—El hombre no deja de tener razón —dijo amablemente—. Los clientes lo miran desde luego de un modo raro. Sé que usted se toma muy en serio su trabajo. Pero ¿de verdad no podría ponerse otra cosa?

—¿Que yo reniegue de mi vida, de mi trabajo, de mi pueblo? Eso no puede pedírmelo —dije, y me levanté de un salto—. Llevaré este uniforme hasta haber derramado la última gota de sangre. No apuñalaré una segunda vez por la espalda, como Bruto a César, a las víctimas del movimiento traicionándolas de manera infame…

—¿Tiene usted que explotar siempre de esa manera? —dijo el vendedor, un poco enojado también—. Es que no se trata sólo del uniforme…

—¿Entonces?

—Es que apesta[15]. No sé con qué ha hecho usted el uniforme, pero ¿ha usado para ello uniformes viejos de expendedores de gasolina o algo así?

—El pobre soldado raso tampoco puede cambiar de guerrera en el frente, y, por lo que atañe a este punto, no voy a recaer en la decadencia de quienes se entregan a una vida acomodada en la retaguardia.

—Puede que sea así, pero piense usted en su programa.

—¿Por qué?

—Bueno, usted querrá colocar su programa, ¿no?

—Sí, ¿y qué?

—¿Ha pensado ya en lo que ocurrirá si realmente vienen por aquí varias personas y quieren conocerle? Huele usted de tal manera que nadie se atreverá a encender un cigarrillo a su lado.

—Pues usted sí se ha atrevido —repliqué. Pero a mis palabras les faltaba la firmeza habitual porque, aunque de mala gana, tenía que aceptar sus argumentos.

—Es que yo soy valiente —rio él—. Venga, márchese enseguida a casa y búsquese otro atuendo.

Ya estaba allí otra vez el dichoso problema de la vivienda.

—Si ya le he dicho que eso es difícil hoy por hoy…

—Sí, pero su ex seguramente se habrá ido a trabajar. O a la compra. ¿Por qué lo complica usted todo de esa manera?

—Verá, bueno —dije vacilante—, el asunto es muy delicado. El piso…

Yo andaba ahora un poco escaso de argumentos. Y era también una situación humillante.

—¿Al final va a resultar que no tiene llave?

Esta vez fui yo quien tuvo que reírse ante tanta ingenuidad. Yo no sabía si había siquiera una llave para el búnker del Führer.

—No, hummm, cómo le diría: el contacto ha quedado de alguna forma, hummm…, interrumpido.

—¿Le han prohibido el contacto?

—Ni yo mismo sé explicármelo —dije—, pero seguramente es algo de esa índole.

—Cielos, pues no da usted esa impresión —dijo con cierta reserva—. ¿Qué barbaridades ha hecho?

—No lo sé —dije ateniéndome a la verdad—, no puedo recordar el periodo intermedio.

—A mí, de todos modos, no me parece usted una persona violenta —dijo con aire pensativo.

—Bueno —dije rehaciéndome con la mano la raya del pelo—, soldado sí soy, desde luego.

—Vale, bien, señor soldado —dijo el vendedor—. Le voy a hacer una propuesta. Porque es usted bueno y yo tengo fe en la gente obsesiva, como usted.

—Claro —reforcé sus palabras—, como toda persona razonable. Uno ha de perseguir sus objetivos con toda energía, y hasta de modo obsesivo, en efecto. El compromiso tibio y falaz es la raíz de todos los males y…

—Sí, sí, vale —me interrumpió—, así que escúcheme bien: mañana le traeré un par de cosas mías de antes. No tiene que darme las gracias, en los últimos tiempos he echado un poco de tripa, no consigo abrochar los botones —y al decir esto se miró la barriga con desagrado—, pero a usted podrían estarle bien. Felizmente, usted no hace de Göring[16].

—¿Cómo iba a ocurrírseme eso? —pregunté molesto.

—Y llevo su uniforme enseguida al tinte…

—¡Yo no me desprendo del uniforme! —aseguré, inflexible.

—Como quiera —dijo, y de pronto parecía un poco agotado—, entonces lleve usted mismo el uniforme a la tintorería. Porque eso sí lo comprende, ¿no? Que necesita con urgencia una limpieza.

Lo trataban a uno como a un niño pequeño, era indignante. Pero estaba claro que eso seguiría siendo así mientras yo anduviera por ahí sucio como un niño, así que asentí con la cabeza.

—Sólo va a ser difícil con los zapatos —dijo él—. ¿Qué número calza?

—El cuarenta y tres —contesté resignado.

—Entonces los míos le estarán pequeños —dijo—. Pero ya se me ocurrirá algo.