ii

Cuando recobré la conciencia estaba tendido en el suelo. Alguien me ponía una cosa húmeda en la frente.

—¿Se encuentra bien?

Había un hombre inclinado sobre mí, podría tener cuarenta y cinco años, pero quizá también más de cincuenta. Llevaba una camisa a cuadros, un sencillo pantalón como los del obrero. Esta vez yo sabía lo primero que tenía que preguntar.

—¿Qué día es hoy?

—Hummm…, veintinueve de agosto. No, un momento, treinta.

—De qué año, digo —exclamé con voz ronca mientras me incorporaba. El paño húmedo fue a caer de manera poco vistosa sobre las rodillas.

El hombre me miró frunciendo el ceño.

—Dos mil once —dijo, clavando la vista en mi guerrera—, ¿qué había creído? ¿Mil novecientos cuarenta y cinco?

Busqué una respuesta adecuada, pero entonces preferí ponerme de pie.

—Quizá debería seguir tumbado un rato más —dijo el hombre—, o sentarse. Tengo una butaca en el quiosco.

Primero quise decir que no tenía tiempo para relajos, pero me di cuenta de que todavía me temblaban mucho las piernas. Así que me metí con él en el quiosco. Tomó asiento en una silla que había junto a la ventanilla de venta y me miró.

—¿Un trago de agua? ¿Quiere un poco de chocolate? ¿Una barrita de muesli?

Asentí, aturdido aún. Se levantó, buscó una botella de agua mineral y me llenó un vaso. De un estante tomó una barrita de colores, sin duda una especie de ración de reserva, envuelta en un papel transparente de color. Abrió el papel, sacó algo que parecía cereal prensado industrialmente y me lo puso en la mano. Aún no parecían estar eliminadas las dificultades en el suministro del pan.

—Debería desayunar más —dijo el hombre. Luego se sentó otra vez—. ¿Está rodando por aquí cerca?

—¿Rodando…?

—Sí, algún documental. Una película. Aquí no paran de rodar lo que sea.

—¿Película…?

—Hombre, está usted de lo más completo. —Se echó a reír y me señaló con la mano—: ¿O va siempre por ahí con esa pinta?

Me miré de arriba abajo. No pude descubrir nada inusitado, aparte, claro está, del polvo y del olor a gasolina.

—Pues la verdad es que sí.

También podía ser que tuviera alguna herida en la cara.

—¿Tiene un espejo? —pregunté.

—Claro —dijo señalando con el dedo—, ahí a su lado, justo encima de esa revista, del Focus.

Seguí su dedo con la vista. El espejo tenía un marco de color naranja. Para más seguridad llevaba escrito encima «Der Spiegel», o sea, «el espejo», como si no viera claramente lo que era. Estaba metido por abajo, en una tercera parte, entre varias revistas. Me miré en él.

Sorprendentemente, mi imagen era impecable. Hasta la guerrera daba la impresión de estar planchada: la luz del quiosco era sin duda muy favorecedora.

—¿Qué quiere, ver la portada? —preguntó el hombre—. Esos traen cada tres números alguna cosa de Hitler. Creo que ya no tiene que prepararse más a fondo. Usted es bueno.

—Gracias —dije, distraído.

—Sí, de verdad —añadió—, he visto El hundimiento. Dos veces. Bruno Ganz, estupendo, pero ni punto de comparación con usted. Todo el porte… Uno pensaría que es usted.

Levanté la vista.

—¿Que yo soy qué?

—Sí, que es usted el Führer.

Y al decir esto alzó ambas manos, juntó los dedos medio e índice de cada una, se inclinó hacia delante y los movió rápidamente dos veces hacia arriba y hacia abajo. Apenas podía creerlo, pero parecía que, al cabo de sesenta y seis años, eso era todo lo que quedaba del Saludo Alemán, tan pujante en otra época. Era trágico, pero, sin embargo, una señal de que mi actividad política no había quedado sin ningún efecto con el paso del tiempo.

Doblé el brazo hacia atrás, respondiendo al saludo:

—¡Soy el Führer!

Se echó a reír otra vez:

—¡Fantástico, el efecto es tan real!

No podía analizar seriamente su molesto buen humor. Poco a poco iba tomando conciencia de mi situación. Si aquello no era un sueño —y para eso era evidente que duraba demasiado—, me encontraba, en efecto, en el año 2011. Estaba en un mundo completamente nuevo para mí, y era de suponer que, a mi vez, yo constituía también un elemento nuevo para ese mundo. Si aquel mundo funcionaba con un mínimo de lógica, esperaba que yo tuviera ciento veintidós años de edad o, lo que era más probable, que hubiera muerto hacía tiempo.

—¿Interpreta también otros papeles? —preguntó—. ¿Le he visto ya alguna vez?

—No soy actor —respondí, seguramente de un modo algo brusco.

—Claro que no —dijo él, y puso una cara curiosamente seria. Luego me hizo un guiño—. ¿Dónde trabaja? ¿Tiene un programa?

—Por supuesto —respondí—, desde mil novecientos veinte. Usted, en su condición de compañero de raza, conocerá los veinticinco puntos.

Asintió con vehemencia.

—Sin embargo, no le he visto aún en ninguna parte. ¿Tiene algún folleto? ¿O una tarjeta?

—No, lo siento —dije contristado—, los papeles y los mapas están, en su totalidad, en el centro de operaciones.

Trataba de formarme una idea clara sobre lo primero que debía hacer. Parecía evidente que incluso en la Cancillería del Reich, que incluso en el búnker del Führer, a un Führer de cincuenta y seis años podían recibirlo, es más, lo recibirían de seguro con escepticismo. Tenía que ganar tiempo, analizar mis opciones. Necesitaba un sitio donde vivir. De pronto tomé conciencia dolorosamente de que no tenía ni un pfennig en el bolsillo. Por un momento recordé con desagrado la época del albergue masculino, allá por 1909. Aquello había sido necesario, sin duda; me había hecho ver cosas que ninguna universidad del mundo habría podido procurarme, y, sin embargo, esa fase llena de privaciones no fue una época que yo disfrutara. Me pasaron como un rayo por la cabeza aquellos meses sombríos, el desprecio, el desdén, la inseguridad, el temor a perder hasta lo más imprescindible, el pan duro. Pensativo, ausente, mordí aquel extraño cereal envuelto en papel transparente.

Tenía un sabor asombrosamente dulce. Contemplé el producto.

—A mí también me gustan —dijo el vendedor de periódicos—, ¿quiere otro?

Negué con la cabeza. Ahora tenía problemas de más envergadura. Había que asegurar la subsistencia diaria más modesta, más elemental. Necesitaba alojamiento, un poco de dinero, hasta que mis ideas estuviesen más claras; tal vez necesitaría un trabajo, al menos de manera transitoria, hasta que supiera si podría, y cómo, reanudar mi actividad como gobernante. Hasta entonces era preciso que me ganara el pan de alguna manera. Quizá como pintor, quizá en algún taller de arquitectura. Por supuesto tampoco rechazaría de entrada un trabajo físico. Claro, sería más ventajoso para el Pueblo Alemán que pudiera emplear mis conocimientos en una campaña militar, pero sin conocer la situación actual eso era pura ilusión. Ni siquiera sabía con quién tenía el Pueblo Alemán actualmente una frontera común, quién trataba de violarla, a qué disparos había que responder[9]. Por eso de momento seguramente tendría que limitarme a aportar mis facultades manuales, quizá en la construcción de un terreno de marcha o de una sección de autopista.

—Ahora en serio —penetró en mis oídos la voz del vendedor de periódicos—. ¿Es usted amateur todavía? ¿Con ese número?

Eso, desde luego, me pareció de lo más impertinente.

—¡Yo no soy un amateur! —le notifiqué con firmeza—. ¡No soy uno de esos zánganos burgueses!

—No, no —me tranquilizó el hombre, que empezaba a parecerme una persona de muy buen fondo—. Quiero decir, ¿a qué se dedica profesionalmente?

Pues sí, ¿qué hacía yo profesionalmente? ¿Qué le decía a ese hombre?

—Yo…, de momento me he… retirado un poco —describí prudentemente mi situación.

—No me entienda mal —se excitó el vendedor—, pero si usted realmente aún no…, ¡es increíble! Quiero decir que por aquí vienen a menudo algunos, la ciudad entera está llena de agencias, está llena de esa gente del cine, de tíos importantes de la tele que siempre se alegran si descubren algo, alguna cara nueva. Y si usted no tiene tarjeta…, quiero decir, ¿dónde doy con usted? ¿Tiene un número de teléfono? ¿Un correo electrónico?

—Hummm…

—¿O dónde vive?

Con eso tocó realmente un punto delicado. Por otra parte, no parecía estar tramando nada ignominioso. Decidí correr el riesgo.

—Lo del domicilio está de momento…, no sé cómo decirlo…, no está claro…

—Ah, vale, pero a lo mejor tiene usted novia y puede vivir en su casa.

Pensé un momento en Eva[10]. ¿Dónde podría estar?

—No —murmuré, extrañamente abatido—, no tengo compañera. Ya no.

—Oh, oh —dijo el quiosquero—, comprendo. La cosa es bastante reciente, al parecer.

—Sí —admití—, todo esto es…, bastante reciente para mí.

—Las cosas no marchaban bien últimamente, ¿no?

—Eso es sin duda correcto —asentí—, la ofensiva de socorro del grupo Steiner[11] no tuvo lugar, algo imperdonable.

Me miró con desconcierto.

—Con su novia, quiero decir. ¿Quién tuvo la culpa?

—No sé —admití—, en último término, Churchill, seguramente.

Se echó a reír. Luego me observó un buen rato con aire pensativo.

—Me gusta su actitud. Escúcheme, voy a hacerle una propuesta.

—¿Una propuesta?

—No sé cuáles son sus aspiraciones. Pero si no necesita nada especial, puede usted pasar aquí una o dos noches.

—¿Aquí? —Eché una mirada al quiosco.

—¿Puede usted permitirse el hotel Adlon?

En eso tenía razón, claro. Confuso, bajé la mirada.

—Me ve usted…, prácticamente en la indigencia —admití.

—¿Lo ve? Tampoco es de extrañar, si usted no se atreve a salir al exterior con sus aptitudes. No tiene que esconderse.

—¡No me he escondido! —protesté—. ¡Era sólo por la lluvia de bombas!

—Vale, vale —frenó—, así que, otra vez: usted se queda aquí uno o dos días, y yo hablo con uno o dos de mis clientes. Ayer llegó el nuevo Teater heute y una de las revistas de cine, y ahora todos pasan por aquí a llevarse sus ejemplares. A lo mejor conseguimos algo. Honradamente: en el fondo ni siquiera tendría que saber usted hacer nada, ya el simple uniforme le va como anillo al dedo…

—¿O sea que ahora me quedo aquí?

—De momento. Durante el día se queda usted conmigo, y en caso de que venga alguien puedo presentarle inmediatamente. Y si no viene nadie, al menos tengo algo para pasármelo bien. ¿O tiene algún otro apeadero?

—No —suspiré—, es decir, a excepción del búnker del Führer.

Se rio. Luego se interrumpió.

—Oiga, no me vaciará el quiosco, ¿verdad?

Le miré indignado.

—¿Tengo cara de delincuente?

El hombre me miró:

—Tiene cara de Adolf Hitler.

—Exacto —dije.